Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La clase dirigente estadounidense y el régimen de Trump

John Bellamy Foster

El capitalismo estadounidense del siglo pasado ha tenido, sin lugar a dudas, la clase dominante más poderosa y con mayor conciencia de clase de la historia del mundo, a caballo entre la economía y el Estado, y proyectando su hegemonía tanto a nivel nacional como mundial. Un elemento central de su gobierno es un aparato ideológico que insiste en que el inmenso poder económico de la clase capitalista no se traduce en gobernanza política, y que por muy polarizada que se vuelva la sociedad estadounidense en términos económicos, sus pretensiones de democracia permanecen intactas. Según la ideología recibida, los intereses de los ultrarricos que dominan el mercado no dominan el Estado, una separación crucial para la idea de democracia liberal. Sin embargo, esta ideología reinante se está desmoronando ante la crisis estructural del capitalismo estadounidense y mundial, y el declive del propio Estado liberal-democrático, lo que está provocando profundas divisiones en la clase dominante y una nueva dominación derechista y abiertamente capitalista del Estado.

En su discurso de despedida a la nación, días antes de que Donald Trump regresara triunfalmente a la Casa Blanca, el presidente Joe Biden indicó que una «oligarquía» basada en el sector de la alta tecnología y que dependía del «dinero oscuro» en la política amenazaba la democracia estadounidense. El senador Bernie Sanders, por su parte, advirtió de los efectos de la concentración de riqueza y poder en una nueva hegemonía de la «clase dominante» y del abandono de cualquier rastro de apoyo a la clase trabajadora en cualquiera de los dos principales partidos.1

El ascenso de Trump a la Casa Blanca por segunda vez, naturalmente, no significa que la oligarquía capitalista se haya convertido de repente en una influencia dominante en la política estadounidense, ya que esta es de hecho una realidad de larga data. Sin embargo, todo el entorno político en los últimos años, particularmente desde la crisis financiera de 2008, se ha movido hacia la derecha, mientras que la oligarquía ejerce una influencia más directa sobre el Estado. Un sector de la clase capitalista estadounidense controla ahora abiertamente el aparato ideológico-estatal en una administración neofascista en la que el antiguo establishment neoliberal es un socio menor. El objetivo de este cambio es una reestructuración regresiva de los Estados Unidos en una postura de guerra permanente, resultado del declive de la hegemonía estadounidense y la inestabilidad del capitalismo estadounidense, además de la necesidad de una clase capitalista más concentrada para asegurar un control más centralizado del Estado.

En los años de la Guerra Fría posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los guardianes del orden liberal-democrático dentro de la academia y los medios de comunicación trataron de restar importancia al papel predominante en la economía estadounidense de los propietarios de la industria y las finanzas, que supuestamente fueron desplazados por la «revolución gerencial» o limitados por el «poder compensatorio». Desde este punto de vista, los propietarios y los gerentes, el capital y el trabajo, se limitaban mutuamente. Más tarde, en una versión ligeramente más refinada de esta perspectiva general, el concepto de una clase capitalista hegemónica bajo el capitalismo monopolista se disolvió en la categoría más amorfa de los «ricos corporativos».2

Se afirmaba que la democracia estadounidense era el producto de la interacción de agrupaciones pluralistas, o en algunos casos mediada por una élite de poder. No existía una clase dominante funcional hegemónica tanto en el ámbito económico como en el político. Incluso si se pudiera argumentar que había una clase capitalista dominante en la economía, esta no gobernaba el Estado, que era independiente. Esto se transmitió de diversas maneras en todas las obras arquetípicas de la tradición pluralista, desde La revolución gerencial (1941) de James Burnham, hasta Capitalismo, socialismo y democracia (1942) de Joseph A. Schumpeter, pasando por ¿Quién gobierna? (1961) de Robert Dahl (1961), a The New Industrial State (1967) de John Kenneth Galbraith, que abarcan desde los extremos conservador y liberal del espectro.3 Todos estos tratados fueron diseñados para sugerir que en la política estadounidense prevalecía el pluralismo o una élite gerencial/tecnocrática, y no una clase capitalista que gobernara tanto el sistema económico como el político. En la visión pluralista de la democracia realmente existente, introducida por primera vez por Schumpeter, los políticos eran simplemente empresarios políticos que competían por los votos, al igual que los empresarios económicos en el llamado libre mercado, produciendo un sistema de «liderazgo competitivo».4

