La crisis ambiental como parte de la crisis del capital
Uno de los principales retos actuales es la crisis ambiental, que ha puesto en peligro la existencia humana en la Tierra. Este dossier busca demostrar el carácter de clase de este debate: la catástrofe climática es resultado de la lógica desenfrenada de acumulación capitalista.
Las fotografías que ilustran este dossier fueron tomadas por Sebastião Salgado, uno de los fotógrafos más importantes de Brasil y del mundo, fallecido en mayo de 2025, dejando un legado artístico inseparable de su compromiso con la humanidad y la preservación del medio ambiente. Salgado recorrió el mundo retratando a pueblos, territorios y trabajadorxs con dignidad, revelando la belleza de la vida y siendo testigo de una época marcada por la brutalidad del capitalismo sobre la humanidad y la naturaleza. Sus fotografías, al igual que este dossier, nos advierten que no basta con ser espectadores ante la destrucción: debemos ser agentes del cambio.
Nuestro agradecimiento al equipo que vela por su legado y que, con espíritu de solidaridad, ha autorizado que sus imágenes acompañen y refuercen este material.

La crisis ambiental no se resolverá dentro del capitalismo
Este dossier tiene como objetivo contribuir a la popularización de este debate desde Brasil, inserto en el Sur Global, junto a las organizaciones de la clase trabajadora. A partir de un análisis de las causas de la crisis ambiental que vivimos, denunciamos las propuestas de transición hacia una economía baja en carbono que, al buscar alternativas dentro del capitalismo, crea nuevas formas de acumulación sin resolver el problema. Por último, presentamos las alternativas populares para la crisis, así como una lista de reivindicaciones fruto de la construcción de los movimientos populares brasileños sobre la crisis ambiental.

La destrucción de la vida y la lógica del capital
Para comenzar el debate, es importante destacar que el cambio climático constituye la parte más visible y urgente de la crisis ambiental. La contaminación química, la pérdida de cobertura vegetal, la acidificación de los océanos, la destrucción de biomas y la pérdida de biodiversidad también son aspectos fundamentales de esta crisis. Como bien señaló Vijay Prashad:
Un millón de los aproximadamente ocho millones de especies de plantas y animales del planeta están amenazados de extinción. La principal amenaza para la mayoría de las especies en peligro de extinción es la pérdida de biodiversidad provocada por el sistema capitalista de producción agroalimentaria. La producción agrícola, que actualmente ocupa más del 30 % de la superficie habitable del planeta, es responsable del 86 % de las pérdidas previstas de biodiversidad terrestre, debido a la conversión de tierras, la contaminación y la degradación del suelo. (FAO, 2019; UNEP, 2021a; UNEP, 2021b; IUCN, 2024; Instituto Tricontinental de Investigación Social, 2025).
La crisis ambiental se manifiesta de diversas formas, evidenciando que es inseparable de la lucha de clases. Esto se puede observar en las inundaciones que devastaron el sur de Brasil en 2024; en las que afectaron Pakistán en 2022 después de una ola de calor, donde millones fueron damnificados, mientras las elites permanecieron protegidas; en los desbordamientos que se dieron en Kerala, en la India, en 2018, que afectaron principalmente las clases populares; en las inundaciones y apagones en Cuba en 2022, causadas por el huracán Ian, fenómeno agravado por las altas temperaturas oceánicas; o en los ciclos cada vez más extremos de inundaciones y sequías en el Cuerno de África. En Etiopía, Kenia y Somalia, la región enfrentó lluvias severas en 2019-2020, seguidas por inundaciones devastadoras y, poco después, por una de las sequías más prolongadas en 70 años entre 2020 y 2023, además de nuevas inundaciones en 2023-2024, lo que pone de manifiesto el agravamiento de esta crisis (Instituto Tricontinental de Investigación Social, 2018, 2022, 2024a; BBC News, 2022; UNDRR, 2023).
El principal factor de cambio climático son los altos índices de emisión de gases de efecto invernadero procedentes de los combustibles fósiles. El consumo de energía producida a partir de estos combustibles sigue aumentando año tras año. Si tomamos una lupa y analizamos la cantidad de emisiones entre las poblaciones mundiales, una vez más los datos son reveladores: a nivel mundial, el 10% más rico es responsable de cerca de 20 veces más emisiones que el 50% más pobre, de acuerdo con el estudio Climate Change and the Global Inequality of Carbon Emissions [Cambio climático y la desigualdad global de las emisiones de carbono] (Chancel, 2022).
