Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Adios a la vieja izquierda

Ernesto Salinas

Este artículo habla sobre la muerte de la izquierda elitista. Es una crítica a las organizaciones que tienen una concepción elitista de representación y mando político.

Este artículo habla sobre la muerte de la izquierda elitista. Entendemos por izquierda elitista el conjunto de organizaciones que plantean alcanzar el socialismo a través de relaciones jerárquicas, en las que unos «piensan y dirigen» mientras los demás se limitan a ejecutar tareas. De estas organizaciones, la más voluminosa, por su burocracia y cantidad de afiliados, es el Partido Comunista, pero no es la más importante. Esta crítica es a las organizaciones que dicen estar a la izquierda del PC, y que desde allí reproducen esta concepción elitista de representación y mando político.

«Sin embargo, al arrebatar a las personas un suelo sobre el que podían posar sus pies pero que les impedía tener alas, este proceso ofrece algo más que el dolor de la caída; es la ausencia completa – cruda, implacable – desde donde la plenitud, al poder llegar a ser distinguida y reconocida como necesidad y como aptitud, se vuelve posible.»

(El club de lucha, noviembre del 2002)

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La década de los 90 fue para la izquierda elitista un tiempo descorazonador. Si las heridas sufridas bajo la dictadura habían sido parte inevitable de un combate en el que muchos supieron preservar su dignidad, el capítulo abierto en 1989 no fue tan decoroso: una parte de la militancia tuvo que soportar las maniobras de claudicación de sus líderes frente a los vencedores; otra parte, obligada a nadar en aguas enturbiadas, mordió uno a uno los anzuelos tendidos por el siniestro dúo Schilling-Carpenter, con resultados desastrosos; mientras que por todas partes las masas militantes se dispersaban dando la espalda a sus jefes. Las capas dirigentes no quisieron ver en ello más que la consecuencia del «vacío» dejado por la salida de Pinochet, y por inercia, los demás se acostumbraron a creer que la desbandada se había producido al no haber un enemigo claramente identificable al cual oponerse (la impotencia llega al extremo de que algunos añoran «los buenos tiempos de la dictadura, cuando al menos había algo por qué luchar»).

La izquierda elitista vive naufragando, y siempre ve las cosas al revés. La dispersión de una parte de la militancia y el suicidio armado de la otra, no se pueden explicar solamente por crisis internas de esas estructuras partidarias. En realidad fueron síntomas muy claros, aunque tardíos, de la descomposición de un sistema social obsoleto, y del consiguiente desarrollo de un sistema nuevo contra el cual las viejas organizaciones no tenían nada que hacer. No fue el horizonte de emancipación lo que se hundió, sino la concepción elitista de la revolución y del partido.

Desde fines de los ochenta, por cada dirección política caída en desgracia, se han levantado cientos de proyectos autónomos, dirigidos por sus propios ejecutores en el polo opuesto al militantismo obtuso e ideologizado. Nunca antes hubo tanto por qué luchar, y nunca antes un amplio sector conciente, reacio a soportar jefaturas, pudo experimentar con tanta libertad formas nuevas de hacerlo. El espíritu burocrático menosprecia la autonomía porque no ve su bandera ondear en los capiteles de la Política; pero esta semi-clandestinidad de los proyectos autónomos ha sido hasta ahora su mayor fortaleza. Para nosotros, esta no ha sido una década perdida.

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Es un lugar común que a mediados de los setenta los llamados Chicago boys desataron una colosal transformación de las estructuras económicas en Chile. Tal transformación no podía completarse a menos que le acompañara una mutación social de igual envergadura. Esa fue la tarea que la CIA le encomendó a la reacción democratacristiana y eurosocialista, los Sorbona boys, en los 90: no se trataba simplemente de acentuar las políticas heredadas del régimen militar, además había que eliminar todo lo que hiciera pensar en lucha de clases, empezando por las palabras que pudieran nombrarla. El ataque debía darse fundamentalmente en el terreno de la cultura y los medios de desinformación masiva. Aquí es donde la izquierda elitista no hizo otra cosa que retroceder, borrando de su discurso el horizonte comunista y con él todo lo que pudiera arrojar alguna duda sobre la necesidad de que unos pocos líderes condujeran la lucha.

Para la tecnocracia del fascismo ligero, la izquierda elitista no ha sido un enemigo temible. Los que le inquietan el sueño son esos grupillos amorfos e incendiarios que no paran de multiplicarse, violentos y callados, como si no tuvieran nada que perder: hacia estas tropas oscuras han dirigido sus miradas, casi sin ver nada, los policías de El Mercurio y otros agentes estatales. Hasta ahora los únicos medios para mantener a raya a estos bárbaros sin capitanes han sido los gases lacrimógenos y la ley de seguridad interior del estado.