En la promoción de la ficción de que Estados Unidos, a pesar del vasto poder de la clase capitalista, seguía siendo una democracia auténtica, la ideología recibida fue refinada y reforzada por análisis de la izquierda que buscaban devolver la dimensión del poder a la teoría del Estado, superando las visiones pluralistas entonces dominantes de figuras como Dahl, al tiempo que rechazaban la noción de una clase dominante. La obra más importante que representó este cambio fue The Power Elite (1956) de C. Wright Mills, que sostenía que el concepto de «clase dominante», asociado en particular al marxismo, debía sustituirse por la noción de una «élite de poder» tripartita en la que la estructura de poder de Estados Unidos estaba dominada por élites procedentes de las grandes empresas, los altos mandos militares y los políticos electos. Mills se refirió a la noción de la clase dominante como una «teoría de atajo» que simplemente asumía que la dominación económica significaba dominación política. Cuestionando directamente el concepto de Karl Marx de la clase dominante, Mills declaró: «El gobierno estadounidense no es, de ninguna manera simple ni como un hecho estructural, un comité de la “clase dominante”. Es una red de “comités”, y en estos comités se sientan otros hombres de otras jerarquías además de los ricos corporativos».5

La opinión de Mills sobre la clase dominante y la élite del poder fue cuestionada por teóricos radicales, en particular por Paul M. Sweezy en Monthly Review e inicialmente por el trabajo de G. William Domhoff en la primera edición de su Who Rules America? (1967). Pero con el tiempo ganó una influencia considerable en la izquierda en general.6 Como argumentaría Domhoff en 1968, en C. Wright Mills y «The Power Elite,» el concepto de la élite del poder se consideraba comúnmente como «el puente entre las posiciones marxista y pluralista… Es un concepto necesario porque no todos los líderes nacionales son miembros de la clase alta. En este sentido, es una modificación y extensión del concepto de “clase dominante”».7

La cuestión de la clase dominante y el Estado fue el centro del debate entre los teóricos marxistas Ralph Miliband, autor de The State in Capitalist Society (1969), y Nicos Poulantzas, autor de Political Power and Social Classes (1968), que representaban los enfoques llamados «instrumentalista» y «estructuralista» del Estado en la sociedad capitalista. El debate giraba en torno a la «autonomía relativa» del Estado con respecto a la clase dominante capitalista, una cuestión crucial para las perspectivas de que un movimiento socialdemócrata se hiciera con el control del Estado.8

El debate adoptó una forma extrema en Estados Unidos con la aparición del influyente ensayo de Fred Block «La clase dominante no gobierna» en Socialist Revolution en 1977, en el que Block llegó a argumentar que la clase capitalista carecía de la conciencia de clase necesaria para traducir su poder económico en el dominio del Estado.9 Sostuvo que tal punto de vista era necesario para hacer viable la política socialdemócrata. Tras la derrota de Trump por parte de Biden en las elecciones de 2020, el artículo original de Block fue reimpreso en Jacobin con un nuevo epílogo de Block en el que argumentaba que, dado que la clase dominante no gobernaba, Biden tenía la libertad de instituir una política favorable a la clase trabajadora en la línea del New Deal, lo que evitaría la reelección de una figura de derechas —«con mucha más habilidad y crueldad» que Trump— en 2024.10

Dadas las contradicciones de la administración Biden y la segunda llegada de Trump, con trece multimillonarios ahora en su gabinete, es necesario reexaminar todo el largo debate sobre la clase dominante y el Estado.11

La clase dominante y el Estado

En la historia de la teoría política desde la antigüedad hasta el presente, el Estado se ha entendido clásicamente en relación con la clase. En la sociedad antigua y bajo el feudalismo, a diferencia de la sociedad capitalista moderna, no existía una distinción clara entre la sociedad civil (o la economía) y el Estado. Como escribió Marx en su Crítica de la doctrina del Estado de Hegel en 1843, «la abstracción del Estado como tal no nació hasta el mundo moderno porque la abstracción de la vida privada no se creó hasta los tiempos modernos. La abstracción del estado político es un producto moderno», que se hizo plenamente realidad solo bajo el dominio de la burguesía.12 Esto fue posteriormente reafirmado por Karl Polanyi en términos de la naturaleza integrada de la economía en la antigua polis, y su carácter desintegrado bajo el capitalismo, manifestado en la separación entre la esfera pública del estado y la esfera privada del mercado. 13 En la Antigüedad griega, en la que las condiciones sociales aún no habían generado tales abstracciones, no cabía duda de que la clase dominante gobernaba la polis y creaba sus leyes. Aristóteles, en su Política, como escribió Ernest Barker en El pensamiento político de Platón y Aristóteles, adoptó la postura de que el dominio de clase explicaba en última instancia la polis: «Dígame la clase que predomina, podría decirse, y yo le diré la constitución».14

En cambio, bajo el régimen del capital, el Estado se concibe como algo separado de la sociedad civil y la economía. En este sentido, surge en todo momento la pregunta de si la clase que gobierna la economía, es decir, la clase capitalista, también gobierna el Estado.

