Entrevista a Emilio Santiago Muiño (y II)
Salvador López Arnal
«El libro forma parte de un movimiento ideológico que busca hacerse cargo de la dimensión «disputa del Estado» para el ecologismo transformador.»
Emilio Santiago Muiño (Ferrol, 1984) es doctor en Antropología y científico titular del CSIC. Activista ecosocial, es fundador del Instituto de Transición Rompe el Círculo. Ha sido docente en la Universidad Autónoma de Madrid, en la Universidad de Zaragoza y en el Programa de Estudios Independientes del MACBA de Barcelona. Entre 2016 y 2019 fue director técnico de Medio Ambiente del Ayuntamiento de Mósteles.
Es autor de numerosas publicaciones sobre crisis y transición ecológica. Entre ellas Rutas sin mapa (2015), Opción Cero. El reverdecimiento forzoso de la Revolución cubana (2017) y ¿Qué hacer en caso de incendio? Manifiesto por el Green New Deal (2019), coescrito con Héctor Tejero. Recientemente ha publicado en Arpa Ediciones, Contra el mito del colapso ecológico. Por qué el colapsismo es una interpretación equivocada del porvenir y cómo formular un horizonte de transición transformador. Centramos una buena parte de nuestra conversación en esta última publicación.
Nos habíamos quedado en este punto. Dedica usted un capítulo, el V, a «Los orígenes anarquistas del colapsismo». En él escribe: «En un país como España el colapsismo hace ósmosis con esas condiciones tan especiales de nuestra historia que llevaron a Ortega a hablar de la España invertebrada, y que explican algunas de nuestras más extrañas y fascinantes anomalías, como el carlismo en el banco conservador, y el anarquismo en el bando revolucionario. De hecho, en nuestro país el colapsismo ha revivido tenuamente la hoguera de las viejas cenizas ácratas». ¿Podría darnos algún ejemplo? ¿Revivir esa hoguera, si es el caso, es malo poliéticamente? ¿Por qué el anarquismo termodinámico es el corolario político natural del estado de ánimo que propia la ideología colapsista?
Quizá mi propia experiencia militante pueda servir de ejemplo. Yo militaba en círculos anarquistas cuando conocí las tesis colapsistas alrededor del peak oil. Y nos encajó ideológicamente de modo perfecto. Este anarquismo termodinámico es un corolario natural del colapsismo porque, en sus pasiones políticas seminales, el colapsismo bebe mucho del rechazo a la megamáquina social (en el sentido de Lewis Mumford). Lo que hace el colapsismo es encontrar un motivo objetivo «científico» (el derrumbe inminente del orden social moderno provocado por sus disfuncionalidades ecológicas) que refuerza un rechazo y una agenda que es poliética (el deseo de sociedades simples y descentralizadas). Esta recepción entusiasmada del colapsismo no fue algo particular de nuestro colectivo anarquista. Si uno conoce el mundo libertario de principios de los 2000, sabe que fue uno de los primeros espacios que prestó atención a las tesis colapsistas. Y en muchos autores que pueden encajar en la categoría analítica, aunque no les guste la etiqueta (este es un problema menor, podemos llamarlos colapsólogos, en palabras de Servigne), hay un fuerte compromiso político libertario: Adrián Almazán, Carlos Taibo, Luis González Reyes…
Revivir esta hoguera libertaria no es malo poliéticamente. Creo que ese particular sustrato libertario de onda larga que está arraigado en nuestra cultura política, y que quizá se explique por eso que Villacañas considera la gran anomalía histórica española (imperio prematuro y nación tardía y malformada) es un yacimiento de riqueza política transformadora incalculable. Pero al mismo tiempo también es una fuente de problemas recurrentes en nuestra historia (particularismos miopes, apoliticismo contraproducente en momentos de batalla política muy ajustada, aventurerismo voluntarista) que nos convendría ir contrapesando, en una convivencia virtuosa pero difícil, con planteamientos políticos centrados en disputar los procesos de poder a través de ciclos largos y solventes de control del Estado.
¿Por qué el período especial cubano, que usted ha estudiado con detalle y profundidad, es una refutación práctica del colapsismo? ¿Por qué no cuadra el relato colapsista sobre Cuba?
