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Cómo matar una cultura y convertir el paraíso en un infierno

'Bilioso'

Para comprender la realidad en la que vivimos, es imprescindible estudiar la actual ola de turismo, que ya no es sólo un fenómeno localizado en determinadas zonas costeras. Es un tsunami que asola todo el territorio, ejerciendo una tremenda presión social, económica y cultural. Es uno de los factores responsables de la degradación económica y cultural del país, de formas subrepticias de neocolonialismo. Devasta el paisaje y empapa todos los aspectos de nuestras vidas.

Sin embargo, el análisis de la presión del turismo tropieza desde el principio con un obstáculo: la falta de información. Los datos sobre el turismo de masas a disposición del público se dirigen principalmente a su estudio económico en sentido estricto y cuantitativo; no existe información orientada al estudio cualitativo de sus efectos sociales y culturales. Intentaré señalar el camino hacia un estudio cualitativo del fenómeno.

Tomando como referencia el año 2023, por un lado, hay 10,6 millones de residentes en Portugal. Por otro, 27,5 millones de extranjeros aterrizan en Portugal por vía aérea y 1,8 millones de veraneantes (¡más de 900 barcos!) atracan en puertos marítimos. En total, desembarcaron 29,4 millones de personas. [Nota: la huella ecológica dejada por este transporte aéreo y marítimo es aterradora. No entraré en este vasto tema de la salud pública y medioambiental y sus costes; sólo recordaré que Lisboa ostenta el récord europeo de micropartículas nocivas para la salud, liberadas por los aviones].

Tenemos, pues, un total anual de cerca de 30 millones de extranjeros desembarcados, sin contar los que llegan aquí por otros medios, en un territorio de 10 millones de almas. Esta cifra, sin embargo, no nos dice nada sobre la situación concreta en cada momento de nuestra vida cotidiana. Es casi como si las autoridades responsables de las estadísticas turísticas no quisieran que conociéramos la realidad concreta en la que vivimos… Nos dicen que, de media, cada extranjero en tránsito permanece 3,1 días en el territorio, pero esta abstracción es inútil, no tiene sentido: lo que necesitamos saber es cuántos turistas están presentes materialmente (y no estadísticamente) en cada momento de nuestra vida cotidiana, para poder establecer una ratio turista/residente.

Digamos que, desde un punto de vista puramente estadístico, tenemos un flujo turístico medio mensual equivalente al 23 % de la población residente, es decir, prácticamente una cuarta parte de la población. Pero dado que la «temporada alta« suele abarcar 6 meses al año, es de esperar que durante este periodo la masa de turistas sea equivalente al menos a la mitad de la población residente –una estimación ya de por sí impresionante–, siendo más escasa en algunas regiones y superando en otras el número de habitantes. Sin embargo, seguimos sin conocer la proporción diaria exacta entre turistas y residentes.

Hagamos un experimento de muestreo: pasemos un día en una terraza de una ciudad como Lisboa contando a la gente que pasa, dividiéndola «de oído» en dos grupos: lusófonos (incluido el portugués de Brasil, suponiendo que la mayoría son trabajadores inmigrantes) y hablantes de otras lenguas (con excepción de las orientales, que también son en su mayoría inmigrantes residentes). Una vez hechas las cuentas, llegamos a la sorprendente conclusión de que los residentes suelen representar entre el cero y el 10 % de los transeúntes, dependiendo del día y de la zona de la ciudad, por supuesto. Se podría decir que ellos son los turistas.

En cuanto a los efectos económicos del tsunami turístico, lo primero que salta a la vista es la especulación inmobiliaria. ¿Para qué producir tornillos o baterías de litio, invertir en una fábrica que genera beneficios lentos y riesgos elevados, cuando un solo piso puede ganar ahora más de 4.000 euros brutos al mes, alquilado a través de AirBnb?

La noción de que la vivienda es una necesidad humana fundamental se ha ido por la ventana: la defensa extremista del sacrosanto principio de la propiedad inmobiliaria se ha impuesto a todo lo demás con inusitada violencia, cueste lo que cueste la vida. Las consecuencias, a nivel de la conciencia colectiva, ya se están dejando sentir, y la procesión sigue en el cementerio: con el paso del tiempo, se revelará hasta dónde pueden llegar los tentáculos de esta degradación cultural. De hecho, las nociones ligadas a la propiedad se asocian a la cuestión de si el agua, la tierra, el aire y el sol son bienes comunes o bienes privados; por extensión, lo mismo puede decirse de la naturaleza en general y, in fine, de cosas como las semillas, el código genético, etcétera. El problema aquí es que la visión del mundo, o ideología, tiende a estar mucho más cohesionada en una sociedad de lo que parece a primera vista, y una manzana (o idea) podrida se contagia rápidamente a sus hermanas.

