Un punto de encuentro para las alternativas sociales

¿Cómo queda el mundo después de la guerra?

La guerra de invasión y ocupación de Estados Unidos en contra de Irak fue doblemente anunciada. Claramente por el discurso de George Bush del 20 de septiembre de 2001 (una semana después de los atentados de Manhattan), en el que decretaba el mundo entero en estado permanente de guerra y de excepción. Pero la lógica de guerra ya estaba en marcha desde 1990-1991 con el derrumbe del Muro de Berlín, la unificación alemana y la desintegración de la Unión Soviética. Después de esas modificaciones en la correlación de fuerzas mundiales, un nuevo reparto general del mundo se hizo posible: control de las fuentes y las rutas de la energía, redistribución de los territorios, reorganización de las alianzas y rediseño de las instituciones internacionales. En agosto de 1990, antes incluso de la entrada de las tropas iraquíes en Kuwait, una reunión de alto nivel realizada en Aspen, en las Rocallosas, sentó las primeras bases de la reorientación estratégica norteamericana: con la conclusión victoriosa de la guerra fría, en adelante la prioridad la obtuvieron la fuerza aérea, las fuerzas de intervención rápida y el mantenimiento del orden imperial en las turbulentas zonas del sur.

Contrariamente a los discursos de George Bush padre, anunciando la llegada de un nuevo orden mundial más justo y más pacífico, la docena de años transcurridos ha conocido una sucesión de guerras calientes (en al Golfo Pérsico, en los Balcanes, en el África de los Grandes Lagos, en Medio Oriente, Afganistán y de nuevo en Irak). Las desigualdades no han dejado de ahondarse como lo muestra el índice de desarrollo humano utilizado por las Naciones Unidas o bien el impacto ecológico. La fractura ecológica se suma, en efecto, a las fracturas sociales.

El mundo está, así, muy lejos de ser homogenizado en un «espacio liso», contrariamente al diagnóstico de Toni Negri, según el cual ya no existiría «la fractura Norte-Sur», puesto que no se mantendría «la diferencia geográfica entre los Estados-nación» (entrevista a Le Monde, 22 de enero de 2002). La acumulación planetaria del capital sigue regida por las leyes del desarrollo desigual y combinado, por un movimiento pendular entre la desterritorialización y la reterritorialización (solamente en Europa, durante la última década, fueron trazados 17 mil kilómetros de nuevas fronteras y catorce nuevos países han sido admitidos en las Naciones Unidas).

A pesar de las deslocalizaciones productivas, las grandes firmas trasnacionales que se reparten los mercados siguen respaldadas por la potencia de sus Estados de origen. El peso de las grandes sociedades petroleras o de las grandes empresas de armamento estadunidenses depende directamente de la potencia política de Estados Unidos, del papel del dólar, de su supremacía militar. Si la soberanía de los Estados dominados es cada vez más ficticia, la de las potencias dominantes se mantiene, como lo ilustra el rechazo norteamericano a ratificar el protocolo de Kyoto o a asociarse a una institución penal internacional; como lo ilustran también las medidas proteccionistas de apoyo a la agricultura o a la siderurgia. Según la famosa definición schmithtiana de la soberanía -es soberano aquel que decide sobre el estado de excepción-, Estados Unidos es más soberano que nunca.

En el seno mismo de la Unión Europea, las fusiones y concentraciones de empresas capitalistas aspiran más a constituirse en «campeones nacionales» del automóvil, la banca, los seguros, etcétera, que en «campeones europeos» (excepto en algunos sectores de punta como el espacial).

