El liberalismo igualitario de los jacobinos
Jean-Pierre Gross
Los jacobinos no elegían entre la libertad y la igualdad. Afirmaban una gracias a la otra, y unían una a la otra con el cemento de la fraternidad. Preocupados a la vez por no “alarmar a la propiedad” y no “ofender a la justicia”, juzgaban que la prosperidad de los ricos jamás debía contradecir la subsistencia de los pobres. Hoy, incluso esta moderación, aparece de nuevo revolucionaria…
Destacar el ideal igualitario de los jacobinos es un lugar común. Discípulos de Rousseau, se aplicaron a erradicar las desigualdades heredadas del Antiguo Régimen: si 1789 consagró la igualdad ante la ley, 1793 debía inaugurar la era de la igualdad real. Pero destacar, al mismo tiempo, el liberalismo de los jacobinos, discípulos de Montesquieu, parece una paradoja. ¿Acaso libertad e igualdad no son, a priori, incompatibles? Cuanto más libertad existe, la competencia tiende a engendrar más desigualdades e, inversamente, si se desea impulsar la igualdad, se tiende a caer en una limitación de la libertad, al redistribuir riqueza o ventajas. Por esto Montesquieu, en su proyecto de sociedad, se esforzó en dosificar estos dos ingredientes, siendo la libertad para él más deseable que la igualdad, y la desigualdad un mal menor frente al despotismo. A este dilema filosófico se agrega la problemática histórica del Terror. ¿Los autores modernos no nos han señalado que este fue también, además de un régimen represivo impuesto por las “circunstancias” y que llevaba a una necesaria restricción de las libertades, una ideología igualitaria cuyo objetivo era la regeneración moral, y la uniformidad de la sociedad? En este sentido, Luc Ferry y Alain Renaut 1 condenan el jacobinismo por su visión voluntarista y ética de los derechos del hombre, en la que el riesgo inherente a tal visión era la política del Terror, “históricamente verificable”. François Furet y Mona Ozouf 2, por su parte, han estimado que el consentimiento a la coacción fue la verdadera línea divisoria en la Convención: al desear imponer la igualdad a los ricos y al “forzarlos a ser honestos”, Robespierre y sus seguidores inauguraron la era totalitaria, el culto de la violencia, que únicamente esperaba “el injerto bolchevique” para transformarse, en el siglo XX, en necesidad revolucionaria.
Debe admitirse que los enfoques de los historiadores de izquierda favorecieron esta percepción de una inexorable continuidad histórica. ¿Acaso Albert Mathiez no veía en Robespierre al cómplice de Babeuf, en un momento en que éste último era reivindicado como el antepasado ilustre de la revolución proletaria? Cuando escribía en 1928, en la época de la “dekulakización” de la URSS, Albert Mathiez presentaba la política agraria de los jacobinos franceses del año II como una vasta tentativa de expropiación de una clase en beneficio de otra. Si bien esta interpretación fue sensiblemente modificada por sus sucesores, no es menos cierto que, a través del prisma marxista, la experiencia jacobina aparecía aún como una prefiguración de las luchas ideológicas de los tiempos modernos.
Tales asimilaciones, y las reservas que ellas suscitan, llaman a reflexionar. Revelan un profundo desprecio en cuanto a la naturaleza del igualitarismo jacobino, nacido del individualismo de 1789 y de la lógica de los derechos del hombre. La Declaración de derechos de 1793, redactada conjuntamente por Girondinos y Montañeses ( esencialmente por Condorcet y Robespierre), proclama los derechos naturales que son “la igualdad, la libertad, la seguridad y la propiedad”.
Ni laissez-faire ni dirigismo
Estos derechos emergieron de las tesis de Locke, padre del liberalismo moderno, que definía el derecho de propiedad como englobando “la vida, la libertad, los bienes”, comprendiendo en ello la facultad de acumular las riquezas y gozar de ellas; pero que afirmaba también la igualdad natural y el “derecho igual a la libertad”, implicando, según el principio de reciprocidad, el deber de respetar el derecho del otro a la libertad. Como lo hace notar Amartya Sen, teórico del utilitarismo norteamericano, la igualdad es no solo una característica esencial de las concepciones liberales de organización social (libertad igual para todos, igual consideración para todos), sino que la oposición entre libertad e igualdad es ficticia e inexacta, en cuanto que al ser la libertad uno de los posibles campos de aplicación de la igualdad, la igualdad forma parte de los esquemas de distribución posibles de la libertad.
