Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Entrevista político-filosófica a Antoni Doménech

Salvador López Arnal

Junio-Julio de 2003

Pregunta 1.- Está a punto de publicarse un estudio tuyo, largamente esperado, cuyo título, no sé si provisional, es El eclipse de la fraternidad: una revisión republicana de la tradición socialista (Barcelona, Crítica, en prensa). Hasta donde sé, el libro es, en buena medida, una larga reconstrucción histórica, centrada sobre todo en el período 1848-1936, con calas hacia atrás (hasta las Repúblicas del mediterráneo antiguo) y hacia delante (hasta nuestros mismso días). ¿Qué motivos te han llevado a dar tanta importancia a la historia, en vez de limitarte a escribir un libro más bien filosófico-sistemático sobre la “fraternidad?¿Y cómo definirías el concepto de fraternidad”?

Respuesta a la P1.-  No se puede definir el concepto de “fraternidad” en términos de condiciones necesarias y suficientes. Y no –o  no sólo— porque se trate de un concepto vago, o nebuloso, o particularmente amorfo. Sino porque, como todos los conceptos filosófico-políticos –también los de “libertad” o “igualdad”—,  es un concepto esencialmente histórico. Fue la cabal comprensión de eso, y mi vieja insatisfacción con el modo con que se hace ahora filosofía política en la vida académica, lo que me llevó, al comienzo, a planear una larga introducción histórica a un libro concebido inicialmente, en efecto, de manera más filosófico-sistemática. Luego, con el paso de los años –este libro ha sido gestado, con algunas interrupciones,  durante más de una década—, la “introducción” fue creciendo hasta convertirse en un enorme material con vida propia, del que el libro presente no es sino una parte.

Pregunta 2.- Por las partes del manuscrito que he visto, el libro tiene una punta muy visible de actualidad política. ¿Cómo encajas la “Revisión republicana de la tradición socialista”, esa larga mirada histórica y retrospectiva al pasado, con las cuestiones candentes para la izquierda de hoy?

Respuesta a la P2.-  Creo que el pasado, visto crítica y autocríticamente, contiene lecciones políticas que la izquierda viva de hoy no puede permitirse seguir ignorando. Porque lo cierto es que el pasado ha sido sistemáticamente falseado u ocultado, tanto por una izquierda derrotada y desnortada, como por el tradicional partido del olvido y la sepultura de la memoria que son las fuerzas de la conservación. Sea como fuere, yo he tratado modestamente de seguir en mi libro el consejo de Walter Benjamin: “encender en el pasado la chispa de la esperanza presente”. Consejo, dicho sea paso, que Benjamin reservaba sólo para los historiadores “penetrados de la idea de que tampoco los muertos están a salvo del enemigo victorioso”.

Pregunta 3.- La vindicación de igualdad y libertad, ¿no conlleva, de hecho, la aceptación de la fraternidad?

Respuesta a la P3.- Lo primero sobre lo que vale la pena llamar la atención es que la “fraternidad” es un concepto metafórico. Es una metáfora conceptual cuyo dominio de partida es la vida familiar, privada, doméstica, y cuyo dominio-término es la sociedad civil y su esfera pública. Esto es en cierto sentido anómalo. En la tradición escrita recibida de la filosofía política clásica esos dos ámbitos (la vida pública civil y la vida privada doméstica) solían relacionarse con metáforas conceptuales, ciertamente, pero de sentido inverso: el dominio de partida era la esfera civil, la comunidad política, y el dominio de llegada, el ámbito de la privacidad. Son célebres, por reducirnos a un ejemplo, las metáforas de Aristóteles proponiendo un orden doméstico en el que el padre de familia gobierna a la mujer republicanamente, a los hijos, monárquicamente, y a los esclavos, despóticamente. Si queremos buscar en el mundo clásico metáforas excepcionales de sentido inverso, cuyo dominio de partida sea el ámbito doméstico o familiar, apenas hallamos otro ejemplo que el de Aspasia.

Fue Aspasia –si hay que creer a Platón en la burla que de ella hace en el Menéxeno— quien por vez  primera usó la metáfora política de la fraternidad. Y la usó, además, en un sentido radicalmente democrático-plebeyo (de aquí el encono de Platón), es decir, como universalización de la libertad republicana y de la igualdad –entendida ésta como reciprocidad de ricos y pobres en la libertad—. Aspasia es un ejemplo supremamente revelador. En primer lugar, por tratarse de una mujer: las mujeres libres estaban inveteradamente excluidas en Atenas de la participación política; y es natural que, para ellas, el ámbito de experiencias cognitivas metafóricamente fértiles fuera el oikos, el espacio doméstico. En segundo lugar, por tratarse de una dirigente del partido democrático de los thetes, de los pobres libres:  nada menos que “maestra y concubina” de Pericles, al decir de quienes pretendían degradar a la democracia plebeya ática difamando a ambos. Y aunque la democracia radical no otorgó plena libertad política a las mujeres en Atenas, sí les dio –para indignación de todos los grandes  filósofos políticos y de enemigos encarnizados de la democracia como el comediante Aristófanes— plena e igual libertad de palabra política (isegoría) en el ágora.

En el mundo postclásico, y particularmente en las monarquías helenísticas postalejandrinas, encontramos también la metáfora política de la philadelfía, de la fraternidad. Pero con un contenido muy distinto, que pasó al judío helenizado Pablo, y a través de él, a un  cristianismo que se difundió muy rápidamente por todos los territorios del Imperio romano, colonizando cognitivamente a velocidad de vértigo las mentes de las “clases domesticas” subalternas: se trata de un mundo, el postclásico, en el que han desaparecido casi por completo las experiencias de la libertad republicana antigua, y la “fraternidad” expresa en él, no el ideal republicano-democrático aspasiano de universalización de la libertad republicana, sino, al revés, el imperativo monárquico-imperial de una vida civil pública –política— regida patriarcal y despóticamente, como un oikos o como un domus, y en la que todos –amos y esclavos, tiranos y súbditos— deben, encima, quererse “fraternalmente” en tanto que miembros de una misma familia (“familia” viene de fámulo, esclavo).

Pregunta 4.- Pero ¿no fue Robespierre quien acuñó la trinitaria consigan de libertad, igualdad, fraternidad?

Respuesta a P4.- Ya casi nadie se acuerda de que la divisa republicano-revolucionaria  francesa “Libertad, Igualdad, Fraternidad” la acuñó el diputado Robespierre en un célebre discurso parlamentario de 1790. Y su sentido era inequívoco: él, que se había opuesto desde el principio a la división de los ciudadanos en “activos” y “pasivos”; él, el enemigo del sufragio censitario con el que trataba de reservarse una ciudadanía exclusiva para los ricos; él quería, como Aspasia, la democracia revolucionaria, es decir, la universalización de la libertad y de la igualdad republicanas: una vida civil que hiciera políticamente irrelevantes las distinciones entre ricos y pobres; una vida social y económica en la que los pobres no tuvieran que pedir permiso a los propietarios ricos para poder existir. Porque eso es lo que significaba en 1790 “fraternidad” en Europa: afloramiento, plena incorporación de los pobres y de todas las antiguas clases domésticas a la igual libertad civil. Con la consigna de “fraternidad”, el ala democrático-plebeya de la Revolución francesa concretaba en programa político de combate para el pueblo trabajador –que era su base social— el ideal ilustrado de “emancipación” (¡otra metáfora procedente del ámbito familiar!): que todos los hombres sean hermanos –la exigencia del gran poema de Schiller parcialmente musicado luego por Beethoven en la novena sinfonía— quiere decir que todos se “emancipan” de las tutelas señoriales en que secularmente vivía segmentado el grueso de las poblaciones trabajadoras del antiguo régimen europeo; quiere decir que todos –por formularlo conforme a la célebre divisa de Kant, ese admirador de Robespierre— se hagan mayores de edad. Cuando Marat desafía los “falsos conceptos de igualdad y libertad” porque tratan de enmascarar el hecho de que quienes los proponen “nos siguen viendo como la canalla”, está exigiendo que la “canalla” (los desposeídos, los campesinos acasillados, los criados, los domésticos, los trabajadores asalariados sometidos a un “patrón”, los artesanos pobres, las mujeres, todos quienes, para vivir, necesitan depender de otro, pedirle permiso) no sea excluida de la nueva vida civil libre que prometió la Revolución en 1789: que nadie domine a nadie, que nadie necesite “depender de otro particular” para poder subsistir.

Pregunta 5.- Entonces, en tu opinión, ¿qué papel juega la consigna de fraternidad a partir de la revolución francesa?

Respuesta a P5.- La “fraternidad” es a partir de 1790 la consigna que unifica programáticamente las exigencias de libertad e igualdad de las poblaciones trabajadoras, esa “bestia horizontal” –como la llamó el historiador E.P. Thompson en su gran estudio sobre la cultura popular en la Inglaterra del XVIII— secularmente semiadormilada que, gracias al programa democrático-fraternal robespierriano, vivió por unos años la experiencia de una horizontalidad conscientemente política, conscientemente emancipada de los yugos señoriales y patriarcales que la venían segmentando verticalmente. “Emanciparse” era “hermanarse” horizontalmente, sin barreras verticalmente dispuestas: emancipado de la tutela del señor o del patrón, no sólo se puede ser hermano de todos los “menores” que comparten cotidianidad bajo la misma dominación patriarcal-patrimonial; se puede ser también hermano emancipado de todos quienes estaban bajo la tutela y la dominación (dominación viene de domus: ¡otra metáfora familiar!) de otros patronos. La segmentante parcelación señorial de la vida social europea en el antiguo régimen (transplantada a la América española y portuguesa) estorbaba al contacto horizontal del pueblo llano; caído ese régimen –tal era el ideal—, todas las clases domésticas y subalternas, antes fragmentadas en jurisdicciones, dominios y protectorados señoriales, se unirían, se fundirían como hermanas emancipadas que sólo reconocerían un progenitor: la nación, la patria. Y la ola de hermanamiento tampoco se detenía aquí: destruidas no sólo las sociedades civiles señoriales, sino las despóticas monarquías absolutas enseñoreadas de las distintas naciones –domésticas de sus reyes—, también los distintos pueblos de la tierra, emancipados de esa tutela dinástica segmentante de los pueblos, se hermanarían alegres: eso fue la Weltbürgertum ilustrada, la República cosmopolita (que nada tiene que ver con el cosmopolitismo liberal del XIX).