Los ideólogos neoconservadores hablan hoy sin complejos y positivamente de imperialismo, a pesar de que el término había sido prácticamente abandonado y considerado obsoleto por parte de la izquierda oficial y respetuosa. Así, Robert Kagan reivindica con orgullo «la dulce influencia imperial de América». Peter Rosen reivindica para Estados Unidos el derecho a «mantener el orden imperial». El consejero personal de Tony Blair, Robert Cooper, se jacta de los beneficios de un nuevo «imperialismo liberal» que tendría por vocación «aportar el orden y la organización, transmitir sus leyes, proveer a sus ciudadanos con un poco de dinero y construirles algunos caminos». Richard Haass, consejero de George W. Bush, desde el año 2000 recomendó a Estados Unidos «redefinir su papel, pasando de un Estado-nación tradicional a una potencia imperial». Afirmaba preferir el adjetivo «imperial» sobre el de «imperialista», en la medida en que este último conlleva una idea de explotación con fines comerciales y de control territorial, mientras que, a partir de ahora, se trata de «extender el control imperial informalmente si fuera posible y formalmente si fuera necesario» (citado por John Bellamy Foster, Monthly Review, mayo 2003). Las bases militares estadounidenses o las de la OTAN están instaladas en más de cincuenta países.

El Imperio contra-ataca. El imperialismo está de regreso.
La recolonización del mundo está en marcha.

Si la discusión de las tesis de Hardt y Negri en Imperio se limitara a una cuestión terminológica (imperialismo o imperio), no habría materia para la controversia. Bastaría con entenderse sobre la cuestión y ponerse de acuerdo sobre las palabras. El problema es que el Imperio, estado supremo o último del imperialismo, está revestido -según ellos- con un sentido progresista: «El Imperio representa un progreso de la misma manera que el capitalismo, según Marx, representaba un progreso en relación a las formas sociales y los modos de producción anteriores». En esa perspectiva, el curso belicista de Washington que desembocó en la invasión de Irak ha sido interpretado como «un giro regresivo respecto a la tendencia imperial» o como «un golpe de Estado del viejo imperialismo» contra el surgimiento del Imperio cosmopolita. La conclusión práctica resulta entonces lógica: conviene examinar «las alianzas posibles con la aristocracia imperial reformista» (Toni Negri, Manifesto, 14 de septiembre de 2002). Fue correcto, para los movimientos antiguerra, utilizar las contradicciones inter-imperialistas entre Francia, Alemania y Estados Unidos, así como exigir la aplicación del derecho de veto en la ONU; en cambio sería falso olvidar que se trata de conflictos de intereses entre imperialismos estratégicamente aliados pero rivales, como lo ilustra la competencia entre Francia y Estados Unidos en Qatar o en el Golfo de Guinea.

Según los términos del gran debate clásico sobre el imperialismo, el mundo se encuentra en una situación de transición entre «el ya no» y «el todavía no». Los conflictos inter-imperialistas no asumen ya la misma forma que aquellos que desembocaron en las dos guerras mundiales. Pero no estamos aún en el marco de una dominación «ultra-imperialista» o «super-imperialista». Según el escenario ultra-imperialista, imaginado antaño por Kautsky, la interpenetración internacional de los capitales sería de tal magnitud que las divergencias de intereses entre los propietarios de capitales de diferentes nacionalidades desaparecerían completamente. Las tesis de Imperio se inscriben hoy en esa perspectiva: «La subordinación de viejos países coloniales a los Estados-nación imperialistas, así como la jerarquía imperialista de los continentes y de las naciones desaparecen: todo se reorganiza en función de un nuevo horizonte unitario del Imperio» (Toni Negri, Le Monde Diplomatique, enero de 2001). Según el escenario de super-imperialismo, una potencia única conseguiría tal grado de hegemonía, que los otros Estados imperialistas no tendrían ya ningún grado de autonomía real y serían reducidos al rango de potencias subalternas menores. No nos encontramos en esa situación. Y mucho menos cuando la hiper-potencia militar americana está apoyada sobre un basamento económico frágil, certificado por los déficits comerciales (incluso en los sectores de alta tecnología), presupuestarios y por un endeudamiento público y privado sin precedentes.

De aquí el carácter híbrido de la dominación mundial que combina el unilateralismo sin complejos de la potencia estadounidense («con la ONU si es posible, sin la ONU si es necesario» dijo ya Madeleine Albright durante la intervención en Kosovo) y un multilateralismo (del Consejo de Seguridad, del G-8, o de la OTAN) para la gestión de ciertas crisis.

