Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Raymond Williams transformó la teoría cultural marxista

Andrew Milner

El término «marxismo cultural» se ha convertido en la piedra de toque de los teóricos de la conspiración de extrema derecha. Raymond Williams nos mostró lo que realmente debería implicar el análisis cultural marxista en una serie de obras brillantes.

Raymond Williams fue quizá la figura de izquierdas más importante de la vida intelectual británica del siglo XX. Formado en la disciplina de la literatura inglesa, fue alumno de F. R. Leavis, el crítico literario cuya obra proporcionó a los estudios ingleses su paradigma dominante durante gran parte de la segunda mitad de ese siglo.

Formado por la experiencia biográfica de la vida de la clase obrera galesa, fue también un socialista de toda la vida, muy brevemente miembro del Partido Comunista Británico, simpatizante del Partido Laborista durante las décadas de 1950 y 1960, entusiasta de diversas causas de la Nueva Izquierda, especialmente la de la Campaña para el Desarme Nuclear, y en sus últimos años, un colaborador bastante cercano del partido nacionalista galés Plaid Cymru.

Esta implicación política le llevó a interesarse por las versiones marxianas y cuasi-marxianas de la teoría social y cultural. En cierto sentido, la clave para comprender la evolución intelectual de Williams consiste en apreciar cómo negoció su propia relación doblemente ambivalente con las ideas de Leavis, por un lado, y con el marxismo, por otro.

Tres fases

Del leavisismo, Williams heredó: Un compromiso con las concepciones organicistas y holísticas de la cultura y los métodos de análisis; un fuerte sentido de la importancia de lo particular, ya sea en el arte o en la vida; y una insistencia en la centralidad absoluta de la cultura. Sin embargo, rechazó su elitismo cultural, especialmente en la idea de una oposición necesaria entre la civilización de masas y la cultura minoritaria.

Del marxismo heredó una crítica socialista radical del poder político, económico y cultural de la clase dominante. Pero rechazó el determinismo económico del marxismo comunista ortodoxo, que había intentado caracterizar la cultura como una «superestructura» meramente epifenoménica de la «base» económica, junto con los determinismos estructurales posteriores de las teorías althusserianas y cuasi althusserianas de la ideología, que desmentían la realidad de la experiencia y de la agencia.

Es posible identificar tres fases principales en el pensamiento de Williams. Cada fase es explicable en términos de su propio acuerdo negociado entre el leavisismo y el marxismo, y cada una puede caracterizarse, en términos quizá excesivamente políticos, en relación con un momento relativamente distinto y consecutivo en la historia de la Nueva Izquierda británica.

En la primera fase, el momento de 1956 y la fundación de la Nueva Izquierda, Williams desempeñó un papel central en el desarrollo de un marxismo poscomunista peculiarmente «culturalista», una especie de «marxismo occidental» indígena británico. Los textos clave de este periodo fueron Cultura y sociedad (1958) y La larga revolución (1961).

Fundamentalmente, Williams insistió en Cultura y sociedad en que «una cultura no es sólo un conjunto de obras intelectuales e imaginativas; es también y esencialmente toda una forma de vida». Amplió el concepto para incluir la «institución democrática colectiva», con la que se refería, principalmente, a los sindicatos, las cooperativas y los partidos políticos de la clase obrera. Así redefinida, la noción de Leavis de una única cultura común se vio complementada, y sobre todo matizada, por la de una pluralidad de culturas de clase.

A pesar de tal matización, el ideal normativo de una cultura común seguía siendo importante para Williams. Puede que la cultura común aún no exista propiamente, pero no por ello deja de ser deseable. Además, proporciona a Williams la base teórica esencial desde la que montar una crítica organicista del individualismo utilitarista. En un movimiento característicamente izquierdista, reubicó la cultura común desde el pasado histórico idealizado que había ocupado para Leavis, hasta el futuro socialista democrático no muy lejano, aún por hacer.

Si la cultura común aún no es totalmente común, se deduce que la tradición cultural debería considerarse no tanto como el despliegue de una mente de grupo, como había sido para los conservadores culturales como T. S. Eliot, sino como el resultado, en parte, de un conjunto de selecciones interesadas realizadas en el presente. La selección, observa Williams en La larga revolución, «estará regida por muchos tipos de intereses particulares, incluidos los intereses de clase… . La cultura tradicional de una sociedad siempre tenderá a corresponderse con su sistema contemporáneo de intereses y valores.»

Donde la literatura inglesa había venerado una «Gran Tradición», Williams detectaría así una tradición selectiva. Pero incluso al insistir en la importancia de las culturas de clase, Williams tuvo cuidado también de señalar hasta qué punto las distinciones de clase se complican, especialmente en el campo del trabajo intelectual e imaginativo, por «los elementos comunes que descansan en un lenguaje común».