Porque el discurso que el colapsismo (y el ecologismo) desarrolló a partir del caso del Período especial no se ajusta a la realidad de lo que sucedió en Cuba. En la Cuba de los noventa no hubo cambio de paradigma ecologista, solo una adaptación ecologista forzosa, que si bien conoció éxitos impresionantes (especialmente en materia agroecológica), hoy el pueblo cubano recuerda como un trauma. Y más importante, esos éxitos dependieron mucho más de que el cubano era un Estado socialista, esto es, un Estado fuerte con un gobierno socialmente comprometido, que de las iniciativas autogestionarias de las comunidades, que era el hilo conductor del relato ecologista y colapsista sobre Cuba.
Por cierto, un Estado socialista que si sobrevivió fue por aplicar una estrategia de reintegración muy difícil (por el bloqueo estadounidense) en la economía capitalista internacional, unida a reformas internas en pos de un socialismo de mercado. Esto me ayudó mucho a entender que lo que nos toca a los ecosocialistas, al menos durante muchas décadas, en el mejor de los casos, es la aplicación de un programa socialista débil en el marco de una economía necesariamente mixta. Lo que vuelve especialmente obsoleta la dicotomía revolución-reforma. Creo que si solucionamos la tragedia climática y ecológica en curso será mediante «reformas revolucionarias» (Gorz) que vayan transformando el capitalismo, con muchas contradicciones y retrocesos, gradualmente en otra cosa, pero sin un corte radical. No solucionaremos la crisis climática mediante escenarios de abolición integral global de la lógica de la acumulación privada de capital, porque creo que estos son utópicos en el sentido de imposibles. Si eso no lo pudo conseguir el SPD o la CNT de los años treinta, menos lo podremos conseguir nosotros.
La idea de que el universo activista es la punta de lanza de un proceso vital que va a ir generando una contrasociedad alternativa que terminará royendo por dentro el viejo mundo hasta extinguirlo, sin pasar por la disputa del poder político, es para usted un tipo de ensueño (semejante a los que en su momento criticó Marx). ¿Esa concepción que critica representa al colapsismo? ¿Los colapsistas no quieren disputar el poder político?
No solo al colapsismo. En buena medida afecta al conjunto del ecologismo y a una parte no pequeña de la izquierda transformadora. Tras el doble shock ideológico post-1989 (el derrumbe del socialismo real y la integración completa de la socialdemocracia en las coordenadas hegemónicas del neoliberalismo), vivimos todavía bajo el influjo de una sensibilidad criptolibertaria, que floreció casi por descarte de las otras dos vías, y que prefiguró muy bien Holloway en su «cambiar el mundo sin tomar el poder» (y de la que el zapatismo a partir de 1994 nos ofreció el icono de referencia). Esta coyuntura histórica ha educado a una generación como la mía, a la que no le ha quedado más remedio que hacer de la necesidad virtud, y combinar el no saber disputar el poder político con no querer hacerlo, en una pescadilla ideológica que se muerde la cola. El mejor ejemplo es una actividad política transformadora como la predominante hasta hace más bien poco, en la que se pasaba de lo local (municipalismo, acción directa) a lo global (foros mundiales) pero siempre se obviaba lo que hay en medio: el Estado. Esta disposición está empezando a cambiar en muchos frentes. De una manera minúscula, el libro forma parte de un movimiento ideológico que busca hacerse cargo de la dimensión «disputa del Estado» para el ecologismo transformador. Lo que lleva necesariamente a confrontar con las posiciones colapsistas dominantes, que en alguna de sus voces dan al Estado-nación el carácter de una institución termodinámicamente perdida y condenada a quebrar.
Cita en varias ocasiones a Ernst Bloch. ¿Es usted un esperancista? Si fuera el caso, ¿qué significa serlo?
No sé si soy esperancista porque no sé qué significa esa categoría. Pero sí que Bloch es una de las lecturas que más me han marcado intelectualmente en toda mi vida. Y comparto con él que la esperanza organizada es más que una disposición psicológica: para un marxista (y aunque heterodoxo y abierto a otras influencias teóricas, me sigo identificando con esta categoría), que parte del carácter procesual, abierto y activo de lo real, la esperanza es un prerrequisito ontológico y epistemológico. El afecto propio e inherente de una cosmovisión en la que el mundo solo se termina de «comprender» luchando por hacerlo devenir en algo mejor.
El ecologismo, en su opinión, necesita disputar el deseo y no revelar la verdad. El arte de la política, desde su punto de vista, no consiste en decir la verdad («El ecologismo ha apostado siempre por el poder de la verdad, de la enunciación de la verdad como algo que va a tener efecto político y yo creo que esto es un error.»). Tal vez haya acuerdo sobre el asunto del deseo, pero resulta más difícil aceptar lo que señala sobre política y verdad. ¿La verdad no es revolucionaria es su opinión?
