Donde se recogen artículos que el autor escribió para la Enciclopedia Política Argos (una enciclopedia, coordinada por Esteban Pinilla de las Heras, que no llegó a editarse finalmente)
Manuel Sacristán Luzón
Edición de Salvador López Arnal y José Sarrión
Estimados lectores, queridos amigos y amigas:
Seguimos con la serie de textos de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) que iremos publicando en Espai Marx todos los viernes a lo largo de 2025, el año del primer centenario de su nacimiento (también de los 40 años de su prematuro fallecimiento). En esta ocasión, una selección de los escritos que escribió a principios de los años cincuenta para una enciclopedia coordinada por Esteban Pinilla de las Heras que no llegó a editarse finalmente.
Los materiales ya publicados, los futuros y las cuatro entradas de presentación pueden encontrarse pulsando la etiqueta «Centenario Sacristán» –https://espai-marx.net/?tag=– que se encuentra además debajo de cada título de nuestras entradas.
Dos actos sobre Sacristán en fechas próximas:
1. 7 de febrero a las 10:30, conferencia del profesor José Sarrión: «Una introducción al pensamiento de Manuel Sacristán», en la Facultad de Filosofía de la UCM. https://espai-marx.net/
2. Acto conmemorativo en la UAM: Manuel Sacristán en su centenario (1925-1985): Marxismo, lucha social y ecología política
12 de marzo de 2025, 12:00 h
Sala de Conferencias de la Facultad de Filosofía y Letras, UAM (Madrid/Cantoblanco)
️ Entrada libre
Programa (12:00 h – 14:30 h)
Modera: Jorge Riechmann.
Breve presentación de la antología Manuel Sacristán: socialismo y filosofía (Catarata, Madrid 2025; edición de Gonzalo Gallardo).
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- Pedro Ribas: «Manuel Sacristán y la filosofía española»
- Tomás Pollán: «Sobre el sometimiento del artista a las exigencias del capital (correspondencia Sacristán-Sánchez Ferlosio)»
- Montserrat Galcerán: «El marxismo heterodoxo y antidogmático de Manuel Sacristán»
- Gonzalo Gallardo: «Manuel Sacristán: las labores del intelectual marxista y la intervención en la universidad»
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La sesión se cerrará con un coloquio
Enlace al acto (¡excelente en nuestra opinión!) de la Universidad de Granada del pasado lunes 27 de enero:«Manuel Sacristán (1925-1985), hoy: aproximaciones a su legado»
Buena semana, muchas gracias.
INDICE
1. Presentación
2. Montesquieu
3. Libertad
4. Otras voces para la enciclopedia
4.1 Oligarquía
4.2 Formalismo
4.3 Confucio
4.4 Pensamiento político de José Antonio Primo de Rivera
1. Presentación
Comenta Esteban Pinilla de las Heras (En menos de la libertad, Barcelona: Anthropos, 1991, pp. 131 y ss), que tanto Sacristán, como García Borrón y él mismo, se esforzaron en creer que la obra que tenía entre manos, el Diccionario Político Argos, «no sería como tantas otras cosas de este país, un híbrido de dos elementos: de una parte, la dedicación personal, mal pagada y nunca agradecida, de quienes tienen siempre delante como modelo al que hay que acercarse, aunque ello exija sacrificios, autores internacionales que uno ha estudiado y gozado; de otra parte, la más vil chapuza de unos cuantos incompetentes, que habían entrado en el proyecto simplemente por “amiguismo”. La proporción entre estos dos componentes del híbrido era tan desfavorable para el primero de ellos, que no es sorprendente que el trabajo capotase.»
Pinilla de las Heras observa que los numerosos artículos de Sacristán para la Enciclopedia solían mostrar la apreciable virtud pedagógica que era uno de sus atributos personales. Este rasgo informaba incluso entradas cortas o de diccionario. El colaborador de Laye siempre tenía interés en que no se perdiese lo esencial. Por ejemplo: en el breve texto que escribió (21 líneas) sobre ‘Ágora’ apuntaba que no todos los habitantes adultos de Atenas tenían derecho a hablar en el ágora, que el ciudadano antiguo no podía esgrimir derechos subjetivos frente a las decisiones de la asamblea,…El texto concluía con estas palabras: «las marcadas diferencias entre la asamblea popular antigua y el parlamento moderno obligan a considerar el empleo del término ágora en las democracias contemporáneas como puramente retórico».
Además de voces como Persona, Persona jurídica, Sócrates, Weil, Personalismo, Pinilla de las Heras señala que el artículo que Sacristán escribió sobre Montesquieu –«algo más de cinco mil palabras, un artículo tan largo como el de la Enciclopedia Británica»– era una pieza maestra de información y de sugerencias para el lector.
2. Montesquieu
Sacristán, señala Pinilla de las Heras, no negaba la pertinencia que podía tener el relativismo sociológico, fuera en su versión descriptiva, fuera en su versión normativa. Lo que hacía era aludir a la precariedad de sus fundamentos científicos, enmascarados por la brillante erudición de Montesquieu y por su genio como escritor. Y, en segundo lugar, «Sacristán dice que, en definitiva, ese relativismo sociológico es un antecedente de la sociología del siglo XIX (Del XIX, no del siglo XX; esto es, de la sociología de los “factores”, del determinismo unilateral y unidireccional del milieu, y otros esquemas heurísticos hoy científicamente superados.)». El relativismo sociológico no podía fundar, por sí mismo y tomado abstractamente, «ni una teoría de las garantías de la ley del gobierno justo». Despejado así el camino, Sacristán entra en su investigación de fondo. Examina textos de Montesquieu menos famosos que El espíritu de las leyes e inéditos. Como se trataba de un artículo para una enciclopedia, «Sacristán informa a los lectores de los precedentes aristotélicos de la clasificación que hace Montesquieu y de los aspectos de la terminología con la cual el autor francés se aparta de la tradición aristotélica. Las clasificaciones no son la vía adecuada para el caso. Sacristán lo prueba recurriendo a una frase de Montesquieu (en Pensées et fragments inédits) que dice: “Varias personas han examinado qué vale más, si la monarquía, la aristocracia, o el estado popular. Pero como hay una infinidad de clases de monarquía, de aristocracias, de estados populares, la cuestión así expuesta es tan vaga que hay que tener muy poca lógica para tratarla”».
El método positivo de Montesquieu requería evitar que las clasificaciones de las formas de gobierno se convirtieran en idealizaciones:
El relativismo de Montesquieu no se extiende a más que a aquello que exige la prudencia científica. No se transforma nunca en afirmaciones metafísicas […] Por eso encuentra sitio en la base de su pensamiento una cierta aceptación del Derecho natural. «Una cosa no es justa porque sea ley, sino que debe ser ley porque es justa.» (Pensées...). Pero el método positivo interviene aquí para aclarar de un modo sensato qué debe entenderse por justicia. Montesquieu considerará justo aquello que corresponde en cada caso a la naturaleza de las cosas. «La justicia es una relación de conveniencia que se encuentra realmente entre dos cosas» (Lettres persanes, LXXXIII).
Esa positividad lógica del análisis se muestra muy especialmente feliz en la consecución del concepto de libertad. Montesquieu es un predecesor de Kant en el descubrimiento de la naturaleza formal de la libertad. Ninguna cosa material ni espiritual definible por un contenido es la libertad. «La libertad, ese bien que hace gozar de otros bienes» (Pensées...)
Ciertamente, esa noción formal de libertad es abstracta y no es todavía un concepto político: «La libertad pura es más bien un estado filosófico que un estado civil. Lo cual no impide que haya gobiernos muy buenos y muy malos, e incluso que una constitución sea más imperfecta a medida que se aleja más de esa idea filosófica de la libertad que tenemos.» (Pensées...)
Si la libertad pura es un estado filosófico más que civil, queda por averiguar qué es la libertad en el estado civil. Éste es uno de las aspectos más célebres de la obra de Montesquieu. «Esa palabra libertad no significa en la política, ni mucho menos, lo que los oradores y los poetas le hacen significar. Esa palabra no expresa propiamente más que una relación, y no puede servir para distinguir las diferentes clases de gobiernos.» (Pensées…)
La palabra «relación» ha servido a Montesquieu para definir la justicia. La libertad política es, en definitiva, la justicia política: la relación que conviene a hombres que viven en sociedad. Montesquieu la fórmula insistentemente: «Un pueblo libre no es el que tiene tal o cual forma de gobierno; es el que goza de la forma de gobierno establecida por la ley» […] «y es libre todo hombre que tiene motivo para creer que el furor de uno sólo o de varios no le quitarán la vida o la propiedad de sus bienes» (Pensées...).
[…] En el Diálogo de Syla y Eucrates, Montesquieu pone en boca de este personaje imaginario una expresión práctica de la virtud política. «Habéis divulgado ese secreto fatal y suprimido lo único que hace buenos ciudadanos de una república demasiado rica y grande, la convicción de la imposibilidad de oprimirla».
La virtud republicana es aquí la conciencia que tienen los ciudadanos de no poder ser nada sin el Estado, de no poder, por tanto, abandonarlo, y de no poder, por último, dominarlo. Ese texto es además importante porque se puede leer como una aplicación del principio de la virtud y como un caso del principio de los frenos y balanzas: la virtud de la república consiste en que cada ciudadano se sepa impotente por sí mismo y sepa que su abandono de la cosa pública, o el incumplimiento de sus deberes políticos no pueden traerle más que la ruina, puesto que ningún otro va a velar por el estado republicano, sino es el pueblo. Ahora bien: Éucrates reprocha a Sila que ha enseñado a los republicanos a pensar en su poder personal […] para emprender la lucha por su cuenta, directamente por el poder: camino este último que termina en la disolución de la república en la demagogia y, luego, la recristalización del cuerpo social en la tiranía. Desde el punto de vista de la teoría de los frenos y balanzas, la interpretación es obvia: la virtud resulta ser la conciencia de que el poder sumado de los demás ciudadanos protege a la república de toda acción personal de uno de ellos; la virtud consiste en «la desesperanza de poder oprimir.»