Además, la cantidad histórica y actual de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) está directamente relacionada con la desigualdad entre países del Norte y Sur Global, así como entre los estratos más ricos y más pobres de la población mundial. Por ejemplo, los 23 países más desarrollados del planeta, que representan el 12% de la población mundial, son responsables de la mitad de todas las emisiones de CO2 desde 1850, como demuestran los datos del Global Carbon Project. Sólo Estados Unidos emitió el 24,6% de todo el carbono que llegó a la atmósfera, seguido de Alemania (5,5%), Reino Unido (4,4%) y Japón (3,9%). La otra mitad se divide entre más de 150 países (WRI Brasil, 2024).
Si tomamos datos más actuales, podemos constatar que esta realidad básicamente no se ha alterado, ya que los 10 mayores emisores siguen siendo responsables del 76% de las emisiones globales de CO2. En 2022, según el Climate Watch, plataforma de datos del World Resources Institute (WRI Brasil, 2024), China aparecía como el mayor emisor de CO2, seguido de Estados Unidos, India, Rusia y Japón, lo que convertía a Asia en el mayor emisor del planeta.
Sin embargo, es fundamental tener en cuenta el nivel de emisión per cápita, ya que las poblaciones de China y la India, por ejemplo, son mucho mayores que la de Estados Unidos, los países europeos, Japón o Australia. En este sentido, entre los 10 mayores emisores de CO2 del mundo, Estados Unidos es el país con los niveles más altos de emisiones por habitante. La tasa de emisiones per cápita de EE. UU. es el doble que la de China y ocho veces mayor que la de India (WRI Brasil, 2024).
A nivel mundial, la industria de los combustibles fósiles es la que más CO2 emite, y apenas unas 100 empresas son responsables del 71% de las emisiones históricas globales de dióxido de carbono, según el informe Carbon Majors [Grandes empresas de carbón] (CDP, 2017). Entre las empresas están las gigantes Exxon Mobil, Shell, BHP Billiton y Gazprom. Otro estudio, publicado en 2019 por el instituto de investigación Climate Accountability Institute [Instituto de Responsabilidad Climática] (2019), reveló que solo 20 empresas fueron responsables por un tercio de todas las emisiones de CO2 del mundo desde 1965.
Otra causa estructural de las emisiones de gases de efecto invernadero es el agronegocio. Solamente en 2023 se deforestaron 3,7 millones de hectáreas de bosques en todo el mundo, en gran parte para convertir estas áreas en ganadería y cultivos del agronegocio, cuya cadena productiva, desde fertilizantes hasta el procesamiento y transporte, aumentó sus emisiones en un 130% en los últimos 20 años (Weisse, Goldman y Carter, 2024). Si bien mundialmente alrededor de tres cuartas partes de las emisiones provienen del sistema eléctrico, es necesario un análisis caso por caso, especialmente en los países cuya principal partida de exportación son los productos primarios.
El caso de Brasil, por ejemplo, es emblemático: según el informe Plan para la transformación ecológica, del Ministerio de Hacienda, el agronegocio es el mayor responsable de las emisiones de GEI en el país, con un 29% de las emisiones totales. El problema se agrava aún más cuando analizamos el nivel de emisiones de GEI relacionadas con la deforestación, que se sitúa en torno al 38%. Si tenemos en cuenta que la agropecuaria responde por cerca del 96% del área deforestada en Brasil, según el Informe anual de deforestación 2022, podemos afirmar que el agronegocio es responsable de aproximadamente el 65% de las emisiones de GEI en Brasil, frente a un 23% de la generación de energía (Instituto Tricontinental de Investigación Social, 2024b).
Además, es necesario llamar la atención respecto a las prácticas extractivas depredadoras que se producen sobre todo en los países del Sur Global, como la minería y la compra de tierras de reservas naturales e indígenas por parte de extranjeros como reserva para el mercado de carbono.
A pesar de las especificidades de regiones y países, queda claro que el cambio climático y la muerte de la naturaleza son frutos directos de la lógica de acumulación capitalista impulsada por las clases dominantes.

Capitalismo verde: supuestas alternativas a la crisis ambiental
Aunque desde el surgimiento del capitalismo diferentes corrientes socialistas han tenido preocupaciones ecológicas —recordemos, por ejemplo, la contribución del artista plástico y escritor inglés William Morris—, y también movimientos ambientalistas y de contracultura a mediados del siglo XX, fue apenas en la década de 1970, más de 100 años después de la emergencia de las primeras industrias, cuando la cuestión ambiental se convirtió en un tema de preocupación para los Estados nacionales, ganando relevancia en la agenda política internacional. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente de 1972, celebrada en Estocolmo, Suecia, fue un hito en este debate, según Andrei Cornetta (2025: 109):
Además de discutir el crecimiento demográfico frente a la escasez de los recursos, también se discutió el control de diversas formas de contaminación (del agua, del aire y del suelo), en un momento en que la crisis energética global entraba en agenda, especialmente tras el impacto de la crisis del petróleo de 1973.
