El vómito
Gerard Marín Plana
Reseña de The Zone of Interest (2023)
«2 [de agosto de 1914]. Alemania ha declarado la guerra a Rusia. – Por la tarde, Escuela de Natación.»Franz Kafka
«Nunca entenderán que yo también tuve un corazón.»
Rudolf Höss
Se dice que el psicólogo de origen judío Kurt Lewin trató en sus escritos el caso siguiente: durante el nazismo, mientras los prisioneros encerrados en trenes se acercaban a su destino (los campos de concentración), sentían que los bosques que veían desde las ventanillas de los vagones se hacían paulatinamente sombríos. No es que objetivamente se oscurecieran, pero así era vivido por ellos. Se trata de un fenómeno universal según el cual el contexto, el ambiente en el que se encuentra el sujeto modifica o «encarrila« su modo de percibir el mundo.
A diferencia de ellos, en The Zone of Interest, la última película de Jonathan Glazer, los protagonistas –la familia de Rudolf Höss, el comandante del campo de concentración de Auschwitz– viven su vida cotidiana de forma aparentemente luminosa y feliz. Como ya hiciera en su anterior película, Under the Skin, Glazer nos muestra pequeñas costumbres domésticas, conversaciones banales; la celebración de un cumpleaños, la visita de la abuela. En este caso, por supuesto, todo se hace de espaldas a la realidad del exterminio que se produce literalmente al otro lado, pues la casa de los Höss está adosada al campo. Así, desde el jardín de este hogar, o en los tranquilos espacios naturales circundantes, el espectador, que comparte punto de vista con la familia, puede conocer lo que ocurre tras los muros sólo a través de gritos, del sonido de disparos lejanos, del humo de los trenes que llegan al campo o de los crematorios. Todo ello, que se presenta, de inicio, como un exterior casi imperceptible, se mantiene marco de lo que pasa en todo momento. «¿Cómo puede alguien vivir tan tranquilamente al lado del horror, como si nada ocurriera?», se pregunta de forma inevitable, en algún momento, el espectador.
La referencia indirecta o velada al genocidio, introducida a través de la ignorancia consciente de la familia Höss, aunque sorprendente y quirúrgica en su ejecución, no es insólita: puede recordar, en un principio, a las teorías de la no-representación cercanas al judaísmo que fueron exploradas en el pasado por el documentalista francés Claude Lanzmann en la monumental Shoah, de 1985, o más tarde, en nuestro país, por el dramaturgo Juan Mayorga en Himmelweg, de 2003. Sus objetivos incluían evitar la pretensión ética de hablar por las víctimas o de representar los hechos tal y como fueron, en línea con la idea de Primo Levi de que ni tan solo los que sobrevivieron a los campos fueron «testigos verdaderos», pues esos «no regresaron, o regresaron sin palabras». Sin embargo, el experimento perspectivista de Glazer en The Zone of Interest puede verse ligado más bien a esa escena final de Salò, de Pier Paolo Pasolini, en la que dos jóvenes bailan en un piso, ajenos e insensibilizados a las torturas que se producen fuera; o, de nuevo, a Under the Skin, donde, como espectadores, se nos situó en una posición extraña, cercana al Otro que, en ese caso, comenzaba por encarnar un grupo de aliens y, en este, es personificado por los Höss.
Como en todos estos casos, con su película Jonathan Glazer apunta explícitamente a nuestros días. Así, en una entrevista, afirmó:
Todos vemos la situación en la que está el mundo y no quería hacer una pieza de museo [cursivas mías] que nos hiciera sentir que es algo que sucedió entonces y de lo que ahora estamos a salvo. Todo se aplica al momento actual y espero que los espectadores se vean a sí mismos en la pantalla y vean lo similares que somos a los perpetradores. Sé que asusta reconocerse ahí, y a la gente le llevará un tiempo, tratará de mantener una distancia antes de hacerlo, pero tenemos que reconocernos en esos autores. Tenemos que hacerlo.