Las propias opiniones de Marx sobre este tema eran complejas, sin desviarse nunca de la noción de que el Estado en la sociedad capitalista estaba gobernado por la clase capitalista, aunque reconocía diversas condiciones históricas que lo modificaban. Por un lado, argumentó (junto con Frederick Engels) en El Manifiesto Comunista que «El ejecutivo del Estado moderno no es más que un comité para la gestión de los asuntos comunes de toda la burguesía».15 Esto sugería que el Estado, o su poder ejecutivo, tenía una autonomía relativa que iba más allá de los intereses capitalistas individuales, pero que, no obstante, era responsable de gestionar los intereses generales de la clase. Esto podría, como Marx indicó en otra parte, dar lugar a reformas importantes, como la aprobación de la legislación de la jornada laboral de diez horas en su época, que, aunque parecía una concesión a la clase trabajadora y contraria a los intereses capitalistas, era necesaria para asegurar el futuro de la propia acumulación de capital mediante la regulación de la fuerza de trabajo y la garantía de la reproducción continua de la fuerza de trabajo. 16 Por otro lado, en El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Marx señaló situaciones muy diferentes en las que la clase capitalista no gobernaba directamente el Estado, dando paso a un gobierno semiautónomo, siempre que esto no interfiriera con sus fines económicos y su dominio del Estado en última instancia.17 También reconoció que el Estado podría estar dominado por una fracción del capital sobre otra. En todos estos aspectos, Marx hizo hincapié en la autonomía relativa del Estado respecto a los intereses capitalistas, lo cual ha sido crucial para todas las teorías marxistas del Estado en la sociedad capitalista.

Desde hace tiempo se sabe que la clase capitalista dispone de numerosos medios para funcionar como clase dominante a través del Estado, incluso en el caso de un orden democrático liberal. Por un lado, esto toma la forma de una investidura bastante directa en el aparato político a través de varios mecanismos, como el control económico y político de las maquinarias de los partidos políticos y la ocupación directa por parte de los capitalistas y sus representantes de puestos clave en la estructura de mando político. Los intereses capitalistas en los Estados Unidos de hoy tienen el poder de afectar decisivamente las elecciones. Además, el poder capitalista sobre el Estado se extiende mucho más allá de las elecciones. El control del banco central, y por lo tanto de la oferta monetaria, los tipos de interés y la regulación del sistema financiero, se cede esencialmente a los propios bancos. Por otro lado, la clase capitalista controla el Estado indirectamente a través de su vasto poder económico de clase externo, que incluye presiones financieras directas, cabildeo, financiación de grupos de presión y think tanks, la puerta giratoria entre los principales actores del gobierno y las empresas, y el control del aparato cultural y de comunicaciones. Ningún régimen político en un sistema capitalista puede sobrevivir a menos que sirva a los intereses de la ganancia y la acumulación de capital, una realidad siempre presente a la que se enfrentan todos los actores políticos.

La complejidad y ambigüedad del enfoque marxista de la clase dominante y el Estado fue transmitida por Karl Kautsky en 1902, cuando declaró que «la clase capitalista gobierna pero no gobierna»; poco después añadió que «se contenta con gobernar el gobierno». 18 Como se ha señalado, fue precisamente esta cuestión de la autonomía relativa del Estado respecto de la clase capitalista la que iba a regir el famoso debate entre lo que se conoció como las teorías instrumentalista y estructuralista del Estado, representadas respectivamente por Miliband en Gran Bretaña y Poulantzas en Francia. Las opiniones de Miliband estaban muy determinadas por la desaparición del Partido Laborista británico como partido socialista genuino a finales de la década de 1950, como se describe en su obra Parliamentary Socialism.19 Esto le obligó a enfrentarse al enorme poder de la clase capitalista como clase dominante. Esto fue retomado más tarde en su obra The State in Capitalist Society (El Estado en la sociedad capitalista) en 1969, en la que escribió que «si es o no apropiado hablar de una “clase dominante” es uno de los temas principales de este estudio». De hecho, «la más importante de todas las cuestiones que plantea la existencia de esta clase dominante es si también constituye una «clase gobernante”». La clase capitalista, trató de demostrar, aunque «no es, propiamente hablando, una “clase gobernante”» en el mismo sentido en que lo había sido la aristocracia, sí gobernaba de forma bastante directa (y también indirecta) sobre la sociedad capitalista. Tradujo su poder económico de diversas maneras en poder político hasta tal punto que, para que la clase trabajadora desafiara eficazmente a la clase dominante, tendría que oponerse a la estructura del propio Estado capitalista.20