La verdad es un ingrediente imprescindible de una política revolucionaria, que necesita el mejor conocimiento del mundo posible para promover su transformación. Pero dista de ser suficiente: la climatología de las pasiones políticas es un juego de expectativas, no de datos; las grandes irrupciones plebeyas tienen que ver mucho más con la detonación política coyuntural de afectos como el agravio, la rabia o la esperanza que del acceso a información; la constitución de grandes mayorías sociales depende mucho más de una victoria moral que de una victoria cognitiva o pedagógica. Esta no es solo una crítica a los postulados ecologistas, sino a los de toda aquella rama del marxismo que estuvo erróneamente obsesionada con la «falsa conciencia» como elemento bloqueador de la victoria socialista. Y que hoy tiene sus epígonos en esa izquierda que pone el acento en la manipulación de los medios de comunicación como factor omniexplicativo de todas nuestras derrotas (por supuesto, esa manipulación existe, pero se exagera mucho su peso en la conformación del consentimiento y la colaboración popular con el orden establecido).
Concretando más su crítica señala que la primera falacia de la estrategia ecologista obsesionada con la revelación de la verdad «es la creencia de que a cada información le sigue necesariamente una sola interpretación con un efecto social concreto». Pero, ¿quién sostiene a día de hoy una idea tan poco fundamentada y tantas veces falsada?
Es efectivamente una idea poco fundamentada y muchas veces falseada. Pero el ecologismo es un animal que ama tropezar mil veces con esta piedra. Seguramente tiene que ver con sus orígenes como denuncia científica. Piénsese que la reivindicación número uno de Extinction Rebellion (que por otro lado es un movimiento que ha realizado aportes muy interesantes) es que los gobiernos del mundo «digan la verdad». Esto es literal. Un discurso así solo se explica porque en el fondo se cree que la verdad de la extralimitación lleva consigo el efecto social concreto y unívoco de la autocontención. Como si la verdad de la extralimitación no pudiera justificar un refuerzo de las lógicas depredatorias de un posfascismo que apueste por el darwinismo social y el acaparamiento de espacio vital ecológico. Dicho de modo muy simple: el gran error del ecologismo con la cuestión de la verdad es pensar que el negacionismo climático o el retardismo son fenómenos provocados por la ignorancia. Más bien son fenómenos ligados a la psicopatía y al elitismo. Planteamientos que beben de expectativas de inmunidad dadas por ocupar posiciones de privilegio en estructuras de dominación.
«Los ecologistas podemos ganar» es el título del capítulo 7º del libro. ¿Ganar qué, a quiénes? ¿No es un ensueño tal como están las cosas? De hecho, en su opinión, el ecologismo ha empezado a ganar y no se ha dado cuenta. ¿Qué es lo que ha ganado el ecologismo hasta el momento?
Ganar, en primer lugar, a las inmensas fuerzas del capitalismo fósil para poder cumplir con el mandato climático a tiempo. Y aunque la izquierda radical ama siempre situarse en el punto crítico más audaz (que hoy sería la denuncia del capitalismo verde) aún es pertinente recordar que el capitalismo verde dista de ser un proyecto global consensuado e irreversible. Que actualmente existe una disputa entre las viejas élites neoliberales al respecto. Que el negacionismo climático de un Trump o un Bolsonaro fueron derrotados por la mínima. Y que los pequeños avances en materia de descarbonización se están revirtiendo con cada turbulencia que aparece por el camino (basta ver la inclusión del gas y la nuclear en la taxonomía de energías verdes europeas).
En segundo lugar, más improbable pero posible, ganar también la dirección del «bloque histórico descarbonizador», actualmente en gestación, para darle una dirección evolutiva emancipadora, posneoliberal, fuertemente redistributiva y decrecentista, que yo sigo pensando en términos ecosocialistas. Este ensueño es hoy mucho más probable que hace diez años, por razones que expongo en el libro. Y lo que ha ganado el ecologismo, gracias a la tarea encomiable de varias generaciones de ecologistas en las décadas pasadas, es un liderazgo moral e intelectual desde el que, ahora sí, se puede disputar el poder político de forma madura. Eso que Gramsci nos enseñó como una etapa imprescindible para ser hegemónicos. Pongo un ejemplo polémico: el greenwashing no solo es un engaño cínico de las empresas capitalistas para dar continuidad a su modelo de negocio, que por supuesto. También es un síntoma del poder de nuestro discurso para dar un sentido a la experiencia social. Si el enemigo quiere parecerse a ti es que has empezado a ganar. Pero empezar a ganar no es ganar. Cubrir ese espacio es, exactamente, la tesitura de nuestro tiempo.