El aumento desproporcionado de los alquileres y de los precios por metro cuadrado no ha bastado para satisfacer la codicia inmobiliaria, y en los antiguos barrios obreros apenas se encuentra una casa para alquilar de forma permanente. A los propietarios les ha salido más rentable alquilar sus viviendas a corto plazo.

Pernoctaciones en hoteles: 63 millones; pernoctaciones en alojamientos locales: 6 millones, es decir, el 10% del mercado de pernoctaciones hoteleras. Si utilizamos estas cifras, nos encontramos con una media de unos 200.000 turistas diarios presentes en el territorio – una cifra puramente teórica, que probablemente no tiene nada que ver con la realidad vivida o sólo la expresa por defecto.

Sin embargo, antes de aceptar estas cifras, tomemos nota de un extraño criterio oficial: en las instituciones estadísticas nacionales y europeas, la categoría «alojamiento local» sólo contabiliza los alojamientos con 10 camas o más; todos los demás (probablemente la inmensa mayoría de los alojamientos locales) quedan fuera, no existen. Lo que está claro, sin embargo, es que la transformación de pisos normales en pisos de alojamiento local ha vaciado los antiguos barrios obreros y los ha convertido en complejos turísticos. Tenemos barrios enteros que se han convertido en complejos turísticos y que se agotan constantemente. ¿Alguien puede creer que un barrio entero de casas convertidas en «alojamiento local» tiene menos camas para turistas que los hoteles de la misma zona? También hay una sutileza semántica: alojamiento local suena diferente de hoteles, pero en sustancia y efectos objetivos no difiere mucho.

Al principio de esta brutal oleada de turismo, la babel lingüística era bastante seductora, sobre todo para quienes gustan, como yo, de los ambientes cosmopolitas. Sin embargo, con el paso del tiempo y a medida que aumentaba la presión demográfica del turismo de masas, las posiciones se invirtieron: teníamos la sensación de ser extranjeros en tierra extranjera. Este desarraigo tiene efectos dramáticos en muchas personas. Los desequilibrios sociales y culturales provocados por esta presión demográfica y lingüística son muy sutiles y requerirían estudios especializados de psicología, sociología y antropología, que no puedo decir si existen o no.

Por otra parte, la inmensa mayoría de los turistas que vienen a Portugal para pasar unas vacaciones sanas y bien merecidas, aunque tengan sueldos equivalentes al doble o al triple de los portugueses, son, en la escala de su país de origen, de clase media/baja -el llamado «turista descalzo», que no se permite ciertos lujos, como alquilar un coche; pero les gusta deambular libremente, por lo que constituyen una enorme masa de usuarios del transporte público. Sin embargo, los transportes públicos portugueses ya eran insuficientes y estaban mal estructurados. Por eso están a reventar: en Lisboa es normal que los residentes que se dirigen al trabajo se encuentren en salvaje competencia con los turistas en el transporte público; una competencia tanto más agresiva cuanto que el turista medio europeo y norteamericano (a diferencia de los de otros continentes) tiende a comportarse como si estuviera en tierra conquistada, faltando al respeto a las colas y a los asientos reservados con gran frecuencia.

La especulación inmobiliaria y la falta de transporte público adquieren otra dimensión, tanto más grave cuanto que contradice abiertamente las necesidades medioambientales y climáticas: en el transcurso de una década, a medida que aumentaba la presión turística y desaparecían las viviendas permanentes de los centros urbanos, los residentes huían a las afueras, cada vez más lejos; sin embargo, incluso en las afueras, los alquileres suelen ir a la zaga de los precios del centro, de modo que, además de una subida general de los precios, cada año la periferia urbana se extiende unos kilómetros más. Esto, a su vez, lleva a muchos residentes que huyen a añadir otro gasto a su presupuesto familiar: ya no pueden ir a trabajar sin un coche, o incluso un coche para cada miembro trabajador de la familia. Como consecuencia, el nivel de contaminación y carbonización aumenta drásticamente. Por otra parte, el aumento del tiempo de desplazamiento, como sabemos, significa más tiempo de trabajo no remunerado; y eso es tiempo robado al descanso, al ocio y a la socialización. Una vez más, las consecuencias culturales a largo plazo serán tremendas.