Fue aquí donde Poulantzas, que había publicado su obra El poder político y las clases sociales en 1968, entró en conflicto con Miliband. Poulantzas hizo aún más hincapié en la autonomía relativa del Estado, al considerar que el enfoque de Miliband sobre el Estado suponía un dominio demasiado directo de la clase capitalista, aunque se ajustara estrechamente a la mayoría de las obras de Marx sobre el tema. Poulantzas enfatizó que el dominio capitalista del Estado era más indirecto y estructural que directo e instrumental, lo que permitía una mayor variación de gobiernos en términos de clase, incluyendo no solo fracciones específicas de la clase capitalista, sino también representantes de la propia clase trabajadora. «La participación directa de miembros de la clase capitalista en el aparato estatal y en el gobierno, incluso donde existe», escribió, «no es el aspecto importante del asunto. La relación entre la clase burguesa y el Estado es una relación objetiva… La participación directa de los miembros de la clase dominante en el aparato del Estado no es la causa, sino el efecto… de esta coincidencia objetiva».21 Aunque tal afirmación puede haber parecido bastante razonable en los términos matizados en que se expresó, tendía a eliminar el papel de la clase dominante como sujeto con conciencia de clase. Escribiendo durante el apogeo del eurocomunismo en el continente, el estructuralismo de Poulantzas, con su énfasis en el bonapartismo como indicador de un alto grado de autonomía relativa del Estado, parecía abrir el camino a una concepción del Estado como una entidad en la que la clase capitalista no gobernaba, incluso si el Estado estaba sujeto en última instancia a fuerzas objetivas derivadas del capitalismo.

Tal visión, replicó Miliband, apuntaba ya sea a una visión «superdeterminista» o economicista del Estado, característica del «desviacionismo de ultraizquierda», o a una «desviación de derecha» en forma de socialdemocracia, que normalmente negaba rotundamente la existencia de una clase dominante. 22 En cualquier caso, la realidad de la clase dominante capitalista y los diversos procesos a través de los cuales ejercía su dominio, que la investigación empírica de Miliband y otros habían demostrado ampliamente, parecían estar en cortocircuito, ya no formaban parte del desarrollo de una estrategia de lucha de clases desde abajo. Una década después, en su obra de 1978 Estado, poder, socialismo, Poulantzas cambió su énfasis para defender el socialismo parlamentario y la socialdemocracia (o «socialismo democrático»), insistiendo en la necesidad de conservar gran parte del aparato estatal existente en cualquier transición al socialismo. Esto contradecía directamente los énfasis de Marx en La guerra civil en Francia y de V. I. Lenin en El estado y la revolución sobre la necesidad de reemplazar el estado capitalista de la clase dominante por una nueva estructura de mando político que emanara de abajo.23

Influenciado por los artículos de Sweezy sobre «La clase dominante estadounidense» y «¿Elite del poder o clase dominante?» en Monthly Review y por The Power Elite de Mills, Domhoff en la primera edición de su libro, Who Rules America? en 1967, promovió un análisis explícito basado en clases, pero indicó que prefería la más neutral «clase gobernante» a «clase dominante» sobre la base de que «la noción de clase dominante» sugería una «visión marxista de la historia».24 Sin embargo, cuando escribió The Powers That Be: Processes of Ruling Class Domination in America en 1978, Domhoff, influenciado por la atmósfera radical de la época, había cambiado a argumentar que «una clase dominante es una clase social privilegiada que es capaz de mantener su posición superior en la estructura social». La élite del poder se redefinió como el «brazo de liderazgo» de la clase dominante.25 Sin embargo, esta integración explícita de la clase dominante en el análisis de Domhoff duró poco. En las ediciones posteriores de Who Rules America?, hasta la octava edición en 2022, se inclinó por la practicidad liberal y abandonó por completo el concepto de clase dominante. En su lugar, siguió a Mills al agrupar a los propietarios («la clase social alta») y a los directivos en la categoría de «ricos corporativos».26 La élite del poder estaba formada por directores ejecutivos, juntas directivas y juntas de fideicomisarios, que se solapaban en un diagrama de Venn con la clase social alta (que también estaba formada por miembros de la alta sociedad y la jet set), la comunidad corporativa y la red de planificación de políticas. Esto constituyó una perspectiva conocida como investigación de la estructura del poder. Ya no se encontraban las nociones de clase capitalista y clase dominante.

Un trabajo empírico y teórico más significativo que el ofrecido por Domhoff, y en muchos sentidos más pertinente hoy en día, fue escrito en 1962-1963 por el economista soviético Stanislav Menshikov y traducido al inglés en 1969 bajo el título Millionaires and Managers. Menshikov formó parte de un intercambio educativo de científicos entre la Unión Soviética y los Estados Unidos en 1962. Visitó al «presidente de la junta directiva, al presidente y a los vicepresidentes de docenas de corporaciones y de 13 de los 25 bancos comerciales» que tenían activos de mil millones de dólares o más. Se reunió con Henry Ford II, Henry S. Morgan y David Rockefeller, entre otros.27 El detallado tratamiento empírico de Menshikov sobre el control financiero de las corporaciones en Estados Unidos y del grupo o clase dirigente proporcionó una sólida evaluación del continuo dominio de los capitalistas financieros entre los muy ricos. A través de su hegemonía sobre varios grupos financieros, la oligarquía financiera se diferenciaba de los meros directivos de alto nivel (directores generales) de las burocracias financieras corporativas. Aunque existía lo que podría llamarse un «bloque de directivos millonarios» en el sentido de los «ricos corporativos» de Mills, y una división del trabajo dentro de «la propia clase dominante», la «oligarquía financiera, es decir, el grupo de personas cuyo poder económico se basa en la disposición de masas colosales de capital ficticio… [y] que es la base de todos los principales grupos financieros», y no los ejecutivos corporativos como tales, llevaba la voz cantante. Además, el poder relativo de la oligarquía financiera siguió creciendo, en lugar de disminuir.28 Al igual que en el análisis de Sweezy de «Grupos de interés en la economía estadounidense», escrito para el Comité Nacional de Recursos sobre la Estructura de la economía estadounidense durante el New Deal, el análisis detallado de Menshikov sobre los grupos corporativos en la economía estadounidense capturó la base familiar y dinástica continua de gran parte de la riqueza estadounidense.29