Si la Declaración de derechos de 1793, a la inversa de la de 1789, hace preceder la libertad por la igualdad, es porque un obstáculo económico, el de la pobreza, se opone a la realización de los derechos recíprocos; y se postula un umbral a partir del cual la igualdad tiene un sentido, el umbral del mínimo vital. En el sentido en que ser pobre implica no solamente no tener pan, sino sobretodo, como diría Amartya Sen, a “ser privado de libertad”, ya que el bienestar equivale a la facultad de gozar. Por ello la Declaración de 1793, en su artículo primero, que describe el objetivo de la sociedad en cuanto a lograr “la felicidad común”, sostiene que el gobierno se instituyó para “garantizar al hombre el gozo” de sus derechos. Es el prerrequisito social, que debe permitir a los más desfavorecidos franquear el umbral que opera los derechos del hombre, y de acceder, en el lenguaje de Robespierre, a la “pobreza honorable”. La declaración jacobina, exhibida en los lugares públicos durante toda la época del Terror, no buscaba ni el nivelamiento absoluto ni la comunidad de bienes. Se inscribe en el contexto de una economía de mercado precapitalista fundada sobre la propiedad privada, y busca conciliar libertad e igualdad por medio de la fraternidad: ¿Robespierre no es el primero, desde 1790, en pedir que esas tres palabras figuren juntas en las banderas de los guardias nacionales? Proyecto de sociedad que exige una “familia de hermanos”, donde cada uno encuentre su lugar, la seguridad de ser nutrido, vestido y alojado, incluso obtener una pequeña parcela de tierra para cultivar, y donde cada uno es llamado para aportar, según sus fuerzas y capacidades, una contribución por definición desigual al bien común. Proyecto de justicia distributiva, que favorece la equidad más que la estricta igualdad. Pues la equidad no aconseja ni el acaparamiento ni la privación, sino el reparto – las desigualdades que subsisten no hieren a nadie y, conforme a los dos principios de justicia propuestos por el filósofo norteamericano John Rawls, contribuyen, en el corto plazo, a la “felicidad común”.3
Tal ideal, que hace soñar en este final del siglo XX, conoció una larga gestación en la época de las Luces, pero sus orígenes permanecen en parte velados. Por una parte, se desarrolla en Francia un igualitarismo a la antigua que condena el lujo, en la línea propuesta en las “Vidas” de Plutarco y del “Télémaque” de Fénelon, y que será explotado por Montesquieu, Rousseau y Mably. Pero paralelamente, después de Locke, los economistas franceses preclásicos de la primera mitad del siglo XVIII, elaboran a su modo un proyecto humanista liberal de cohesión social fundado sobre la igualdad natural. Al desarrollo de este liberalismo igualitario específicamente francés, que se opone tanto al mercantilismo como a la tendencia liberal clásica que desemboca en el capitalismo, participan espíritus de nota, tales Boisguilbert, John Law, Melon, Vincent de Gournay y Véron de Forbonnais.
¿Cuáles son sus rasgos más destacados? Afirmación del derecho igual a la libertad y a la propiedad; papel central atribuido a la cadena solidaria de las necesidades recíprocas y de los intercambios mercantiles; valorización de la clase de los pequeños productores (campesinos, artesanos, obreros, compañeros) y de su contribución a la prosperidad general; papel significativo atribuido al Estado “tutor de la gran familia”, que vela por el equilibrio del reparto y la armonía social. La “societé bien policée” ( N.del T.: la sociedad regida por leyes prudentes y sensatas) deseada por estos liberales se encuentra equidistante del laissez-faire desenfrenado y del dirigismo: ¡moderadamente intervencionista, anuncia más bien un tipo de economía administrada de modelo “keynesiano”!
