Un punto de encuentro para las alternativas sociales

KOMATSU PC-340: Cavar buscando la aurora

Manuel Cañada

El nombre de una excavadora de 34 toneladas es el título de la primera novela de Javier Mestre. Es una novela, magníficamente enhebrada, sobre la dominación del trabajo en nuestros días y sobre las posibilidades redentoras del amor y la lucha social.

El nombre de una excavadora de 34 toneladas es el título de la primera novela de Javier Mestre. “Un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia”, escribió el futurista Marinetti. También aquí, en la narración que nos ocupa, entre el trajín y el estruendo de las tuneladoras, podremos encontrar más verdad y más belleza que en las socorridas novelas de la clase media. Porque Komatsu no es un relato de escritores para escritores, ni otra novela más de progres cultivados y escépticos. Es una novela, magníficamente enhebrada, sobre la dominación del trabajo en nuestros días y sobre las posibilidades redentoras del amor y la lucha social.

El libro cuenta la historia de amor entre Victoria, ingeniera en las obras de la M-30 y Santiago, el conductor de uno de los inmensos ingenios de la perforación a los que se alude en el título. La inusual relación nace a raíz de la muerte en accidente laboral de Gumersindo, un trabajador inmigrante sin papeles. En el relato se van anudando los meandros de lo social y lo íntimo, el crimen ordinario donde se amasan las fortunas y el amor como fundamental escapatoria.

A través de estampas comunes, el autor nos va desvelando la minuciosa red de sometimientos, trampas y rendiciones que explican el estado de nuestro mundo. Las conversaciones a la hora del bocadillo, el bálsamo de las confidencias en los bares amigos, el paripé de la visita de los representantes institucionales y sindicales a las obras, la trama de subcontratas, encargados y competitividad inducida que convierten los centros de trabajo en transparentes panópticos para los que mandan…

Todo parece visto para sentencia: el capital y sus negocios, inexpugnables; los inmigrantes, invisibles; las vidas de la clase media, arruinadas en la mediocridad; las vidas de todos, condenadas a dar vueltas en la interminable noria de los trepadores. Casi todo conspira para que nos rindamos. Y, sin embargo, algo se escapa a los meticulosos planes del poder, algo se resiste a la rutina del dominio. Entre los pliegues de lo cotidiano, se alzan la resistencia social y el amor como últimas trincheras. Y a partir de ahí, la novela nos irá relatando la posibilidad de que estas dos incautas esperanzas puedan enfrentarse a la férrea urdimbre de determinaciones o si, por el contrario, como ocurre habitualmente, la barca del amor se estrellará contra la vida cotidiana…

El misterioso título se va dilucidando. “Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora”, imaginó Lorca. Las excavadoras de nuestra narración también quieren quebrar albores, desbaratar los duros canchales de la explotación y la doblez, invisibles tras el prosaísmo de lo material. Se trata de ahondar, de agujerear la realidad, de experimentar un camino que contradiga la agorera profecía de que la suerte está echada.

“No dejaré de inquietaros con mis interrogatorios”, dice la cita de Platón con la que Javier Mestre abre el libro, advirtiendo ya desde el inicio de sus propósitos. Como Santiago, el conductor indomable de nuestra historia que pretende convertir la parada del bocadillo en un tiempo de conciencia, el autor quiere “resucitar los cadáveres de la solidaridad, de la dignidad”, “el rescoldo mortecino de las luchas de un siglo de hombres y mujeres de la clase obrera”.

Incondicionalidad de la lucha, rescate de los muertos, distorsión de la lengua “De los muchos caminos con que un hombre cuenta para escapar al apaciguamiento, estos son seguramente los tres más importantes: la incondicionalidad de la lucha, el rescate de los muertos y la distorsión de la lengua”

Quique Falcón, en La taberna roja ¿Es posible resistir? Esa es la principal pregunta que recorre Komatsu. La novela se interroga sobre la posibilidad de la lucha anticapitalista en tiempos de resignación, cinismo y alienación consumista. “En cuanto se les deja, se sitúan en fila india y avanzan hacia el fuego graneado de las mercancías”, escribió con amargura Walter Benjamin. Pero nuestro novelista no quiere mostrarnos sólo la fortaleza del dominio o los fundamentos de la nueva barbarie, sino sobre todo “esos momentos exquisitos, mágicos, en que se rompe el hechizo del capital”, las ocasiones en las que se resquebraja la costumbre de la obediencia y el discurso del consumismo. El autor va a iluminar los instantes en los que estallan “las pequeñas bombas de rebeldía”.