Apuntada esta tesis de naturaleza factual, Sacristán pasaba a examinar las definiciones de Montesquieu por lo que concernía a la libertad, la independencia, y la ley (no «la» ley). Sacristán, comenta Pinilla de las Heras, cita a continuación íntegros los párrafos de El espíritu de las leyes (XI, 2, XI, 3): «No hay palabra que haya recibido significaciones más diferentes y que haya impresionado a los espíritus de tantas maneras como la palabra libertad. Unos la han tomado por la facilidad de deponer a aquel a quien habían dado un poder tiránico; otros, por la facultad de elegir a aquel a quien debían obedecer; otros, por el derecho de estar armados y de poder ejercer la violencia; éstos por el privilegio de no ser gobernados sino por un hombre de su nación, o por su propias leyes […] En un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad no puede consistir más que más que en poder hacer lo que se puede querer. Hay que meterse en la cabeza lo que es la independencia y lo que es la libertad. La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten; y si un ciudadano pudiera hacer lo que ellas prohíben, no tendría más libertad, porque los otros tendrían igualmente ese poder».
A continuación, Sacristán precisa su pensamiento ante el filósofo francés, «alternando la explicitación, la admiración, su defensa frente a otros, y finalmente su crítica»:
Como se desprende de esas palabras [Esprit, XI 3] Montesquieu figura, junto a Kant, en una de las dos ramas del liberalismo clásico: la rama no necesariamente democrática, o que al menos, separa claramente los postulados liberales de los democráticos (en la otra rama está Rousseau). Tal liberalismo no democrático no es tampoco un aristocratismo: esa falsa libertad a la que Montesquieu llama despectivamente «derecho de estar armados y de ejercer la violencia», es precisamente la libertad aristocrática feudal.
La libertad política es, pues, una garantía legal: refiere a las leyes. Lejos de ser formal pura, como la libertad filosófica, la libertad política sólo lo es en cuanto a su definición general; de hecho, tiene un contenido, el que señalan las leyes. A menudo ha parecido insuficiente la libertad política de Montesquieu: «La máxima de Montesquieu, de que los individuos tienen el derecho de hacer lo que las leyes permiten, es un principio de garantía. Significa que nadie tiene derecho a impedir a otro hacer lo que leyes no prohíben; pero ese principio no implica lo que las leyes tienen o no tienen derecho a prohibir. Ahora bien, precisamente ahí reside la libertad. La libertad no es otra cosa que lo que los individuos tienen derecho a hacer y lo que las leyes no tienen derecho a impedir» (Benjamin Constant, Cours de politique constitutionnelle , I 274).
Sacristán concede la apariencia de verdad que hay en la crítica del escritor y jurista del círculo de Madame De Staël [Anne-Louise Germaine Necker], uno de los antecesores teóricos del extremo liberalismo de nuestros días para beneficio exclusivo de una minoría plutocrática:
Es cierto que al concluir en una referencia a la ley, la libertad política de Montesquieu parece estar escasamente definida…
Ahora bien, matiza Pinilla de las Heras, aquí había un equívoco respecto al sentido riguroso del término ley en Montesquieu (al que el autor no sería ajeno, deliberadamente cultivado en ocasiones). Sacristán explicita que (la) ley no es la simple palabra promulgada, no son los decretos: «Las leyes, en la significación más general, son las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas» (Esprit, I, 1):
El mitigado iusnaturalismo de Montesquieu pone aquí una pieza clave que Constant no considera, ni los críticos sociológicos, sólo por no interesarse lo suficiente en la teoría de la ley […]. Montesquieu no hace metafísica con tales definiciones: «naturaleza» es estructura, concepto. Sin duda «(…) los seres concretos inteligentes pueden tener leyes que ellos han hecho; pero tienen también leyes que ellos no han hecho. Antes de que hubiera seres inteligentes, eran posibles; tenían, por tanto, relaciones posibles, y por consiguiente leyes posibles» (Esprit, I, 1).
Esas palabras de notable finura lógica, comparable a los métodos leibnizianos e incluso a las modernas ideas fenomenológicas, constituyen la base de la teoría política de Montesquieu […] y la coronación sistemática de su idea de la libertad civil. Acaso no esté nunca suficientemente explicado en la obra de Montesquieu que el concepto de ley sostiene al de libertad política. Montesquieu es poco sistemático escribiendo; pero es que, además, para un escritor continental del siglo XVIII ese mínimo iusnaturalismo de Montesquieu está tan fuera de duda, que la teoría de la libertad política resulta sin ninguna ambigüedad de su situación histórica. Como relaciones objetivas que son, las leyes auténticas tienen que adecuarse a la naturaleza de las cosas que ellas relacionan (los «seres inteligentes») y son realmente garantía de la libertad política.
Tan interesante como la conclusión teórica del sistema de Montesquieu es su preocupación práctica por la consecución de la libertad política en la realidad: «Esta seguridad nunca es más atacada que en las acusaciones públicas o privadas. De la bondad de las leyes criminales depende, pues, principalmente, la libertad del ciudadano… Los conocimientos que han sido adquiridos en algunos países y que se adquirirán en otros sobre las reglas más seguras que se pueden observar en los juicios criminales interesan al género humano más que cosa alguna del mundo.» (Esprit, XII, 2).
Esa idea se une a otras morales en esta frase del Prefacio de la misma obra: «No es indiferente que el pueblo sea ilustrado. Los prejuicios de los magistrados han empezado por ser los de la nación».
La muestra más conocida de la preocupación práctica de Montesquieu por la consecución real de la libertad es su adhesión a la idea de la separación de poderes, y la limitación recíproca de los mismos. Esta idea es, al fin y al cabo, teoría constitucional, es decir, aquello que Benjamin Constant echa a faltar en el sistema de Montesquieu. En la teoría de los «frenos y balanzas» se dan cita el espíritu positivista de Montesquieu y su sabiduría de la vida.
Pinilla de las Heras omite la exposición que hace Sacristán de la teoría de la división de poderes de Montesquieu, para pasar a las conclusiones del ensayo:
Ha sido grande la fortuna de la teoría de los «frenos y balanzas» hasta el punto de que suele ser señalada como el contenido fundamental del pensamiento de Montesquieu. Nuestra lectura del filósofo conduce a una interpretación muy distinta: la teoría de los frenos y balanzas es un proyecto práctico, cuya viabilidad o inviabilidad no dicen nada en favor ni en contra de los principios que quiere o tiende a concretar. Tal teoría nuestra que Montesquieu tuvo plena conciencia de que que los principios políticos necesitaban un desarrollo constitucional.
[…] El motivo inspirador de la teoría de los frenos y balanzas es el convencimiento, muy realista y nada abstracto, de que el poder tiende a desbordarse. En su formulación por Montesquieu es un procedimiento para asegurar la garantía legal, es decir (dentro del sistema del autor) la libertad política. Un procedimiento del que en ningún lugar se demuestra que sea el único.
[…] En la determinación de aquello que las leyes deben garantizar («la vida y los bienes») es acaso donde más flaquea la teoría de la libertad política de Montesquieu. Sin duda, el recuerdo de Luis XIV no era lo suficientemente aterrador para inducir a pensar que la libertad política debe ser la garantía de la libertad pura, ese «estado filosófico» de que habla Montesquieu, libertad profunda que también puede ser eliminada, igual que la física, por un tirano competente. Quizás era necesario, para introducir ese enlace entre la ideas de Montesquieu, que el pensamiento político fuera urgido por acontecimientos más amenazadores para ambas libertades.
Con estas palabras y con la adición de la bibliografía terminaba el artículo de Sacristán, «una de las cosas más bien pensadas y mejor escritas que él hizo por entonces en el estricto terreno de las ideas políticas.» Pinilla de las Heras recuerda que aquel entonces los estudiantes tenían a su disposición la obra de George H. Sabine publicada por el FCE (Sacristán la citaba varias veces en su texto) y poco más. «No habían aparecido todavía las obras de Stark y Althusser. Motivado por un genuino espíritu de servicio a los estudiantes y al país, Sacristán siempre quería que la gente se apartase de los clichés y de las ideas convencionales y que todos repiten. «Había que enseñar a pensar y a valorar. En esa línea se inscribe su esfuerzo por poner de relieve que el fondo del pensamiento de Montesquieu es algo mucho más profundo y perenne que un artificio mecánico para el equilibrio de poderes».
Salvo error por nuestra parte, hasta el momento no se ha editado en su totalidad el artículo original de Sacristán sobre Montesquieu. Solo nos queda la anterior aproximación de Esteban Pinilla de las Heras.
3. Libertad
«Libertad» fue otro de los artículos escritos por Sacristán para la Enciclopedia (probablemente en 1951). Fue publicado en mientras tanto, 84, otoño 2002, pp. 37-44, e incluido por Albert Domingo Curto en su edición, presentada y anotada por él mismo, de Lecturas de filosofía moderna y contemporánea, pp. 45-57.
I. 1. El problema de la libertad presenta dos tipos de planteamientos que responden a dos concepciones distintas de la misma. En una primera experiencia de la libertad puede ésta, en efecto, darse como mera facultad de elección entre dos o más posibilidades, encontrándose el espíritu del que elige en un estado de indiferencia ante todas y cada una de ellas. Ésta es la libertad de indeterminación o indiferencia, el libre albedrío. Pero junto a la descrita se da otra experiencia de la libertad como el asentimiento total a exigencias que brotan de lo más profundo de nosotros mismos. Se trata de la libertad en sentido metafísico.
a) La concepción metafísica de la libertad aparece en el pensamiento griego y llega en él a un alto grado de elaboración. Está directamente enlazada en su origen con el intelectualismo moral socrático-platónico. La intelección del Bien es el momento decisivo de la ética platónica. El Bien conocido determina la conducta del hombre. O todavía es más íntima la compenetración de ambos aspectos –teórico y práctico– de la vida del hombre: entre las facultades del alma aparece en el platonismo una, la frónesis, que es al mismo tiempo contemplación del Bien y fuente inmediata de la conducta. La naturaleza compleja e indiferenciada de la frónesis nos indica que la determinación que el Bien opera sobre el hombre no es una coacción violenta, sino que encaja en lo más substantivo del ser de éste. Una y la misma cosa son el conocimiento moral y la acción moral. Por eso, si se respetan los moldes de la filosofía platónica, no puede hablarse de determinismo moral propiamente dicho, sino de adecuación natural del ser del hombre y el postulado de la consecución del Bien. Determinismo es concepto que supone una escisión previa entre acción humana y presupuestos (aquí teóricos) de la misma, escisión que no aparece en el cuadro platónico de ideas acerca de la vida moral.