El título de un apartado de este capítulo: «Catálogo de experiencias inspiradoras para un cambio factible». ¿Nos cuenta brevemente la que le parece más inspiradora?
Ese es un epígrafe que hace una revisión histórica a cambios sociales estructurales, que se han dado en sociedades modernas, y que creo que es necesario estudiar para poder imaginar los propios cambios estructurales que nosotros y nosotras podemos y debemos protagonizar. Creo que es importante tomar como referentes experiencias antropológicamente cercanas, en el tiempo y el espacio, para que sus lecciones sean extrapolables, bajo la premisa de que lo factible es hacer algo parecido a lo que pudieron conseguir gente como nosotros, hecha de una «materia social» similar. Es hermoso e interesante estudiar las revueltas campesinas de la Edad Media, pero más allá de que puedan ofrecernos mitología y simbología revitalizante para hoy, sus lecciones políticas nos son poco útiles. Del mismo modo, aunque los pueblos originarios son un actor clave en la transición ecosocial global, para las clases populares de un país occidental sus victorias o derrotas se dan en un contexto cultural muy distinto. Tocará acompañarlos en un internacionalismo que hoy ya sabemos que debe ser pluriversal. Pero nuestro camino para convertirnos en sujetos de un proceso sostenido de transformación ecosocial debe tomar ejemplos más próximos.
Partiendo de esta premisa, no tengo predilección especial por ninguna experiencia, todas son inspiradoras y todas presentan límites. Creo que el New Deal estadounidense, a pesar su lado oscuro (en materia racial y de género) sigue siendo un ejemplo iluminador de cómo se puede afrontar una crisis de régimen en una sociedad capitalista moderna con una salida progresista (recordemos que había un partido nazi en EEUU en los años treinta, y que si hoy es una anécdota eso no estaba escrito de antemano). También podrían servir las experiencias redistributivas de constitución de los Estados del bienestar europeos tras la segunda posguerra mundial, o la década ganada progresista en América Latina a principios de los 2000.
Se me podrá acusar de elegir referentes «reformistas» y dejar de lado el indudable impacto transformador y progresista de revoluciones victoriosas como la mexicana, la rusa, la china o la cubana, o de revolución derrotadas como la revolución libertaria española (aunque quizá salvo la cubana, la composición sociológica de estas revoluciones, en naciones con una base fundamentalmente campesina, hoy nos quede lejísimos). Sin duda, son fenómenos fascinantes de los que se puede aprender mucho. Pero me parece inverosímil aspirar a replicarlos dada la correlación de fuerzas que ha legado el neoliberalismo, con una hegemonía tan sólida que ha devenido en antropología.
Además, creo que en la izquierda transformadora tenemos un nudo intelectual no resuelto con la idea de revolución: una polarización social tan disruptiva como la que implica una apuesta insurreccional armada por el control del Estado lleva consigo, necesariamente, una serie de hipotecas (costo humano y moral, autoritarismo interno, militarismo, desafíos geopolíticos incesantes) que en los escasísimos casos en los que esa apuesta vence, arroja el proceso de cambio social a una dinámica que compromete mucho su capacidad transformadora. Esto, unido a la certeza de que incluso una economía ecosocialista seguirá siendo mixta muchas décadas (conviviendo conflictivamente con la acumulación de capital y la apropiación de plusvalía), me ha llevado a descartar esa vía que Olin Wright denomina «aplastar el capitalismo».
Pero no hace falta remitirnos a un pasado nostálgico para encontrar experiencias inspiradoras. También las tenemos en el presente. Por la constitución de mi propia mitología política, las movilizaciones climáticas del año 2019 son las que han dejado una huella más vibrante, y eso que ya las viví como un viejo treintañero, a diferencia de los jóvenes que tuvieron en ellas un bautismo político que solo puedo imaginar como fascinante. Sin embargo, en términos de análisis frío, creo que donde habría que poner la inteligencia colectiva a trabajar prioritariamente es en desentrañar las lecciones políticas que se pueden extraer de dos fenómenos recientes: el primero, la aplicación de la hipótesis populista desde la izquierda en la década de los diez en distintas geografías; el segundo, una comprensión lo más afinada posible de la mutación del neoliberalismo, acelerada por la pandemia y la guerra, en un nuevo régimen económico en construcción (eso que Xan Lopez llama socialdemocracia de guerra), donde hay muchas posibilidades abiertas. Y algunas de ellas cambian significativamente las expectativas transformadoras.