La innumerable expansión de las actividades relacionadas con el turismo altera profundamente la estructura del empleo en el país; contribuye al agotamiento de los puestos de trabajo de alto valor añadido. Hoy en día es habitual que un joven se pase varios años quemándose las pestañas para obtener un título universitario y luego vaya a servir mesas a los turistas, a hacerles la cama o a trabajar para cadenas de transporte y distribución tipo Uber. Pero como, en cualquier caso, los sueldos son muy bajos y los alquileres muy altos, estos jóvenes no pueden salir de casa de sus padres o abuelos: se crea una generación dependiente, que ve cómo se destruyen una serie de hábitos y valores culturales. El viejo dicho «el casado, casa quiere» ya no es más que una broma histórica.

Después de que varias generaciones hayan invertido cuero y pelo en educación, en lugar de aprovechar este «producto» generado con tanto sacrificio, lo estamos exportando –si ya estábamos en la periferia, cada vez lo estamos más, y cada vez más especializados: ahora somos un balneario que recibe ancianos jubilados y modestos trabajadores necesitados de vacaciones, y exporta jóvenes licenciados con títulos superiores– todo pagado de nuestro bolsillo, proporcionando un enorme ahorro público y social a los países del centro.

Mientras tanto, en las antiguas urbanizaciones, la inmensa mayoría de los comercios populares no sólo se han visto sometidos a la especulación de los alquileres, obligándoles a cerrar, sino que ya no tienen demanda suficiente para sobrevivir, dada la escasez de residentes permanentes: droguerías, tiendas de ultramarinos, carnicerías, pequeños servicios (electricista, fontanero, tapicero, zapatero, costurera, etc.), pequeños cafés populares, todos ellos han desaparecido. Sólo queda el comercio necesario para la actividad turística. Los pequeños cafés y restaurantes populares, iconos esenciales para la «socialización» de las clases populares lusitanas, han desaparecido, de modo que sólo quedan los restaurantes demasiado caros para el portugués medio y adaptados a las culturas extranjeras predominantes.

La desaparición de los restaurantes populares es uno de los síntomas de cómo el turismo puede destruir una cultura de la forma más brutal y colonial. La famosa cocina portuguesa, que se practicaba en casi todos los restaurantes y bistrós populares y que era muy sofisticada y tenía una variedad asombrosa, está en vías de desaparición.

Lo mismo ha ocurrido con los famosos dulces de convento, prácticamente extinguidos, y con los muy diversos vinos portugueses, ya que desde el punto de vista comercial es más sencillo, seguro y «turístico» «estandarizarlos» apostando por la producción de vinos a la francesa.

Colectividades, actividades asociativas, centros culturales sin ánimo de lucro, etc., han desaparecido de las grandes ciudades – no pueden pagar los alquileres actuales; y a falta de locales que sirvan de punto de encuentro y alberguen sus actividades, se marchitan y mueren. La desaparición de colectivos y asociaciones es el presagio de la muerte de una gran parte de la educación y la acción cívica. En resumen, es asombroso cómo el turismo de masas puede secar el alma de un pueblo.

Las instituciones encargadas de proteger el patrimonio histórico, las reservas naturales e incluso los paisajes declarados Patrimonio de la Humanidad han sido exprimidas por el poder económico. Hoy es normal construir un ascensor público para los turistas, aunque ello suponga destruir monumentos clásicos y medievales, como ocurrió en el centro histórico de Lisboa. Se ha convertido en habitual ver cómo paisajes protegidos, algunos de ellos el último refugio de especies amenazadas o autóctonas, son arrasados para dar paso a urbanizaciones turísticas, aeropuertos, puertos deportivos, campos de golf, etc. Es un hecho probado: a largo plazo, el turismo «industrial» tiende a burlarse del Estado de Derecho. Y ciertamente no es casualidad que en las regiones donde el turismo de masas ya prevalece desde hace más de seis décadas (como la costa del Algarve) estemos asistiendo a la victoria absoluta de las fuerzas de extrema derecha, al crecimiento de un lumpenaltamente tóxico y a un número récord de actos bárbaros de racismo y xenofobia.

Paradójicamente, gran parte de los iconos locales que ayudaron a vender el turismo en Portugal han sido destruidos por la propia actividad turística «industrial»: la bonhomía de los portugueses, la buena comida, el entorno urbano y arquitectónico, los paisajes naturales paradisíacos, todo ha sido adulterado o incluso eliminado por la actividad turística y las desigualdades sociales, de modo que lo que se vende a los turistas es un conjunto de mitos e iconos impresos en postales pero borrados de la realidad. Incluso los elementos que no pertenecen (o no deberían pertenecer) a nadie -el aire, el agua y el mar, el sol, las calles, las playas- han sido parcialmente adulterados y privatizados. Lo que los turistas encuentran hoy, y cada vez más cada año, es una especie de Disneylandia donde los lugareños se ven obligados a vivir como extras/sirvientes.