Los estoicos han recogido, entre otros temas socráticos, ese racionalismo moral cuya consecuencia es una concepción estrictamente metafísica de la libertad. En ellos se manifiesta además un motivo que no aparece claramente en la filosofía platónica: el fatalismo. Amor fati (amor del hado) será la fórmula estoica que exprese esa noción de la libertad. Todos los hombres, el sabio como el necio, están sometidos a la fuerza del hado. Pero pese a que los estoicos hayan sido ocasión de múltiples desarrollos supersticiosos, en los maestros de la escuela «hado» significa simplemente legalidad cósmica, si bien ese concepto de ley cósmica cobre un inmediato sentido religioso al ser concebido Dios como «Alma del Mundo». Lo que diferencia al sabio del necio es que el primero conoce esa necesidad íntima de las cosas del mundo y de sí mismo y la acepta sin restricciones mentales. El necio, por el contrario, desconocedor de aquella profunda necesidad, se sublevará una y otra vez contra ella. Su libertad, más aparente que la del sabio, es sin embargo absolutamente imaginaria. Bien se ve que la doctrina estoica de la libertad desciende directamente del racionalismo ético socrático. Pero el estoicismo explicita claramente el momento de conocimiento y el de aceptación inevitable que se dan en la libertad concebida metafísicamente. Es probable que esa separación de ambos aspectos sea subsecuente a la desintegración de la actividad unitaria noético-ética del platonismo (presente en el concepto de frónesis) llevada a cabo por Aristóteles.
A esas dos notas fundamentales de la libertad en sentido metafísico conseguidas ya por el pensamiento griego, añadirá Kant un motivo aclarador de suma importancia. Conocedor de los resultados de la ciencia natural de su época –ciencia cuya fundamentación metodológica fue uno de los grandes motivos de su vida– Kant concibe al mundo externo de las apariencias (fenómenos) como sometido a una absoluta determinación. Ahora bien, nuestras acciones son tan fenoménicas como la oscilación de una lámpara o la caída de una bellota. Científicamente consideradas, pues, nuestras acciones están tan determinadas como cualquier otro fenómeno. Pero al margen de ese residuo fenoménico de nuestra vida está la voz del deber, oída íntimamente por nuestra persona, lejos de toda determinación fenoménica. La cosa en sí (nóumeno) que el hombre es, es el ámbito en que resuena el imperativo del deber. Ahora bien, un tal imperativo sólo puede tener sentido si se dirige a un ser capaz de atenderle o desatenderle –es decir, a un ser libre. He aquí, pues, que los análisis kantianos nos llevan a dos resultados por el momento inconexos: determinación de nuestras acciones como fenoménicas que son y libertad del yo nouménico. El concepto de elección es no sólo el puente entre ambas vertientes del problema sino, sobre todo, el concepto que expresa el acto auténticamente originario por el que el hombre decide de su ser, acto colocado fuera de las categorías del espacio y del tiempo. Todas nuestras acciones –pasadas, presentes y futuras– por más susceptibles que sean de descripción científica (y por ende, determinada) son en último término debidas no a sus condiciones fenoménicas antecedentes y copresentes, sino al acto instantáneo por el que elegimos y constituimos nuestro ser en completa y metafísica libertad. El desarrollo kantiano contiene un principio de dinamismo, de a-substancialismo, que puede chocar con una precipitada comprensión del papel del nóumeno en el sistema crítico. Este momento dinámico introducido por Kant en el concepto metafísico de libertad –y al mismo tiempo en el de persona– es el fermento decisivo en el pensamiento moderno y contemporáneo sobre ambos temas.
Por más que el concepto de elección rellene –en la intención de Kant– el hiato abierto entre el hombre fenoménico y el yo libre, la corriente monista que nunca deja de manifestarse en la historia de la filosofía tiende a eliminar el indudable dualismo de las tesis kantianas. Hegel es en este caso el portavoz del monismo. Los puntos de partida de Hegel en la Fenomenología del Espíritu son constataciones histórico-sociales y antropológicas, como se esfuerzan por hacer ver los hegelianos contemporáneos, marxistas o no. La libertad es presentada por el Hegel que aún se encuentra en la antesala del sistema definitivo como la negación del hecho coactivo en general –es decir, no sólo del hecho político coactivo, sino de la constelación de condiciones somáticas y sociales que determinan la acción del hombre no libre. La libertad es la activa negatividad que anula lo dado, no la elección entre varios «dados» necesarios. Pero ocurre que este resultado –como cualquier otro en Hegel– debe integrarse y se integra en la contextura dialéctica del sistema. Y precisamente la más saliente característica de ésta (el ser no una dialéctica formal metódica, sino la afirmación de la dialecticidad de la realidad) lleva el concepto de libertad recién bosquejado a un serio juego de integraciones sucesivas en el que pierde toda virtualidad autónoma para la filosofía política. El espíritu subjetivo, en efecto, mera vida natural, es superadoramente negado por el espíritu objetivo, en cuyas realizaciones adquieren nueva dignidad las aspiraciones brutas del espíritu subjetivo. Derecho, Moralidad y Eticidad son los tres grados que comprenden aquellas realizaciones. La Eticidad es de especial importancia para la filosofía política: está desprovista de todo contenido subjetivo y es realizada por el Estado. Éste crea en ella la «libertad objetiva», equivalente fijo de la subjetiva y favorecida, como es lógico, dado el espíritu del sistema, con una superior dignidad real. Cierto que el movimiento del Espíritu no se detiene en este segundo estadio. Cuando el Espíritu supera –por integración de ambas– sus estadios subjetivo y objetivo, se presenta como espíritu absoluto, consciente de sí mismo (momento subjetivo) a través de sus propias plasmaciones (momento objetivo). Pero si nos proponemos traducir a términos de pensamiento político lo que acabamos de ver, obtendremos el siguiente resultado: la «libertad absoluta» no puede ser otra cosa que la conciencia de la libertad objetiva –la cual, como elemento de la eticidad objetiva, se da exclusivamente en y por el Estado. En esta final absorción de toda la libertad en la libertad política se plantea la cuestión de si Hegel ha transplantado lo político a términos metafísicos o viceversa, lo metafísico a términos políticos. La desazonadora imprecisión de ambas posibilidades, rezumantes las dos de presunción romántica y monista, es una razón más contra la fecundidad de esas ideas.
La base eticista, personalista que tiene el tema de la libertad en el kantismo reaparece en el pensamiento de Kierkegaard, el cual desarrolla sus ideas en polémica contra la filosofía hegeliana. La libertad es para Kierkegaard lo que da sentido a la vida moral y religiosa. (Sorprendemos aquí el esquema mental kantiano del «postulado de la razón pura práctica»). Sin la libertad, es inexplicable la experiencia vital de la vida religiosa y moral del hombre. Esta experiencia, con la angustia que comporta, es irrebatible para el hombre que la haya vivido, por más esfuerzo dialéctico que se derroche en intentar eliminarla o encuadrarla con superficial armonía en el orden del cosmos. «Hegel soluciona todos los problemas, menos el tuyo», ha dicho Kierkegaard. El «tuyo» es un problema del que sólo puede dar razón tu libertad por medio de un acto decisorio que es constitutivo de tu propio ser.
Federico Nietzsche presenta, en pleno fin de siglo, un resurgir del concepto de libertad como «amor fati». Está, por lo tanto, dentro de la línea que venimos llamando «metafísica» del problema de la libertad, pese a que el término «metafísica», en el sentido que tradicionalmente se le atribuye como sinónimo de «ontología», sea inaplicable al pensamiento de Nietzsche. Más si por metafísica se entiende un sistema funcional de afirmaciones, un pensamiento que por su misma estructura postula una acción o forma de vida, es Nietzsche uno de los más puros metafísicos que hayan existido. Su noción del «amor fati», directamente enlazada con una concepción del mundo basada en la tesis del «eterno retorno» del devenir fáctico, es un claro ejemplo de filosofía postulante. El «amor fati» de Nietzsche no es tan estoico como trágico. Tiene su punto de partida en una comprensión simpática del pensamiento griego anterior a los grandes sistemas de Platón y Aristóteles. La sentencia novena de Anaximandro, más que las especulaciones estoicas, es el fondo histórico del pathos nietzscheano de la libertad: «De donde las cosas tienen su nacimiento, de allí mismo les brota la muerte, según necesidad; pues se dan unas a otras pena y castigo por su injusticia, según el orden del tiempo.» Aceptar esta ley de aniquilamiento que rige dentro de cada ciclo cósmico es profesar el «amor fati», es ser auténticamente libre. El pensamiento de Nietzsche ha sido más levadura que sustancia directamente utilizable. Su influencia es visible en la época, pero las posteriores construcciones en torno al concepto metafísico de libertad se relacionan más bien con Kant.
Henri Bergson, uno de los filósofos modernos más preocupados por el tema, se encuentra constantemente en polémica contra Kant, cuyas ideas son, sin embargo, fondo imprescindible para comprender el sentido de la teoría bergsoniana de la libertad. Esta puede ser descrita –y lo ha sido efectivamente– como un traer al mundo de los fenómenos las afirmaciones que Kant sostiene respecto del mundo nóumenico de las personas. Para Kant, es el tiempo, como el espacio, mera forma de nuestra percepción sensible. Bergson tiene del tiempo una noción muy otra: el tiempo auténtico, la «durée psychique» es un flujo cualitativo y creador; Kant, piensa Bergson, no ha conocido más que el falso tiempo de la física, hecho de momentos inmóviles, calco utilitario del espacio, sujeto a todos los sofismas de los inmovilistas. Pero el tiempo auténtico, la duración psíquica, es propiamente el ser dinámico de los vivientes. La libertad es la espontaneidad absoluta del impulso vital que somos. Es la total apertura del futuro.
La libertad aparece también en conexión con el análisis del tiempo –o mejor, de la temporalidad del hombre– en el pensamiento de Martín Heidegger. La existencia del hombre está proyectada abiertamente hacia el futuro. Y aunque [en] las virtualidades del hombre se da precisamente una anticipación prospectiva sobre su propio presente, esto no acarrea necesariamente una reducción del futuro al pasado –como realmente ocurre cuando nuestro yo cotidiano y superficial elabora planes y proyectos concretos en los que concibe prácticamente como sucedidos hechos futuros. Muy al contrario, la autoanticipación del hombre da lugar, precisamente, a su conciencia de apertura hacia el futuro.