Y en la gala de los Premios Óscar 2024, que The Zone of Interest ganó en la categoría de mejor película internacional y de mejor sonido, Glazer fue más allá en su discurso de aceptación al referirse, en específico, al conflicto en curso entre Israel y Palestina:
Nuestra película muestra adónde lleva la deshumanización en su peor grado. Dio forma a todo nuestro pasado y presente. Ahora mismo estamos aquí como hombres que rechazan su judeidad y un Holocausto que ha sido secuestrado por una ocupación que ha llevado al conflicto para tantos inocentes, sean las víctimas del 7 de octubre en Israel o las del ataque en marcha en Gaza. Todas son víctimas de esta deshumanización.
La alternativa a esta identificación con los verdugos es clara en la película: se expresa en la figura solitaria, también periférica, de una chica que, grabada con una cámara termodinámica que produce un efecto fantasmal, similar al negativo –como si fuera al revés de todo lo visto hasta el momento–, trata de resistir a la barbarie nazi ayudando como puede a las víctimas, dejándoles manzanas por las que, se menciona en cierto momento como de pasada, habrá peleas.
Pero los horrores velados en el marco de la acción y de la pantalla, cuya significación debe ser construida por el espectador, tienen una continuidad hacia adentro, en el interior de las relaciones de los Höss, donde también los personajes actúan íntimamente de espaldas a la verdad y a los demás. Este tipo de escenas ha sido, en general, poco comentado por la crítica, pero contribuye a producir el deje sórdido, siniestro, que Freud llamó «Unheimlich» y que expulsa toda sensación de hogar («heim»), tanto como las comentadas anteriormente. Pongo sólo dos ejemplos, aunque estos están por doquier. En cierto momento de la película, durante la noche, la abuela, madre de Hedwig, la mujer de Höss, que ha ido de visita a pasar unos días, ve fuego por la ventana. Tras ello, a la mañana siguiente, se marcha, dejando una carta de la que no sabremos el contenido: cuando su hija la lee, la tira a la estufa, y el episodio no volverá a mencionarse. En otro punto, otra noche, Rudolf –que en la realidad montó un burdel en Auschwitz– comete una infidelidad a su mujer, aunque no lo veamos explícitamente. Después de limpiarse en un sótano oculto al final de un largo túnel bajo la casa, sube para irse a la cama y ve a una de sus hijas en el pasadizo, sonámbula. La coge en brazos y esta murmura: «estás sudado». En este aspecto, merece la pena destacar el rastro de otros autores que han elaborado una visión crítica paralela –gélida, geométrica, distanciada– de la vida cotidiana, como el sueco Roy Andersson, del que tal vez puede destacarse, especialmente, Någonting har hänt (Something Happened), o el austríaco Ulrich Seidl.
De este modo, el caso de Palestina, la manera como el mundo alrededor permite desde hace años un nuevo genocidio, es sólo una cara de la realidad, cuyos espacios interior y exterior –por seguir con palabras usadas hasta ahora– son correlativos. También aquí, en estas pequeñeces cotidianas de los Höss, propias de vidas éticas miserables, el espectador debería verse interpelado a reconocerse y a aventurar una alternativa, pues, en su interioridad, la familia Höss no es tampoco un monstruo exterior, inhumano, como tal vez desearíamos pensar. En el contexto de un matrimonio íntimamente fallido1, el amor genuino que Rudolf muestra en la película por su caballo, por poner otro ejemplo, no le hace, paradójicamente, más cruel o desalmado, por dedicar su vida, en paralelo, el genocidio. Ese caballo debe entenderse, en cambio, como el único ser donde encuentra esa calidez incondicional que todo ser humano necesita y que tantos propietarios de animales domésticos sienten igualmente en el presente. «Nunca pensé que no estarías a mi lado», le dice, herido y afligido, a su mujer, cuando esta manifiesta que prefiere quedarse en la casa que irse con él a Urianemburgo, donde ha sido destinado, contra su voluntad, por sus superiores.
Todo esto, que puede considerarse secundario, me parece clave para dar razón del enigmático final de The Zone of Interest, que sí ha sido muy comentado y discutido, con acierto. Tras asistir a una fiesta en un gran edificio, Höss llama por teléfono a su mujer desde el piso superior. Orgulloso, le viene a contar que, tras un periodo de desconfianza, ha sido rehabilitado por las más altas autoridades nazis, y que supervisará una operación que incluso ha sido llamada con su apellido, que su mujer comparte. También le dice, con el mismo tono, que durante la fiesta ha estado pensando en gasear a todos los presentes. Su mujer le responde que es tarde y que debe irse a la cama. Tras colgar, mientras baja por las escaleras para irse, Höss siente arcadas. Y, al fondo de un pasillo oscuro, donde fija la mirada, ve una luz, que nos transporta al presente, a la puerta de un crematorio de Auschwitz, convertido en museo, donde unas mujeres limpian.