La oligarquía financiera estadounidense constituía una clase dominante, pero una que generalmente no gobernaba directamente o libre de interferencias. La «dominación económica de la oligarquía financiera», escribió Menshikov,

no equivale a su dominación política. Pero esta última sin la primera no puede ser lo suficientemente fuerte, mientras que la primera sin la segunda muestra que la fusión de los monopolios y la maquinaria estatal no ha llegado lo suficientemente lejos. Pero incluso en Estados Unidos, donde se dan estos dos requisitos previos, donde la maquinaria del gobierno ha servido a los monopolios durante décadas y el dominio de estos últimos en la economía está fuera de toda duda, el poder político de la oligarquía financiera se ve constantemente amenazado por las restricciones de otras clases de la sociedad, y a veces se ve realmente restringido. Pero la tendencia general es que el poder económico de la oligarquía financiera se transforme gradualmente en poder político.30

La oligarquía financiera, argumentó Menshikov, tenía como aliados menores en su dominio político del Estado a: gerentes corporativos; los altos mandos militares; políticos profesionales, que habían interiorizado las necesidades internas del sistema capitalista; y la élite blanca que dominaba el sistema de segregación racial en el sur.31 Pero la propia oligarquía financiera era la fuerza cada vez más dominante. «El afán de la oligarquía financiera por la administración directa del Estado es una de las tendencias más características del imperialismo estadounidense en las últimas décadas», resultado de su creciente poder económico y de las necesidades que este generó. Sin embargo, no fue un proceso sencillo. Los capitalistas financieros de Estados Unidos no actúan «unidos» y están divididos en facciones rivales, mientras que sus intentos de controlar el Estado se ven obstaculizados por la propia complejidad del sistema político estadounidense, en el que participan diversos actores.32 «Parecería», escribió Menshikov,

que ahora el poder político de la oligarquía financiera debería estar plenamente garantizado, pero no es así. La maquinaria de un Estado capitalista contemporáneo es grande y engorrosa. La captura de posiciones en una parte no garantiza el control de todo el mecanismo. La oligarquía financiera posee la maquinaria propagandística, es capaz de sobornar a políticos y funcionarios gubernamentales en el centro y la periferia [del país], pero no puede sobornar a las personas que, a pesar de todas las restricciones de la «democracia» burguesa, eligen a la legislatura. El pueblo no tiene muchas opciones, pero sin abolir formalmente los procedimientos democráticos, la oligarquía financiera no puede garantizarse completamente contra «accidentes» indeseables.33

Sin embargo, la extraordinaria obra de Menshikov, Millionaires and Managers, publicada en la Unión Soviética, no influyó en el debate sobre la clase dominante en Estados Unidos. La tendencia general, reflejada en los cambios de Domhoff (y en Europa por los cambios de Poulantzas), restó importancia a la idea de una clase dominante e incluso de una clase capitalista, sustituyéndola por los conceptos de ricos corporativos y élite del poder, produciendo lo que era esencialmente una forma de teoría de la élite.

El rechazo del concepto de clase dominante (o incluso de clase gobernante) en la obra posterior de Domhoff coincidió con la publicación de La clase dominante no gobierna, de Block, que desempeñó un papel importante en el pensamiento radical en Estados Unidos. En un momento en el que la elección de Jimmy Carter como presidente parecía presentar a los liberales y socialdemócratas la imagen de un liderazgo de carácter claramente más moral y progresista, Block argumentó que no existía tal cosa como una clase dominante con poder decisivo sobre la esfera política en Estados Unidos y en el capitalismo en general. Lo atribuyó al hecho de que no solo la clase capitalista, sino también «fracciones» separadas de la clase capitalista (aquí opuestas a Poulantzas) carecían de conciencia de clase y, por lo tanto, eran incapaces de actuar en su propio interés en la esfera política, y mucho menos de gobernar el cuerpo político. En su lugar, adoptó un enfoque «estructuralista» basado en la noción de racionalización de Max Weber, en el que el Estado racionalizaba los roles de tres actores en competencia: (1) los capitalistas, (2) los gestores estatales y (3) la clase trabajadora. La relativa autonomía del Estado en la sociedad capitalista era una función de su papel como árbitro neutral en el que varias fuerzas incidían pero ninguna gobernaba.34

Block, que atacaba a quienes sostenían que la clase capitalista tenía un papel dominante dentro del Estado, escribió: «la forma de formular una crítica del instrumentalismo que no se derrumbe es rechazar la idea de una clase dominante con conciencia de clase», ya que una clase capitalista con conciencia de clase se esforzaría por gobernar. Aunque señaló que Marx utilizaba la noción de una clase dominante con conciencia de clase, esto se descartó como una mera «taquigrafía política» para determinaciones estructurales.