Ni Bergson ni Heidegger pueden proponerse una definición estricta de la libertad, dado el carácter fundamentalmente intuitivo que esta noción tiene en sus filosofías. Bergson ensaya descripciones metafóricas de la libertad y Heidegger propone definiciones descriptivas. Pero metáforas y descripciones no son nada sin la carga experiencial que ambos filósofos tienen que suponer en todo lector (Bergson es consciente de ello, Heidegger rechazaría en parte esta afirmación) para ser cabalmente comprendidos. Con Bergson y Heidegger, la idea metafísica de libertad parece llegar a una última depuración de ingredientes materiales y pensados por los procedimientos de la mera razón discursiva tradicional, haciéndose estrictamente inefable.
Polemizando con estos filósofos, Jean Wahl estampa una fórmula que pertenece, sin embargo, a la misma línea de pensamiento: «La libertad es la negación mental de la negación mental de una negación mental», fórmula que no tiene de hegeliano más que el aspecto; pues la dialéctica es aquí lógica, método, más que retrato de la realidad: lo que Wahl trata de mostrar es, como veremos, la inviabilidad metodológica del tema. La primera de esas tres negaciones de apariencia juguetona es la negación de la necesidad: en ella estriba la libertad. Pero, a su vez, la necesidad es también una negación: la negación de la posibilidad. Y ésta, por último, es negación mental de un objeto o de un acaecimiento (de un dato en el sentido de Hegel), es la constatación de que tal suceso es sustituible por tal otro o, simplemente, por su propia ausencia. La crítica de Wahl viene a resumirse en esto: Bergson, Heidegger y, en general, los metafísicos de la libertad se alejan tanto de la libertad de elección, de la libertad como libre albedrío, que acaban por olvidar el concepto de posibilidad, que está en la base del de libertad. Anulado el concepto de posibilidad, arguye Wahl, se hunde el de necesidad, y con él su opuesto, que es el de libertad.
Ahora bien, el concepto de posibilidad es muy impreciso y poco útil para el estudio de la libertad. Bergson ha mostrado que el concepto de posibilidad se introduce en el terreno moral por una transferencia indebida a partir de la ciencia de la naturaleza. Ésta estudia los hechos en un tiempo espacializado, distribuyendo en ramas (pensadas, de hecho, como simultáneas) lo que en las ciencias psicológicas es camino irreversible de un ser en su desarrollo temporal. En realidad, si declaramos posible un hecho de conducta es porque ha ocurrido. En las acciones superficiales, en cuestiones de adopción de medios y procedimientos, se da una elección fría y previa a la acción. Pero en lo fundamental de nuestra vida funciona más bien una espontaneidad constitutiva y constituyente de la persona que actúa. El concepto «físico» de posibilidad (que no tiene nada que ver con el concepto de «Posibilidades» o formas de ser hombre, del filósofo alemán Karl Jaspers) es una proyección del pasado sobre el futuro, sobre un futuro concebido en función y bajo la forma del pasado. Jean Wahl reconoce la eficacia de esta crítica bergsoniana y acaba por atenerse estrictamente a la indefinibilidad de la libertad. La libertad en sentido metafísico es, a la postre, inconceptuable.
Pero es, en cambio, actuable: es el acto profundo que nos constituye. Y aquí se ve de nuevo como el desarrollo contemporáneo del tema cabe dentro del marco kantiano modificado por Kierkegaard.
b) Junto a la experiencia profunda de la libertad –experiencia rara y obscura– se da cotidianamente al hombre la de la elección concreta. Elegimos entre realizar con nuestro cuerpo esta acción o aquélla, entre utilizar tales o cuales medios. Esta libertad de elección está generalmente mediatizada por determinaciones subjetivas o bien circunstanciales: temperamento, carácter, ambiente social, etc. Pero en su forma pura sería el modo de una operación realizada en absoluta indiferencia previa, indiferencia que pondría al actor en estado de valorar perfectamente por el juicio práctico cual de las varias posibilidades que se abren ante él le es más conveniente. Es el libre albedrío de indiferencia (liber arbitrium indifferentiae), formulación bajo la cual fue predominantemente cultivado el tema de la libertad por los pensadores medievales –y forma con la que dicho problema fue recibido por el liberalismo clásico.
Aún cuando en el pensamiento medieval sea generalmente el concepto del libre albedrío la única forma en que es concebido el problema de la libertad, debe advertirse que en la metafísica de Santo Tomás de Aquino el tema está enlazado –con mayor o menor precisión– con el conjunto de los problemas de la personalidad. Santo Tomás ha visto que por debajo de la elección cotidiana de medios y fines secundarios se da en el hombre una elección más radical. Esta otra profunda elección es la operación de la voluntad, que por sí misma tiende al supremo fin. El libre albedrío es sólo la facultad que especifica en concreto los fines particulares que dicen razón de medio respecto del fin último. En el fondo, libre albedrío y voluntad –dualidad en la que podemos ver reflejada la distinción que venimos haciendo entre libertad de indeterminación y libertad en sentido metafísico– son sólo dos aspectos operativos de una suprema función apetitiva (hoy diríamos tendencial o volitiva) ya que, por más diverso que sea el estilo de su acción uno y el mismo es el agente cuando obra impulsado por su más profunda voluntad y cuando sigue irreflexivamente cualquier tendencia caprichosa.
Es preciso puntualizar que en esos conceptos tomistas no se trata tanto de libertad como de descripción de la actividad apetitiva de la psique humana. Por otra parte (y ésta es la principal objeción que debe hacerse en el terreno del pensamiento político) la concepción muy especificada y fija de la que podríamos llamar «elección» profunda» de la voluntad –es decir, su caracterización como aspiración al bien último– comporta un principio de heteronomía, de determinación externa de la voluntad, que tiende a anular toda la virtualidad política de la libertad en sentido metafísico. Cuando se define ésta en vez de dejarla abierta, como abierta es la persona, se da inmediatamente entrada a una anulación política de la libertad, por imposición externa del fin o concepto concebidos como definidores de la libertad, fin o concepto que resulta de ser la sustancia de la sociedad organizada. Esto ha ocurrido tanto cuando se ha señalado como esencia de la libertad su plenitud en el Espíritu Absoluto como cuando se la ha definido por su tendencia a un fin último –es decir, tanto en los estados contemporáneos de base hegeliana como en los estados de fundamento teológico de las edades Media y Moderna.
2. Una y otra concepción de la libertad presentan inconvenientes teóricos y prácticos.
a) La concepción metafísica de la libertad entiende a ésta como una cierta ley de desarrollo interno. Ahora bien, ¿es entonces algo que merezca un nombre propio? Por otra parte, el fundamento de la concepción metafísica de la libertad es frecuentemente un intelectualismo moral que parece desembocar en un determinismo. Ya hemos visto que este último reproche es inadecuado: la libertad metafísica es algo que se plantea más allá del ámbito en que tiene sentido hablar de determinación e indeterminación morales. El primer punto está mucho más fundado: si no se quiere discutir sobre palabras es preciso reconocer, en efecto, que un desarrollo consecuente de la noción de libertad metafísica lleva a la destrucción de la idea en beneficio de la libertad misma. Pero se tiene así un modo de hacer presa sobre la realidad de nuestro ser temporal que no por ser inconceptuable es menos valioso: él queda señalado al mismo tiempo que la libertad, sin que uno ni otra puedan ser definidos.
También desde el punto de vista político práctico puede encontrarse dificultad en la idea metafísica de libertad: es difícil traducirla en principios políticos operantes y existe, además, el peligro de que una definición metafísica concreta pueda fundamentar doctrinalmente situaciones políticas contrarias a la libertad. Véase más adelante, en el apartado III, la discusión del primer punto. Respecto del segundo, obsérvese que, como ya ha sido dicho, cuando la libertad en sentido metafísico es definida por un fin material determinado, es de esperar, en efecto, que sobre esa definición se monten sistemas políticos opresores de la libertad. Más nada permite adelantar que haya de ocurrir lo mismo si esa libertad se mantiene como principio abierto, por no haber sido definida sino formalmente o por no haberlo sido de ninguna forma.
b) Más decisivas son las insuficiencias filosóficas y políticas de la libertad concebida como facultad indiferenciada de elección. Ya Aristóteles criticó penetrantemente la noción de azar que se halla implícita en ella. Llamamos azarosos a sucesos de los que no conocemos las causas. Pero, en realidad, si todo el tejido causal de los hechos del mundo estuviera presente a nuestro conocimiento, sería innecesaria la apelación al azar. En el universo del ignorante juega el azar un papel mucho mayor que en el cosmos del sabio. Ninguna intervención tendría en una representación absolutamente sabia del mundo. Modernas tendencias científicas anulan tal vez el valor cosmológico de estas ideas aristotélicas sobre el azar. La interpretación estadística de las leyes físicas, por ejemplo, en las que se concibe al mundo como una serie de haces fácticos casuales en los que las leyes físicas no hacen sino introducir una cómoda normalidad probablemente muy grosera, hablan en contra de la crítica aristotélica del azar. Sin embargo, es dudoso que esos puntos de vista científico-naturales invaliden el significado de aquella crítica dentro del tema antropológico de la libertad de elección.