Uno de los objetivos de la ofensiva estadounidense era precisamente impedir el fortalecimiento de un imperialismo europeo, para evitar que en un cierto plazo el euro se convirtiera en una divisa de reserva que compitiera con el dólar, de la misma manera en que el dólar tomó en los años 20 el relevo de la libra. Todavía estamos lejos de eso. Aun cuando cada crisis es un momento que coloca a la Unión Europea frente a la opción de una alianza trasatlántica (encarnada en la política británica), por ahora la Unión Europea sigue siendo un espacio comercial y monetario gelatinoso; en el que un paso cualitativo en dirección a una unión política y militar es improbable. En ambos casos, tanto en el del fortalecimiento de la cooperación, como en el de una rivalidad creciente entre Dollarland y Euroland, la Unión Europea enfrenta el desafío de invertir más en sus presupuestos de defensa. Este es el llamado que han dirigido recientemente Madeleine Albright y John Scchlesinger, en una carta firmada por cincuenta personalidades estadounidenses, tanto demócratas como republicanas, conminando a una «nueva cooperación trasatlántica» (Le Monde, 15 de mayo de 2003).

Si bien la característica dominante de las relaciones internacionales sigue marcada por la competencia inter-imperialista, han evolucionado las modalidades de esta competencia. Así, la supremacía del imperialismo dominante descansa contrariamente sobre su capacidad de atraer un flujo permanente de capitales, necesarios para financiar y reproducir las bases tecnológicas de su dominación. Se trata, como lo ha subrayado François Chesnais, de un imperialismo depredador más que parasitario. Si, por otra parte, la competencia inter-imperialista no puede resolverse por medio de un enfrentamiento militar directo, como en 1914 o en 1939, debido al papel de las armas de destrucción masiva, su enfrentamiento indirecto ú oblicuo es incesante, bajo la forma de intervenciones preventivas o de conflictos armados endémicos en la periferia en busca del reparto de las zonas de influencia.

El vínculo orgánico entre la acumulación imperialista de capital, la economía de guerra y el militarismo, puesto a la luz por Rosa Luxemburgo en La acumulación de capital, es más real que nun-ca: cuando «la teoría liberal burguesa no quiere ver más que la competencia pacífica, las maravillas de la técnica y el intercambio de mercancías, separa el análisis económico del capital de su reverso, el de lo abusos presentes en los incidentes más o menos fortuitos de la política exterior; en realidad la violencia política es también el instrumento y el vehículo del proceso económico». La traducción práctica que se desprende de lo anterior es hoy el presupuesto de defensa estadounidense, que sobrepasa los 400 mil millones de dólares anuales, mientras que la conferencia de Barcelona sobre el SIDA exigió 10 mil millones en cinco años para luchar contra la epidemia, y cuando un presupuesto de 10 mil millones permitiría resolver en el corto plazo las necesidades de agua potable de una buena parte del planeta.

Lo viejo y lo nuevo se conjugan en los mecanismos del nuevo imperialismo. El papel de los Estados nacionales se ha debilitado (en forma desigual, según se trate de países dominados o dominantes). Está lejos de ser abolido. Los elementos de gobierno global emergen, en efecto, a través de las instituciones financieras, comerciales y judiciales internacionales, pero la parte dominante (un 90 por ciento) del derecho internacional sigue estando en los tratados, en otras palabras, un derecho in-terestatal en el que las disposiciones deben ser ratificadas por los Estados nacionales. No han caducado las reivindicaciones de soberanía demo-crática o popular en los países dominados. Esto lo podemos verificar concretamente con la reivindicación en Irak de la salida de las tropas de ocupación, o con la reivindicación del control sobre los recursos naturales, especialmente en los países productores de petróleo. Si la mayor parte de esos países, principalmente en el mundo árabe-musulmán, están gobernados por dictaduras militares o dinásticas, no es debido a una fatalidad cultural, sino a que la seguridad en el abastecimiento y en las rutas de los energéticos no combina bien con regímenes realmente democráticos.