Luchar es conspirar con otros, conocer con otros, evaluar con otros las fuerzas propias y las del enemigo, buscar aliados, elegir las estrategias y cuñas… Pero luchar es, a menudo en primer lugar, combatir contra uno mismo: “Ahí estaba Viqui muriendo, Victoria naciendo, cuando soltó de pronto, secamente, sin miramientos, sin introducciones, por sorpresa, su aparente sentencia de muerte como ingeniera de la UTE, la expresión definitiva de su compromiso con todo lo demás, lo accesorio, lo colateral, lo de debajo”.

Como el de Victoria-Manuela, el de Javier Mestre es un sólido compromiso con “lo colateral, lo de debajo”. Komatsu no es una novela escrita para el Mercado ni para la Academia -que es con quienes están comprometidas a sangre y fuego la inmensa mayoría de las novelas convencionales, presuntamente “apolíticas”. En sus páginas, hay un permanente esfuerzo por acoger a los otros sujetos sociales y políticos, a los actores colectivos que cuestionan el ruido y el silencio dominantes.

Militantes y afanes del sindicalismo no vendido, la izquierda anticapitalista, la cultura crítica o el ecologismo social pueblan la narración de debates, preocupaciones y rebeldías actuales. Frente a la milonga de la “novela sin sujeto”, Komatsu es una novela con sujetos reconocidos y reconocibles. Las reuniones o actividades de Ecologistas en Acción, las Oficinas de Derechos Sociales, Ferrocarril Clandestino, la CGT, los críticos de CCOO, la agrupación Marx Madera del PCE, la Plataforma Vecinal contra la M-30 o las asociaciones de la memoria histórica, aparecen en el relato componiendo un fresco del activismo social y político de nuestra época.

Los escuadrones literarios de la transición liquidaron la novela social de los años 50 y 60 tildándola con desprecio como “novela de la berza”. De un plumazo, con la complicidad de los grupos editoriales y políticos que urdían un “tránsito sin traumas”, se deshicieron de una narrativa problemática, etiquetándola como esquemática y panfletaria. La pequeña burguesía ascendente y la gran burguesía ascendida urgían otra crónica social, funcional al reacomodo político de las élites.

Javier Mestre entronca con esa corriente literaria, arrinconada en los desvanes del consenso. Otra literatura es necesaria, una literatura realista, es decir que revele realidad, que se atreva a inmiscuirse en los blindados muros de los Centros de Internamiento de Inmigrantes, o en los entresijos de la asesina siniestralidad laboral, o en el exquisito tejido del ostracismo social y político contemporáneo. Cuando la fantasía de las clases medias se derrumba, cuando el huevo de la serpiente late con fuerza presagiando fascismos de nuevo tipo, la literatura no puede ser lujo o capital cultural de las nuevas generaciones de “neutrales”. “No perdería lo mejor de mi vida intentando escribir novelas si se tratase sólo de un juego, de tejer un bordado de ganchillo verbal utilizando los hilos de un género que otros manejaron antes que yo”, apuntó con maestría Rafael Chirbes. Sobra costumbrismo y solipsismo de la experiencia, y falta literatura de la conciencia y de la resistencia.

Pero para que esa literatura sea incisiva ha de ser buena literatura, hecha, como escribió Maiakovski, con “palabras nuevas, expresivas y comprensibles para todos”. No basta con que sea plenamente consciente de su circunstancia social, política y económica, además ha de iluminarla con palabras frescas y significativas. No simple discurso o reflejo estático de la realidad, sino distorsión artística que alumbre, capacidad dialéctica para articular determinaciones y contradicciones, construcción de personajes en transformación.