Pregunta 6.- ¿Por qué razones crees que  se ha eclipsado o desdibujado la fraternidad, este elemento de la tríada ilustrada?

Respuesta la P6.- La derrota del programa democrático-fraternal tras el golpe de estado de Termidor, y la substitución en 1795 de una república de ciudadanos por una –efímera— república “de gentes honestas” (es decir, de propietarios), no significó su final como ideario vivo entre las poblaciones trabajadoras europeas. Democracia, hasta 1848, quería decir en Europa y en toda América lo mismo que en el mundo antiguo: gobierno de los pobres. Y eso (en Europa, y en cierto modo, también en Iberoamérica) se asociaba a la “fraternidad”, y ésta a las tácticas revolucionarias insurreccionales de las poblaciones trabajadoras, es decir, al odiado y difamado Robespierre: gegen Demokraten helfen nur Soldaten, “contra demócratas, no valen sino soldados”, según el célebre dicho alemán de la primera mitad del XIX. La primera asociación política de carácter internacional a la que pertenecieron Marx y Engels se llamaba todavía Fraternal Democrats. Es interesante darse cuenta de que el eclipse de la fraternidad coincide con el eclipse de la milenaria tradición republicana, que se hace definitivamente invisible a partir de entonces: con el fracaso de la II República francesa –la “república fraternal”—, salida de la revolución de febrero de 1848, no sólo desaparece como consigna programática de combate la “fraternidad”, sino que los mismos conceptos de “libertad” e “igualdad” cambian drásticamente de significado. En 1848 aparece el socialismo como fenómeno político. En cierto sentido, el marxismo originario es la fusión de la tradición republicana democrático-revolucionaria con un viejo ideario utópico, políticamente inocuo hasta entonces, que aspiraba tan cortés como librescamente a la abolición de la propiedad privada de los medios de producir y de los sustratos materiales de la autonomía. El socialismo político posterior al 48 hereda los valores básicos del republicanismo democrático, y hereda también buena parte de su base social, el “cuarto estado”, enormemente crecido en cuatro décadas de industrialización a toda máquina: pero la consigna de la fraternidad ha quedado desacreditada con el estrepitoso fracaso de los socialistas fraternales de Louis Blanc y de la democracia social-republicana de Ledru Rollin en la II República francesa. Lo que para el incipiente socialismo marxista estaba a la orden del día no era ya la plena incorporación de las clases domésticas a la vida político-civil, sino la superación de toda sociedad civil fundada en la apropiación privada de los medios de existencia social: pues el avance incontenible de la industrialización y de las tecnologías productivas que iban con ella, la destrucción de las economías campesinas “naturales” –y en general, del grueso de la “economía moral” popular—, la desaparición de las bases de existencia económica del pequeño artesanado urbano y rural, la creciente importancia de las economías de escala, etc., etc., tornaban imposible o problemático el tradicional programa democrático-revolucionario de universalización de la propiedad privada, base de la libertad republicana clásica.  Y eso parecía poner en cuestión, no el valor intrínseco de la “fraternidad” (Marx siguió despidiéndose hasta el final de sus días en muchas de sus cartas anteponiendo el adverbio “fraternalmente” a la firma), pero sí su utilidad como consigna programática. La divisa “fraternidad” fue considerada a partir de entonces por los socialistas políticos como un lábaro confundente y obnubilador del problema de base de la propiedad.

Paralelamente, del otro lado de la barricada, la noción de libertad venía experimentando desde comienzos del XIX un cambio significativo: a la pretensión democrático-fraternal de universalizar la libertad republicana se respondió con lo que Burckhardt –resumiendo genialmente el programa del liberalismo doctrinario europeo de la primera mitad del XIX— llamó una “oligarquía isonómica”: la universalización no de la igual libertad republicana, sino de una igual “libertad” de contrato civil que dejaba en buena medida intacta la dependencia de otro particular: en los códigos napoleónicos se violaba la vieja máxima del derecho romano republicano que consideraba que los contratos forzados –por el hambre, por ejemplo—,  no eran contratos entre hombres igualmente libres. Tal vez se pueda decir que el precio que, con el tiempo, acabó pagando el socialismo político por su abandono de la consigna de fraternidad fue la de ir perdiendo también consciencia de que, como movimiento social y político, era el gran heredero de las nociones republicanas clásicas –rehabilitadas por la Ilustración— de libertad y de igualdad, nociones mucho más exigentes que las que inventó y puso por obra, para frenar la democracia, el liberalismo decimonónico, enmendador de la Ilustración.

Pregunta 7.-  ¿Qué te parece más vindicable hoy del ideario ilustrado? ¿Qué opinión te merecen las lecturas postmodernas de ese legado?

Respuesta a P7.-  Si algo aportó Marx a la milenaria lucha de los dominados contra el mal social es un firme realismo de la inteligencia, es decir, la decisión moral e intelectual de fundar la emancipación de los desheredados de la tierra en buen conocimiento empírico objetivo del mal que se combate, en una estimación sin ilusiones de las circunstancias en que se desenvuelve la acción política. En eso, en su amor a la verdad y en su nunca recatado desprecio de los delirantes, los falsarios y los obscurantistas, fue un ilustrado sans phrase. En mi opinión, el enémiso regreso de un frenético relativismo epistemológico, estético y moral en la vida académica reciente; la vuelta, por segunda vez en el siglo XX, de una poderosa corriente crítico-cultural que se presenta a sí misma como un desafío al culto ilustrado de la tríada de lo Verdadero, lo Bello y lo Bueno (si así puede entenderse el fenómeno académico “postmoderno”), tiene dos dimensiones políticamente interesantes, una cómica y otra trágica.

Por un lado, ese nihilismo de cátedra, como lo ha bautizado John Searle, tiene un curioso parentesco con el llamado socialismo de cátedra de la segunda mitad del siglo XIX. Refiriéndose a este tipo de gentes  que, hoy como ayer, se insertan más o menos cómodamente en el aparato institucional de la educación superior sin dejar de maldecir de la academia ni de hacer escarnio de todos los códigos deontológicos de la vida intelectual, el viejo Marx dijo una vez que se limitaban a construir pro domo sua una tan inútil como incompetente «ciencia privada» que sólo servía para afianzamiento de sí mismos en la vida académica alemana (a la que Marx y Engels, dicho sea de paso, despreciaban con bastante razón). Realismo de la inteligencia es exploración racional de la factibilidad de nuestros programas políticos, y esa exploración racional va siempre de la mano de la ciencia empírica pública, la cual, por lo mismo que es pública, no es sino democrático sentido común refinado, accesible a todos, hombres y mujeres, burgueses y proletarios, judíos y gentiles, fieles e infieles, cristianos y paganos, liberales y socialistas. Eso, la suplantación de la probidad intelectual por la impropiedad peregrina, en cuanto al lado cómico del postmodernismo, tan jocundamente desenmascarado por Alan Sokal en su best seller sobre las Imposturas intelectuales. [1]

El lado trágico de este tipo de irracionalismo relativista del postmodernismo y el antiiluminismo académico militante lo anticipó Dante en el Inferno:

Però comprender puoi che tutta morta

sia nostra conoscenza da quel punto

che del futuro sia chiusa la porta [2]

(Canto X, Círculo VI)

Las actitudes filosóficas antiilustradas, lo mismo la de los académicos europeos fascistas y nazis de los años treinta que la de nuestros académicos postmodernistas sedicentemente izquierdistas, han tenido que ver siempre en el siglo XX con la percepción de que del futuro sia chiusa la porta. Aquellos porque la querían cerrar por su propia mano; éstos porque la consideraron inopinadamente cerrada para siempre en la amarga y aleccionadora derrota que siguió a 1968. Con la nómina segura a fin de mes, perdida toda esperanza política de futuro, tiene por fuerza que resultar más entretenido deconstruir a los colegas de departamento que molestarse en averiguar cuál es el salario mínimo interprofesional del país en que uno enseña o dicta sus conferencias.

Pregunta 8.- Fuiste militante del PSUC-PCE hasta finales de los setenta. ¿Te sigues reconociendo en esa tradición? ¿Qué balance haces de la herencia de la III Internacional? ¿Qué ha significado el estalinismo en la Historia, y en la historia de los movimientos emancipatorios, del siglo XX?