Resulta inexplicablemente hipócrita que las fuerzas de derechas ataquen la apertura de las fronteras a la inmigración (a pesar de que sólo representa el 7-8% de la población y contribuye a su riqueza colectiva), mientras que la apertura total e incondicional de las fronteras al turismo, que en determinados momentos abarrota las calles en casi un 100%, no merece la menor crítica e incluso es alabada (a pesar de que nadie sabe decirme a qué parte del mundo van a parar gran parte de los ingresos generados). La propia izquierda tiende a guardar silencio sobre el tema, supongo que por un patético temor a ser tachada de xenófoba.

En resumen, el turismo ha provocado, en poco tiempo, una crisis inmobiliaria, cultural y económica de proporciones gigantescas, de la que, lamento informarles, nunca nos recuperaremos -por regla general, los factores culturales extinguidos pueden ser sustituidos por sucedáneos, pero nunca se recuperarán, aunque sigan teniendo sentido o sean necesarios o deseables-.

Si fuéramos una isla diminuta con recursos humanos y naturales limitados, podríamos vernos obligados a aceptar el turismo en lugar del hambre -la barriga casi siempre gana a los dilemas de esta vida-. Pero no es el caso. No nos faltan recursos naturales ni humanos. En los últimos tiempos hemos producido suficiente energía renovable para ser exportada (aunque hemos renunciado a este recurso estratégico al privatizar su producción). Tenemos suficiente tierra cultivable y superficie marítima para mantener la autonomía alimentaria (si no las sustituimos por campos de golf y puertos deportivos); suficiente agua de riego para más de la mitad del país; la mayor reserva de litio de Europa (indispensable para los planes actuales y futuros de industrialización descarbonizada en todo el mundo); suficiente aceite de oliva, sardinas y naranjas para inundar varios mercados extranjeros; durante 50 años hemos invertido mucho en el sistema educativo, por lo que tenemos mano de obra cualificada más que suficiente, que exportamos en lugar de utilizarla (en otras palabras, invertimos en beneficio ajeno); etc. En resumen, no necesitamos en absoluto el turismo de masas, salvo quizá en algunas regiones insulares con recursos más limitados. ¿Por qué nos sometemos a la actividad destructiva del turismo de masas? ¿Por qué no imponemos cuotas (a escala de la población local) a los turistas que llegan? ¿Por qué no imponemos cuotas drásticas a la proporción de alojamiento transitorio respecto al permanente? ¿Por qué no gravamos el turismo para subvencionar el alojamiento de asociaciones y grupos sin ánimo de lucro? ¿Por qué no ponemos freno a este expolio desordenado, que recuerda en tantos aspectos a las invasiones francesas? El misterio indescifrable del capitalismo.

El turismo corporativo de masas es, junto con la guerra, la actividad humana más destructiva a escala mundial. Dondequiera que vayan, ambos destruyen y esterilizan el paisaje; ambos arrasan el parque de viviendas a disposición de la población; ambos saquean los bienes humanos y materiales de una región; ambos erosionan la mentalidad y la cultura de un pueblo; ambos provocan la más profunda miseria de los habitantes en beneficio de una élite distante.

El turismo corporativo de masas mercantiliza definitivamente todas las relaciones humanas, convirtiéndolas en objetos de consumo rápido, como las pizzas. Todo lo que antes hacíamos por placer con el turista ocasional que podíamos encontrar por la calle –pasear con él, mostrarle la tierra, la gente, las costumbres, el patrimonio cultural y arquitectónico, la gastronomía, las ginjinhas– se ha convertido ahora en un negocio. En ciertas zonas turísticas, la prostitución está muy extendida. En resumen, todo lo que tiene que ver con el placer y la sociabilidad se ha falsificado y comercializado.

El turismo corporativo de masas, como la guerra, debería extinguirse. Hay que planificar la sustitución progresiva de los empleos relacionados con el turismo por un trabajo digno y productivo. Hay que combatir ferozmente toda comercialización del placer y del ocio.

Fuente: Bilioso, 10 de julio de 2024 (https://bilioso.blogspot.com/2024/07/como-matar-uma-cultura-e-transformar-o.html)

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