Komatsu es un buen ejemplo de esa combinación de literatura civil e ingenio narrativo. El relato nos presenta de una forma novedosa la relación compleja entre derrotas cotidianas y militancia política. En modo alguno resulta una ingenua exaltación del activismo, sino una trama que nos invita a reflexionar sobre la sinceridad, los obstáculos y los límites del antagonismo político. El segundo y último capítulo es una magnífica muestra de esta habilidad para esquivar la simplificación y el maniqueísmo. Han pasado algunos años y nuestros protagonistas, Victoria y Santiago, tras la dura experiencia en las obras de la M-30 que ha fundado su relación, han acabado recalando en el pueblo de los padres de él.

Victoria es ahora la arquitecta de la mancomunidad de municipios y Santiago sigue trabajando con una máquina excavadora, aunque en condiciones más precarias. Victoria “tiene que lograr que su marido la acompañe en la aventura de dejarse llevar por el sueño y tratar de criar al niño con la felicidad que es posible aquí y ahora“ (…) “Las amistades del pueblo marcan el camino, lo mismo que la televisión, la radio, los periódicos, la escuela, las fiestas, las vacaciones en la playa, las navidades, las compras en el centro comercial cercano, la normalidad apabullante, somnífera, a la que tiene derecho. Sí, tenemos derecho a una vida normal, proclama Victoria”.

Mestre, que conoce bien el paño del cernido caciquismo en los pueblos pequeños, nos baja de la nube épica a la cruda y prosaica fábrica de resignación. Del romance revolucionario a lo Benedetti (“en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”) a la reabsorción en el sistema por la vía familiar y comunitaria. Sí, somos vínculo, somos mucho más que dos, pero el lazo no sólo une, también ata. “Josep, ven aquí, son tus hijos”, le grita la mujer del anarquista que protagoniza la película La ciudad quemada, magnífica descripción de la Semana Trágica de Barcelona, cuando el insurrecto, escopeta en mano, se dispone a incorporarse con sus compañeros a las barricadas. “Vete. Tuyos son también. Y ya está bien con la mierda de los hijos”, le contesta él.

Casi todo conspira para que nos rindamos. Rodeados por las reconvenciones familiares, la atmósfera del corporativismo o los múltiples mecanismos de control social, tan bien descritos en el relato, estamos a punto de asumir la imposibilidad o improcedencia de seguir luchando.… El cacique o el encargado, tan atento a nuestras flaquezas, a nuestros cotidianos talones de Aquiles, nos aliviará el tránsito en la adaptación a otra actitud más sensata y responsable: “Yo quiero gente como tú en mis equipos de dirección, gente con corazón y con agallas, y creo que pronto podré ofrecerte algo a lo que no te podrás negar”; y la familia o los amigos, tan pendientes de ponderarnos las pequeñas virtudes, la prudencia, la moderación o la autocontención, también nos animarán a componer el nuevo compromiso. “Es sano tener aspiraciones revolucionarias cuando se está descubriendo el mundo”, le dice Rocabruna, un amigo de la familia, a Victoria, en el momento de las primeras dudas. Sí, ya se sabe, el que no es comunista a los veinte años no tiene corazón, el que lo sigue siendo a los cuarenta, no tiene cabeza… El autor nos muestra con maestría la complejidad del sistema de dominación, su capacidad de atracción y persuasión.

Un ejército de resignadores va alicatando nuestra renuncia. Hasta que llega el día en que no hace falta que nadie nos vigile, porque ya somos nosotros los que nos encargamos de auto-vigilarnos y, de paso, vigilar que otros ingenuos levantiscos acepten la oferta del mundo apacible e hipócrita de la clase media. Santiago y Victoria parecen ya casi atrapados, entre las precariedades del trabajo y la dulce atmósfera de rendición. Pero sobrevive en ellos una inquietud elemental, una “patología de desadaptación social”, una conciencia sobre la injusticia y mentira que encierra el vistoso plato único de la felicidad posmoderna. Ante los ojos de nuestros protagonistas, se produce una nueva tropelía, una recalificación tramposa de terrenos. Y entonces saltará otra vez el imprevisible dispositivo del coraje.

Cabría objetar que la resolución de la novela parece muy deudora de la necesidad de un bello final militante. La realidad no se deja agujerear fácilmente, y menos aún excavar. Pero quizás es únicamente ahí, en la fidelidad al acontecimiento militante, en el excedente utópico no integrable por el sistema, en la renovación del vínculo de lucha con otros, en la pugna frente al poder y frente a nuestra propia rutina, donde pueden abrirse las grietas de la esperanza.

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