Mas aunque ello fuera así, la libertad concebida como facultad indeterminada de elección choca todavía contra una crítica basada en su mera descripción como método para explicar la conducta humana; esta crítica no le resulta superable. Bergson ha realizado a este respecto un trabajo de importancia. Opina este filósofo que el desarrollo real de la conducta humana sólo puede describirse correctamente, es decir, sin introducir principios prejuzgados, como el flujo de un impulso que traslada su punto de aplicación, por ejemplo, desde X a Y. Este proceso es un conjunto dinámico indespedazable. La suposición de que el impulso, una vez llegado al punto X´ (anterior a X) se haya encontrado ante la disyuntiva de iniciar la vía X´Y o la vía X´Y´, es una construcción a posteriori que suministra una explicación incorrecta, porque presupone el fraccionamiento del movimiento, dinamismo cualitativo que no es descuartizable; porque supone la confusión o asimilación del movimiento con su trayectoria, la cual es sólo la huella espacial que aquél deja, huella de la que el tiempo, esencialmente uno con el movimiento, está rigurosamente ajeno. Plantear el problema de la libertad en el terreno de la elección indeterminada es perder anticipadamente la polémica con el determinismo, porque es adoptar la misma errónea concepción de la vida psíquica que éste profesa, a saber: la de que la vida sea una yuxtaposición de puntos o momentos separables, aunque enlazados. Si ello fuera así, sería imposible negar que en cada uno de esos momentos aislados concurren no sólo las determinaciones del momento anterior sino también todos los factores ambientales presentes. De hecho, puede ocurrir así en la vida superficial y cósica del hombre; en ella vige una determinación monótona y estéril, ya física, ya psíquico-somática. Pero la auténtica vida es un flujo indivisible de desarrollo espontáneo para cuya descripción es incorrecto usar esos esquemas espaciales que siempre suponen un fraccionamiento. La concepción de la libertad como facultad de elecciones sucesivas y separadas no tiene, pues, en cuenta la auténtica realidad de la vida.
La esterilidad de esta concepción de la libertad es hoy también patente en el terreno político. El liberalismo clásico no fue construido sobre otra formulación más profunda de la libertad. Ello le condujo a proponerse como programa la construcción de un estado legal de indiferencias concretas para el individuo. Porque debe observarse que cuando el metafísico de la libertad habla de «elección» se refiere a algo muy distinto de aquello en que piensan los filósofos del libre albedrío al emplear el mismo término. Se refiere aquél a una elección vital constitutiva, formulada o no formulada, que es el punto de partida de la constitución de la persona y que debe poder repetirse constantemente o –en su caso– ser también libremente rectificada por el propio sujeto; mientras que, dentro del juego de ideas del libre albedrío, al hablar de elección se designa esta o aquella concreta adopción de medios o fines inmediatos. En rigor, el libre albedrío no es elección, sino facultad de elecciones. Por eso el liberalismo clásico no tiene una teoría de la libertad, sino una teoría de las libertades. Mas como la fijación y amplitud de éstas es, en último término, una cuestión técnica determinada por las circunstancias sociales, la alteración de esas circunstancias lleva a la imposibilidad de mantener el cuadro de las libertades del liberalismo clásico. Cierta conciencia de este hecho se ha abierto camino, pero la resistencia a adoptar la formulación filosófica, prepolítica del tema (resistencia muy natural en los escritores políticos y reveladora de la honradez metodológica con que se trabaja en el campo de las ciencias sociales) hace que incluso las exposiciones más atrevidas del problema adolezcan de imprecisión. Cuando Harold Laski escribe que «la substancia de la libertad exige una re-definición en cada nueva inflexión de la historia, pues cada medio histórico la acentúa de modo diferente», dice una indudable verdad sociológica. Pero esa afirmación no indica si la libertad de que se trata es la política o la individual y acepta como inconcluso el prejuicio filosófico de que la libertad –política o no– sea un ente materialmente cualificable y no un esquema formal. Entes legales concretos son, desde luego, las libertades: su «substancia» es modificada consecuentemente por las condiciones sociales. Mas el problema no queda agotado con esa constatación: es preciso estudiar todavía a) si la libertad no es más bien un principio formal y b) si ese principio formal carece –por el hecho de serlo– de virtualidad política. Sea como sea, la crisis del estado liberal clásico, provocada por la caducidad de su sistema de libertades, muestra que además de insuficiente desde el punto de vista filosófico, la noción de libertad como facultad indeterminada de elecciones, como libre albedrío de indiferencia, es políticamente insuficiente.
II. Para el pensamiento político resulta muy importante la siguiente cuestión: ¿Es la libertad en sentido metafísico o la libertad como libre albedrío la que debe ser tenida en cuenta por el legislador? Una primera contestación puede presentarse como la más sencilla: la libertad metafísica es algo demasiado inasible para poder jugar un papel de importancia en una legislación constitucional, mientras que el libre albedrío, inmediatamente referible a cuestiones concretas de hecho, puede ser fácilmente encuadrado, limitado y garantizado por una constitución. Mas militan en contra de esta solución dos importantes motivos críticos: Primero –pura constatación de hecho ya señalada– la crisis de la legislación liberal basada en ella. Otro: el olvido que supone de garantizar la libertad profunda del hombre, fallo este último en parte debido a la creencia, universalmente imperante en la historia, de que el hombre es una substancia ya hecha y acabada desde su nacimiento y que, por lo tanto, no puede verse entitativamente afectado (sino sólo «accidentalmente») por la influencia de condiciones de vida adversas. Mas los resultados de la filosofía moderna imponen una consideración dinámica de la persona. El substrato sustancial dado de una vez para siempre es en el hombre como hombre (no como mera cosa) el elemento de mínimo valor, es el instrumental bio-psicológico elemental. Lo que le constituye decisivamente no es esa base helada e inerte de su vida, sino la consecución en el tiempo de una plenitud que no le es regalada naturalmente. La sentencia del poeta beocio Píndaro señala imperativamente esta verdad: «Llega a ser el que eres».
Todas y cada una de las limitaciones vitales pueden impedir a la persona realizar el desarrollo que es su más auténtico ser, porque yugulan su libertad entitativa. La miseria, la ineducación, el desarraigo, la ignorancia, la pérdida de contacto con la tradición del mundo en que se nace, son otras tantas trabas que estancan al hombre en un momento previo al ejercicio de la plena libertad. Simone Weil ha observado que en muchas prostitutas se da una pérdida de la conciencia de continuidad, un «morcellement du temps» que aniquila su libertad constitutiva, por más libre de coacción que se encuentre su libre albedrío, su independencia de meros individuos, su libertad no personal. El liberalismo clásico, desconocedor en la práctica y sólo en la práctica de la necesidad de proteger esa libertad constitutiva del hombre, se ha visto llevado a la contradictoria y angustiosa situación de hacerla prácticamente irrealizable por intentar mantener un sistema de libertades externas y superficiales que, en el juego de los factores económicos, siguieron permitiendo unas condiciones de vida esclavizadoras de las clases inferiores, sólo ligeramente más vivibles que la situación de esas clases hasta entonces.
La crisis del liberalismo clásico muestra claramente que el auténtico enfoque político del problema de la libertad no puede hacerse entendiendo por libertad facultad indiferenciada de elecciones concretas, sino atendiendo al rango personal de la libertad. Pese a su lejanía teórica, es la libertad constitutiva de la persona la que queda frecuentemente sometida al juego de las causas político-sociales.
III. Ahora bien, la anterior conclusión deja en pie el problema del difícil acceso político a la libertad concebida en su auténtico sentido metafísico personal. Ya se ha visto que la libertad es algo de tan escurridiza naturaleza como el mismo ser del hombre. Al cabo de un análisis filosófico consecuente, el tema de la libertad sigue presentándose no como teoría fijada, sino como problemática siempre abierta. Y esto por la misma manera de darse la libertad: pues hemos visto que cualquier definición teleológica o esencial de la libertad acarrea su destrucción en sistemas construidos no a partir de ella, sino sobre el fin o esencia que se utiliza para definirla. El camino político para solucionar el problema de la libertad sería definitivamente intransitable, como lo es el teórico, si no ocurriera que el pensamiento político puede aceptar como datos de partida situaciones filosóficamente problemáticas. El pensamiento político debe realizar una abstención metódica del aspecto técnicamente filosófico de los problemas. En aquellas cuestiones cuya problemática filosófica esté resuelta (si es que tales cuestiones existen) el pensador político debe limitarse a recoger como datos los resultados globales (en este caso positivos) del análisis filosófico. En aquellas otras cuestiones que el filósofo se ve obligado a abandonar en estado abierto, y este es el caso del problema de la libertad, debe el pensador político utilizar como dato el planteamiento problemático en su totalidad. Con tal de que responda a todas y a cada una de las posibles soluciones del problema, la construcción política será irreprochable. Esto equivale a decir que el ordenamiento político debe seguir dejando abierta la cuestión fundamental.
Los datos, pues, son los siguientes: la libertad es una nota indefinible coextensiva con la vida personal. Es flujo personal [de] autorrealización. Es pues en general un dinamismo puramente formal, que sólo cada persona puede rellenar de contenido. Todas las soluciones del problema de la libertad son, según esto, concretas y personales. La única legislación capaz de reunirlas sin aniquilarlas será, por consiguiente, aquélla que, definiendo un criterio puramente formal de libertad, preserve positivamente a la persona de toda acción en la tarea de realizar su propia y concreta libertad.
La libertad de desarrollo personal es la auténtica traducción base de la libertad a términos sociales y luego políticos. Ella es absolutamente compatible con todas las limitaciones de la libertad externa de elección, con todas las limitaciones de libertades como la económica, que la justicia o la situación social recomienden al legislador. Conviértese razonablemente este problema en una cuestión técnica, solucionable por los métodos de la economía política, la sociología y la psicología. Frente a la escasa y anecdótica importancia de las «libertades» externas –y especialmente de la económica– se presenta, pues, como decisiva en un esencial liberalismo personalista la libertad de educación, empleando esta palabra en su más amplio sentido de formación. Todas las posibilidades de ser hombre ocurridas en la Historia y conservadas por la tradición deben ser presentadas ante la persona, junto con la garantía de que el futuro le siga estando abierto a cualquier forma nueva en la que pugne por plasmarse su libertad; esto no implica una anarquía pedagógica, sino la construcción de un delicado y complejo sistema educativo cuyo detalle debe trazar el técnico.
Con su metodología formalista y su aceptación de la concreción radical del ser del hombre, un liberalismo personalista parece la construcción política más obviamente llamada a realizar socialmente esa realidad indefinible que es la libertad.
4. Otras voces
Otros artículos de Sacristán para la Enciclopedia, editados (parcialmente) por Esteban Pinilla de las Heras en En menos de libertad.