A pesar de la importancia de este tema en la agenda de debate de los organismos internacionales, no se debatió ni se propuso una nueva forma de organización social de la producción y de la relación con la naturaleza; todas las alternativas se plantearon dentro del marco del capitalismo.
Mientras tanto, la creciente desigualdad social y económica entre los países del centro imperialista y los de capitalismo dependiente agudizó los debates, sobre todo con relación al continuo desarrollo de las fuerzas productivas o a una reestructuración del modelo industrial que defendía el crecimiento cero (Cornetta, 2025).
En 1979 tuvo lugar en Ginebra la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, en la cual se reconoció la gravedad de los cambios climáticos en curso. Sin embargo, no fue sino en 1992 que se celebró la II Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en Río de Janeiro. Este encuentro propuso una agenda de cooperación entre los países para abordar la cuestión climática que entró en vigor en 1994, y fue el precursor de las Conferencias de las Partes (COP) de los países miembros de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC).
Entre los diversos acontecimientos derivados de este proceso de las COP destacan dos encuentros. La COP3, de 1997, en la que se adoptó el llamado Protocolo de Kioto, que establecía metas cuantitativas obligatorias de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero para los países del Anexo I, que engloban las naciones industrializadas desde hace más tiempo; y la COP21, en 2015, en la que se estableció el llamado Acuerdo de París, en el que «cada país establece sus propias metas de reducción de emisiones, las llamadas «contribuciones determinadas a nivel nacional» (Cornetta, 2025: 121). A pesar de los acuerdos y resoluciones, las metas fijadas no se cumplieron, y tanto el Protocolo de Kioto como el Acuerdo de París terminaron siendo un fracaso.
La propuesta que se perfilaba en el ámbito de los Estados ante la urgencia del cambio climático era la de una transición hacia una economía de bajo carbono, en la que se buscara reducir la cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero nocivos para el medio ambiente, sin, por supuesto, afectar las ganancias de las grandes empresas y los países del centro del capital. A partir de ahí se construyeron las alternativas del llamado capitalismo verde, como el mercado de carbono y las políticas de transición energética.
Las metas de emisión de gases de efecto invernadero establecidas por el Protocolo de Kioto, que en principio iban a limitar la contaminación del aire, se convirtieron en el parámetro para la creación de una nueva forma de acumulación de capital relacionada con actividades compensatorias de la emisión de GEI, los llamados créditos de carbono negociados en las bolsas de valores, que funcionan como una especie de «licencia para contaminar» (Brasil de Fato, 2024).
Esto implica no solo el mecanismo del capital financiero, sino también un gran desarrollo tecnológico y científico que permite medir y calcular las tasas de emisión de carbono, así como las posibilidades de reducción y compensación a partir de la proyección de un escenario probable en caso de que no existieran las actividades compensatorias.
Estos proyectos de compensación de GEI incluyen, entre otros, la reducción de emisiones por deforestación y degradación forestal (REDD+), la conservación de bosques, el manejo sustentable y el aumento de las reservas de carbono forestal. En términos prácticos, una vez que las empresas superan el límite de emisión de GEI, pueden comprar en la bolsa de valores créditos de carbono que compensen su emisión. Así, el proceso biofísico de las plantas de captar el carbono del aire y transformarlo en oxígeno mediante la fotosíntesis, algo propio de la vida vegetal y parte de los bienes comunes de la naturaleza, pasa a ser mercantilizado.
Otro aspecto que llama la atención en esta dinámica del capitalismo verde es el hecho de que los mismos grupos empresariales transnacionales que influyen en la agenda ambiental en los organismos internacionales y los Estados, son también los que más intensifican las formas clásicas de explotación de los bienes comunes, como el agronegocio y la minería. El agronegocio, que promueve deforestación e incendios en los biomas del Cerrado1 y la Amazonía para ampliar la frontera agrícola, es el mismo que habla de digitalización de las cadenas productivas y trazabilidad para comprobar que los productos están libres de deforestación y descarbonizados; las empresas petroleras están involucradas en políticas de transición energética y las mineras defienden la agenda de los mercados de carbono.
El agronegocio en Brasil, principal responsable de las emisiones de GEI en el país (Instituto Tricontinental de Investigación Social, 2024b), ha adoptado como una de sus principales banderas la sostenibilidad, que es parte importante de su campaña ideológica. Sin embargo, más que la economía sostenible en sí misma, ven en ella una forma de expandir sus negocios a otras áreas y, con ello, ampliar su influencia política y obtener más ganancias. Es bien sabido que el modelo del agronegocio basado en grandes monocultivos con amplio uso de venenos es uno de los más dañinos para el medio ambiente. Sin embargo, a pesar de buscar nuevas formas de lucro con la financiarización de la naturaleza y el discurso de la sostenibilidad, no hay ningún cambio en su modelo de producción que, por el contrario, es responsable de la deforestación, las quemas, el envenenamiento del suelo, el agua y el aire.