Respuesta a P8.- La creación de la III Internacional fue un gran y audaz experimento político a la desesperada de Lenin y Trostky, un experimento que salió mal. El gran error de estos dos gigantes de la Realpolitik  revolucionaria del siglo XX fue no haber sabido sacar a tiempo todas las consecuencias de los fracasos de la revolución en Austria, Hungría, Baviera y, sobre todo, Alemania e Italia en 1918/21. La III Internacional fue creada a toda prisa, según el modelo jerárquico y centralizado del partido bolchevique ruso, a fin de aprovechar inmediatamente el potencial revolucionario de la Europa central y occidental de postguerra: trataban con ello de salvar in angustiis a la joven e industrialmente atrasada democracia consejista soviética, a la que con razón reputaban incapaz de sobrevivir siquiera unos pocos años como tal democracia sin el auxilio de las revoluciones triunfantes en las potencias industriales europeas. Una vez se vio que ni la chispa de la revolución socialista prendía con la velocidad necesaria en occidente, ni el modelo bolchevique de partido –tan eficaz en la Rusia absolutista de los Románov— podía arraigar fértilmente en una clase obrera mal que bien educada por la socialdemocracia y por el anarquismo de anteguerra en la experiencia de la autoorganización democrática, la persistencia de la III Internacional y el enquistamiento de la escisión del movimiento obrero socialista a escala mundial no podían sino considerarse un mal de consecuencias previsiblemente catastróficas. En el III Congreso de la IC (1922), Lenin y Trostky tendrían que haber sacado ya esa consecuencia, sirviéndose de su enorme autoridad moral entre las poblaciones trabajadoras europeas y americanas y entre los pueblos coloniales del mundo entero para replantear a fondo tanto su política internacional (ofreciendo a la izquierda y al centro socialdemócratas la reunificación política y sindical del movimiento obrero mundial sobre bases enteramente nuevas), como su política nacional (buscando un gobierno de coalición democrático-radical con los socialrevolucionarios de izquierda y con los mencheviques, sostenido en una ancha y robusta mayoría parlamentaria). Creo que ese fue su error capital, pero cada quién tiene que cargar sólo con los suyos propios. Del grueso de los crímenes y las tarascadas que vinieron después no puede hacérseles responsables en ningún sentido políticamente honrado de la palabra.

Pregunta 9.- ¿Qué significó el triunfo del estalinismo?

Respuesta a P9.- El triunfo del estalinismo, histórico-objetivamente considerado, significó el abrupto final del período revolucionario que se había abierto en el mundo, y señaladamente en Europa, tras la revolución rusa de octubre de 1917. Ya desde antes, pero de forma irreversible después de 1927, se puede decir que la III Internacional se convirtió en instrumento legitimador de un criminal despotismo industrializador de nuevo tipo, dentro de la Unión Soviética, y en un largo tentáculo internacional al servicio de las arcanas razones de estado y de los espurios intereses de la camarilla burocrática dominante aferrada allí al poder. En este sentido, acaso pueda hablarse con cierta propiedad de un Termidor ruso: pues el precio más visible que hubo que pagar para esa transformación fue, junto a la de millones de trabajadores soviéticos, la vida de toda la vieja guardia revolucionaria del partido bolchevique, desde la derecha de Bujarin hasta la izquierda de Trotsky.

Pero el estalinismo tiene también una dimensión político-cultural subjetiva, harto más complicada de despachar en unas pocas líneas.  Por un lado, está el hecho, innegable, de que centenares de millones de personas en todo el mundo creyeron sinceramente durante décadas que seguir a pies juntillas la errática y enigmática política dictada desde Moscú por Stalin y sus sucesores significaba seguir trabajando y luchando por los ideales de Octubre, de la democracia consejista y del socialismo. Por el otro, está el no menos innegable hecho de que, al tiempo que el mito de la “patria socialista soviética” fortalecía la fe de los desposeídos y los oprimidos del mundo en un futuro social distinto y mejor y reforzaba el ardimiento combativo de los esforzados y a menudo heroicos militantes y simpatizantes comunistas, les destruía también, como todas las fes en todos los mitos, la facultad crítica y autocrítica, la autonomía de juicio, y hasta, no pocas veces, la más elemental capacidad de discernimiento político, moral y aun psicológico. Cualquiera que, como tú y como yo, haya luchado contra el fascismo encuadrado en partidos que más o menos lejanamente venían de esa tradición conoce por experiencia propia estas dos caras, tan distintas, de la misma moneda: el heroísmo, la combatividad, la disciplina, la solidaridad y la enorme capacidad de sacrificio, por un lado; y por el otro, eso que los ingleses llaman, tan expresivamente, dirty togetherness o “cercanía sucia” (es decir, la camaradería desconfiada, la reserva hipócrita como forma habitual de relación cotidiana), el obscurantismo fideísta, el obtuso sentido de la jerarquía, y por supuesto, el implacable aislamiento excluyente que sigue inexorablemente al amedrentante Rufmord, al pérfido asesinato de la fama de quien se atreve a arriesgar juicio propio.

Pregunta 10.-  Si te parece, podemos empezar a hablar de la globalización y las perspectivas de la izquierda hoy.

Respuesta a P10.- Para enlazar en algún punto con la respuesta anterior, tal vez convenga empezar diciendo algo sobre “globalización” e izquierdas tradicionales. Sobre todo en los medios académicos –ya se presenten como terriblemente “alternativos”—, hay cierto papanatismo extasiado ante la supuesta radical novedad de la “globalización”. Mundialización de la economía y de la vida social y política la hay desde hace más de dos siglos: no hace falta haber leído el gran libro de Larry Neal sobre el origen de los mercados financieros internacionales [3] para saberlo. Y si más allá de la conexión a internet (que abarca, ciertamente a todos los académicos y a todos los periodistas, pero a no más del 6% de la población mundial) y de la universal propagación de slogans publicitarios y hábitos de consumo, escarbamos un poco en algunos índices serios, seguramente se puede decir que los últimos 25 o 30 años de indudable diástole mundializadora de la vida económica todavía no pueden compararse en varios aspectos importantes con la tremenda ola mundializadora que se vivió entre 1871 y 1914. Al final de ese excepcional período (la “era de la seguridad”, como se la llamó en Europa, o la “edad de oro de las oligarquías”, como se la conoce en Iberoamérica), en 1914, por ejemplo, Inglaterra estaba exportando un 7% de capital en relación con su PIB,  índice que jamás ha vuelto a ser igualado. Ese período coincidió con una expansión sin precedentes de la cultura económica y social capitalista a casi todos los rincones del planeta: con un aguerrido colonialismo y la consiguiente destrucción a fondo de muchas economías “naturales” y “morales” del planeta, y en las metrópolis, con la seria amenaza de las fuentes tradicionales de la existencia social de las clases medias y menestrales de viejo tipo (artesanado, campesinado pequeño y medio, industrias urbanas de propiedad familiar). Y el final fue espasmódico: primera revolución rusa de 1905; el período de grandes huelgas políticas revolucionarias en toda Europa entre 1905 y 1907 (huelgas, dicho sea de paso, a las que la mayoría de países europeos debe la introducción del sufragio universal masculino); revolución mexicana en 1910; primera revolución china en 1911; la Gran Guerra de 1914-18; la Revolución rusa de Octubre de 1917; la gran ola de revoluciones en Europa entre 1918-1923; la contrarrevolución fascista en Italia, Alemania, Hungría y Austria; el  crash bursátil de 1929 y la terrible depresión económica mundial consiguiente; revolución y contrarrevolución en España entre 1931 y 1939; y finalmente, la hecatombe de la segunda Gran Guerra.

Al acabar la II Guerra Mundial, los economistas académicos más lúcidos de la generación de Keynes, Kalecki, etc., que habían vivido intensamente todas esas amargas experiencias, no querían saber nada del tipo de economía mundializada –con patrón oro rígido, mercados financieros y de capitales internacionalizados sin restricciones ni regulaciones, etc., etc.— del período de la “seguridad”, ni con los desesperados intentos entre 1920 y 1930 por restaurar los flujos internacionales de capital y el orden monetario anterior a 1914. Ellos no esperaban ya nada de eso, salvo especulación desestabilizante, fugas caprichosas e injustificadas de capitales, burbujas financieras peores y más impredecibles que las bombas de tiempo, revoluciones, contrarrevoluciones y devastadoras guerras mundiales. Y de esas convicciones surgió, en parte, el llamado “consenso de 1945”: tipos estables de cambio (que permitieran el desarrollo sin turbulencias del comercio internacional), estricta regulación de los flujos internacionales de capitales, gobiernos firmemente comprometidos en la prevención de depresiones dentro de cada país. Y naturalmente, para evitar un rimero de revoluciones como las que sacudieron Europa tras la primera Guerra Mundial, un nuevo “consenso social”, del que salieron cosas como el llamado “Estado de Bienestar”.

Las dos principales corrientes de izquierda que sobrevivieron al fascismo, a la II Guerra Mundial y al inicio de la guerra fría, y que prosperaron políticamente en la sístole “desmundializadora” de la posguerra –socialdemócratas de derecha y comunistas de tradición estalinista—, se acostumbraron entonces a pensar cada vez más en términos “nacionales”. Es natural que la nueva diástole mundializadora y “reliberalizadora”, que se inició con decisiones de todo punto políticas a finales de los 70, les cogiera a contrapié.

Pregunta 11.- ¿Qué queda del consenso de 1945 en la actual fase de gobalización, o como tu tal vez preferirías, de “remundialización”o “reliberalización” de la economía? Y reitero mi anterior pregunta: ¿qué perspectivas tiene la izquierda hoy? ¿Cómo ves el actual movimiento antiglobalización u otromundista? ¿Son estos movimientos los sujetos (no sujetados) portadores de los actuales ideales emancipatorios? ¿Crees que en el conjunto de esos movimientos hay sólo diversidad o bien hay también contradicciones internas?

Respuesta a P11.- Para empezar por lo último, creo que en esos movimientos hay diversidad, y además, contradicciones internas, como no podía ser de otra manera en un movimiento que es ya, a la vez que incipiente,  grande y prometedor, y que aparece tras dos décadas largas de desorientación y derrota. En ese movimiento hay de todo, y me parece bueno que haya de todo: desde quienes parecen políticamente “nacidos ayer” hasta los resabiados de siempre que creen sabérselas todas; desde académicos recién desencantados con “terceras vías” social-liberales à la Blair-Giddens y politicastros fracasados en busca de publicidad hasta neoanarquistas partidarios de la acción directa y la propaganda por los hechos, pasando, claro está, por paleoestalinistas, burócratas sindicales insegurizados por la ofensiva desmanteladora de los “Estados sociales”,  trotskystas empecinadamente anclados en el “Programa de Transición” de 1938 y una plétora de turistas políticos asiduos de esa especie de nostálgicos parques temáticos de la nueva izquierda en que hasta hace poco –hasta el triunfo de Lula en las elecciones presidenciales brasileñas y hasta las grandes manifestaciones antiimperialistas y antibélicas del pasado 15 de febrero— amenazaban con convertirse las asambleas municipales participativas de Porto Alegre o la selva lacandona del subcomandante Marcos.