Para Williams, cualquier reducción directa del arte a la clase –del tipo propuesto en ciertas versiones «izquierdistas» del marxismo, como el maoísmo– seguía siendo inaceptable. De ahí que desarrollara el concepto de estructura del sentimiento para el análisis de textos literarios y culturales:

En cierto sentido, esta estructura de sentimientos es la cultura de una época: es el resultado vivo particular de todos los elementos de la organización general. Y es en este sentido en el que las artes de una época, entendiendo por tales los enfoques y tonos característicos de la argumentación, revisten una importancia capital. Porque aquí, si en alguna parte, es probable que se exprese esta característica; a menudo no conscientemente, sino por el hecho de que aquí, en los únicos ejemplos que tenemos de comunicación registrada que sobrevive a sus portadores, se recurre naturalmente al sentido vivo real, a la comunidad profunda que hace posible la comunicación.

Compromisos marxistas

Una comunidad tan profunda debe trascender la clase y, sin embargo, sigue estando irremediablemente marcada por ella. En los primeros escritos de Williams, éste sigue siendo un círculo que se niega obstinadamente a ser cuadrado. Pero en la segunda fase de su obra, la del momento de 1968 y el surgimiento de una segunda Nueva Izquierda, por fin le fue posible a Williams explicar, al menos para su propia satisfacción, cómo podía ser que las estructuras de sentimiento fueran comunes a diferentes clases y, sin embargo, representaran los intereses de alguna clase en particular.

En esta segunda fase, Williams se relacionó con una serie de variedades europeas continentales del marxismo occidental, todas ellas recientemente traducidas al inglés (Georg Lukács, Lucien Goldmann, Louis Althusser, Antonio Gramsci), y con diversas formas de «ultraizquierdismo» político tercermundista. Este compromiso era paralelo al de la generación más joven de intelectuales radicales asociados a la New Left Review, aunque no lo duplicaba ni lo inspiraba.

Al principio, este compromiso para Williams significó poco más que el reconocimiento de que no todas las formas de marxismo se basaban necesariamente en el determinismo económico, así como el descubrimiento de preocupaciones teóricas similares a las suyas en la obra de autores como Goldmann, un sociólogo cultural franco-rumano. Más tarde, sin embargo, supuso una redefinición mucho más positiva de la propia postura teórica de Williams.

The Country and the City (El campo y la ciudad, 1973) anuncia un giro marcadamente «izquierdista» en Williams, a través del cual una crítica en desarrollo de diversos relatos mitológicos de la vida rural (incluido el rechazo del propio Marx de la «idiotez rural») culmina finalmente en una defensa del insurreccionalismo del Tercer Mundo. La política cultural implícita en este giro no es de inspiración comunista ni laborista, sino mucho más obviamente afín al maoísmo.

Williams anuncia formalmente este renovado interés y entusiasmo por las versiones no ortodoxas del marxismo en Marxism and Literature (1977). Aquí, como antes, Williams argumentó en contra del modelo comunista ortodoxo de base/superestructura para el análisis cultural, basándose en que la cultura es tanto real como material:

Desde los castillos, los palacios y las iglesias hasta las prisiones, las casas de trabajo y las escuelas; desde las armas de guerra hasta una prensa controlada: cualquier clase dominante, de formas variables aunque siempre materiales, produce un orden social y político. Nunca se trata de actividades superestructurales. Son necesariamente producción material dentro de la cual sólo puede llevarse a cabo un modo de producción aparentemente autosubsistente.

Pero aquí Williams opta decididamente por una teoría gramsciana de la hegemonía, que ahora describe como «uno de los principales puntos de inflexión en la teoría cultural marxista». Para Williams, el logro central de Gramsci consiste en la articulación de un sentido culturalista de la totalidad de la cultura con un sentido más típicamente marxista del carácter interesado de la ideología. Así, la hegemonía es «en el sentido más fuerte una ‘cultura’, pero una cultura que también tiene que ser vista como la dominación y subordinación vivida de clases particulares».

Para Williams, como para el propio Gramsci, el momento contrahegemónico sigue siendo especialmente significativo. De ahí su intento de ampliar la distinción inicial de Gramsci entre intelectuales tradicionales y orgánicos, para identificar lo que él denomina elementos culturales dominantes, residuales y emergentes.

No cabe duda de que Williams es capaz de desplegar este esquema con cierto garbo en el análisis de textos concretos. También podríamos añadir que la lectura que Williams hace de Gramsci reconstruye casi con toda seguridad la intención del autor original con mucho más éxito de lo que Althusser fue capaz de conseguir a través de su teoría de la ideología.