En el capítulo de conclusiones señala que el ecologismo debe ser estratégicamente ecléctico, plural, sincrético, sociodiverso. ¿No lo es en estos momentos, no es plural, no es sociodiverso?
Lo es, pero no se valora lo suficiente ni se asume como un horizonte explícitamente positivo. Esa afirmación es una advertencia, que vale para todo el mundo, incluido para mí, de no confundir cooperación entre los ecologismos con unanimidad. Todos los debates ecologistas deberían tenerse partiendo de la premisa de que casi todo suma y casi nada resta, y además nadie tiene garantías de que su apuesta sea la mejor. No existen balas de plata ni recetas integrales. El cambio será el efecto combinatorio (e imposible de planificar) de una multiplicidad de iniciativas, muchas de ellas contradictorias y en conflicto. Lo que no es incompatible con que cada una de estas iniciativas trata de ser lo más influyente posible, y tengamos debates intelectualmente exigentes. Pero en los que cierta idea de fraternidad compartida, a pesar de la pluralidad y su competición inherente, debe ser un regulador ético que influya, al menos, en las formas y los tonos.
Del mismo apartado. Le pido, le sugiero un comentario de texto de este fragmento: «Es importante insistir en que lo ontológico y lo epistemológico tienen aquí prioridad sobre lo ético y lo político. No se debe rechazar el colapsismo solo porque sea una verdad políticamente inútil. La hipótesis fuerte de este libro es la contraria: el colapsismo es inútil porque es una interpretación del porvenir científica y socialmente errónea.»
Muchos pensadores cercanos a lo que yo denomino colapsismo, empezando por el propio Jorge Riechmann, reconocen que un discurso tan pesimista como el suyo sirve de poco para construir mayorías electorales. Por lo que es fácil que si se considera que lo electoral tiene un papel, sea grande o pequeño (que yo creo que por muchas razones históricas es bastante grande, más grande hoy que hace 20 años) se admita que quienes jugamos a ese juego igual no nos conviene hablar de colapso en una campaña electoral. Es lo que Alberto Garzón denomina «el problema del colapso como discurso». Pero mi libro intenta otra cosa: problematizar el colapso en tanto que diagnóstico. Esto es, sus bases filosóficas, científicas y metodológicas. El colapso no es, como piensan los colapsistas de nosotros, una realidad incómoda que nos impide ganar elecciones. No es una especie de verdad objetiva que conocemos pero que tendríamos que disimular con mentiras piadosas por un puñado de votos. El colapso es un escenario posible sí, pero entre otros muchos, y los hay más verosímiles (al menos si usamos el término colapso con rigor). Un escenario cuya probabilidad, inmediatez y naturaleza el colapsismo ha sobredimensionado por toda una serie de problemas de índole teórica y epistemológica que se analizan en el libro.
Voy finalizando. ¿No son a veces duras, muy duras, con graves descalificaciones, las discusiones en el ámbito ecologista? ¿Por qué? ¿La pasión e interés con la que se defienden las posiciones lo justificaría?
Lo son. Que conste que yo prefiero las descalificaciones, aunque sean duras, que otras formas de gestión de la discrepancia que fueron comunes en un movimiento transformador como el socialista, que tiene una cantidad no pequeña de mártires asesinados por ser considerados «enemigos internos». En comparación histórica, si se me permite una broma, frente a recuerdos como el de Trotsky, Roque Dalton o los sucesos de Mayo del 37 en Barcelona, los insultos ecologistas son el sumun de los cuidados mutuos. Por lo que convendría desdramatizar. Dicho esto, es cierto que en algunos casos se está llegando a puntos tóxicos que dificultan después el día a día de las organizaciones ecologistas.