No se puede predecir qué saldrá de todo este movimiento, huelga decirlo. Cada quién ingresa en él con sus propias tradiciones intelectuales y políticas, con su específica trayectoria biográfica, y todos deben ser bienvenidos: en el gran debate práctico que está en vías de realizarse, todos debemos entrar limpios de corazón, con la idea de aprender, más que de enseñar, y no digamos pontificar. Las izquierdas tradicionales, también, y quizá ellas sobre todo. Un error que deben evitar éstas de entrada, ahora que es evidente para tanta gente el fracaso del llamado consenso de Washington y de las políticas neoliberales a ultranza, es creer –ya sea tácitamente— que puede volverse a algo así como el consenso de 1945.

Pregunta 12.- ¿Por qué? Si no me equivoco, estás proyectando  un librito sobre eso.

Respuesta a P12.-       He hablado de esa idea con algunos amigos, como Daniel Raventós, Carlos Suárez o tú mismo.  La idea viene de mi total insatisfacción con los enfoques académicos corrientes, a derecha e izquierda, de cosas como la llamada “crisis del Estado de Bienestar” o la supuesta distinción entre derechos negativos y positivos, entre libertad “negativa” y libertad “positiva”, entre “derechos civiles”, “derechos políticos” y “derechos socioeconómicos”, etc., etc. Pero para lo que aquí importa, puede resumirse el consenso de 1945 en 5 puntos:

En primer lugar, regulación monetaria y financiera internacional, según lo ya apuntado.

En segundo lugar, “constitucionalización” de la empresa capitalista…

Pregunta 13.- ¿Qué hay que entender por eso?

Respuesta a P13.- Por mucho que la teoría económica tradicional haya fingido ignorarlo, dentro de una empresa hay poder, poder de todo punto político, que nada tiene que ver con puras relaciones de mercados idealmente competitivos, en las que los agentes se moverían sólo por diferencias de precios. En la empresa capitalista decimonónica clásica, el patrón ejercía un poder absoluto, era un monarca absoluto, no embridado “constitucionalmente”: el trabajador, una vez cruzado el umbral de la fábrica, no tenía, cuando lo tenía, otro derecho que el de irse (y morirse de hambre). A ese absolutismo de la patronal se le llamaba en el siglo XIX “libertad industrial”: el trabajador podía ser despedido en cualquier momento a discreción del patrono o de sus agentes, sin indemnización ni explicación de tipo alguno; no tenía cobertura de paro; no tenía vacaciones pagadas; los mecanismos de promoción laboral dentro de la fábrica estaban enteramente al arbitrio del patrono o de sus agentes; tampoco estaban reconocidos dentro de la empresa el derecho de asociación (sindical), ni la libertad de expresión, ni la de reunión; la huelga estaba penalizada, y cuando se despenalizó, todavía por mucho tiempo se mantuvo la responsabilidad civil del huelguista; etc., etc. Cuatro generaciones de luchadores obreros socialistas y anarquistas lograron mejorar esa situación en algunos países, forzando una especie de paso de la monarquía empresarial absoluta a la monarquía empresarial constitucional, si se permite la metáfora. Pero con grandes dificultades y enormes sacrificios y sin lograr traducir plenamente esos logros a sólida legislación parlamentaria, ni siquiera tras el desplome de las grandes monarquías continentales que siguió a la Gran Guerra: así, por ejemplo, la primera legislación firme en el mundo a favor de las vacaciones pagadas de los trabajadores asalariados la aprobó –efímeramente— el gobierno francés de Frente Popular en fecha tan tardía como 1936; en cambio, las por lo demás interesantes iniciativas de legislación social de la República de Weimar no lograron consolidar nada parecido a eso.

Pues bien; el consenso de 1945 blindó constitucionalmente, si se permite el retruécano, la “constitucionalización” de la empresa capitalista: por eso, ahora que el gobierno roji-verde alemán habla de desmantelar parcialmente el Estado social, se dejan oír tantas voces que exigen, consecuentemente, una revisión de la mismísima Constitución Federal de 1949; y por eso, por ir a un ejemplo de la otra punta del mundo, se menciona ahora tanto en la Argentina el famoso artículo 14 bis de su Constitución republicana, un artículo con el que se buscó en los 40 anclar en la Ley Fundamental del país austral la “constitucionalización” de la empresa capitalista. Ese fue el lado, digamos, “bueno” del consenso social de 1945. (Bueno entre comillas: porque el control del poder que ofrece una monarquía constitucional es bueno sólo en relación con la caprichosa arbitrariedad de una monarquía absoluta, pero malo en relación con el que ofrece una monarquía parlamentaria, y aun malísimo en relación con el de un régimen de democracia republicana. Ahora, una empresa o una unidad productiva democrático-republicanamente regida dejaría de ser “capitalista” en cualquier sentido serio de esa palabra.)

Pregunta 14.- ¿Y  el lado peor?

Respuesta a P14.- En tercer lugar, y ese es el peor lado del consenso de 1945, se mantuvo la estructura oligopolística de los mercados. Conviene recordar que, por un momento, pareció que eso no iba a ser así. En la administración del Presidente Roosevelt había gente, como el secretario de Estado Morgenthau, completamente convencida de que el fenómeno nazi –y el desencadenamiento de la II Guerra Mundial— hincaba sus raíces en la estructura oligopólica de la banca y de la gran industria pesada y electroquímica alemana; y completamente convencida, además –como el propio Presidente Roosevelt—, del peligro que para la propia república representaban los cártels y las colusiones oligopólicas, nacionales e internacionales, de las grandes dinastías empresariales norteamericanas. (El abuelo Bush, Prescott, por ejemplo, era propietario de una empresa que, exactamente igual que, por ejemplo, la farmacéutica alemana Bayer, se benefició no poco del trabajo esclavo en Auschwitz.) Se ha olvidado interesadamente que Roosevelt nombró como fiscal general para el juicio de Nuremberg a Robert Jackson, el mismo que había venido batallando con gran energía y talento –aunque sin demasiado éxito— por aplicar antes de la guerra en los EEUU la ley antimonopolios de 1937. Se ha olvidado interesadamente que, además de unos cuantos mamarrachos del partido nazi, en los juicios de Nuremberg fue juzgada –y condenada— como responsable última y beneficiaria principal de los crímenes nacionalsocialistas la crema y la nata de la oligarquía industrial y financiera alemana: los Flick, los Siemens, los von Thyssen, los Krupp, etc., etc. Y se ha olvidado interesadamente también que el senador MacCarthy empezó su lamentable carrera política de cazador de brujas con una feroz campaña –coronada con el éxito de tempranos indultos— contra las condenas a los empresarios alemanes, sirviéndose del revelador “argumento”, conforme al cual Nuremberg había significado tanto como “juzgar y condenar a Rockefeller”. El consenso de 1945 acabó, pues, respetando plenamente la estructura oligopólica de los mercados: las condenas de Nuremberg quedaron en nada; en nada quedó la ley antimonopolios de Roosevelt; y el Kartellamt, la institución pública creada en la RFA para combatir la concentración del poder económico privado que había acabado con la República de Weimar, pronto quedó reducida a poco menos que un inocuo instituto de estadística.

Pregunta 15.- La socialdemocracia, ¿se adaptó bien a eso?

Respuesta a P15.- A la socialdemocracia de la inmediata postguerra le costó mucho más de lo que se recuerda ahora adaptarse a eso. Hubo que esperar al encapsulamiento político de los partidos comunistas que trajo consigo la guerra fría y a la derrota de la izquierda socialdemócrata o laborista (de un Schumacher en Alemania, de un Nenni en Italia), progresivamente desplazada por una derecha socialdemócrata o laborista abiertamente presionada y sostenida por la administración Truman (un Gaitskell en Inglaterra, un Wehner en Alemania o un Saragat en Italia). Y a la consiguiente aparición de un sindicalismo que se concibió a sí mismo, de forma harto consciente, no ya como embrión de una sociedad libre futura –al modo de la retórica socialista tradicional antes de la guerra—, sino como una organización oligopólica más, parcialmente monopolizadora de la oferta de fuerza de trabajo, y relativamente capaz, como cualquier organización oligopólica, de imponer y dictar precios. Uno de los que mejor llegó a categorizar la situación fue, en mi opinión, el economista laborista británico John Strachey, quien sostuvo brillantemente en su famoso libro de finales de los 50 (Contemporary Capitalism) que, en el período del “Estado de Bienestar”, los sindicatos se habían hecho lo bastante fuertes como para captar para sus miembros parte de los incrementos de los beneficios empresariales oligopólicos resultantes de la combinación de la reducción de costes en el proceso productivo con la imposición de precios al consumidor. Sólo a comienzos de los años ochenta pudo la señora Thatcher empezar a demostrar que las Trade Unions británicas no eran tan fuertes como para seguir manteniendo su porción del pastel indefinidamente, y ese fue el principio del fin no tanto del “Estado de bienestar”, cuanto de algo más profundo y de fondo, uno de cuyos epifenómenos habían sido los distintos “Estados de bienestar”: lo que hasta aquí hemos venido llamando el consenso de 1945.