Con un papel activo en la propuesta de falsas soluciones al problema ambiental, los sectores y grupos que más agreden el medio ambiente encontraron una nueva forma de obtener ganancias con la financiarización de la naturaleza. Están presentes en los ministerios de diversos países, pero sobre todo en los organismos y conferencias internacionales sobre el clima, como la COP, por ejemplo. La agenda ambiental de estos organismos fue capturada hace mucho tiempo por las grandes corporaciones transnacionales, y las alternativas que allí se proponen nunca cuestionan la tasa de ganancia de los grandes capitales. Los sectores del agronegocio brasileño, con su discurso de sostenibilidad, son los principales representantes e influyentes en estos organismos internacionales.
Empresas como Suzano Papel e Celulose, productora de papel en Brasil y responsable del desequilibrio ambiental por la creación de los llamados «desiertos verdes», grandes plantaciones de eucalipto que son la materia prima para la celulosa; JBS, transnacional brasileña del ramo de la alimentación, minera Vale, entre otras, tienen una gran participación en proyectos de «sostenibilidad» y en el mercado de carbono. Los proyectos de compensación se convirtieron, para ellos, en una nueva forma de acumulación de capital.
El proyecto Maisa, por ejemplo, en el estado de Pará, de la empresa Verra, principal certificadora del mercado de carbono, sería responsable de preservar un territorio de la selva amazónica. La falacia y el fracaso de proyectos de este tipo son evidentes, porque involucran a gigantes transnacionales como iFood, Uber, Spotify, Audi y Google, que desembolsaron millones de dólares en este proyecto para compensar las emisiones de GEI de sus actividades.
El área por proteger abarcaba un total de 26 mil hectáreas, incluida la Hacienda Sipasa. A pesar de constituirse como un proyecto de conservación ambiental, en esta hacienda se rescataron, a comienzos de 2024, en pleno siglo XXI, 16 trabajadores en condiciones análogas a la esclavitud. Además de eso, el territorio que debía ser protegido se convirtió posteriormente en área de minería, lo que va en dirección opuesta a la propuesta de conservación ambiental (Repórter Brasil, 2024; Brasil de Fato, 2025).
Además de negociar un bien común de la naturaleza, es importante destacar que esto afecta a la biodiversidad y al modo de vida de diversas comunidades de pueblos originarios que viven en estos lugares y que han sido responsables, por medio del trabajo de generaciones y generaciones, de la constitución de los bosques y la biodiversidad allí presentes. Es decir, al buscar salidas sin cuestionar la lógica destructiva de acumulación capitalista, se destruyen modos de vida que han convivido en armonía con la naturaleza por milenios.
El informe de la Plataforma Intergubernamental Científico-normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas de 2019 proporciona datos alarmantes sobre el nivel de destrucción de los ecosistemas:
De los estimados 8 millones de especies de plantas y animales existentes, un millón están en peligro de extinción. Las acciones humanas han llevado a la extinción de por lo menos 680 especies vertebradas desde 1500, y la población mundial de especies vertebradas ha disminuido un 68% en los últimos 50 años. La cantidad de insectos silvestres ha disminuido un 50%; más del 9% de las razas de mamíferos domesticados utilizados para la alimentación y la agricultura se habían extinguido en 2016, y otras 1.000 razas están actualmente en peligro de extinción (Instituto Tricontinental de Investigación Social, 2021).
Todos esos datos muestran claramente que no hay soluciones capitalistas para un problema capitalista. Las soluciones deben encontrarse fuera del capitalismo si queremos salvar la Tierra y a la humanidad.

Perspectivas populares sobre la cuestión ambiental
En 1992, en la Conferencia por el Clima en Río de Janeiro, Fidel Castro llamaba la atención sobre la urgencia de la cuestión ambiental a partir de una perspectiva emancipatoria, denunciando el orden económico y social injusto entre los países dependientes y los del centro del capital:
Es necesario señalar que las sociedades de consumo son las principales responsables de la atroz destrucción del medio ambiente. […] Con solo el 20% de la población mundial, ellas consumen dos terceras partes de los metales y tres cuartas partes de la energía que se producen en el mundo. Han envenenado los mares y ríos, han contaminado el aire, han debilitado y perforado la capa de ozono, han saturado la atmosfera de gases que alteran las condiciones climáticas con efectos catastróficos que ya empezamos a padecer. […] No es posible culpar de esto a los países del Tercer Mundo, colonias ayer, naciones explotadas y saqueadas hoy por un orden económico mundial injusto. […] Si se quiere salvar a la humanidad de esa autodestrucción hay que distribuir mejor las riquezas y tecnologías disponibles en el planeta. Menos lujo y menos despilfarro en unos pocos países para que haya menos pobreza y menos hambre en gran parte de la Tierra. (Blog da Boitempo, 2019)
Lo que está en juego es la propia existencia de la vida humana en el planeta Tierra. Entonces, podemos afirmar que la crisis ambiental es realmente fruto de la crisis del capital, que, además de no resolver los problemas sociales como el hambre y la desigualdad, sigue buscando siempre nuevas formas de generar ganancias para las clases dominantes.