Creo que en esta degeneración del debate en parte responde a las dinámicas de las redes sociales, donde se ha mal canalizado una parte de la discusión. Otra parte tiene que ver con la falta de estructuras orgánicas comunes que nos comprometan a todas y todos en normas y responsabilidades compartidas. También influye el vivir en una sociedad neoliberal atroz donde el diálogo público se confunde espontáneamente con la generación de una marca personal, lo que hace que el disenso siempre corra el riesgo de interpretarse como un ataque que devalúa tu capital simbólico, desnaturalizando las discusiones de ideas. Algo habrá también de inercias de comportamientos patriarcales a los que los hombres somos proclives (aunque viendo la intensidad de descalificaciones en el debate feminista del presente, mucho más duro que el del ecologismo, no parece que este factor sea el más determinante). No es menor el hecho de que, a mayor influencia social real, con su coste de oportunidad asociado, más agrias se vuelven siempre las disputas de ideas. Y en cada caso concreto, intervienen aspectos propios del carácter de las personas involucradas.
En la medida de lo posible, al menos en los textos escritos en frío, yo he procurado mantenerme lejos de esta espiral de descalificación mutua. Pero reconozco que en caliente, como es un medio como Twitter, es fácil contribuir a esa espiral de zascas y caricaturas mutuas. Y ahí todos tenemos que hacer autocrítica.
Sus posiciones políticas, como tal vez nos ocurra de forma generalizada, ¿no pueden marcar, orientar en exceso, sus análisis críticos sobre los partidarios del colapsismo que tal se sitúen en coordenadas políticas que no son las suyas?
Sin duda hay una retroalimentación inevitable entre posición política y análisis sociales. Nadie está exento de este bucle. Lo importante es asumir cierta vigilancia epistemológica, cierto compromiso con la rigurosidad, como para evitar una pura circularidad tautológica. La ciencia social se degrada si solo es propaganda. En mi experiencia investigadora, en la mayoría de las ocasiones la investigación me ha llevado a violentar mis posiciones políticas previas, a generarme incomodidad. Me sucedió con Cuba, donde tras seis años de profunda investigación, lejos de corroborar mi posición política, llegué a unas conclusiones que desestabilizaban mi espacio de confort ideológico de partida. Con el colapso fue algo parecido. Alejarme del colapsismo ha implicado distanciarme de una parte de mi entorno social de militancia ecologista, discutir con mis maestros (lo que siempre es difícil porque es una discusión asimétrica y desigual)… Nada de esto es agradable. Pero sencillamente el enfoque analítico del colapsismo ya no me cuadraba. Aun así, probablemente mis posiciones políticas claro que influyen en mi análisis. Pero quiero pensar que al revés también sucede, y que iré mudando mis posiciones políticas al calor de un conocimiento del mundo social más refinado.
Cita en varias ocasiones a Manuel Sacristán y a Francisco Fernández Buey (a este último en esta misma entrevista). ¿Qué significa para usted la obra y la praxis de estos dos autores, de estos dos clásicos de la tradición marxista ecosocialista?
Aun me falta mucho estudio de dos obras inmensas para poder responder de un modo fundamentado. Pero hasta donde he podido leer, considero que Manuel Sacristán es un referente de la historia del marxismo mundial de la segunda mitad del siglo XX. Y Paco Fernández Buey, quizá, su mejor continuador entre aquellos discípulos que lo trataron personalmente. No solo por su rigurosidad y su productividad impresionante. También, por lo que me llega de gente que fue su amiga, por su generosidad política y personal. Y una de las desgracias del ecosocialismo pensado en castellano es que Paco Fernández Buey se nos fue demasiado pronto.
¿Qué significa para usted el exitoso resultado del referéndum ecuatoriano del pasado 20 de agosto? ¡Yasuní no se toca!
Un hito y un ejemplo, así como una victoria para el conjunto de la humanidad. Una enorme conquista en la guerra de posiciones ecosocialista, que ojalá se convierta en un referente que se pueda replicar en muchas geografías más pronto que tarde, respetando las particularidades políticas e históricas de cada país o territorio. Dejar combustibles fósiles en el subsuelo es, exactamente, la tarea más emancipadora para los que nos ha tocado transformar el mundo en la primera mitad del siglo XXI. Ahora toca ver si el nuevo gobierno de Ecuador acata el mandato democrático, u obliga a redoblar esfuerzos de movilización popular. Y esto es parte de la tragedia de la transformación social. Por la desigualdad estructural de partida, a los de abajo no nos queda más remedio que luchar de forma reiterada. En el bando popular casi nunca conocemos victorias irreversibles porque la realidad está hecha a medida de los intereses del enemigo.
¿Quiere añadir algo más?
Darte las gracias por una lectura tan atenta del libro, y una entrevista tan minuciosa.
Fuente: Una versión reducida de esta entrevista apareció en El Viejo Topo, mazro de 2024.