Pregunta 16.- Parece que te resulta incómoda la terminología del “Estado de bienestar”

Respuesta a P16.- Es un término demasiado genérico y demasiado confundente para caracterizar las muy distintas institucionalizaciones políticas en que en cada país cristalizó el consenso de 1945 (otro nombre genérico, ciertamente, pero con menores pretensiones “analíticas”, y por lo mismo, menos confundente: si no se aclara lo que quiere decir, la mera palabra no “explica” ni describe por sí sola, milagreramente, nada). En general, los estudios académicos más corrientes y vulgarones sobre el llamado “Estado de bienestar” suelen combinar propedéuticamente dos cosas que me parecen desastrosas: tipologías ahistóricas más o menos caprichosas de los mismos (modelo escandinavo, modelo católico, modelo anglosajón, etc.), por un lado, y por el otro, la necia idea –¡tan whig!— à la Marshall, según la cual habría habido una especie de marcha ascendente, progresiva e inexorablemente ampliadora de derechos: derechos civiles, derechos políticos, derechos sociales y económicos. (Una especie de hegelianismo para analfabetos académicos, vamos). La combinación de ambas cosas deshistoriza y despolitiza el problema hasta tornarlo ininteligible: hace imposible entender los “Estados de bienestar” como proteicos, complicados –y precarios— resultados de tenaces luchas sociales y de decisiones y contradecisiones de todo punto políticas, diversamente concretadas según las muy distintas tradiciones y trayectorias institucionales de cada uno de los países y de la peculiar inserción de éstos en un contexto histórico-mundial determinado e irrepetible.

Y así se pierde ya de entrada de vista tanto el hecho de que el origen y la evolución de los estados de bienestar fue el resultado de arduas decisiones políticas que respondían a complejas relaciones de fuerzas sociales, como que su crisis actual resulta también de otra relación de fuerzas sociales, completamente distinta, y de las consiguientes decisiones  políticas. Bien es verdad que la tendencia del consenso de 1945 a optar por la técnica jurídica de un blindaje constitucional del carácter “social” del Estado pudo contribuir lo suyo a propiciar este tipo de ingenuas visiones ahistóricas y apolíticas de los “Estados de bienestar” de la postguerra…

Pregunta 17.- ¿Qué quieres decir?

Respuesta a P17.- Si tu comparas la Constitución de la República de Weimar de 1919 con la Constitución de la República Federal alemana de 1949, o si comparas la Constitución de la II República española de 1931 con la Constitución monárquica de 1978, o la Constitución de la I República austríaca de 1919 con la Constitución de la II República de 1949, puedes observar, entre otros muchos, un interesante cambio. En su famoso artículo 153 –el más odiado por las fuerzas sociales y económicas que llevaron a Hitler al poder—, la Constitución de Weimar, redactada por juristas socialistas y filosocialistas como Hugo Preuss, ponía la propiedad privada y su regulación bajo la voluntad del legislador, es decir, del Parlamento. (El compententísimo jurista socialista Jiménez de Assúa, para redactar su equivalente en la Constitución republicana española, se inspiró en ese artículo 153 y en otros dos parecidos de la Constitución mexicana de 1917 y de la Constitución de la I República austríaca de 1919 –escrita, dicho sea de paso, por el socialista reformista Renner y por el gran Kelsen, un demócrata radical—.) Eso abría la puerta a un amplio –y constitucionalmente indeterminado— espectro de reformas sociales parlamentariamente inducidas, incluida, claro es, la de una más o menos  modesta “constitucionalización” de la empresa capitalista.

Sin embargo, el grueso de los intentos importantes de legislación social, promovidos por mayorías parlamentarias de izquierda, se estrellaron en Weimar contra el muro infranqueable de un politizadísmo poder judicial ultraconservador, heredado, intacto, de la monarquía Guillermina. Todos los juristas demócratas de los años treinta, incluidos Jiménez de Assúa y Kelsen, y desde luego, los juristas rooseveltianos, sacaron de la experiencia alemana –y de las oprobiosas zancadillas puestas por la Corte Suprema norteamericana al New Deal— la conclusión de que la división constitucional de poderes, entendida anacrónicamente à la Montesquieu, con un poder judicial incontrolable, socialmente sesgado en su reclutamiento y dotado de una capacidad prácticamente ilimitada para la revisión judicial de las decisiones del legislativo, era incompatible con una democracia republicana seria.

Pregunta 18.- Y el consenso de 1945 ¿vio las cosas de manera muy diferente?

Respuesta a P18.- En efecto. El consenso de 1945 forzó otra visión, muy distinta, de las cosas, en los antípodas de la de los juristas democráticos de los años 30. De acuerdo con esa visión que acabó imponiéndose, el mal de las constituciones y de la vida política de entreguerras habría sido una excesiva “politización” de todos los poderes. Un artículo como el 153 de la Constitución de Weimar habría dado a la izquierda la posibilidad, no sólo de regular parlamentariamente a su buen placer la propiedad privada, sino, en el límite, hasta la posibilidad de prácticamente disolverla (democratizando radicalmente el mundo de la empresa, por ejemplo); y a la derecha parlamentaria, motivos para insubordinarse contra eso, propiciando el golpe de Estado, o, caso de lograr ganar a su turno las elecciones, revertir completamente la situación; y habría incentivado, finalmente, al poder judicial  para inmiscuirse cotidianamente en asuntos políticos. Así, la nueva República Federal Alemana dejó prácticamente intacto el aparato judicial del III Reich (como la Monarquía restaurada en España, el poder judicial franquista), y su Constitución de 1949 (como la española de 1978) restauró una anacrónica concepción de la división de poderes y retiró al legislativo la capacidad para regular a voluntad la propiedad privada, pero, en cambio, blindó constitucionalmente el carácter “social” del nuevo Estado, es decir, inscribió en la misma Ley Fundamental una (mera) “constitucionalización” de la empresa capitalista. Lo mismo vale mutatis mutandis para la Austria o –a pesar de Togliatti— para la Italia republicanas de postguerra.

De aquí, en cierta medida, el carácter aparentemente “apolítico” –puramente “moral”, dirán los cursis— de los “Estados de bienestar”, así como el fenómeno, progresivamente afianzado en la Europa de la postguerra, de la despolitización y la decadencia de las discusiones y de la elocuencia parlamentarias, de la desaparición del debate político y de la práctica extinción de la dialéctica gobierno/oposición (grandes temas todos ellos de la ciencia política académica de los años 50 y 60; a la de los 70, eso ya le parecía lo más natural del mundo). En Austria, el caso tal vez más espectacular, llegaron a gobernar juntos por décadas los dos grandes partidos, el socialdemócrata y el cristianosocial, que se habían enfrentado literalmente a muerte bajo la I República. Los socialdemócratas alemanes de la postguerra accedieron por vez primera al gobierno federal en los años 60, ingresando en una coalición, llamada sarcásticamente por la prensa “coalición de elefantes”, ¡compuesta por los cuatro partidos parlamentarios: liberales, cristianosociales, cristianodemócratas y socialdemócratas! ¡Eso sí que era “pensamiento único”! El estallido político del 68 fue en buena medida una rebelión contra esa dimensión antiparlamentaria y neocorporativa de los “Estados de bienestar”, por la que las grandes decisiones se tomaban, de manera aparentemente apolítica, al margen del Parlamento y al margen de los mercados competitivos (acuérdate de los tan celebrados “pactos de la Moncloa” en España). En cualquier caso, esa dimensión no debe ser olvidada hoy por ninguna izquierda que pretenda afrontar seria y honradamente –es decir, crítica y autocríticamente— la crisis de esos regímenes político-sociales y la feroz embestida de una nueva/vieja derecha recrecida contra ellos no bien comprendió cabalmente –¡mucho antes que la izquierda!— que el consenso de 1945 era cosa definitivamente pasada.

Pregunta 19.- Te faltaban dos puntos para caracterizar el consenso de 1945

Respuesta a P19.-  Uno –el cuarto— es positivo, y se pasa a menudo por alto: la conservación del sufragio universal masculino y su extensión generalizada a las mujeres. Alemania, Inglaterra y España, por ejemplo, ya conocieron el sufragio femenino entre las dos guerras; pero Italia o Francia (o la Argentina) tuvieron que esperar a la segunda postguerra para obtenerlo por vez primera.

Otro –el quinto y último—, claramente negativo: la partición del mundo en esferas de influencia, según las líneas trazadas en Yalta por Roosevelt, Churchill y Stalin poco antes de finalizar la II Guerra. Así, los EEUU pudieron intervenir impunemente –junto con el Vaticano— en Italia para evitar la victoria del PCI en las elecciones de 1948, o, en 1953, para destruir el régimen laico republicano de Mosadeq en Irán, o, en 1954, para derribar al presidente Jacobo Arbenz en Guatemala; la Gran Bretaña, en Grecia, para evitar con las armas la toma del poder de la guerrilla antifascista en la inmediata postguerra; Francia y Gran Bretaña, juntas, en la crisis del canal de Suez en 1956 contra el Egipto soberanista de Nasser; o la Unión Soviética en Checoslovaquia en 1948 para destruir la vida política democrática, y luego, en Berlín en 1954 y en Hungría en 1956, para aplastar con tanques sendas insurrecciones obreras.