Víctor Hugo escribió hace tiempo, a propósito de la campaña de Rusia, que el imperio napoleónico pereció «víctima de sus conquistas». Ciertos autores, como Wallerstein, pronostican hoy una suerte semejante al imperio estadounidense. El lastre del orden imperial corre el riesgo, en efecto, de pesar cada vez más sobre una economía frágil. El divorcio entre la supremacía militar norteamericana y la relativa debilidad de su base económica es precisamente una de las contradicciones de la situación. Numerosos autores han subrayado esta fragilidad. La potencia norteamericana vive a crédito, a golpes de déficits presupuestarios y comerciales sin precedentes (incluso en los sectores de tecnología de punta) y surfea sobre un océano de deudas privadas y publicas. ¿Hasta cuándo?

Es, por lo demás, una razón por la cual la carta de Albright y Schlesinger coloca a los dirigentes europeos ante la «doble atadura» de aumentar sus gastos militares ya sea que deseen permanecer como socio mayor de Estados Unidos o si desean convertirse en un rival creíble.

Es posible prever que estas contradic-ciones se intensificarán. En cambio, sería muy riesgoso pronosticar su desenlace sobre la base de analogías históricas (sólo que fueran poéticas). Como bien decía Gramsci, no se puede prever más que la lucha. El desenlace es incierto. Es esto lo que acerca el trabajo del topo revolucionario a la conmi-nación (según San Agus- tín) a «trabajar por lo incierto».

Conviene, sin embargo, subrayar ciertas características de las guerras presentes y futuras que hacen más trágica que nunca la carrera contra la barbarie. Las guerras tienen también su historia: de las guerras dinásticas a la guerra total, pasando por las guerras nacionales o populares. ¿Hoy se trata de la guerra sin fronteras, global o absoluta? La guerra sin límites espaciales o temporales anunciada por George Bush contra un enemigo (llamado terrorismo) desterritorializado y desestatizado, invisible y huidizo.

Esta guerra «preventiva» se ha liberado abiertamente de las obligaciones del derecho internacional. Resulta asimétrica, no solamente en virtud de la desigualdad en el terreno del armamento y de los medios presentes, sino también desde el punto de vista de su costo humano: 135 muertos norteamericanos en un mes de campaña en Irak (una parte de los cuales fue resultado de los «errores» entre soldados de la coalición), mientras que los muertos iraquíes son los muertos que no cuentan y que no se cuentan más. Esta asimetría cambia tendencialmente el sentido de la guerra, aboliendo la reciprocidad en los riesgos, lo que hacía del enfrentamiento militar y de la lucha a muerte un último recurso para la resolución de un conflicto. La asimetría banaliza la guerra y la reduce a una invasión punitiva. La «policía», en el sentido que le daba Michel Foucault (o Jacques Rancière), sustituye así a la política en la gestión de los asuntos del mundo.

No pudiéndose llevar a cabo esta guerra global en nombre de un derecho internacional interestatal al que aún le estorba la noción ambigua de soberanía; ha sido rebautizada por algunos (Tony Blair, Daniel Cohn-Bendit, Bernard Kouchner) como «guerra ética» o bien «guerra humanitaria», legitimando así, mediante una retórica orwelliana, el derecho del más fuerte. No pudiendo invocar el derecho, demasiado abiertamente abofeteado, se guerrea en nombre de «valores superiores» y se arrogan así el derecho a trazar, unilateralmente, una nueva frontera entre lo humano y lo no humano. El otro es desterrado de la condición humana, bestializado, designado como «monstruo». Cuando cinco soldados estadounidenses fueron capturados durante los primeros días de la campaña de Irak, la primera plana del diario británico Sun se cabeceó con el título: «En manos de los salvajes». Este es el vocabulario de la recolonización.