Pero a ésta se opone, a partir de 1758, el gran movimiento fisiocrático en pleno esplendor, que privilegia el enriquecimiento centrado sobre el capitalismo agrario, la libre competencia, la eliminación del corporatismo, una fiscalidad simplificada. En la historia económica, el entusiasmo por la tesis de los fisiócratas, retomada y parcialmente aplicada por Turgot, tendrá como efecto eclipsar la de los liberales igualitarios. Estos últimos, sin embargo, hacen notar que economía y moral no son antagónicos si se concibe la riqueza no como un parámetro cuantitativo a maximizarse, sino como el fruto del equilibrio económico y social. Así el caballero de Jaucourt y el recaudador general Graslin militan a favor de un impuesto progresivo como instrumento de justicia fiscal, y que Necker se opone a Turgot, en 1775, en la polémica sobre la libertad del comercio de los granos: ¡Necker intervencionista, defensor de los pequeños consumidores y apóstol de la “armonía general”, precursor a su modo de los jacobinos!
Estos retoman por su cuenta las preocupaciones económicas de las Luces. Entre Girondinos y Montañeses, el foso que los separa es menos profundo de lo que se ha dicho: por ejemplo, unos y otros son favorables al impuesto progresivo sobre la renta. No obstante, en oportunidad del gran debate del otoño de 1792, sobre la libre circulación de los granos, se produjo el enfrentamiento. Frente a Vergniaud y a Creuzé-Latouche, que preconizan la “libertad ilimitada”, Robespierre va a defender el “derecho a la existencia”. Haciéndose eco de Rousseau que afirmaba que en el estado de naturaleza “los frutos son de todos, y la tierra no es de nadie”, Robespierre subraya que la propiedad no puede jamás estar en oposición con la subsistencia de los hombres, ya que esta es un derecho “tan sagrado como la vida misma”. Equivale a afirmar, frente a la economía de mercado, la tesis de la “economía moral”. Tesis defendida también por el joven Saint-Just, que se no puede conciliar las teorías de Adam Smith, según quien el libre juego del interés sería el principal criterio de la acción económica, con la triste comprobación de que “los hombres duros, que solo viven para ellos”, atacan gravemente a la “armonía social”. Toma de posición significativa por parte de liberales que rechazan confundir interés personal con egoísmo.
Pero, si los jacobinos se oponen a la acumulación inmoderada de los bienes materiales, no es para reivindicar la ley agraria. A lo largo de toda su carrera política, Robespierre, campeón de los “sans-culottes”, defendió el derecho de propiedad, sobre todo de la gente modesta, de los trabajadores manuales, cuyo “módico salario” y los “pequeños ahorros” constituyen propiedades “mucho más sagradas” por cuanto “el interés en su conservación es proporcionado a lo módico de su fortuna.”
La justicia redistributiva a la orden del día.
Sus prevenciones, contra la acumulación de las riquezas y el gran capital, no le impiden afirmar una concepción de la propiedad idéntica a la de Locke y de Smith, con una condición precisa: que la libertad de apropiación no pueda ejercerse a expensas de aquellos que se encuentran desprovistos de ella. ¿Robespierre no demuestra su liberalismo, y su humanismo, al afirmar que, si todos los ricos se comportaran como los “ecónomos de la sociedad” y como los “hermanos del pobre”, no se debería reconocer “otra ley que la libertad más ilimitada”?
Una amplia investigación emprendida en la universidad Paris-I, bajo la conducción de Michel Biard, aportará los resultados del balance de la acción de los representantes en misión en las provincias francesas y permitirá, en breve, esclarecer la práctica hecha en el año II de este liberalismo jacobino de reparto. Desde ya, se manifiesta que los diputados se distinguen, mayoritariamente, no por su intolerancia, sino por su preocupación por la equidad.
Montañeses centristas o diputados de la Llanura, a veces simpatizantes de la Gironda proscripta, aplican el Terror con mesura (Auxerrois, Marche, Limousin, Périgord, Angoumois, Agenais) y practican la reconciliación; ex-nobles y federalistas arrepentidos eran invitados a reintegrarse en la familia republicana con orientación pluralista.