Con todo y con eso, este último punto de la partición geoestratégica del mundo en zonas de influencia, aunque el más peligroso –porque basado durante décadas en el lábil equilibrio del terror atómico—, fue el menos firme del consenso de 1945. Permitió desde el comienzo bloqueos y golpes contra causas populares y democráticas como los que se acaban de mencionar más arriba, es cierto. (Y otros posteriores, tan o más dolorosos: los golpes norteamericanos contra Goulart en Brasil y contra Sukharto en Indonesia a mediados de los 60; el fracaso de las primaveras revolucionarias de Praga y de París en 1968, y tal vez también el fracaso del otoño caliente italiano de 1969; la destrucción, orquestada criminalmente por Kissinger, del experimento chileno de Allende en 1973; etc., etc.) Pero no hay que olvidar China en 1949, y la India de Ghandi, y Cuba en 1959, y Vietnam luego, y en general, el éxito apabullante, inimaginable en 1945, que significó la descolonización a marchas forzadas del continente africano y del sur y el sureste asiáticos. Ni el final, en los 70, de las dictaduras escandalosamente consentidas en Portugal, Grecia y España. Ni el final del odiosamente tolerado régimen del apartheid sudafricano. Ni menos hay que olvidar el incruento derrocamiento de los regímenes políticos del glacis soviético en 1989, no por efecto, directo o  indirecto, de los mísiles nucleares de contrafuerza que los norteamericanos apostaron temerariamente en la Europa central a comienzos de los 80, ni porque se forzara grotescamente al Reino de España a entrar en la OTAN en 1986, sino como consecuencia directa de un imparable movimiento masivo de protesta e insubordinación popular, que sorprendió a los propios servicios de inteligencia occidentales.

Pregunta 20.- Según ese esquema de análisis político, ¿cómo hay que entender la “globalización”, o la mundialización reliberalizadora actual?

Respuesta a P20.- El proceso de “globalización” de los últimos 25-30 años se puede interpretar políticamente, en efecto, como una réplica punto por punto a los 5 puntos con que hemos caracterizado el consenso de 1945. Primero: la decisión política de reliberalizar los mercados financieros y los flujos internacionales de capital: el punto de partida fue la revisión, a comienzos de los 70, de los viejos acuerdos de regulación y estabilidad monetaria y financiera de Breton Woods. Segundo: una clara tendencia a la reabsolutización, a la “desconstitucionalización” política de la empresa capitalista: el tiro de salida lo dio tal vez Margaret Thatcher cuando consiguió quebrar la resistencia de las poderosas Trade Unions británicas a comienzos de los 80. Tercero: un enloquecido nuevo impulso, conscientemente político, a la oligopolización de los mercados, a la concentración del poder económico privado, impulso del que ha formado parte nada despreciable la decidida política de privatizaciones de las grandes empresas públicas tradicionales: de las 100 mayores organizaciones económicas del mundo, hoy sólo 49 son Estados nacionales, y 51, empresas transnacionales privadamente regidas; sólo hay ya en el mundo 21 Estados cuyo PIB supere la cifra de negocios de cada una de las 6 corporaciones transnacionales más grandes. Cuarto: una espectacular contracción de hecho (más que de derecho) de la extensión del sufragio: la abstención y falta de participación política no paran de crecer año tras año por doquier, y países como Italia, en los que la emisión del sufragio era obligatoria, han modificado sus leyes electorales, para hacerla voluntaria. Quinto: la consolidación de los EEUU, desde finales de los 80, como única gran potencia militar con capacidad para intervenir a su antojo en cualquier lugar del planeta, y la patente, obscena manifestación, con la administración de Bush júnior, de una secular tendencia de fondo que, hace ahora exactamente un siglo, en plena “era de la seguridad”, el economista del partido liberal británico Hobson consideró como prototípica de lo que él mismo había contribuido a caracterizar como “imperialismo”: “el deseo de poderosos intereses industriales y financieros de asegurarse y desarrollar, a expensas públicas y mediante el uso de la fuerza pública, mercados privados para sus bienes excedentes y para sus capitales excedentes. La guerra, el militarismo y una llamada ‘política exterior audaz’ son los medios necesarios para subvenir a ese fin.” [4]

Pregunta 21.- Pero, en la práctica, todo está relacionado…

Respuesta a P21.- Por supuesto. Fíjate: es la reliberalización de los mercados financierios internacionales –junto a las nuevas posibilidades tecnológicas en informática y telecomunicaciones— lo que en primera instancia permitió a las grandes empresas romper el viejo consenso oligopólico –neocorporativamente tutelado por los gobiernos— con los sindicatos, amenazando creíblemente a éstos, en las negociaciones colectivas, con trasladar sus inversiones a otros países con mano de obra menos exigente. Y la que les permite también amenazar creíblemente a sus gobiernos con migrar a países más “libres”, si no rebajan la presión fiscal o les ofrecen todo tipo de condiciones favorables –verbigracia: subvenciones públicas— para sus inversiones: así lo hizo a finales de los 90 el presidente de Mercedes Benz, que advirtió expresamente a Schröder que trasladaría toda su producción a los EEUU, de concierto con el gigante automovilístico Chrysler, para conseguir del canciller la destitución fulminante de su ministro de hacienda, Oskar Lafontaine (quien narra el episodio en sus ácidas e instructivas memorias). En la Alemania de los últimos 20 años, a pesar del aumento en un 90% de los beneficios de las empresas, los impuestos empresariales han descendido en un 50%, y el gobierno roji-verde no ha logrado corregir la tendencia.

A partir de todo eso, empieza una seria presión por desconstitucionalizar la empresa capitalista: “flexibilización” del mercado de trabajo, precarización del empleo, contratos temporales, contratos basura, fin de las carreras profesionales y de los empleos de por vida, etc., etc. Las patronales y sus amigos políticos y sus valets de plume académicos pueden entonces presentarse a sí mismos como adalides de un mercado competitivo, presentando a un tiempo a los sindicatos y a sus desconcertados –pero supuestamente hiperrealistas— amigos políticos de izquierda ultramoderada como partidarios de pactos y acuerdos irresponsablemente corporativos, como parasitarios buscadores de renta, como meros conservadores de derechos espuriamente adquiridos a través de intervenciones ilegítimas, ineficientes y burocráticas del Estado en la “libertad de contrato” de los agentes económicos privados, etc., etc. Cuando no ignorancia de publicistas gacetilleros à la Vargas Llosa, eso es –en el caso de los verdaderos peritos académicos en legitimación, como diría Gramsci— puro cinismo, claro está; pero ese tipo de argumentaciones lograron un éxito propagándistico rotundo a partir de los 80…

Pregunta 22.- ¿Cómo te lo explicas?

Respuesta a P22.- Por lo pronto, porque sólo 10 grandes corporaciones “mediáticas” controlan hoy prácticamente toda la información que circula por el mundo; pocos sectores hay tan oligopolizados y concentrados como el de los medios de comunicación. Sólo hay que recordar el papel que desempeñó el magnate australiano de la prensa Rupert Murdoch en la victoria electoral del “nuevo laborismo” terceraviísta de Blair; o el papel que ha desempeñado ahora ese mismo siniestro personaje, a través de su cadena televisiva en los EEUU –la Fox—, en la publicidad a favor de la guerra de Irak.

Pero se pueden –y se deben— buscar explicaciones complementarias menos truculentas. Por ejemplo: mientras la feroz actividad oligopólica de las grandes empresas capitalistas transcurre, salvo en el caso –cada vez más frecuente, dicho sea de pasada— de graves escándalos como el de Enron, completamente fuera de la mirada y del escrutinio de la opinión pública, la más o menos modesta actividad oligopólica de los sindicatos es, en cambio, palmariamente visible y tangible en todos sus trechos: desde la incipiente preparación hasta la cumplida ejecución de una huelga de controladores aéreos, pongamos por caso, todo queda a la vista del público, molestias finales incluidas. Pero que las elevadísimas barreras de entrada en el mercado aeronáutico, y la fuerte concentración económica allí existente, determinen unos precios oligopólicos abusivos de los pasajes de avión, y otras externalidades negativas para el conjunto de la economía, es algo que ni nota el público, ni, obvio es decirlo, apenas mueve a indignación al pasajero.

Fortalecidas en la negociación laboral las patronales por la nueva capacidad para mover a su gusto los capitales y deslocalizar y trasladar la producción, la posición de los sindicatos se hizo cada vez más desesperada, comenzando una desafiliación masiva y la búsqueda de la salvación individual por parte de sus miembros: en Gran Bretaña, en 1979, el número de afiliados sindicales cuadruplicaba el número de accionistas en bolsa; en 1989, había ya más accionistas que sindicalistas. Al mismo tiempo, a contrapelo de la estólida retórica a favor de mercados supuestamente competitivos, los gobiernos favorecían con todo tipo de iniciativas e intervenciones el proceso de concentración empresarial y de oligopolización de la interdependencia económica: Reagan prácticamente derogó toda la legislación antimonopolios, y el tipo más elevado de impuesto pasó del 70% al 20%. Las subvenciones estatales norteamericanas directas a las grandes empresas suman hoy más de 75.000 millones de dólares anuales, pero el 20% de los trabajadores norteamericanos trabaja por salarios inferiores al nivel de la pobreza (los malhadados working poors) y el salario real de los varones norteamericanos con estudios medios ha descendido desde 1973 en un 28%…

Pregunta 23.- ¿Cuáles deberían ser hoy las ideas-fuerza y las líneas programáticas de una izquierda no trasnochada ni asimilada?

Respuesta a P23.- Bueno, yo podría decirte: Primera, la reregulación de los mercados financieros internacionales (con propuestas como la de la tasa Tobin y otras mucho más ambiciosas, como democratizar el FMI, etc.). Segunda: la democratización radical de la empresa; no basta con conservar la constitucionalización de la empresa capitalista; el mundo del trabajo deber ser políticamente libre, las funciones empresarial denen ser democrático-republicanamente controladas (eso sería el fin de la empresa capitalista). Tercera: la desoligopolización de los mercados, con una legislación que creara mercados que de verdad compitieran eficientemente por precios (con lo que, dicho sea de paso, desaparecería la despilfarradora publicidad, porque, como cualquier estudiante de teoría económica de primero de carrera tiene obligación de saber, en un mercado eficiente competitivo, toda la información que necesitan los agentes económicos está contenida en los precios), con una legislación que erradicara los monopolios y los protectorados económicos privados, que suprimiera los sistemas de patentes (creadores de monopolios), etc., etc. La combinación de los puntos 3 y 4 sería prácticamente el final del capitalismo, y algo muy parecido a lo que Marx o Engels pudieron entender por socialismo.  Cuarta: un robustecimiento de las bases materiales de existencia de la participación ciudadana (por ejemplo, mediante la introducción de una más o menos generosa Renta Básica de ciudadanía tan universal e incondicional como lo es el derecho de sufragio).  Y quinta: dar cumplimiento a la idea fundatriz de la ONU de disolver todos los ejércitos del mundo, substituyéndolos por una fuerza disuasoria democrático-internacionalmente controlada (con sólo el ahorro de los 350.000 millones de dólares del actual presupuesto militar norteamericano en unos pocos años no sólo acabas con el hambre en el mundo, sino que erradicas de paso el analfabetismo en el todo el mundo).