En este sentido, es preciso construir la lucha ambiental como enfrentamiento y superación del modo de producción capitalista. Sin cuestionar la lógica del capital, basada en el mantenimiento de las tasas de ganancia de las clases dominantes a partir de la explotación del trabajo y los territorios de los países del Sur Global, no es posible enfrentar la cuestión ambiental tal y como se nos plantea hoy.
Defender la justicia climática es un aspecto central a partir de la desigualdad establecida entre el Norte y el Sur Global, pero no es suficiente. Otro punto que combatir es el racismo ambiental, ya que las poblaciones más empobrecidas están más expuestas a los efectos de la crisis ambiental.
En Brasil, por ejemplo, una investigación científica encontró restos del veneno glifosato, uno de los más utilizados por el agronegocio, en la leche materna de mujeres de distintas regiones del país; los crímenes ambientales cometidos por las transnacionales mineras Samarco, Vale, BHP Billiton en las ciudades de Mariana, en 2015, y Brumadinho, en 2019, en el estado de Minas Gerais, además de matar casi 300 personas, destruyeron la biodiversidad del río Doce, que atraviesa los estados de Minas Gerais y Espírito Santo, afectando el modo de vida de diversas comunidades ribereñas (Brasil de Fato, 2019, 2023).
En las ciudades brasileñas, las poblaciones negras y las mujeres sufren aún más los impactos ambientales, ya que la mayoría de las personas que viven en las periferias de las ciudades, en lugares propensos a inundaciones y deslizamientos son negras; en el caso de las mujeres, a menudo en el campo, son ellas quienes tienen que aplicar los venenos que la lógica de producción del agronegocio impone a las familias campesinas.
Por lo tanto, es necesario establecer relaciones estrechas entre los movimientos por justicia ambiental y justicia climática y las luchas antirracistas y feministas. No es posible resolver la crisis ambiental sin enfrentar la desigualdad social, el racismo y el patriarcado.
Entre los diversos frentes de lucha, es importante resaltar la actuación de los movimientos campesinos vinculados a La Vía Campesina, cuya agenda propone:
- Reforma agraria popular y defensa de los territorios campesinos e indígenas. La Reforma agraria popular representa una lucha por la democratización del acceso a la tierra, enfrentando directamente el latifundio y la concentración de la propiedad. Esta propuesta va más allá de la redistribución de la tierra, ya que cuestiona el modelo del agronegocio, que transforma la naturaleza en mercancía y agrava la crisis ambiental. Al defender los territorios campesinos e indígenas, se busca garantizar que la tierra cumpla su función social, siendo un espacio de vida, trabajo y reproducción cultural, y no solo un activo financiero. Esta lucha se alía a las demarcaciones de tierras indígenas y quilombolas, reconociendo que la concentración de la propiedad de la tierra es un legado colonial que debe ser superado.
- Soberanía alimentaria. La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a decidir qué, cómo y para quién producir, garantizando el acceso a alimentos saludables y culturalmente adecuados. Se opone a la lógica del agronegocio, que prioriza commodities para exportación en detrimento de la alimentación popular. Para ello, es esencial valorizar las culturas alimentarias regionales, fortalecer circuitos cortos de comercialización y garantizar que las grandes corporaciones no controlen la producción de alimentos. La soberanía alimentaria exige políticas públicas que fortalezcan la agricultura campesina, como compras institucionales y el apoyo a ferias agroecológicas, asegurando que la comida sea un derecho y no un negocio.
- Agroecología. La agroecología propone un cambio radical en la matriz tecnológica, sustituyendo el modelo depredador por sistemas productivos diversificados que ven a la naturaleza como aliada. Esto incluye el uso de bioinsumos, agroforestería y manejo sostenible del suelo, creando entornos más biodiversos y resilientes al cambio climático. Además de la dimensión técnica, la agroecología es una práctica política que construye nuevas relaciones entre los seres humanos y la naturaleza, basadas en la cooperación, la autonomía campesina y el rescate de conocimientos tradicionales.