Block dejó claro que cuando los radicales como él eligen criticar la noción de una clase dominante, «suelen hacerlo para justificar la política socialista reformista». En este sentido, insistió en que la clase capitalista no gobernaba intencionadamente, de manera consciente de clase, el Estado, ya fuera por medios internos o externos. Más bien, la limitación estructural de la «confianza empresarial», ejemplificada por los altibajos del mercado de valores, garantizaba que el sistema político se mantuviera en equilibrio con la economía, lo que exigía que los actores políticos adoptaran medios racionales para garantizar la estabilidad económica. La racionalización del capitalismo por parte del Estado, en la visión «estructuralista» de Block, abrió así el camino a una política socialdemócrata del Estado.35

Lo que está claro es que, a finales de la década de 1970, los pensadores marxistas occidentales habían abandonado casi por completo la noción de una clase dominante, concibiendo el Estado no solo como relativamente autónomo, sino de hecho en gran medida autónomo del poder de clase del capital. Esto formaba parte de un «retroceso de clase» general. 36 En Gran Bretaña, Geoff Hodgson escribió en su obra The Democratic Economy: A New Look at Planning, Markets and Power en 1984, que «la idea misma de una clase “gobernante” debería ser cuestionada. Como mucho, es una metáfora débil y engañosa. Es posible hablar de una clase dominante en una sociedad, pero solo en virtud del dominio de un tipo particular de estructura económica. Decir que una clase “gobierna” es decir mucho más. Es insinuar que de alguna manera está implantada en el aparato de gobierno». Era crucial, afirmó, abandonar la noción marxista que asociaba «diferentes modos de producción con diferentes “clases dominantes”».37 Al igual que los posteriores Poulantzas y Block, Hodgson adoptó una posición socialdemócrata que no veía ninguna contradicción última entre la democracia parlamentaria tal como había surgido dentro del capitalismo y la transición al socialismo.

El neoliberalismo y la clase dominante estadounidense

Si bien hubo un amplio abandono de la noción de clase dominante en el marxismo occidental a finales de los años sesenta y setenta, no todos los pensadores se alinearon. Sweezy siguió argumentando en Monthly Review que Estados Unidos estaba dominado por una clase capitalista dominante. Así, Paul A. Baran y Sweezy explicaron en Monopoly Capital en 1966 que «una pequeña oligarquía que descansa sobre un vasto poder económico» tiene «el control total del aparato político y cultural de la sociedad», lo que hace que la noción de Estados Unidos como una democracia auténtica sea, en el mejor de los casos, engañosa.38

Excepto en tiempos de crisis, el sistema político normal del capitalismo, ya sea competitivo o monopolístico, es la democracia burguesa. Los votos son la fuente nominal del poder político, y el dinero es la fuente real: el sistema, en otras palabras, es democrático en la forma y plutocrático en el contenido. Esto ya está tan reconocido que apenas parece necesario argumentar el caso. Basta decir que todas las actividades y funciones políticas que pueden decirse que constituyen las características esenciales del sistema —adoctrinar y hacer propaganda al electorado, organizar y mantener partidos políticos, llevar a cabo campañas electorales— solo pueden llevarse a cabo mediante dinero, mucho dinero. Y dado que en el capitalismo monopolista las grandes corporaciones son la fuente de mucho dinero, también son las principales fuentes de poder político.39

Para Baran y Sweezy, que escribieron en lo que se ha llamado «la edad de oro del capitalismo», el poder de la dominación de la clase dominante sobre el Estado quedó demostrado por los límites impuestos a la expansión del gasto público civil (al que el capital se oponía en general por interferir en la acumulación privada), lo que permitía un gasto militar descomunal y enormes subsidios a las grandes empresas. 40 Argumentaban que, lejos de mostrar rasgos de racionalidad weberiana, el «sistema irracional» del capitalismo monopolista estaba acuciado por problemas de sobreacumulación que se manifestaban en la incapacidad de absorber el excedente de capital, que ya no encontraba salidas de inversión rentables, lo que apuntaba al estancamiento económico como el estado «normal» del capitalismo monopolista.41