Por su parte, los jefecillos de los diversos grupúsculos jerárquicos ya no son un problema: bastan unos pocos estímulos sentimentales para ponerlos a morderse la cola con entusiasmo.

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Con tal de no darle un respiro, los nuevos amos de la sociedad han apretado el nervio más sensible de la izquierda: sus muertos. En esto sólo han seguido órdenes de los expertos del Pentágono, que aplicaron estrategias similares en el resto de Latinoamérica: a sabiendas de que los militantes, los familiares y una gran audiencia no aceptarían de ningún modo que los crímenes cometidos contra el pueblo fueran borrados de la memoria, han hecho colgar sobre sus cabezas la amenaza permanente del olvido y la impunidad, manteniéndolos así en una alerta constante, cansadora, fútil en la medida que depende de lo que hagan unos jueces contratados por el mismo estado que cometió los crímenes.

Cada vez que la izquierda ha parecido dispuesta a luchar por algo más que por sus muertos, se le ha recordado que éstos aún vagan sin sepultura, y amenazándola con un olvido decretado por ciertos legisladores, se la ha obligado a recordar interminablemente. «Hay que olvidar», vociferan los fascistas, para que los revolucionarios no hagan otra cosa que conmemorar. Quizás ningún otro artilugio habría servido mejor para dificultarle a la izquierda pensar lúcidamente las condiciones de su presente, cuánto hay de nuevo en ellas y cómo emprender un nuevo comienzo.

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Lo demás ha venido por sí solo. Una vez que la vieja elite pasó a la última línea de retaguardia, con la espalda doblada bajo los bultos burocráticos e ideológicos que no quiso abandonar, lo único que le quedó por hacer fue convencerse de que aún estaba a la cabeza del pueblo. Para demostrarlo, hizo suyas todas las trivialidades impuestas por la prensa y los departamentos de marketing político. No habló más de revolución ni de lucha de clases, y actuó en cada ocasión de forma que nadie fuera a escandalizarse. Creyéndose obligados a decir sólo lo que su pueblo destrozado quería escuchar, los izquierdistas de elite sacrificaron su imaginación y su audacia, y con ellas, el único lazo que podía unirles fructíferamente a la multitud desposeída.

En lugar de investigar lo que esta sociedad realmente es, cómo ha llegado a ser lo que es y cómo se la podría destruir, la izquierda elitista se ha contentado con repetir las ridiculeces que el espectáculo ha puesto en boca de todos. Cuando hay que darle un nuevo sentido al término «lucha de clases», hablan de «derechos humanos»; cuando hay que denunciar la precarización del trabajo como coartada para la preservación de la propiedad capitalista, exigen medidas para disminuir la cesantía; mientras la tecnocracia neofascista prepara la esclavización definitiva de la fuerza de trabajo, ellos piden «justicia social»; cuando se necesita explicar y combatir el desarrollo de un nuevo régimen de explotación, se limitan a lloriquear por la «continuidad del pinochetismo». Pero cuando los combatientes contra ese mismo régimen fueron cercados y encarcelados bajo condiciones de tortura permanente, ellos consideraron que no había por qué apoyar a unos cuantos «cabezas de pistola» incapaces de ajustarse a las nuevas condiciones de lucha. Esta izquierda tan adelantada consideró que las «nuevas condiciones de lucha» la obligaban a abandonar, por divergencias tácticas, a los compañeros hechos prisioneros por el enemigo.

Uno se pregunta si había algún enemigo para esta izquierda especialista en relaciones públicas.

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Los gobiernos democráticos mandaron a construir una nueva escenografía social en que las agitaciones no tuvieran lugar, o al menos resultaran invisibles e innombrables. La coalición reaccionaria reformó con ese fin la administración estatal, los servicios públicos y el sistema judicial, cambió la composición de los altos mandos militares, innovó los métodos represivos contra la ultraizquierda, reestructuró el régimen salarial, reformuló la política carcelaria, etc. A lo que debe agregarse la metamorfosis cultural impuesta por la destrucción de las ciudades, el consumo forzado de todo tipo de porquerías, la nueva estupidización televisiva y el endeudamiento de masas.

A este proceso la izquierda burocrática aportó con las falsas soluciones a los falsos problemas que le gustaba imaginar.