- Cuidado de los bienes comunes. Agua, minerales, semillas, tierra, biodiversidad no son meros «recursos naturales» o «materias primas» a ser explotados, sino bienes comunes esenciales para la vida. Su gestión debe ser colectiva, garantizando que se cuiden para las generaciones presentes y futuras. El cuidado y la protección de los bienes comunes es un eje central en la construcción de un proyecto popular para el campo, en el que la naturaleza no sea mercantilizada, sino cuidada como patrimonio colectivo.
En Brasil, la línea política del Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) es: plantar árboles, producir alimentos saludables. Esto es parte inherente a la construcción de la Reforma agraria popular, ya que la superación de la crisis ambiental sólo será posible con una nueva forma de producción en el campo, por medio de la agroecología, mediante la construcción de nuevas relaciones sociales que superen el machismo, el patriarcado, el racismo, la lgbtfobia y que incentiven la cooperación y la solidaridad.
Como bien sintetiza João Pedro Stedile, de la coordinación nacional del MST, con relación a los retos brasileños, pero que puede extenderse a otros países del Sur Global:
Necesitamos deforestación cero. No es necesario talar ningún árbol para satisfacer las necesidades del pueblo. Es preciso prohibir la exportación de madera y oro. Es urgente realizar un control riguroso de las actividades mineras y sus impactos ambientales. El país necesita establecer un plan nacional de reforestación, con recursos públicos, para recuperar millones de hectáreas en todo el territorio. También es fundamental reforestar las grandes ciudades, para hacer frente a la contaminación y mitigar el aumento de las temperaturas. Es necesario abordar el problema del transporte individual propulsado por combustibles fósiles, con un plan de transporte público masivo, gratuito y de calidad. Además, debemos ampliar el uso de energía solar en el mayor número posible de actividades productivas. En el campo, es necesario avanzar en la reforma agraria y crear un programa nacional de agroecología para producir alimentos saludables para todo el pueblo, sin usar agrotóxicos (MST, 2025).
Otra perspectiva popular que surge de las luchas sociales en América Latina, principalmente en Ecuador y en Bolivia, es el buen vivir, cuyas ideas están presentes en las nuevas Constituciones de estos dos países. Recuperando la tradición de los pueblos originarios, el buen vivir cuestiona las nociones de progreso y desarrollo tal y como las entiende el capitalismo y parte de los siguientes principios: 1) visión del todo o la Pacha; 2) vivir con multipolaridad; 3) búsqueda del equilibrio; 4) complementariedad de lo diverso; y 5) descolonización (Marques y Depieri, 2023: 115).
El ecosocialismo es una corriente política y teórica que combina socialismo y ecología radical, criticando tanto al capitalismo como al socialismo tradicional por ignorar los límites ecológicos del planeta. Su objetivo es construir una sociedad igualitaria y sostenible, donde la economía sea reorganizada para satisfacer las necesidades humanas sin destruir el medio ambiente. Para Michael Lowy, uno de los principales teóricos de esta corriente, el dilema central de las clases trabajadoras en el siglo XXI es la cuestión ambiental, que debe abordarse desde una perspectiva socialista y que conciba un nuevo modo de producción que tenga en cuenta los retos ecológicos.
La cuestión ambiental no será abordada de verdad por las clases dominantes; su solución es una tarea de las clases trabajadoras del campo y la ciudad, que necesitan construir otra forma de producción y reproducción de la vida con relaciones saludables entre los seres humanos y con el medio ambiente, mediante la organización popular, la denuncia de los verdaderos responsables de la crisis y el anuncio de propuestas que privilegian todas las formas de vida en detrimento del lucro.

Una agenda mínima para enfrentar la crisis ambiental
I – Cumplimiento y avances en los acuerdos internacionales
Con base en la formulación de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo de 1992, de «responsabilidades comunes, pero diferenciadas», obligar a los países desarrollados que tienen la responsabilidad histórica de haber causado la catástrofe climática, a reducir rápidamente sus emisiones de carbono para impedir que las temperaturas globales aumenten por encima del límite crítico de 1,5 °C.
Garantizar que los países desarrollados del Norte Global proporcionen una compensación climática por las pérdidas y daños causados por sus emisiones de carbono y financien fuertemente la infraestructura pública para sustituir la dependencia de energía basada en el carbono.