Yo podría argüir filosóficamente un buen rato a favor de todo eso. Pero creo que lo primero que hay que evitar es el “utopismo intelectualista”, la idea, esto es, de que esas ideas-fuerza pueden ser diseñadas o excogitadas, según preceptos morales o político-normativos, independientemente de la situación histórico-real y de los elementos realmente existentes de contestación política o social de la misma.

Pregunta 24.- ¿Cuáles son los rasgos que te parecen más salientes de la situación actual?

Respuesta a P24.-  Primero: los últimos 25 años de “globalización” han resultado, en buena medida, de decisiones de todo punto políticas, y es necio y confundente caracterizar la situación sólo como una etapa (“sociedad de la información”, “era postmoderna”, “nueva economía”, etc.) automáticamente producida por el desarrollo o la acción inevitable de fuerzas apolíticas y anónimas, llámense “fuerzas productivas”, “revolución tecnológica”, “espíritu absoluto” o como se quiera.

Segundo: esas decisiones y contradecisiones de todo punto políticas han tenido, hasta ahora, ganadores y perdedores clarísimos: estos últimos lustros han significado, con contadas excepciones, y de manera inocultable estadísticamente, una redistribución masiva de recursos del futuro al presente (con el cada vez más alarmante deterioro del patrimonio natural planetario), de los países pobres a los países ricos, y dentro de cada país, de los estratos pobres y medios a los ricos, y sobre todo, a los riquísimos. El economista Robert Frank ha calculado, por ejemplo, que más del 70% de la riqueza creada en los EEUU en las tres últimas décadas ha sido captada por el 1% más rico de la población norteamericana.

Tercero: instituciones creadas por el consenso de 1945 para regular la economía internacional en un determinado sentido, como el FMI y el Banco Mundial (completamente en manos de los EEUU y de los grandes intereses empresariales transnacionales, como no se cansa de repetir con excelente conocimiento de causa el Premio Nobel Stigliz, antiguo vicepresidente del Banco Mundial), no han dejado de intervenir y de presionar políticamente, sólo que ahora en un sentido muy distinto, que se ha revelado desastroso (valga, por todos, el ejemplo de la Argentina), con sus recetas de “terapia de choque”, “estabilización”, “ajuste estructural”, “liberalización financiera internacional”, “desregulación a cualquier precio”, “privatización” a precios de saldo, etc., etc.

Cuarto: todo ello ha traído consigo la aparición de grandes poderes económicos privados transnacionales crecientemente capaces de disputar políticamente con éxito a las repúblicas su derecho soberano e inalienable a definir la utilidad y el bien públicos. El mundo contemporáneo ha conocido ya al menos dos ejemplos extremos de esa situación, digamos, de “refeudalización” de la vida civil y política (quiero decir, de feudalismo del dinero): la “América de la codicia”, secuestrada políticamente por los robber barons del último tercio del XIX, en la que el Presidente Rudolph Hayes llegó a declarar con toda avilantez (1876) que “este gobierno es de las empresas, por las empresas y para las empresas”; y los últimos años de la República de Weimar, que acabaron del modo por todos conocido. La República norteamericana pudo sobreponerse a comienzos del siglo XX, mal que bien, al asalto político de los robber barons (los “barones ladrones”, los grandes magnates al estilo de Stanford, Rockefeller o Prescott Bush); pero la República de Weimar pereció en el intento de someter a los Flick, a los von Thyssen o a los Krupp a comienzos de los 30.

Y hay que saber que las repúblicas y las democracias actuales en el mundo tienen que enfrentarse, para sobrevivir, a poderes privados neofeudales mucho más grandes aún, mucho más poderosos y mucho más ramificados planetariamente, que lo que llegaron a soñar jamás las más codiciosas dinastías empresariales norteamericanas, francesas, británicas o alemanas de la generación de nuestros abuelos y bisabuelos.

Esa es, sumariamente presentada, la situación. En cuanto a los elementos de contestación presentes…

Pregunta 25.- … o realistamente conjeturables…, porque el panorama que dibujas es bastante sombrío…

Respuesta a P25.- Bueno, si hay que ser saludablemente realistas, yo puedo decir algo sobre lo que veo en Europa occidental y en Iberoamérica. No puedo hablar de otros sitios con tanto conocimiento directo de causa…

Pregunta 26.- Empecemos por Europa, pues.

Respuesta a P26.- A mí me parece que el elemento de más notoria estabilidad contestataria es el de los trabajadores y de sus representantes sindicales, digamos, tradicionales contra el ataque al Estado “social” y contra los proyectos de reabsolutización de la empresa capitalista. Mientras en Italia la izquierda política parlamentaria se ha suicidado del modo más grotesco (sólo eso explica el retorno de Berlusconi y de la coalición de extrema derecha que gobierna ahora la península transalpina), aparece la interesante figura política del sindicalista Coferatti, y consigue una huelga general masiva contra la contrarreforma laboral pretendida por el ministro de trabajo. En una Austria en la que el veterano partido socialdemócrata apenas consigue levantar políticamente cabeza, acabamos de asistir a la primera huelga general desde el final de la II Guerra Mundial. En Francia, después del estrepitoso fracaso electoral de la “izquierda plural”, acabamos de ver una enérgica huelga general contra los proyectos laborales y de régimen de pensiones del nuevo gobierno conservador. La desnortada izquierda política española (y señaladamente, la imperita, irresoluta, y me temo que irredenta, dirección actual del PSOE) acaba de desperdiciar electoralmente el enorme capital político acumulado en la protesta social y política generalizada contra un chapucero gobierno conservador que, tres meses ha, se hallaba políticamente contra las cuerdas; pero el año pasado asistimos a una gran huelga general convocada por las organizaciones sindicales españolas –tan débiles comparativamente, por otro lado, en número de afiliados— y coronada con un éxito político completo: el gobierno de mayoría absoluta de Aznar no sólo acabó retirando en su práctica totalidad el “decretazo” de contrarreforma laboral, sino que  cayeron el ministro de trabajo y el ministro portavoz, ese mentecato empelucado que se había puesto en ridículo restando toda importancia y transcendencia a la huelga. Veremos qué pasa ahora en Alemania, cómo van a acabar reaccionando los sindicatos socialdemócratas más fuertes –como la IG Metall, que, a pesar de estar dirigida por una de las burocracias sindicales más odiosamente codiciosas de Europa, mantiene un impresionante 70% de afiliación sindical— a las pretensiones de Schröder y de los Verdes de proceder a una voladura controlada del Estado “social” de la RFA. (Que tipos como Blair o Mendelson u otros zascandiles terceraviístas se hayan apoderado de la dirección del Labour Party y puedan seguir gobernando la Gran Bretaña sin apenas contestación sindical sólo se explica por la amarga derrota –tal vez irreparable— sufrida, a manos de la Sra. Thatcher, por las Trade Unions. Pero el gran triunfo del laborista de izquierda independiente Ken Livingston en las elecciones para la alcaldía de Londres, en contra del aparato oficial blairista, da allí otros motivos de esperanza.) Se trata de luchas defensivas, demasiado poco conscientes tal vez de todo lo que está en juego en la crisis del Estado “social”, pero han demostrado que pueden ser capaces de movilizar de nuevo a millones, de paralizar por completo la vida económica y social de un país, y de hacer retroceder decisivamente, y hasta casi tumbar, a gobiernos tan autoritarios y de tan sólida mayoría parlamentaria como el del PP en España.

Menos estable, como es natural, aunque ya importante y crecido, se está revelando un inmenso movimiento ciudadano democrático, más o menos abiertamente dirigido contra lo que podríamos llamar la “impotencia democrática”, es decir, contra el escandaloso secuestro neofeudal de la política democrática por parte de los grandes poderes privados transnacionales y contra el más temible rehén, hoy por hoy, de ese secuestro: el gobierno de empresarios y agentes granempresariales à la Cheney de los Estados Unidos de América. Las gigantescas manifestaciones contra la guerra de Irak en Barcelona –que fue la capital mundial de la democracia el pasado 15 de febrero—, Madrid, Roma, Berlín, París o Londres muestran que ante declaraciones como la del banquero Hans Tietmayer de que “los políticos ya no dependen de los debates nacionales, sino de los mercados financieros”, la ciudadanía no sólo puede reaccionar, como en los últimos lustros, aumentando año tras año la cifra de abstencionistas y llevando a su récord histórico la enconada desconfianza y hasta el desprecio hacia los políticos profesionales y los parlamentos, sino buscando formas más razonablemente políticas de canalizar su descontento y de empezar a desafiar democráticamente a los desafiadores novofeudales de las democracias.