Desde que la sonrisa idiota de Aylwin empezó a anunciar la mayor transformación social ocurrida en Chile, todo lo que la izquierda elitista ha dicho sobre esta sociedad es que en ella «nada ha cambiado en realidad». Según estos genios, nada cambiará mientras los asesinos a sueldo del estado no reciban castigo de los jueces a sueldo del estado; nada cambiará mientras el capitalismo siga siendo neoliberal en vez de «humano»; nada cambiará mientras las elecciones binominales obliguen a esa izquierda menesterosa a vestir el traje extraparlamentario con el cual no se le permite entrar en los salones.

Estupideces. Los jefes de la izquierda burocrática han hecho aparecer a los gobiernos concertacionistas como meros «continuadores del régimen militar», porque eso es lo único que puede justificar la continuidad de las jerarquías que ellos comandan. Esta falsificación se ha impuesto no sólo sobre las mentes adormecidas de la izquierda claudicante, sino también, y por simple contagio, sobre muchos compañeros honestos y comprometidos que carecen de teorías que den cuenta de la realidad. El engaño versa así:

La forma-partido tradicional dio fuerza y conducción a la lucha contra la dictadura > Los gobiernos de la Concertación son continuadores del modelo impuesto por la dictadura > A este régimen continuista, hay que oponer las mismas herramientas políticas que se usaron contra la dictadura.

Lo cual equivale más o menos a decir: ayer tuve un resfriado y alivié los síntomas tomando aspirina; hoy amanecí con pulmonía, así que seguiré tomando aspirina.

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Es cierto que los fundamentos del sistema se han mantenido intactos, y en ese sentido es verdad que «se ha cambiado todo para que no cambie nada». Pero esto seguirá siendo así mientras no se ponga fin al capitalismo en cuanto tal. Con tal de preservar sus fundamentos podridos, la sociedad-mercancía requiere de reestructuraciones periódicas, siempre violentas, en las que se resguarda el núcleo de la explotación mediante la mutación de casi todo lo demás. Pues bien, dado que las bases del sistema capitalista – propiedad privada, explotación privada del trabajo social – se mantienen inalterables pese a las reestructuraciones, es ese amplio «todo lo demás» lo que debe importarnos si queremos saber dónde tenemos puestos los pies.

Una de las cosas que ha cambiado ostensiblemente es la conciencia de los oprimidos, al menos en un punto en particular: cada vez menos gente cree que alguien pueda hacer algo para salvarla de la degradación y el fracaso. El descreimiento generalizado respecto a que alguna elite o jefe carismático pueda cambiar las cosas tiene su primera expresión en el individualismo egoísta, en el «consumo autosuficiente», en la liberalización de ciertas costumbres no tan peligrosas… De la convicción de que cada uno debe salvar su propio pellejo se pasa fácilmente a la paranoia armada, a la ostentación pública de perros rottweiler, a un modo de convivencia cotidiana que recuerda el pabellón de «agresivos» de un asilo siquiátrico, y al fascismo.

Pasará. Es el momento traumático de la pérdida de la inocencia.

Tras esto, nadie volverá a votar seriamente por una alternativa al capitalismo, por la sencilla razón de que nadie puede creer seriamente que un gobierno sea capaz de acabar con toda esta miseria. Como mucho, tal vez seamos testigos de alguna parodia frentepopulista destinada a naufragar junto con todo lo demás, como el «socialismo» cubano, o más recientemente, el de Chávez. La audiencia prestará sus servicios electorales con una mezcla de esperanza, compasión y crueldad. Y luego tendrá la oportunidad de salir armada a la calle, esta vez con un motivo.

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Las alternativas elitistas por venir serán los últimos intentos por restaurar el viejo orden del autoengaño, y aunque es posible que estos «humanizadores de la barbarie» cosechen éxitos parciales y esporádicos, a la larga serán recordados como los últimos estertores de una época excesivamente confiada. No será el pueblo quien barra con lo que queda de los estados, sino las mafias transnacionales. Entonces, cuando ya no haya ninguna duda de a quién sirven las burocracias políticas y sindicales, ni quede «bien común» alguno que justifique la acción de sus policías, entonces los asalariados tendrán que vérselas directamente con sus enemigos de clase.

Entretanto, la concepción elitista del partido tendrá un solo papel que jugar: servir como colchón amortiguador del choque social. Si bien las organizaciones del movimiento obrero clásico (partidos y sindicatos) pocas veces desempeñaron otro papel, esta vez las condiciones del capitalismo maduro lo harán mucho más evidente. En el momento en que la economía mercantil se independiza por completo de las necesidades humanas y de cualquier control político, la política sigue a su vez el mismo movimiento, independizándose de las necesidades reales de la lucha y de cualquier control social. A la creación de valor-dinero como fin en sí mismo corresponde el imperio de la representación política como fin en sí mismo, justificable sólo por la supuesta vigencia de una «naturaleza humana» servil e incapaz de construir su propia historia.