Si el enemigo ya no es un enemigo, sino un animal, éste puede ser tratado como tal. Lo prueba Guantánamo: prisioneros «desterritorializados» sin ningún estatus legal (ni del derecho estadounidense, ni de las convenciones de Ginebra), que han dejado de existir jurídicamente, que están simplemente en exilio de humanidad.

La potencia imperial, ¿ha cruzado el umbral a partir del cual se vuelve irresistible? No hay poder, por absoluto que sea, que no suscite como reacción puntos de resistencia. El 15 de febrero de 2003, día mundial contra la guerra, fue una suerte de «inauguración», la prueba práctica de la mundialización desde abajo.

Era claro que el año 2001 marcaría un cambio cualitativo. Después del Foro Social Europeo de Florencia (noviembre 2002) la prensa bien pensada se inquietó por una politización y una radicalización del movimiento, atribuyendo la responsabilidad (como siempre) a un complot neocomunista y trostkista. Era estúpido. No hay necesidad de complot, de conspiración, de director de orquesta para politizarse cuando, ese mismo año, la quiebra de la empresa Enron simboliza la de la nueva economía; la debacle argentina ilustra la barbarie del orden neoliberal y el presidente Bush decreta la guerra planetaria.
La guerra politiza. Y esto enoja. No era evidente que el movimiento por otra mundialización abordaría unido esta prueba. Sin embargo, en Puerto Alegre como en Florencia, la lucha contra la guerra imperial se inscribió de manera completamente natural en el cora-zón de la movilización. Los manifestantes no habían leído a Rosa Luxemburgo, pero les pareció evidente el vínculo entre la mercantilización del mundo y el nuevo militarismo imperial.

Otro mundo es necesario. Queda volverlo efectivamente posible.
No puede preverse sino la lucha… En cuanto al desenlace…

En el plano ideológico, esta nueva coyuntura mundial, aún difícil de descifrar, toca el fin de las retóricas posmodernas que acompañaron la triunfante contrarreforma liberal de los años 80. ¿Quién se acuerda de las profecías de Fukuyama sobre el fin de la historia, cuando la historia se rebela?

Jean Baudrillard ha visto en el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Manhattan, la realización del «acontecimiento puro», que desafió «no solamente la moral, sino toda forma de interpretación». El raciocinio político, mudo de fascinación frente al espectáculo absoluto, no tendría más que callarse.

Más lúcido que nuestros contemporáneos, el viejo Balzac ya sabía sin embargo que «el acontecimiento absoluto no existe», a no ser bajo la forma teológica del milagro. En la historia, hay siempre un antes y un después, razones y sinrazones, causas y consecuencias, una inteligibilidad estratégica del acontecimiento.

A pesar de la virtualización del mundo, los sufrimientos y los muertos no son un simulacro. Lo real se venga de la simulación. La ley del valor sanciona el delirio de los signos y remite las monedas al cesto de los viejos papeles.

Cada día un número creciente de campesinos, trabajadores, de mujeres, jóvenes, de «rechazados del mundo» se convence de que otro mundo es (cada vez más) necesario y (quizás) posible. La pregunta que se plantea de ahora en adelante es más bien: ¿Cuál? y ¿Cómo?.

Ante la ofensiva neoliberal de los años ochenta, luego de las derrotas chilena, portuguesa y nicaragüense, de la transición pactada en España, de los desastrosos compromisos históricos en Italia o en Francia, de la decepción iraní, polaca, sudafricana, el de-bate estratégico se ha colocado nuevamente en cero.

Renace de sus cenizas con el nue- vo ciclo de experiencias abierto por la insurrección zapatista de 1994, por el invierno huelguista de 1995 en Francia, por las manifestaciones de Seattle, Génova, Puerto Alegre, Florencia. Varios libros recientes lo simbolizan.

Nos toca demostrar que somos capaces de llevarlo a cabo en un marco de respeto al necesario pluralismo, pero sin caer en una cortesía consensual en la que todos los gatos se volverían pardos, sin ser no obstante capaces de atrapar al más pequeño de los ratones.

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