A los pocos años de la publicación de Monopoly Capital, a principios y mediados de la década de 1970, la economía estadounidense entró en un profundo estancamiento del que no ha podido recuperarse por completo en el medio siglo que ha seguido, con tasas de crecimiento económico que han ido cayendo década tras década. Esto constituyó una crisis estructural del capital en su conjunto, una contradicción presente en todos los países capitalistas centrales. Esta crisis a largo plazo de la acumulación de capital dio lugar a una reestructuración neoliberal de arriba abajo de la economía y el Estado a todos los niveles, instituyendo políticas regresivas diseñadas para estabilizar el dominio capitalista, lo que finalmente condujo a la desindustrialización y desindicalización en el núcleo capitalista y a la globalización y financiarización de la economía mundial.42

En agosto de 1971, Lewis F. Powell, solo unos meses antes de aceptar la nominación del presidente Richard Nixon para el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, escribió su famoso memorándum a la Cámara de Comercio de los Estados Unidos con el objetivo de organizar a los Estados Unidos en una cruzada neoliberal contra los trabajadores y la izquierda, atribuyéndoles el debilitamiento del sistema de «libre empresa» estadounidense.43 Así, al mismo tiempo que la izquierda abandonaba la noción de una clase dominante estadounidense con conciencia de clase, la oligarquía estadounidense reafirmaba su poder sobre el Estado, lo que condujo a una reestructuración político-económica bajo el neoliberalismo que abarcó tanto al Partido Republicano como al Partido Demócrata. Esto se caracterizó en la década de 1980 por la institución de la economía de la oferta o Reaganomics, conocida coloquialmente como «Robin Hood al revés». 44

En The Affluent Society, de 1958, Galbraith había declarado: «Los estadounidenses acomodados han sido durante mucho tiempo curiosamente sensibles al miedo a la expropiación, un miedo que puede estar relacionado con la tendencia a que incluso las medidas reformistas más leves sean vistas, en la sabiduría convencional conservadora, como presagios de revolución. La depresión y, especialmente, el New Deal asustaron mucho a los ricos estadounidenses».45 La era neoliberal y el resurgimiento del estancamiento económico, acompañados de la reaparición de tales temores en la cúpula, llevaron a una afirmación más fuerte del poder de la clase dominante sobre el Estado en todos los niveles, con el objetivo de revertir los avances de la clase trabajadora logrados durante el New Deal y la Gran Sociedad, a los que se culpó erróneamente de la crisis estructural del capital.

Con el estancamiento cada vez mayor de la inversión y de la economía en su conjunto, y con un gasto militar que ya no era suficiente para sacar al sistema de su estancamiento como en la llamada «edad de oro», que había estado marcada por dos grandes guerras regionales en Asia, el capital necesitaba encontrar salidas adicionales para su enorme excedente. En la nueva fase del capital monopolista-financiero, este excedente fluyó hacia el sector financiero, o FIRE (finanzas, seguros y bienes raíces), y hacia la acumulación de activos, que fue posible gracias a la desregulación financiera del gobierno, la reducción de las tasas de interés (el famoso «Greenspan put») y la reducción de los impuestos a los ricos y las corporaciones. Esto condujo a la creación de una nueva superestructura financiera sobre la economía productiva, con un rápido crecimiento de las finanzas junto con el estancamiento de la producción. Esto fue posible en parte por la expropiación de los flujos de ingresos en toda la economía a través de aumentos en la deuda de los hogares, los costos de los seguros y los costos de la atención médica, junto con reducciones en las pensiones, todo a expensas de la población subyacente.46

Mientras tanto, se produjo un cambio corporativo masivo de la producción hacia el Sur Global en busca de menores costos laborales unitarios en un proceso conocido como arbitraje laboral global. Esto fue posible gracias a las nuevas tecnologías de la comunicación y el transporte y a la apertura de sectores completamente nuevos de la economía mundial gracias a la globalización. El resultado fue la desindustrialización de la economía estadounidense.47 Todo esto coincidió en la década de 1990 con el enorme crecimiento del capital de alta tecnología que acompañó a la digitalización de la economía y a la generación de nuevos monopolios de alta tecnología. El efecto acumulativo de estos acontecimientos fue un gran aumento de la concentración y centralización del capital, las finanzas y la riqueza. A pesar de que la economía se caracterizaba cada vez más por un crecimiento lento, la fortuna de los ricos se expandió a pasos agigantados: los ricos se hicieron más ricos y los pobres más pobres, mientras que la economía estadounidense se estancó en el siglo XXI acosada por contradicciones. La profundidad de la crisis estructural del capital se disimuló temporalmente con la globalización, la financiarización y el breve surgimiento de un mundo unipolar, todo lo cual se vio afectado por la Gran Crisis Financiera de 2007-2009.48