Desde luego, la justicia distributiva está a la orden del día, pero es relativa: racionamiento alimenticio; reforma agraria sin expropiación, basada en la propiedad útil; recaudación de impuestos revolucionarios con carácter progresivo; enseñanza primaria para varones y niñas; formación obrera, vulgarización agronómica; esbozo del Estado benefactor. Este programa, ensayado sobre la marcha, tenía por objetivo crear una democracia de pequeños propietarios y de trabajadores independientes, en la que reinaría la igualdad de derechos y la igualdad de oportunidades (¡incluso para las mujeres!). Sin duda se aplicó de manera desigual y efímera; pero dejó en la memoria colectiva de las regiones donde fue esbozado, tales como las regiones del Sud-oeste, una resonancia que se prolongó a lo largo del siglo XIX.
Jean Jaurès, originario de ese rincón de Francia, reprochaba sin embargo a los jacobinos de haber querido hacer vivir al pueblo francés “à bon marché”. A su entender, el ideal espartano de Robespierre excluía a la vez el comunismo y la riqueza, en tanto ésta era tolerada como una “enojosa necesidad”. Jaurès rechazaba esta visión pesimista de las relaciones económicas: ¡el trabajo siempre asegurado, con la condición de ser moderado! Rechazaba la noción de “pobreza honorable” y la de igualdad moral que subyace a ella, como destinadas a perpetuar la desigualdad social adulando el orgullo del pobre y la complacencia del rico; según su criterio, de este modo el problema social se veía “singularmente aliviado”. ¡Más perspicaz que Mathiez, olfateaba en los jacobinos una falta muy severa de fibra socialista!
¿Pero a qué apuntaba exactamente Jean Jaurès? ¿Frente al avance del capitalismo, no nutría el designio ( en 1896) de “cambiar la forma misma, la naturaleza misma de la propiedad”? Ahora bien, Robespierre y sus amigos habían renunciado, sin equívocos, a la comunidad de los bienes que a sus ojos era una “quimera” perjudicial para las libertades individuales: “Como si existiese un solo hombre dotado de algún tipo de industria cuyo interés no se viese contrariado por este proyecto extravagante.” Ellos preconizaban, también, una “revolución del pobre, dulce y apacible, revolución que se opera sin alarmar la propiedad y sin ofender la justicia.”
El ideal jacobino, dejando de lado sus elementos no esenciales, aparece de este modo fiel a sí mismo: consagración a la vez del individualismo burgués, criticado por Marx pero preconizado por Tocqueville, y validación del requisito previo de lo social, criticado por Tocqueville pero preconizado por Jaurès; únicamente la amalgama de estas dos condiciones puede asegurar la felicidad de la sociedad. Luego del bicentenario, numerosos historiadores de un lado y otro del Atlántico, comienzan a cuestionar una lectura del jacobinismo que se complace en señalar en él una visión utopista, una fuga hacia delante o una desviación totalitaria, en detrimento de sus realizaciones democráticas e igualitarias.
Jean-Pierre Gross: Historiador, autor de “Saint-Just, sa politique et ses missions”, Bibliothèque nationale, Paris, 1976, y de “Fair Shares of All: jacobin Egalitarism in Practice”, Cambridge University Press, Cambridge (Gran Bretaña), 1997.
1 Luc Ferry y Alain Renaut, Philosophie Politique 3: des droits de l´homme à l´idée républicaine, Presses universitaires de France, Paris, 1985, p.37.
2 François Furet y Mona Ozouf, artículos “Terreur” y “Egalité”, Dictionnaire critique de la Révolution Française, 2ª edición, Flammarion, Paris, 1992.
3 John Rawls, “Justice as Fairness”, Philosophical Review, New York, nº67, abril, 1958, p.164-194; John Rawls, Théorie de la Justice, Le Seuil, Paris, 1987; y Liberalisme politique, Presses universitarires de France, Paris, 1995.
(Artículo publicado en Manière de Voir 40, Le Monde-diplomatique, Juillet-Août 1998, Les Combats de l’Histoire. Trad. ER.)