Yo espero que esos dos grandes elementos de contestación europeos acaben confluyendo y aconsonantándose. Se perdió una gran oportunidad en España, recientemente, con la timorata negativa de la dirección de CCOO a secundar la protesta antibélica y antiimperialista ciudadana con una huelga general. Pero se presentarán otras, y a no tardar. Porque, a juzgar por lo que se ve ahora mismo en Alemania, o lo que se ve desde hace unos años en Italia –o lo que tal vez empezaría ya a verse en España, si el cerril nacionalismo centrípeto del PP no se sintiera urgido a usar banderizamente la lealtad constitucional contra los nacionalismos centrífugos—, la próxima golosina que querrán tragarse las derechas políticas europeas serán las Constituciones mismas de postguerra: el ataque a fondo al Estado “social” de los países de la vieja Europa continental precisará verosímilmente de la reforma de unas Leyes Fundamentales concebidas y redactadas en el espíritu del consenso de 1945, con un blindaje relativamente eficaz todavía (si se mantiene, como parece, un poder judicial independiente bastante dispuesto a defender su núcleo esencial) de la “constitucionalización” de la empresa capitalista.

Pregunta 27.-  Y respecto de Iberoamérica…

Respuesta a P27.- Bueno, habría que empezar diciendo algo sobre las formas que asumió allí el consenso del 45 y el final del mismo en los años 70. Se trata de un continente entero, y muy diverso… es verdaderamente complicado con un par de brochazos…

Pregunta 28.- Bien, aunque sea con un par de brochazos…

Respuesta a P28.- Chile y Argentina se configuraron políticamente en la era de la seguridad de un modo muy similar a los países europeos, con izquierdas políticas y movimientos sindicales homologables. Incluso después de la Gran Guerra, en los años veinte, se dotaron de constituciones republicanas nuevas, semejantes en espíritu a las de la mayoría de los países europeo-continentales postmonárquicos. La Constitución mexicana de 1917, por su parte, tuvo incluso una gran influencia en la Constitución republicana española de 1931. Sin embargo, en la medida en que quedaron intocados por la catástrofe europea de 1940-45, a diferencia de Francia, Alemania, Italia o Austria, no modificaron sus constituciones de los años veinte. Chile es un caso particularmente ejemplar: es en cierta medida el mantenimiento de su Constitución de 1925 lo que explica cosas como la particular vitalidad de su vida parlamentaria en los años 50 y 60, o el mantenimiento de una poderosa –en realidad dominante— ala izquierda en el partido socialista chileno (Altamirano), o, finalmente, la posibilidad de que se repitiera en Chile, como en la Europa de entreguerras, un experimento político de gobierno frentepopulista como el de la Unidad Popular de Salvador Allende en 1971. El golpe de Pinochet, propiciado por el gobierno de Nixon-Kissinger, abortó ese experimento, como es harto sabido. En lo que tal vez se insiste menos es en el hecho de que la vuelta de las libertades políticas en Chile no vino de la mano de una restauración de la Constitución de 1925, sino de otra Constitución nueva, inspirada en 1980 por los colaboradores del General Pinochet. Y esa nueva Constitución, a diferencia, por ejemplo, de la Constitución monárquica española de 1978, no se inspiraba ya para nada en el consenso de 1945, sino que, rompiendo con él, anticipaba el venidero “consenso de Washington”: consagraba prácticamente la reabsolutización de la empresa capitalista, blindando constitucionalmente, por decirlo así, los esquemas neoliberales que habían venido aplicando los Chicago boys de los gobiernos de la dictadura militar. Algo pionero en el mundo, vamos.

El caso argentino es muy distinto. El interesante partido socialista argentino y su movimiento sindical fueron literalmente destrozados desde el gobierno por el General Perón, y substituidos en la segunda mitad de los años 40 por un complejo movimiento “peronista”, en parte inspirado en doctrinas fascistas corporativistas europeas (el asesor económico-social de Perón fue un viejo primorriverista catalán, Figuerola, y el General siempre fue un admirador de Mussolini y de su Codigo del Lavoro), y en parte en populismos caudillistas con vocación progresista y antiimperialista específicamente iberoamericanos, tipo APRA en el Perú o tipo Cárdenas en México. Sea como fuere, lo cierto es que el sindicalismo argentino tradicional, educado en los patrones de autoorganización democrática de la socialdemocracia europea, fue substituido en los 40 por un tipo de sindicalismo fundado en relaciones de clientelismo y patronazgo, algo cuyos efectos desastrosos duran hasta hoy, a pesar de la incipiente y prometedora Central de Trabajadores Argentinos del inteligente Claudio Lozano. La cruel Junta Militar que dio el golpe de Estado en 1976 tuvo también, como la chilena, sus ministros y altos funcionarios ultraliberales de economía (el infame Martínez de la Hoz y su secretario de estado, Cavallo, por ejemplo, responsables últimos de la actual deuda argentina), el resultado de cuya gestión, a diferencia de lo que ocurrió en el Chile de Pinochet, fue la completa destrucción de la industria nacional y la conversión de la economía argentina en una especie de economía de casino. Con la vuelta de las libertades en 1983, la Argentina mantuvo su Constitución de 1923 (incluidas las addenda peronistas de finales de los 40, en el espíritu del consenso de 1945, como el ya mencionado artículo 14 bis). Pero heredó y no sólo no supo corregir, con el radical Alfonsín –quien, con un poco de audacia de estadista, habría perfectamente podido empezar denunciando como ilegítima le deuda contraída por la dictadura—, los gravísimos daños que infligió a la economía nacional la gestión ultraliberal de la Junta, sino que, con el neoperonista de ultraderecha Menem, alumno aventajado del FMI, los agravó hasta la catástrofe con el comprado asentimiento del sindicalismo mafioso peronista.

El consenso de 1945 se expresó en México, como en muchos otros países iberoamericanos, en la forma de políticas populistas y clientelares, pero en el caso del PRI mexicano, pervirtiendo de un modo asombroso la gran herencia democrática de la Constitución de 1917 y del mandato de Lázaro Cárdenas en los años 30. En los 80, México tuvo su Menem: Salinas de Gortari, un corrupto ultraliberal aupado al poder mediante prácticas electorales populístico-clientelares (y mediante un golpe de estado técnico contra el real ganador de las elecciones de 1986, el ingeniero Cuahutémoc Cárdenas, fundador del nuevo partido de izquierda PRD). El éxito del partido clerical de derecha PAN en las últimas elecciones presidenciales pareció, por un momento, la vía con que se acabaría rompiendo, por la derecha, la peculiar versión mexicana del consenso de 1945. Pero, a juzgar por los resultados de las elecciones legislativas del pasado 6 de julio, todo indica que esa vía va a fracasar… Yo no he perdido todavía la esperanza en un ulterior desarrollo interesante del PRD.

Dos grandes novedades del mayor interés en la política iberoamericana son hoy mismo: una, como si se empezara a corregir lo que Mariátegui llamó la “falsedad” de las repúblicas iberoamericanas (su radical exclusión, desde la Independencia, de las poblaciones indígenas), la incorporación a la protesta política de grandes sectores de la población indoamericana: así el movimiento zapatista en México, así los movimientos campesinos en Ecuador, que encabezaron en los últimos años la protesta contra los desaguisados económico-sociales de las políticas inspiradas en las recetas del fondo, o así, más recientemente, en el Perú post Fujimori.

Y otra, la aparición de un gran partido de izquierda de nuevo tipo, el Partido de los Trabajadores en Brasil, que acaba de ganar las elecciones presidenciales contra los vientos y mareas de los mercados financieros, del gobierno de los EEUU y del grueso de los medios de comunicación brasileños e internacionales. Lula es el primer obrero industrial que llega a la Presidencia de una nación americana. Es tan obvia la importancia para Iberoamérica, y para el mundo entero, del triunfo de Lula que podemos ahorrarnos aquí más comentarios… Del éxito o del fracaso de su labor de gobierno depende el futuro a medio plazo de toda la izquierda iberoamericana. Tiene un gran partido detrás, relativamente joven, pero ya experimentado y curtido en mil batallas, con experiencia de gobierno municipal y en los Estados. Tiene también un gran pueblo detrás, esperanzado, ciertamente, pero no embobado o seducido carismáticamente, sino crítico y alerta, dispuesto a censurar cuando convenga al nuevo gobierno y a empujarle hacia delante. Lula es el fruto de un gran movimiento sindical de nuevo tipo de la clase obrera industrial paulina, pero cuenta ahora también con el apoyo crítico de otros grandes movimientos sociales, como el importante Movimiento de los Sin Tierra, que abarca a más de cuatro millones de campesinos pobres, y que sin duda presionará a favor de una reforma agraria en serio. Y cuenta con grandes asesores; algunos, veteranos, como Marco Aurelio –el actual presidente de Petrobras y antiguo asesor de Allende—, con largas y probadas biografías de lucha y de gestión; otros, más jóvenes, como el senador Eduardo Suplicy, dispuestos a asimilar y a traducir a la realidad brasileña ideas de izquierda radicalmente nuevas como la de la Renta Básica universal garantizada para todos los ciudadanos. Augurémosles –augurémonos— lo mejor.

Nota después de la P5:

Notas SLA:

a) No deberías añadir algún atributo a John Searle? Por ejemplo, el interesante filósofo John Searle.

b) Sólo Sokal? No citas a Jean Bricmont?

c) ¿No deberías traducir los versos de Dante?

P6: Antes del El triunfo del estalinismo…

¿Y qué significó el triunfo del estalinismo?

Al final P6: Nota SLA:

a) ‘ferazmente’ es término no muy usado. ¿Por qué no fértilmente?

P 14:

¿Y  cuál fue entonces el modo de ver las cosas en el consenso de 1945?, antes de:

Pero el consenso de 1945 impuso otra visión, muy distinta, de las cosas.

 

[1] A.Sokal y J.Bricmont, Imposturas intelectuales, trad. Miguel Candel, Barcelona, Piados, 1999.

[2] Traducción: “Ya puedes comprender que muerto/ está nuestro conocimiento, desde el momento/ en que del futuro cerrada está la puerta”.

[3] The Rise of Financial Capitalism. International Capital Markets in the Age of Reason, Cambridge, 1990.

[4] J.A.Hobson, Imperialism: A Study, Londres, Allen&Unwin, 1902.

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