Esto ha sido explicado de distintas formas. Se ha hecho mención, por ejemplo, a The Act of Killing, de 2012, película de Joshua Oppenheimer en cuyo final el protagonista, otro responsable de genocidio, vomita debido al arrepentimiento (arrepentimiento, por cierto, de veracidad cuestionable). El asco de Höss, se argumenta, se debería a la visión del futuro en Auschwitz, convertido en un espacio de Memoria, que mostraría su derrota y su nimiedad. Del mismo modo, podría compararse su reacción a la que el físico J. Robert Oppenheimer experimenta tras el lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima en Oppenheimer, la reciente película de Christopher Nolan, cuando se hace cargo de la magnitud de los hechos y de la irrevocabilidad de las dinámicas bélicas y humanas iniciadas. Ninguna de estas explicaciones, sin embargo, tiene en cuenta el hecho de que, como he destacado, Höss siente las arcadas antes de la visión del futuro y después de la enésima muestra de incomunicación y distanciamiento con su mujer, a quien, acomodada en la relación vacía e insignificante en la que viven, no parece importarle, en verdad, que Höss vuelva a casa.
Debe recordarse, por otro lado, que Jonathan Glazer declaró explícitamente que con The Zone of Interest no quería hacer «una pieza de museo» y, en este sentido, es cuestionable que su opinión sobre el presente de Auschwitz sea positiva. Más bien, me parece que, como ha destacado alguna reseña, los planos de trabajadores limpiando los crematorios por un sueldo, igual que lo harían en cualquier otro sitio, ajenos a la Historia, muestran, al contrario, el tipo de relación con el pasado y el tipo de lógica o actitud presente que fomentan nuevos horrores y que nos impiden luchar contra ellos. De mi propia visita a Auschwitz, hace años, saqué distintas convicciones: una de ellas, que el lugar se había convertido en un parque de atracciones, en una parada obligatoria para cualquier turista que luego, a la salida, experimentado el previsto y dirigido sentido de asombro y de piedad, volvía a su vida cotidiana sin ningún cuestionamiento, ninguna alteración; otra, que el discurso judío se había impuesto sobre la voz de las otras víctimas, a las que se dedicaba mucho menos espacio y reconocimiento. Mientras salía del campo y miraba las caras de la cola de turistas para entrar, en la que algunos intentaban incluso colarse, hubiera podido tener, también yo, una visión: hubiera podido verles en un tren, camino de la muerte, pero sin ni siquiera darse cuenta de ello. Hubiera podido vomitar. Tanto como verdugos, en esa «zona gris» de la que también habló Primo Levi, somos víctimas del mundo terrible que conformamos, tan frívolo, enajenante y vacío como pudo serlo cualquier otro.
Cuando leí por primera vez la anotación de Kafka en su diario que encabeza esta reseña, no la entendí. ¿Cómo era posible que alguien con su sensibilidad decidiera escribir eso? Creo que The Zone of Interest, como antes Under the Skin, nos ayuda a ver esa aparente monstruosidad como una constatación ética imprescindible de lo que fue el siglo XX y, todavía más, está siendo el XXI. Nos ayuda a divisar los límites del orden actual, el marco con el que se relaciona nuestro vivir y el verdadero sentido de este, el carácter y el alcance de su deshumanización; y a situarnos ante ello, a darnos cuenta de cómo se oscurece el bosque. De otro modo, importará poco, importa poco, que, como Rudolf Höss, nosotros también tengamos un corazón.
Nota
1 Matrimonio fallido que, como digo, debe relacionarse con lo que ocurre fuera: en la realidad, aunque se ha dicho que la relación entre marido y mujer «aparentemente no tenía problemas y se veía felizmente casado en los cuatro años que pasó en Auschwitz», Höss declaró a Gustave Gilbert, psicólogo con quien habló tras el final de la guerra, que, tras revelarle a su esposa la naturaleza exacta de sus actividades, rara vez tenían «deseos carnales».