Cumplir las promesas del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático de que los países desarrollados proporcionen 100.000 millones de dólares por año para satisfacer las necesidades de los países en desarrollo. Estas necesidades incluyen la adaptación y la resiliencia al impacto real y desastroso del cambio climático, que ya están soportando los países en desarrollo (en particular los países de baja altitud y pequeños Estados insulares). Estos recursos deben provenir de donaciones, es decir, de transferencias directas a proyectos, a nivel subnacional, de protección y restauración de los bosques. Los préstamos no son transferencias de recursos, y por lo tanto, no deben contabilizarse como parte del Acuerdo de París, tal como ha ocurrido. Estas transferencias de recursos a los países y pueblos más vulnerables deben ser un instrumento de justicia climática, en lugar de subterfugios para promover negocios en el sector financiero, por parte de los bancos privados o los bancos multilaterales de desarrollo.
Transferir tecnología y financiamiento a los países en desarrollo para la mitigación y la adaptación de los sistemas de energía basados en carbono, a partir de estrategias nacionales.
Exigir que los países desarrollados responsables de contaminar las aguas, el suelo y el aire con residuos tóxicos y peligrosos –incluidos los residuos nucleares– asuman los costos de la descontaminación y dejen de producir y utilizar residuos tóxicos.
II – Una transición energética planificada, justa y con participación social
Es necesario un programa de transición hacia un modelo que mitigue y adapte los sistemas energéticos basados en el carbono, con planificación, participación social, canales de financiamiento para los países del Sur Global según sus necesidades, que promuevan la diversificación de la matriz energética y la eficiencia energética y garanticen el suministro de materias primas para cualquier transición energética en el futuro próximo.
También debe incluir:
El fin de los subsidios gubernamentales directos e indirectos a la industria de combustibles fósiles.
Aumento agresivo de los impuestos sobre las emisiones de gases y productos contaminantes.
Prohibición de la participación del sector financiero en la industria de combustibles fósiles, impidiendo que este proceso sea gestionado por la especulación financiera.
Las inversiones de los Estados para impedir la catástrofe climática, proteger y atender a las poblaciones y recuperar el medio ambiente no pueden verse limitadas o incluidas en legislaciones locales o internacionales de austeridad fiscal. Es obligación del Estado salvaguardar los derechos de las poblaciones localizadas donde se implementan estos proyectos.
III – Protección y estímulo de la agricultura campesina y la soberanía alimentaria
Ampliar el campesinado por medio de reformas agrarias masivas que desconcentren y democraticen el acceso a la tierra, sustituyendo las prácticas perjudiciales del agronegocio por la producción agroecológica.
Construir mecanismos de difusión e implementación masiva de la agroecología, mediante asistencia técnica y financiamiento de las y los campesinos.
Eliminar los agrotóxicos sintéticos para 2035 y reducir a la mitad los fertilizantes sintéticos en el mismo período.
Apoyar la difusión de los bioinsumos para la producción agroecológica, garantizando la estructuración de biofábricas, la base genética y reproductiva de los bioinsumos, poniendo a disposición equipos adecuados para su aplicación y viabilizando la asistencia técnica gratuita específica para la producción y el uso de bioinsumos.
Proteger los derechos del campesinado sobre las semillas y la biodiversidad. Garantizar los derechos de propiedad intelectual de los pueblos indígenas y tradicionales mediante la lucha contra la biopiratería y la apropiación de sus conocimientos y prácticas.
Reestructurar la ganadería para que los rebaños coincidan con la capacidad de la tierra y la demanda alimentaria y no con el mercado.
Prohibir todas las tecnologías no probadas y eliminar todo subsidio público a prácticas y productos nocivos.
Adoptar políticas públicas para regular y proteger los mercados agrícolas y el derecho a la alimentación.
Ampliar y garantizar la prioridad de los alimentos agroecológicos en los programas de compras públicas de alimentos de los gobiernos.
Construir una legislación que separe los perímetros/polos de producción agroecológica, creando zonas libres de venenos, transgénicos y fumigación aérea.
Los gobiernos deben desarrollar estudios que evalúen la necesidad de reposicionar las actividades agropecuarias en función del calentamiento global. Se trata de establecer nuevos mapas agroclimáticos y desarrollar políticas para su consolidación sobre bases biodiversas, protectoras de los servicios ecosistémicos naturales, asegurando la movilización del tejido social, aprovechando la cultura y experiencia de las comunidades y pueblos establecidos en los diferentes territorios
Garantizar la obligatoriedad de procesos de reevaluación periódica, cada cinco años, de productos y procesos de trabajo técnicos y científicos aplicados a los territorios rurales, garantizando la participación de representantes de la sociedad civil.
IV – Políticas efectivas de reforestación y combate a la deforestación
Se deben tomar todas las medidas necesarias para evitar el punto de no retorno de la Amazonía, protegiendo el 80% de su territorio hasta 2025.
Garantizar el fin de toda la deforestación ilegal para 2025.
Frenar la expansión de la frontera agrícola, con sanciones a las empresas y responsables de la apropiación de tierras y expulsión de los pueblos de los bosques, así como a los productos que contribuyen a la deforestación, la degradación y la contaminación.