Las organizaciones de izquierda que no quieran obstaculizar la actividad independiente de la clase productora, necesariamente tendrán que diluirse en su movimiento general de auto-institución. No es fácil quitarse de encima la tradición elitista heredada, para asumirse en cambio como uno más entre muchos núcleos de revuelta y contestación, aparentemente incoherentes entre sí. Pero esta es una lección ante la cual ya no es posible retroceder: la coherencia del conjunto de las luchas sociales sólo puede nacer de su propio movimiento conciente. Ninguna elite impondrá a los productores la coherencia y eficacia práctica que éstos no puedan alcanzar por sí mismos.

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Si algo pueden y deben hacer los revolucionarios ahora, es un esfuerzo por comprender a cabalidad en qué consisten las nuevas condiciones del capitalismo maduro. Sólo teniendo en cuenta las nociones de espectáculo, producción posfordista, trabajo inmaterial, biopolítica e inteligencia colectiva es posible hoy día dilucidar los problemas de organización que se nos imponen frente a un sistema que moldea y explota la totalidad de la vida humana.

La jerarquización que según los viejos cuadros debe separar a dirigentes y ejecutantes del proyecto revolucionario, sólo tendría sentido si esa dirigencia poseyera en exclusiva la claridad de un «más allá» de esta sociedad que habría que alcanzar, un «otro lugar» al que estaría capacitada para llevarnos, obedeciéndonos a la vez que nos manda. Pero, ¿quién ocupa hoy un lugar en la organización del trabajo social que le permita vislumbrar esa «otra vida» deseable? ¿Quién puede ofrecernos un porvenir?

La idea de que puede haber una vida emancipada más allá de la vida presente esclavizada, es una idea mística que sólo sirve a quienes buscan ocupar las jefaturas vacantes. No hay futuro al que se nos pueda dirigir. El único terreno de aplicación de la inteligencia colectiva es la actualidad de su propio desenvolvimiento, su conflicto presente. Es allí donde el diálogo constituye una unidad con la ejecución práctica, es decir, donde surge la praxis revolucionaria, y es allí donde todo problema presente se convierte en un problema fundamental del devenir comunista.

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La organización revolucionaria debe oponerse a una sociedad que fragmenta, separa y aísla todos los aspectos de la vida. Por lo tanto no puede fragmentar su propia actividad en especializaciones y jerarquías, ni aislarse del devenir de su clase. Su acción debe tender ante todo a politizar la vida cotidiana en todos sus frentes, generalizando la comunicación entre las diferentes luchas, construyendo continuamente libre cooperación, liberando espacios y tiempos que den forma a acontecimientos cualitativamente superiores. Sólo hay una cosa que cambiar: el presente.

Es preciso destruir todo mañana emancipado que haya sido posible imaginar. La lucha no es por alimentar ilusiones, sino por erradicarlas, pues como afectos pasivos que son, derivadas del aburrimiento y la desesperación, constituyen medios de dominación. No es mediante ideales ni perspectivas de futuro como nos apropiaremos de nuestra vida material. No se trata de ser optimista o pesimista, sino de reconocer las condiciones concretas en que podemos recuperar la existencia que nos ha sido robada. ¿Qué pueden hacer por nosotros los rojos amaneceres? El problema es sustraer ahora nuestras fuerzas a la explotación.

El problema no es concebir una fuerza política organizada para la revolución. Más bien se trata de asegurar un devenir revolucionario en el que nuestras organizaciones nos ayuden a construir nuevas sociabilidades, nuevas fuerzas. Lo principal es propagar y multiplicar acciones, momentos, relaciones comunistas. Las formas organizativas que este movimiento adopte dependerán de cada coyuntura. Cuánto sirvan estas organizaciones a la auto-emancipación de los productores, dependerá del desarrollo de su propia conciencia y de su autonomía práctica.

Todas las ilusiones se han ido. Los productores de mercancías hasta ahora no han producido más que su propia ruina. Si en verdad desean tener un futuro, deben apoderarse de todos los medios de producción material de la vida social. Cada hombre, mujer y niño debe ser el productor libre de su propia vida, amo absoluto de su destino. Luchar por menos que eso no vale la pena.

Santiago de Chile, octubre del 2003.

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