4.1. Oligarquía, pp. 150-152.
Comenta el sociólogo soriano-barcelonés: «En el artículo «Oligarquía» que escribió para la Enciclopedia, Manuel Sacristán no se limita a considerar, como Aristóteles, a la oligarquía como una degeneración de la aristocracia. Recurre al propio Aristóteles para definir oligarquía como «el predominio político de los ricos»; si bien, Aristóteles justificaba a renglón seguido ese régimen diciéndonos: «[…] generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría […] La riqueza pertenece a pocos, pero la libertad a todos.». Ahora bien, Sacristán continuaba explorando el capítulo 5 del libro III de la Política, y señalaba:
Interesa entonces saber cuál es el criterio de igualdad o desigualdad política. Aristóteles deduce ese criterio a partir de la clásica tesis de la finalidad educativa del Estado. «Si la asociación política sólo estuviera formada en vistas de la riqueza, la participación de los asociados en el Estado estaría en razón directa de sus propiedades y los partidarios de la Oligarquía tendrían entonces plenísima razón… Pero la asociación tiene por fin, no sólo la existencia material de todos los asociados, sino también su felicidad y virtud».
De aquí que el criterio que debe presidir la concesión del poder, no sea oligárquico puro. Más bien debe tenerse en cuenta: 1º la virtud y la capacidad para enseñarla y hacer con ella felices a los ciudadanos. 2ª la libertad, el nacimiento y la riqueza (en su conjunto, el status jurídico). La virtud del gobernante es lo que hará de un gobierno una constitución pura. Sobre esa pureza puede entonces llevarse a cabo el cálculo de derechos de los ricos, sin caer en oligarquía.
Aristóteles se refiere a la oligarquía como constitución, dado que juzga, con gran sentido práctico, que la constitución es el gobierno de hecho. Puede afirmarse entonces que la crítica política que a menudo se esgrime contra los regímenes democráticos capitalistas tiene su origen en el pensador de Estagira. En efecto, pese a la legislación democrática, el Estado capitalista acaba por estar prácticamente sometido a la fuerza económica de trusts y otras sociedades del dinero, convirtiéndose de hecho en una Oligarquía.
[…] Juega gran papel en Mosca una distinción tan primaria como asombrosamente olvidada por los escritores democráticos: la distinción entre el sujeto del ejercicio del poder, y el modo de ese ejercicio, la distinción entre el quién y el cómo (distinción que, como ha dicho Ortega, equivale a la que separa el problema del que es intento de solución la democracia, de aquel otro problema al que contesta el liberalismo). Mosca admite que las minorías detentadoras del poder oligárquico pueden ser liberales en su modo de gobernar. Esto equivale a sostener que, no por fracasar esencialmente (por irrealizable) el ideal democrático, debe también considerarse caducada la aspiración del liberalismo. La «clase dominante» puede, por el contrario, establecer la difesa giuridica del individuo no gobernante, y en especial (según la idea de Mosca) por un desarrollo lo más amplio posible de la libertad de expresión y, más generalmente, de todas las libertades civiles.
Estas observaciones de Mosca sobre la difesa giuridica abren uno de los temas políticos nucleares de la presente época. Pero, aparte de las posibilidades de defensa del ideal liberal que se dan (como meras posibilidades ) incluso dentro de los más lamentables extremos oligárquicos de la democracia, debe reconocerse como un hecho que, tanto por la constitución de fuertes concentraciones capitalistas como por el fondo oligárquico del régimen de partidos, el vicio de la oligarquía está muy extendido por países de Europa y América.
A lo que añadía Pinilla de las Heras: «Si comparamos el realismo de este análisis con la literatura apologética sobre «el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo» que por entonces se practicaba en tantos libros de texto en América, el balance científico no es dudoso. Sacristán no llegó a escribir el ensayo «Democracia» (o al menos no consta en mis archivos. Tampoco lo cita mediante una llamada). Escribió un artículo titulado «Formalismo» en el cual hay párrafos que nos interesan para la cuestión de la organización del poder.
4.2. Formalismo, pp. 164-165
Pinilla de las Heras presenta el artículo en los términos siguientes: «Sacristán define el formalismo en el ámbito de la historia de la filosofía, como un paso metódico a su estudio de los filósofos del Derecho formalistas. (Recordemos que en aquella época Sacristán pensaba especializarse en Filosofía del Derecho, y todavía no se había decidido por la lógica matemática). Después de las referencias semánticas del término, obligatorias en un artículo para una enciclopedia, Sacristán escribía:
Método y formalismo son conceptos científicamente enlazados entre la diversidad de los datos que deben ser investigados por la ciencia, el elemento material no puede ser razón sino de coincidencias casuales: color, aspecto, tacto. Es el elemento estructural o formal de esos datos lo que permite reunirlos en haces de hechos susceptibles de investigación por un único procedimiento o método… Esa ventaja, conditio sine qua non de la ciencia, está contrapesada por el inconveniente de tener que abandonar en la consideración científica de los datos todo lo circunstancialmente material. De aquí que en términos generales se pueda entender por «consideración formal», el tipo de investigación que busca las leyes estructurales de unos hechos determinados. Consecuentemente, formalismo será la tendencia a considerar como primordial en cualquier campo científico la investigación de los elementos formales que lo estructuran.
Pinilla de las Heras comenta que Sacristán trataba sucesivamente en su ensayo de «El formalismo en la ciencia de la Naturaleza», el «Formalismo en la moral», el «Sentido político de formalismo», el «Formalismo en el Derecho», el «Formalismo sociológico».
El apartado sobre el «formalismo en el derecho» estaba dividido en tres partes: El «Derecho natural» neokantiano de Rodolfo Stammler. 2. La teoría pura del Derecho (Kelsen). 3. «Formalismo y fenomenología en el Derecho (Schreier).
A lo que el sociólogo soriano añadía: «Lo que aquí y ahora nos importa es la parte propiamente política, porque en ella se centra el núcleo del pensamiento de Sacristán (y no solo de él) en aquellos años, comprendiendo una cierta teoría sobre el poder del poder».
Pinilla transcribe los párrafos del capítulo titulado «Sentido político del formalismo»:
El entusiasmo con que Kant acogió las noticias de la Revolución francesa, el interés con que luchó contra la organización feudal de Prusia durante sus años de profesor particular, y la abundancia de lugares en que el filósofo recoge las palabras de Rousseau y se esfuerza por armonizar las ideas naturalistas de la juventud del escritor ginebrino con la sistemática jurídico-política del Contrato social, todas esas muestras de liberalismo kantiano («no democrático», precisa en mismo Kant) no son puras preferencias sentimentales, sino que están sólidamente justificadas por el formalismo crítico construido a través de la teoría del conocimiento. Después de la generalización del principio formal a la ética, el filósofo desarrolló en los últimos años de su vida (mediante una serie de breves trabajos) las consecuencias políticas de s pensamiento especulativo y práctico su sistema de la Razón.
En la Crítica de la Razón Práctica establece Kant que la vida moral (la conciencia del deber) nos permite afirmar con ciertas garantías, las cuales son absolutas en el terreno práctico, la existencia de la libertad, que la naturaleza y los límites del pensamiento teórico no nos permiten probar desde el punto de vista científico (La libertad no es algo demostrable: es un hecho necesario y primero).
Pero nada más puesta la existencia de la libertad y del mundo del que ella es centro (el mundo de la moralidad pura) pronto se ve que una distancia considerable separa la idea de la libertad y al mundo que ella funda del otro orden en que también se produce nuestro ser: el orden los fenómenos o la naturaleza física. En la superación de esa distancia, o mejor dicho, en el esfuerzo por anularla (ya que superarla totalmente es acaso imposible) ve Kant el único sentido admisible de la historia humana, la cual es, sin la referencia a ese ideal, «una historia de locos», Pero, ¿qué esperanza hay de que no lo sea en efecto? Una sola, basada en la reflexión que hace Kant en su escrito Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor, a saber, que por un lado, el hombre tiene una conciencia moral de vivacidad indudable; y por otro, es él quien debe decidir de ese progreso que puede acercar asintóticamente el mundo fenoménico en que se desarrolla nuestra vida al mundo inteligible de la libertad.
El formalismo termina indicando a la sociedad civil el deber que tiene de trabajar por la realización del mundo de la libertad: «El problema mayor del género humano, a cuya solución le constriñe la naturaleza, consiste en llegar a una sociedad civil que administre el Derecho en general. Como sólo en sociedad, y en una sociedad que compagine la máxima libertad […] con la más exacta determinación y seguridad de los límites de la misma para que sea compatible con la libertad de cada cual, como solo en ella se puede lograr el empeño que la Naturaleza tiene puesto en la humanidad, a saber, el desarrollo de todas sus disposiciones, quiere también la Naturaleza que sea el hombre mismo quien se procure el logro de este fin suyo, como el de todos los fines de su destino; por esta razón, una sociedad en que se encuentre unida la máxima libertad bajo leyes exteriores con el poder irresistible, es decir, una constitución civil perfectamente justa, constituye la tarea suprema que la naturaleza ha asignado a la humana especie…» (Idea de una Historia universal en sentido cosmopolita, principio V).
Kant considera que este ideal político tiene alcance universal y necesita medios y circunstancias universales, por lo que en el principio VII de la misma obra, declara: «El problema de la institución de una constitución civil perfecta depende, a su vez, del problema de una legal relación exterior entre los Estados, y no puede ser resuelto sin este último.»
Kant murió veinte años después de escribir esas palabras, en las que mostraba cómo la especulación formalista culmina con la postulación de un orden político basado en la forma funcional típica del hombre, la libertad.
Para Pinilla de las Heras, En menos de la libertad, p. 167, «la continuidad es patente entre este ensayo de Sacristán para la Enciclopedia, y su otro ensayo publicado en Laye, n.º 22, enero-marzo de 1953, «Concepto kantiano de historia».» (del que daremos cuenta en una próxima entrega dedicada a Kant).
4.3. Confucio, p. 207.
Pinilla de las Heras observa que una de las orientaciones de Séneca que J.C. García Borrón sometía a crítica en su tesis doctoral era precisamente que Séneca substituía la cosmópolis de los estoicos por una concepción de «Patria» enteramente particularista, en la que no faltaban, a veces, prejuicios xenófobos, dirigidos no ya contra los bárbaros sino contra los mismos griegos. Pinilla añade que «también Sacristán valoraba el cosmopolitisimo en el artículo sobre Confucio que escribió para la Enciclopedia»:
Confucio es un consecuente cosmopolita que no concede valor substancial a la pertenencia del hombre a grupos étnicos o nacionales:
«He sabido que el príncipe de Ts’u ha perdido su arco; sus seguidores le pidieron que enviara a por él. El príncipe respondió: -El rey de Ts’u ha perdido su arco; un hombre de Ts’u lo encontrará, ¿Por qué buscarlo?»