Prohibir que los recursos consignados por el Acuerdo de París se destinen al agronegocio, la minería y las falsas soluciones de replantación de áreas de protección permanente.
Alcanzar la deforestación legal cero para 2027.
Derogar las leyes y disposiciones que promueven la destrucción de la Amazonía.
Rehabilitar, recuperar y restaurar las áreas deforestadas y degradadas.
Reconocer el 100% de las reivindicaciones territoriales de los pueblos indígenas, de los afrodescendientes, quilombolas y de las comunidades tradicionales en la Amazonía, garantizando la seguridad global (jurídica y física) de la propiedad colectiva de los territorios indígenas, el respeto y la protección territorial de los pueblos indígenas aislados y la garantía de una perspectiva de género en la distribución y titulación de las tierras.
Fortalecer alternativas para una transición agroecológica, de producción agroforestal y ecoturística comunitarias.
Garantizar la participación efectiva de los pueblos de los bosques en toda la cadena productiva de la energía, como parte de los procesos de planificación, gestión y gobernanza, para la construcción de una transición energética justa, popular e inclusiva.
Prohibir los subsidios, inversiones y créditos financieros en proyectos que destruyen los bosques.
Clasificar e incorporar el delito de ecocidio en la legislación de los países y castigar efectivamente todos los delitos ambientales.
Exigir que las corporaciones y empresas responsables de desastres ambientales sean procesadas en sus países de origen y obligadas a reparar los daños causados a la naturaleza y a los pueblos.
Promover un financiamiento para la Amazonía y los bosques del Sur Global, que garantice que todas las conversiones de deuda para la acción climática y/o conservación de la naturaleza sean: integrales, transparentes, directas y con la participación de los pueblos amazónicos autodeterminados, autoorganizados y autogestionados; que en los mecanismos actuales de financiamiento se garantice la participación, el control y la fiscalización social, para evitar abusos, despilfarros y corrupción; y que la naturaleza no sea mercantilizada.
Establecer un impuesto sobre el carbono emitido por las grandes industrias y agroindustrias contaminantes, con el fin de destinar esos recursos a salvar la Amazonía y los bosques del Sur Global.
Prohibir las compensaciones forestales y otros mecanismos de especulación financiera y falsas soluciones de mercado en los territorios.
Que los gobiernos inicien proyectos de reforestación masiva en los bosques, los campos y las ciudades, fomentando la producción y distribución de plantones y estimulando la plantación y la recuperación de áreas degradadas.
V – Gestión planificada y adecuada de los recursos hídricos
El agua debe ser utilizada de forma eficiente, garantizando la prioridad para el consumo humano y animal y para la producción agroecológica.
Promover una gestión de los sistemas acuáticos que incluya la creación de áreas acuáticas protegidas para conservar la salud de las cuencas hidrográficas.
Asegurar la previsión/disponibilidad de recursos para el financiamiento subsidiado de la implementación de agroforestería, con énfasis en los productos alimentarios en unidades familiares de producción, articuladas con sistemas de abastecimiento alimentario.
VI – Restricciones a la minería
Interrumpir inmediatamente y combatir la minería ilegal.
Reducir anualmente el uso del mercurio en la minería hasta su eliminación total.
Prohibir la minería en territorios indígenas, ancestrales y comunitarios.
Establecer planes de recuperación y mitigación de las zonas degradadas por la minería.
Implementar planes para la remediación de la salud de las personas y la restauración de los ecosistemas afectados por el mercurio y la minería.
Establecer sistemas de monitoreo y penalización de actividades que comprometan la calidad de las reservas de agua superficiales y subterráneas.
VII – Participación Popular
La población, especialmente los pueblos del bosque y los afectados por el cambio climático, debe tener asiento, voz, voto y poder de veto en las instancias de formulación, decisión y auditoría del empleo de los recursos y en los proyectos y cadenas productivas con impacto significativo en los territorios.
Las instancias/consejos/comisiones institucionales responsables de la evaluación/validación de productos de la ciencia y la tecnología aplicados en los territorios rurales deben prever espacios para la intervención de lxs representantes de las poblaciones afectadas por su uso, tanto antes como durante su autorización de uso a escala comercial.

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Nota
1 El Cerrado es un bioma que se encuentra en la meseta central de Brasil. Se trata de la sabana tropical más biodiversa del mundo, ocupa el 22-24% del territorio del país y es el segundo bioma más extenso después de la Amazonía.
Fuente: Instituto Tricontinental de Investigación Social, Dossier nº 93, 14 de octubre de 2025.
Foto de portada: Yacimiento petrolífero Greater Burhan, Kuwait, 1991. © Sebastião Salgado