Cuestiones posmodernas

En la tercera y última fase de su obra, producida durante la década de 1980, la creciente internacionalización del capitalismo corporativo y la promesa de un radicalismo posmoderno centrado en los nuevos movimientos sociales obligaron a Williams a reflexionar sobre las implicaciones teóricas y prácticas de un aparente descentramiento del Estado-nación británico, por un lado, y de la política de clases, por otro. Los textos clave aquí son Hacia el año 2000 (1983) y el tristemente inacabado The Politics of Modernism (1989), publicado póstumamente.

Ambos libros abordan de forma bastante directa la política cultural de la posmodernidad. Los momentos más explícitamente posmodernos de Hacia el año 2000 están contenidos en dos aspectos de la obra. En primer lugar, la idea de que el sistema mundial contemporáneo se ha internacionalizado de forma tan radical –«paranacional», según la expresión de Williams– que socava la legitimidad cultural de la «comunidad oficial» de Estados-nación, como «la Yookay», según su burlona denominación. En segundo lugar, está su reconocimiento de los movimientos pacifista, ecologista y feminista, junto con lo que Williams denomina el movimiento de la «cultura de oposición», como importantes «recursos de esperanza» para un viaje más allá del capitalismo.

Sin embargo, Williams se cuida de reconocer la importancia que siguen teniendo tanto las comunidades localizadas como el movimiento obrero, si no el Partido Laborista. Para Williams, es un «error de interpretación» considerar que los movimientos sociales «van más allá de la política de clases». De hecho, argumenta, «no hay una sola de estas cuestiones que, seguida a través de ella, no nos conduzca a los sistemas centrales del modo de producción industrial-capitalista y, entre otros, a su sistema de clases».

En La larga revolución y en Cultura y sociedad, Williams había aireado respetuosa pero decididamente sus diferencias con los guardianes de la cultura minoritaria de Leavis. Hacia 2000, se había vuelto mucho más despectivo: «Quedan muy pocos contrastes absolutos entre una ‘cultura minoritaria’ y las ‘comunicaciones de masas’». Además, insiste en que los modernismos más antiguos, que antaño amenazaban con desestabilizar las certezas de la vida burguesa, se han transformado en un nuevo «’establishment’ posmodernista» que «toma la insuficiencia humana… como algo evidente».

Así pues, Williams ya se mostraba profundamente escéptico ante lo que denomina el «pseudorradicalismo» de «las estructuras negativas del arte posmodernista». En The Politics of Modernism, expondría el caso de forma mucho más contundente:

Si queremos salir de la fijeza no histórica del posmodernismo, entonces debemos buscar y contraponer una tradición alternativa tomada de las obras olvidadas que quedan en el amplio margen del siglo, una tradición que pueda dirigirse no a esta reescritura del pasado que ya es explotable porque es bastante inhumana, sino, por el bien de todos nosotros, a un futuro moderno en el que la comunidad pueda imaginarse de nuevo.

Antes de Williams, los estudios literarios y culturales británicos solían suscribir una especie de «idealismo objetivo» por el que se consideraba que la verdad residía en la propia tradición cultural. La deconstrucción de esta noción por parte de Williams, a través de la idea de la tradición selectiva, conlleva un giro relativizador similar al del posestructuralismo en relación con el estructuralismo.

Lo hace apelando al papel del lector colectivo. Es más que un gesto en la dirección de reconocer la imbricación del poder en el discurso, del modo en que lo reconoció la obra posterior de Michel Foucault. También avanza hacia un reconocimiento de la materialidad, historicidad y variabilidad arbitraria del signo lingüístico, similar a lo que podemos encontrar tanto en Foucault como en Jacques Derrida.

Todo esto sigue unido a un sentido de la acción comunicativa genuinamente libre –una cultura verdaderamente común– como normativa, que incluso Jürgen Habermas podría haber aprobado. Con razón, Terry Eagleton podría llegar a la conclusión de que «la obra de Williams ha prefigurado y se ha adelantado al desarrollo de posiciones de izquierda paralelas al, por así decirlo, quedarse aparentemente parada».


Andrew Milner es profesor emérito de literatura inglesa y comparada en la Universidad de Monash. Entre sus libros figuran Re-Imagining Cultural Studies: The Promise of Cultural Materialism (2002) y Cultural Materialism (1993).

Foto de portada: Raymond William en Oxford, 1953. (Parthian Books / People’s Collection Gales)
Fuente: Jacobin, 18 de septiembre de 2024 (https://jacobin.com/2024/09/raymond-williams-marxist-cultural-theory)

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