Confucio lo supo y añadió:
– «Vale más decir: un hombre ha perdido su arco y un hombre lo encontrará. ¿Por qué añadir Ts’u?».
4.4. Pensamiento político de José Antonio Primo de Rivera
Artículo del autor escrito a principios de los años cincuenta, probablemente en 1952. Publicado por Albert Domingo Curto en Lecturas de filosofía moderna y contemporánea, pp. 71-80.
Las doctrinas políticas de J.A.P. de R. están inseparablemente enlazadas con la situación histórica en que aparecieron. Esto es de suma importancia porque J.A.P. de R. no es un filósofo político, sino un político con ideología propia, un político cuyas tesis políticas prácticas se hallan fundadas en un sistema de desarrollo simple y pensado en función de la práctica política y de sus datos inmediatos.
La situación en la cual y a incitación de la cual se produce el pensamiento del creador del falangismo tiene dos vertientes que le merecen la misma atención e influyen con idéntica intensidad sobre él: los signos de caducidad o pérdida de vigencia de las instituciones políticas de la Europa del siglo XX y el estado de postración en que yace España. Ya en el mero planteamiento de estos dos temas apunta una primera tesis joseantoniana: precisamente el hecho de que España haya entrado muy dificultosa y tardíamente en la era industrial y capitalista que parece perder virtualidades en Europa y América permite alentar la esperanza de que los nuevos puntos de vista políticos puedan implantarse en el país con excepcional facilidad. Esta tesis no es sólo enunciada en términos generales, sino concretamente aducida al hablar de la descentralización y nacionalización del sistema bancario capitalista, entonces poco desarrollado en España (si se compara con otros países)1.
Pero esta tesis, acaso primera en la intuición, es sin duda última en el desarrollo sistemático. Por eso es necesario repasar previamente el desarrollo en cuestión.
I. TEORÍA POLÍTICA GENERAL
Según propia expresión de J.A.P. de R. su pensamiento político se despierta y avanza «por el amargo camino de la crítica». De hecho, casi todos sus discursos doctrinales se abren con una primera parte crítica a través de la cual se justifican como soluciones las doctrinas propias. Los dos mejores ejemplos de esto son, al mismo tiempo, las dos piezas maestras de J.A.P. de R.: la citada conferencia y el discurso fundacional de Falange Española, pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 29 de Octubre de 1933. 2
1. Crítica del liberalismo
La crítica joseantoniana es clásica: está en la misma línea que las críticas socialistas. Acaso sea propio de ella un especial y elegante ajuste de expresión. Es, por lo demás, suficientemente amplia de criterio: «El liberalismo» (se puede llamar así porque no a otra cosa que a levantar una barrera contra la tiranía aspiraban las Constituciones revolucionarias), el liberalismo tiene su gran época, aquella en que instala a todos los hombres en igualdad ante la ley, conquista de la cual ya no se podrá volver atrás nunca. Pero lograda esta conquista y pasada su gran época, el liberalismo empieza a encontrarse sin nada que hacer y se entretiene en destruirse a sí mismo».3 La causa de que el liberalismo se encuentre sin misión que desarrollar es que: «El liberalismo es, por una parte, el régimen sin fe; el régimen que entrega todo, hasta las cosas esenciales del destino patrio, a la libre discusión. Para el liberalismo nada es absolutamente verdad ni mentira».4 Pero esta crítica de fundamento, con apariencia de estrictamente teórica, se orienta muy pronto hacia la consideración histórica y determinada no del liberalismo doctrinal, sino del estado liberal-democrático de fines del siglo XIX: «El liberalismo es la burla de los infortunados; declara maravillosos derechos: la libertad de pensamiento, la libertad de propaganda, la libertad de trabajo… Pero esos derechos son meros lujos para los favorecidos por la fortuna. A los pobres, en régimen liberal, no se les hará trabajar a palos, pero se les sitia por el hambre. El obrero aislado, titular de todos los derechos en el papel, tiene que optar entre morirse de hambre o aceptar las condiciones que le ofrezca el capitalista, por duras que sean. Bajo el régimen liberal se asistió al cruel sarcasmo de hombres y mujeres que trabajaban hasta la extenuación durante doce horas al día, por un jornal mísero, y a quienes, sin embargo, declaraba la ley hombres y mujeres «libres».5
2. Crítica del marxismo
Del mismo modo que la crítica del liberalismo empieza o cuenta en primer lugar con un reconocimiento de sus méritos, también el juicio sobre el marxismo se abre con una asimilación de sus aciertos. Este reconocimiento se hace, 1º desde el punto de vista científico: «Desde el punto de vista social, va a resultar que, sin querer, voy a estar de acuerdo en más de un punto con la crítica que hizo Carlos Marx. Como ahora, en realidad, desde que todos nos hemos lanzado a la política tenemos que hablar de él constantemente, como hemos tenido todos que declararnos marxistas o antimarxistas, se presenta a Carlos Marx por algunos… como una especie de urdidor de sociedades utópicas… Sabéis de sobra que si alguien ha habido en el mundo poco soñador, éste ha sido Carlos Marx: implacable, lo único que hizo fue colocarse ante la realidad viva de una organización económica, de la organización económica inglesa de manufacturas de Manchester, y deducir que dentro de aquella estructura económica estaban operando unas constantes que acabarían por destruirla. Eso dijo Carlos Marx en un libro formidablemente grueso… y después de eso se murió, incluso antes de haber publicado los tomos segundo y tercero de su obra, y se fue al otro mundo (no me atrevo a aventurar que al infierno, porque sería un juicio temerario), ajeno por completo a la sospecha de que algún día iba a salir algún antimarxista español que le encajara en la línea de los poetas».6 J.A.P. de R. acepta sin vacilaciones el núcleo del marxismo científico, en particular, la ley de aglomeración [acumulación] del capital, que «aunque algunos afirmen que no se ha cumplido, estamos viendo que sí, porque Europa y el mundo están llenos de «trusts», de sindicatos de producción enorme y de otras cosas que vosotros conocéis mejor que yo, como son esos magníficos almacenes de precio único, que pueden darse el lujo de vender a tipos de «dumping» sabiendo que vosotros no podéis resistir la competencia de unos meses, y que ellos, en cambio, compensando unos establecimientos con otros, pueden esperar cruzados de brazos vuestro total aniquilamiento»7] J.A.P. de R. acepta también, explícitamente, las predicciones de Marx acerca del fenómeno de la proletarización, acerca del desocupamiento forzoso y, lo que es más importante, acepta la teoría marxista de la crisis: «las crisis periódicas han sido un fenómeno producido por la gran industria y producido, precisamente, por esa razón que os decía antes, cuando explicaba la aglomeración del capital. Los gastos irreducibles del primer establecimiento son gastos muertos que en ningún caso se pueden achicar cuando el mercado disminuye».8 Pero no es sólo la crítica científica marxista lo aceptable para el fundador del falangismo, sino que también suscribe el punto de partida político del marxismo militante: «La propiedad, tal como la concebíamos hasta ahora, toca a su fin; van a acabar con ella, por las buenas o por las malas, unas masas que en gran parte tienen razón y que, además, tienen la fuerza». 9 En el mismo lugar se dice: «Tal es nuestra nueva tarea ante el comunismo ruso, que es nuestra amenazadora invasión bárbara. En el comunismo hay algo que puede ser recogido: su abnegación, su sentido de solidaridad».
Ahora bien, en ésta última frase se apunta una clara enemistad con el marxismo. En efecto: luego de aceptar el valor científico de la mayoría de las tesis marxistas, J.A.P. de R. se revuelve contra sus consecuencias espirituales, que juzga improcedentes: «El socialismo tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento… Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa. El socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación materialista de la vida y de la historia; segundo, en un sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases».10 En el siguiente párrafo se aprecia con total claridad que las razones del antimarxismo joseantoniano no son político-económicas, sino histórico-morales: «Si la revolución socialista no fuera otra cosa que la implantación de un nuevo orden en lo económico, no nos asustaríamos. Lo que pasa es que la revolución socialista es algo mucho más profundo. Es el triunfo de un sentido materialista de la vida y de la historia; es la substitución violenta de la religión por la irreligiosidad; la substitución de la patria por la clase cerrada y rencorosa; la agrupación de los hombres por clases y no la agrupación de los hombres de todas las clases dentro de la Patria común a todos ellos; es la substitución de la libertad individual por la sujeción férrea de un Estado, que no sólo regula nuestro trabajo, como en un hormiguero, sino que regula también, implacablemente, nuestro descanso. Es todo esto. Es la venida tempestuosa de un orden destructor de la civilización occidental y cristiana; es la señal de clausura de una civilización que nosotros, educados en sus valores esenciales, nos resistimos a dar por caducada».11
3. Fundamentos de una nueva doctrina política.
Desechadas las soluciones liberal y marxista, ninguna otra parece a J.A.P. de R. digna de la más breve crítica: «Otra pretendida solución son los Estados totalitarios. Pero los Estados totalitarios no existen. Hay naciones que han encontrado dictadores geniales, que han servido para sustituir al Estado…».12 El totalitarismo es para J.A.P. de R. lo más opuesto a la estructuración de un estado institucional nuevo, que es lo que él propugna; esto, pese a que los giros estilísticos totalitarios son frecuentísimos en sus escritos, y pese también a que en un par de lugares dejó constancia de su admiración por Hitler y, sobre todo, por Mussolini.
El nuevo estado joseantoniano, acaso por la prematura muerte de su fundador, quizá más bien por el carácter abierto de su sistema, no es tributario de una forma gubernamental determinada, aunque su tendencia es claramente republicana, apartándose de la Monarquía, «institución a la que consideramos gloriosamente fenecida el 14 de abril de 1931».13 En vez de ocuparse en detalles constitucionales que le preocupan poco, J.A.P. de R. insiste en las bases ideológicas, que pueden desmenuzarse en los siguientes cuatro temas generales (a los que habrá que añadir los temas estrictamente españoles):
a) Concepto del hombre. «Nosotros consideramos al individuo como unidad fundamental… como portador de valores eternos».14 «Cuando el mundo se desquicia no se puede remediar con parches técnicos; necesita todo un orden nuevo. Y este orden ha de arrancar otra vez del individuo».15 Este arrancar del individuo lleva a una noción de la convivencia política completamente ajena a la del régimen de partidos: «Nadie ha nacido miembro de un partido político; en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos vecinos de un municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo».16 En la teoría del individuo están puestas las bases del sindicalismo falangista, llamado Nacionalsindicalismo.
b) Concepto de libertad. Está construido sobre el pensamiento católico y con ausencia completa de toda consideración filosófica: se pone primero la creencia religiosa y se le añaden luego consideraciones políticas prácticas, la fundamental de las cuales (que transcribiremos) tiene cierto sabor fichteano (del Fichte de los Discursos a la Nación Alemana): «… sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando se le considera así se puede decir que se respeta de veras su libertad…».17 Con referencia a la práctica: «El hombre tiene que ser libre; pero no existe libertad sino dentro de un orden».18
c) Conceptos económicos. En su crítica del capitalismo, J.A.P. de R. admite con el marxismo la necesaria transformación de la forma jurídica de la propiedad. Pero sostiene con insistencia la legitimidad de la propiedad en esencia: «La propiedad es la proyección directa del hombre sobre sus cosas; es un atributo elemental humano. El capitalismo ha ido substituyendo esta propiedad del hombre por la propiedad del capital, del instrumento técnico de dominación económica».19
La propiedad no-capitalista tiene el mismo título de legitimidad que el trabajo: «El trabajo es una función humana, como es un atributo humano la propiedad». 20
Acaso sea la doctrina del sindicalismo vertical el punto más concreto y constitucional del falangismo. Esta doctrina –heredada por J.A.P. de R. de los teóricos del jonsismo (Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista)– propugna la solución de las luchas económicas entre obreros y patronos mediante la institución de sindicatos formados por obreros y patronos de cada ramo de la producción -«sindicatos verticales»- bajo la autoridad del Estado. No se trata de sindicatos mixtos con dos secciones –patronal y obrera– enlazadas por un mecanismo de arbitraje. Si no que, al menos en la teoría, la representación patronal y la obrera funden sus intereses para la defensa de la industria en cuestión contra la absorción capitalista. La doctrina está fijada en los Puntos Fundacionales.21
d) Concepto del Estado. También se abre la doctrina joseantoniana del Estado con una afirmación antifascista: «La divinización del Estado es cabalmente lo contrario de lo que nosotros apetecemos».22 A la luz de esta frase, necesita exégesis la definición del punto 6º: «Nuestro Estado será un instrumento totalitario al servicio de la integridad patria». El conjunto del sistema autoriza a interpretar la palabra «totalitario»: primero, por referencia a la creencia en la substantividad de la Patria, y segundo, por referencia al ideal corporativo o sindicalista de estructuración total de la economía. Esta interpretación está justificada por los siguientes textos, entre otros muchos: «Nosotros consideramos que el Estado no justifica en cada momento su conducta, como no la justifica un individuo ni la justifica una clase, sino en tanto se amolda en cada instante a una norma permanente».23 «Un Estado puede ser fuerte cuando sirve un gran destino, cuando se siente ejecutor del destino de un pueblo. Si no, el Estado es tiránico». 24 El corolario de esta tesis recuerda de nuevo a Fichte: «… sólo puede ser fuerte, sin ser tiránico, el Estado que sirve a una unidad de destino. He ahí como el Estado fuerte, servidor de la conciencia de la unidad, es la verdadera garantía de la libertad del individuo».25 Traeremos a colación un último párrafo del ya citado discurso del 19-XII-1933. En él se enlaza inseparablemente la teoría del Estado a la teoría de la Patria, con lo que entraremos en la consideración del aspecto estrictamente español del falangismo: «Nosotros queremos que el Estado sea siempre instrumento al servicio de un destino histórico, al servicio de una misión histórica de unidad; encontramos que el Estado se porta bien si cree en ese total destino histórico, si considera al pueblo como una integridad de aspiraciones, porque entendemos que un pueblo es eso: una integridad de destino, de esfuerzo, de sacrificio y de lucha, que ha de mirarse entera y que entera avanza en la Historia y entera ha de servirse».
II. TEORÍA POLÍTICA ESPAÑOLA. TEORÍA DE LA PATRIA
Todos los puntos que van a seguir influyen decisivamente sobre la teoría política general, configurándola de modo característico. Hecha esta advertencia que el lector debe siempre tener presente, puede pasarse a anotar que la teoría española de J.A.P. de R. tiene el sello imborrable de la influencia de don José Ortega y Gasset. Las tesis de «España invertebrada» son los acicates de pensamiento nacional de J.A.P. de R. Pero aún hay más: la definición liberal orteguiana de la patria –«proyecto sugestivo de vida en común»– se mistifica –de mística, no de mixtificación– en la versión substancialista joseantoniana: «La Patria es una unidad de destino en lo universal». Esa unidad está definida –contrariamente a lo que ocurre en la mística patriótica nacionalsocialista– por valores no totalmente terrenales, aunque históricos: por valores religiosos y morales, que quedan casi sin definir en el mismo J.A.P de R., pero que sus continuadores han identificado con la tabla axiológica de la Iglesia Católica.
Los nacionalismos que amenazan con dar la puntilla al debilitado ser nacional español no merecen reproches violentos a J.A.P. de R. Su actitud ante ellos es más bien la de una amistosa invitación a la corrección de perspectiva: «La vida de los pueblos… es una pugna trágica entre lo espontáneo y lo difícil…».26
III. REVOLUCIÓN Y ESTILO
La revolución es ante todo una necesidad para J.A.P. de R.: «…desgraciados los que no se llegan al torrente ronco de la revolución –hoy más o menos extendido– y encauzan para bien todo el ímpetu suyo» 27 Pero además de una necesidad política, es algo exigido por la situación social de Europa. Además de una necesidad política es una necesidad histórica: «Se necesita la revolución cuando, al final de un proceso de decadencia el pueblo ha perdido ya, o está a punto de perder, toda forma histórica».[28] Pero «La masa de un pueblo que necesita una revolución no puede hacer la revolución».29 Por eso «La revolución es la tarea de una resuelta minoría inasequible al desaliento. De una minoría cuyos primeros pasos no entenderá la masa porque la luz interior fue lo más caro que perdió, víctima de un período de decadencia».30
La revolución postula, con el final de un periodo de decadencia, la renovación de la vida: postula un nuevo estilo de ser hombre. El tema del estilo aparece frecuentemente en J.A.P. de R., colocado a veces por encima incluso de la teoría política. El estilo es gesto, y asegura la afinidad espiritual. Las doctrinas pueden cambiar –el propio autor lo reconoce así– pero en su creación hay algo permanente según su juicio: precisamente el estilo, que hace a sus seguidores incompatibles con el estilo de vida de la democracia liberal y del marxismo.
Es interesante observar que este gran valor dado a la actitud, al gesto intuitivo, tiene un inmediato precedente en los escritos de don Miguel de Unamuno, la segunda gran influencia sufrida por J.A.P. de R. Si Ortega ha tenido influencia teórica sobre J.A.P de R., Unamuno la ha tenido estilística, en este sentido amplio y profundamente espiritual del término; y ello hasta el punto de poder establecer filiaciones directas en momentos fundamentales de J.A.P. de R., como estas frases finales de su «Discurso fundacional de Falange Española», tan sugeridoras del unamunesco «Sepulcro de Don Quijote»: «Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas».31
BIBLIOGRAFÍA. Obras Completas de José Antonio Primo de Rivera. Madrid, varias ediciones. No hay comentarios estricta y satisfactoriamente científicos. La publicación de más altura es seguramente la Antología (con prólogo) de Gonzalo Torrente Ballester (Barcelona, 1940).
Notas
1 Cf. la conferencia del 9 de abril de 1935 en el Círculo Mercantil de Madrid, en Obras completas, p. 51 y siguientes. (Nota de ADC: Véase la nota bibliográfica al final del artículo)
2 Obras completas, pp. 17 y siguientes.
3 Conferencia en el Círculo Mercantil de Madrid. Obras completas, p. 58.
4 «Los fundamentos del estado liberal», en Obras completas, pp. 601 y siguientes.
5 Loc. cit.
6 Conferencia en el Círculo Mercantil de Madrid, Obras completas, pp. 64-65.
7 Loc. cit., páginas siguientes.
8 Loc. cit., páginas siguientes.
9 «España y la barbarie», conferencia pronunciada el 3-III-1935 en Valladolid. Obras completas, pp. 41 y siguientes.
10 «Discurso fundacional de la Falange Española», Obras completas, pp. 17 y siguientes.
11 «Palabras de un bolchevique», artículo en ABC de Madrid, del 31-VII-1935, publicado en las Obras completas con el título «El bolchevismo», pp. 619 y siguientes.
12 «España y la barbarie». Obras completas, pp. 41 y siguientes.
13 «Discurso fundacional de Falange Española», cit.
14 «España y la Barbarie», Obras completas, pp. 41 y siguientes.
15 Loc. cit.
16 «Discurso fundacional de la Falange Española», cit.
17) «Discurso fundacional de la Falange Española», cit.
18 «España y la Barbarie», cit.
19 Discurso del 19-XII-1935, Obras completas, pp. 105 y siguientes.
20 «España y la Barbarie», cit.
21 Obras completas, p. 589 y siguientes, bajo el título: «Norma programática de la Falange».
22 Discurso del 19-XII-1933 ante el Parlamento, Obras completas, pp. 271 y siguientes.
23 Loc. cit., mismo discurso
24 Conferencia en el Círculo Mercantil de Madrid.
25 «España y la Barbarie», cit.
26 Cf. el extraordinario artículo «La gaita y la lira», seguramente la cima literaria de su autor, aparecido en la revista Falange Española el 11-I-1934, Obras completas, págs. 641-644.
27 «La victoria sin alas», Obras completas, pág. 607 y siguientes.
28 «Azaña», Obras completas, pp. 947 y siguientes.
29 «Acerca de la revolución», Obras completas, pp. 85 y siguientes.
30 Loc. cit.
31 Obras completas, pp. 27-28.