A medida que la economía capitalista monopolista en el núcleo capitalista se volvió cada vez más dependiente de la expansión financiera, inflando los derechos financieros a la riqueza en el contexto de una producción estancada, el sistema se volvió no solo más desigual, sino también más frágil. Los mercados financieros son inherentemente inestables, ya que dependen de las vicisitudes del ciclo crediticio. Además, a medida que el sector financiero empequeñecía la producción, que seguía estancada, la economía estaba sujeta a niveles de riesgo cada vez mayores. Esto se compensó con una mayor sangría de la población en su conjunto y con inyecciones financieras estatales masivas de capital, organizadas con frecuencia por los bancos centrales.49

No hay una salida visible a este ciclo dentro del sistema capitalista monopolista. Cuanto más crezca la superestructura financiera en relación con el sistema de producción subyacente (o la economía real) y más largos sean los períodos de oscilaciones alcistas en el ciclo económico-financiero, más devastadoras serán las crisis que se produzcan. En el siglo XXI, Estados Unidos ha experimentado tres periodos de crisis financiera/recesión, con el colapso del auge tecnológico en 2000, la Gran Crisis Financiera/Gran Recesión derivada del estallido de la burbuja hipotecaria de los hogares en 2007-2009, y la profunda recesión provocada por la pandemia de COVID-19 en 2020.

El giro neofascista

La Gran Crisis Financiera tuvo efectos duraderos en la oligarquía financiera estadounidense y en todo el cuerpo político, lo que provocó importantes transformaciones en las matrices de poder de la sociedad. La velocidad con la que el sistema financiero parecía dirigirse hacia una «fusión nuclear», tras la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, dejó a la oligarquía capitalista y a gran parte de la sociedad en estado de shock, y la crisis se extendió rápidamente por todo el mundo. El colapso de Lehman Brothers, que fue el acontecimiento más dramático de una crisis financiera que ya llevaba un año desarrollándose, se produjo por la negativa del gobierno, como prestamista de última instancia, a rescatar al que entonces era el cuarto banco de inversión más grande de Estados Unidos. Esto se debió a la preocupación de la administración de George W. Bush por lo que los conservadores llamaron el «riesgo moral» que podría producirse si las grandes corporaciones realizaran inversiones de alto riesgo con la expectativa de ser rescatadas por el gobierno. Sin embargo, con todo el sistema financiero tambaleándose tras el colapso de Lehman Brothers, la Reserva Federal organizó un intento de rescate gubernamental masivo y sin precedentes para salvaguardar los activos de capital. Esto incluyó la institución de la «flexibilización cuantitativa», o lo que fue efectivamente la impresión de dinero para estabilizar el capital financiero, lo que resultó en la inyección de billones de dólares en el sector empresarial.

Dentro de la economía del establishment, el reconocimiento abierto de décadas de estancamiento secular, que durante mucho tiempo había sido analizado por la izquierda por los economistas marxistas (y editores de Monthly Review) Harry Magdoff y Sweezy, finalmente salió a la luz en la corriente principal, junto con el reconocimiento de la teoría de la inestabilidad financiera de la crisis de Hyman Minsky. Las débiles perspectivas de la economía estadounidense, que apuntaban a un estancamiento y una financiarización continuos, fueron reconocidas tanto por los analistas económicos ortodoxos como por los radicales.50

Lo más aterrador para la clase capitalista estadounidense durante la Gran Crisis Financiera fue el hecho de que, mientras la economía estadounidense y las economías de Europa y Japón habían caído en una profunda recesión, la economía china apenas se había estancado y luego se había vuelto a impulsar hasta alcanzar un crecimiento de casi dos dígitos. A partir de ese momento, las señales fueron claras: la hegemonía económica de Estados Unidos en la economía mundial estaba desapareciendo rápidamente en consonancia con el avance aparentemente imparable de China, amenazando la hegemonía del dólar y el poder imperial del capital financiero monopolista estadounidense.51

La Gran Recesión, aunque condujo a la elección del demócrata Barack Obama como presidente, vio la repentina irrupción de un movimiento político de la derecha radical basado principalmente en la clase media-baja que se oponía a los rescates de las hipotecas de viviendas, ya que consideraba que beneficiaban a la clase media-alta por encima y a la clase trabajadora por debajo. Las emisoras de radio conservadoras, que se dirigían a su audiencia blanca de clase media-baja, se habían opuesto desde el principio a todos los rescates gubernamentales durante la crisis. 52 Sin embargo, lo que se conoció como el movimiento radical de derecha Tea Party se inició el 19 de febrero de 2009, cuando Rick Santelli, comentarista de la cadena de negocios CNBC, lanzó una diatriba sobre cómo el plan de rescate hipotecario de la administración Obama era un plan socialista (que comparó con el gobierno cubano) para obligar a la gente a pagar por las malas compras de vivienda de sus vecinos y las casas de lujo, violando los principios del libre mercado. En su diatriba, Santelli mencionó el Motín del Té de Boston, y en cuestión de días se organizaron grupos del Tea Party en diferentes partes del país.53

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *