La renta básica y el barón de Munchausen
Andrés de Francisco
La idea de una renta básica universal generó mucha simpatía entre la izquierda desde que la lanzaran con fuerza Van Parijs y Van der Veen en los años ochenta del siglo pasado.1 Hoy en día anda en boca de todos y no hay agenda política alternativa o de izquierdas que no la incorpore. La propuesta parecía tener muchas virtudes pero, en especial, una: parecía garantizar la emancipación social de forma fácil, directa e inmediata. Con una renta básica universal e incondicionada –una cantidad suficiente para vivir- todos tendríamos un nivel razonable de libertad real y todos podríamos elegir los trabajos más gratificantes o, por el contrario, rechazar aquellos que no nos cuadraran o satisficieran. Ya no se trabajaría por necesidad, con lo que el mundo laboral entraría en la esfera de la libertad. La renta básica sería así la llave que abriría la puerta de la emancipación del trabajo. Y en la medida en que parecía garantizar la libertad real para todos –un derecho ciudadano a la existencia- era fácil conectarla con la tradición de la libertas y encontrarle una justificación republicano-democrática en el plano normativo.2 Para colmo, la propuesta parecía realizar un imposible: unir libertad y autorrealización para todos sin eliminar ni el mercado ni el capitalismo, es decir, sin tener que pasar por el farragoso terreno del socialismo, con su Estado autoritario, su socialización de los medios de producción y su planificación económica centralizada. Miel sobre hojuelas. De hecho la propuesta inicial de Van Parijs y Van der Veen se denominó “una vía capitalista al comunismo”.3
Pese al innegable y amplio catálogo de potenciales beneficios psíquicos, sociales y políticos de una renta básica universal e incondicionada, la propuesta –creo- no es convincente. Pero no por razones morales o ético-normativas, sino por razones de lógica social, que afectan a su factibilidad o, mejor dicho, a su sostenibilidad. Hace ya trece años señalé el problema central de “compatibilidad de incentivos” de una renta básica suficientemente robusta, pero lo planteé como un problema técnico, y por lo tanto, en principio, soluble.4 Ahora quiero ser más radical. En realidad, lo que he terminado por pensar es que la renta básica sería una buena solución, sí, pero al estilo de las del barón de Munchausen, aquel maravilloso aventurero que salió de la imaginación de R.E. Raspe. ¿Recuerdan cómo sale el barón del hoyo en el que había caído al bajar desde la luna por una cuerda? Fácil: saliendo a por una escalera. Y, ¿recuerdan cómo salen del pantano su caballo lituano y él mismo? Fácil: tirando de su propia coleta hacia arriba. De la misma manera, ¿cómo se solucionan los dos grandes problemas del capitalismo, la alienación del trabajo y la pobreza? Fácil: asignando una renta básica universal e incondicionada. El problema del barón de Munchausen era que para coger la escalera tenía que salir antes del hoyo, o que la fuerza de la gravedad no deja que nos elevemos tirándonos de la propia coleta. De modo análogo, una renta básica –que, en abstracto nos permite salir del hoyo de la alienación y la pobreza para establecernos en el reino de la libertad- se enfrentaría con que el capitalismo necesita de la feroz competencia entre los trabajadores, de ejércitos industriales de reserva y de la existencia de pobres: porque la relación capital/trabajo es constitutivamente una relación asimétrica de dominación.5 Esa es la fuerza de gravedad que impediría a nuestro barón de Munchausen utilizar la renta básica como escalera para salir del hoyo de la alienación y la pobreza. Un capitalismo de renta básica –al menos una renta básica de verdad: emancipadora- sería un capitalismo sin capitalismo. Y yo mucho me temo que eso no lo iban a consentir los capitalistas, es decir, los propietarios del capital. Porque, entiéndase bien: la renta básica deja las estructuras de poder tal como están. Mejor dicho: deja la principal fuente de poder social –la propiedad y la riqueza- en manos privadas. Los capitalistas seguirían decidiendo sobre qué, cómo, cuánto y dónde producir. Si tenemos en cuenta que el capitalismo no es un bloque homogéneo y monolítico sino un sistema sometido a la ley del desarrollo desigual y combinado, lo más probable –lo más seguro- es que los capitalistas decidieran cerrar el negocio y llevárselo lejos, donde gozaran de la libertad y el poder para seguir explotando y dominando a la fuerza de trabajo. Impedir esa fuga implicaría un poder político democrático enorme, equivalente por lo menos al necesario para construir el socialismo, esto es, para expropiar, redistribuir y socializar. Pero aun si pudiera impedirse la desinversión y la fuga, por la misma ley del desarrollo desigual y combinado, una renta básica real supondría una inmediata pérdida de competitividad internacional, ya que –de seguro- haría subir los costes laborales relativos. En ambos escenarios, la renta básica socavaría las condiciones económicas de su propia financiación, suponiendo que alguna vez hubiera sido financieramente factible.
Es verdad que ha habido experiencias piloto interesantes de aplicación de una renta básica, pero a una escala tan reducida –en una pequeña comunidad de 100 personas en Brasil (Quantiga Velho), en un área rural de Namibia (Otjivero-Omitara) de 970 personas, en unas cuantas aldeas de la India, en algunas zonas de Irán…- y tan periférica, que no sirven para sacar conclusiones. Porque cuando hablamos de renta básica, no pensamos en aldeas o pueblos, sino en naciones, países enteros, Estados plurinacionales o incluso federaciones de Estados. Hablamos de una renta básica universal, y sólo una escala suficientemente amplia de aplicación nos permite plantear en serio esa universalidad. Así mismo, están las experiencias de los fondos soberanos de capital, como en Alaska o Noruega, pero poco tienen que ver con una renta básica: son un dividendo social anual que depende, por lo demás, de la gestión pública de un recurso natural -el petróleo- no universalizable. Es verdad también que el pacto social de posguerra que dio lugar al Estado de bienestar desarrolló mecanismos e instituciones que en buena medida desmercantilizaron la sociedad y, por lo tanto, tuvieron una clara dimensión anticapitalista: en efecto, los sistemas públicos de salud y educación, los programas de vivienda social o los sistemas de seguridad social y protección laboral, no sólo sacaron del mercado –desmercatilizaron- bienes y servicios fundamentales (cívico-constituyentes) sino que arrebataron libertad y poder a empleadores y empresarios en la relación capital/trabajo. Gracias a aquel Estado benefactor y proteccionista (adjetivos –benefactor y proteccionista- que conservan toda su belleza pese al desprestigio al que los ha sometido la propaganda neoliberal), la clase trabajadora tuvo unos niveles de seguridad y libertad relativos como nunca antes en la historia del capitalismo. Pero todo eso se dio bajo unas condiciones muy específicas: ciclo vital fordista, amplia concentración o localización industrial, una división internacional del trabajo que permitió la hegemonía económica occidental, unas tasas de crecimiento que permitían el pleno empleo…
Ese “equilibrio” se fue al traste con la globalización, la caída del comunismo y lo que ha dado en llamarse la gran convergencia.6 Una imagen plástica de esta transformación es Detroit. Hoy es una ciudad en bancarrota que tuvo que ser rescatada, cuando hace unas cuantas décadas era una de las fábricas mundiales de la automoción. Semejante escenario de decadencia urbana sólo es una muestra local de un capitalismo global salvaje y desregulado sin contrapoder democrático que se le enfrente. Y sin dicho contrapoder es imposible impedir o siquiera amortiguar el desenfreno de semejante gigante devorador con todas sus consecuencias perversas: la desigualdad, la pobreza, la precariedad, la alienación, la injusticia, etc. Ahora bien, a base de agathopías y de propuestas a lo barón de Munchausen poco vamos a avanzar. Mucho menos si esas propuestas nos hacen olvidar algunas esencias de la tradición socialista, las cuales –todas- tenían que ver con el problema central de la propiedad y el poder económico. Mientras esa propiedad y ese poder sigan concentrados en pocas manos, podremos tirarnos de la coleta todo lo que queramos, pero no saldremos del pantano. Si lo que queremos es hablar en serio de transformación social, me temo que tendremos que hablar nuevamente de socialismo: de regímenes de propiedad colectiva y social, de modelos alternativos de desarrollo, de Estado fuerte, de democracia real. Y tengo para mí que, si una renta básica es en absoluto viable, lo será en el seno de una sociedad socialista. El capitalismo de renta básica es una contradicción en los términos.
El problema político fundamental para la izquierda anticapitalista es que la actual división internacional del trabajo permite que cualquier propuesta local o incluso nacional de suficiente calado democrático y social sea penalizada brutalmente mediante deslocalización y desinversión. El trabajador español no compite sólo con el trabajador español, sino con el chino y el brasileño. Y los Estados, además, se financian en mercados internacionales de deuda. Incluso el gobierno mejor intencionado tiene las manos atadas, y ha de andar con pies de plomo. En la mayoría de los casos, sólo le queda sobrevivir a base de reducir costes laborales y gastos sociales, y eso es lo que hacen la mayoría de los gobiernos que tienen que gestionar elevadísimos niveles de déficit y endeudamiento con bajas perspectivas de crecimiento económico. Por eso la masa salarial ha caído en casi todos los países ricos así como su gasto social.7 Es difícil imaginarse un peor escenario para la aplicación de una renta básica universal y emancipadora. Y quien piense que basta con “llegar” al poder para aplicar soluciones mágicas corre el riesgo de perder el capital político democrático que haya podido acumular por el camino. La lógica social y el principio de realidad son tan importantes en política como la pasión democrática y las ilusiones transformadoras. Hay empero muchas cosas que se pueden hacer para salir del hoyo sin salir antes a buscar una escalera. Si en un eje colocamos la corrupción y en otro los ingresos públicos, ambos ejes relacionados entre sí, podemos definir un gran espacio cartesiano para la regeneración institucional y la reforma fiscal. La izquierda necesita dotarse de un buen bisturí para hacer cirugía moral masiva en la política y la sociedad, y necesita dotarse también de mecanismos equitativos y eficaces de obtención de ingresos públicos. Esas dos herramientas abrirían un horizonte de posibilidad que hoy por hoy cierran el déficit, la deuda y el estancamiento. Y son herramientas que se pueden manejar con prudente contundencia.
Aunque tal vez la renta de la que se habla no sea una renta desalienadora –que permita al trabajador escapar realmente a la dominación de clase- sino tan sólo una renta focal contra la pobreza. Pero, entonces, ya no es ni robusta, ni universal ni incondicionada, y tiene que someterse a la metodología de la comprobación de medios: hay que ser pobre para recibirla. Bien, creo que una renta mínima de inserción –que nada tiene que ver con una renta básica- no presenta un problema fundamental de incompatibilidad de incentivos, pues nadie quiere ser pobre, ser diagnosticado como tal y sobrevivir con lo mínimo. Pero una renta así no sólo es estigmatizadora sino que –al menos en sus versiones actuales a la inglesa- es una verdadera “trampa de la pobreza y la precariedad”.
1 Cfr. la compilación de Zona Abierta 46/47, Un salario social mínimo (garantizado) para todos, enero-junio de 1988.
2 Cfr. A. de Francisco y Daniel Raventós (2005), “republicanismo y renta básica”, en M. J. Bertomeu, A. Domènech y A. de Francisco, comps. (2005), Republicanismo y democracia, Buenos Aires, Miño y Dávila, cap. 9. Sin embargo, como señalé en otro lugar (cfr. nota 2, infra), una fundamentación republicano-democrática de la RB puede y debe ser más exigente e incorporar la cuestión de la autoorganización democrática del mundo del trabajo y de la sociedad en general, y –sobre todo- la cuestión de la virtud. En realidad, la concepción moderna de la ciudadanía –también la neorrepublicana- tiende a centrarse en los derechos del ciudadano, subestimando sus obligaciones cívicas. Por eso no es de extrañar el olvido de la virtud en la teorización moderna de la ciudadanía. La conexión entre renta básica y virtud cívica es mucho menos clara que entre renta básica y libertas, y deja abierta la puerta a condicionar la asignación de la renta al cumplimiento de determinadas obligaciones cívicas. Guy Standing, por ejemplo, se atreve tímidamente a imponer una de esas obligaciones: el ejercicio del voto (cfr. G. Standing (2014), A Precariat Charter, Londres: Bloombury, pp. 371-2.
3 Op. Cit., pp. 19-45.
4 Cfr. A. de Francisco (2001), “La renta básica: ¿una propuesta ecuménica?”, en D. Raventós, comp. (2001), La renta básica, Barcelona: Ariel, pp. 177-18, esp. , pp.. 180-1813;
5 Es oportuno releer el capítulo sobre la competencia del imprescindible y actualísimo, La Situación de la clase obrera en Inglaterra, de Engels.
6 Cfr. Guy Standing (2014), El precariado, una carta de derechos, trad. de A. de Francisco, Madrid: Capitan Swing.
7 Cfr. “Labor pains”, The Economist, 2/11/2013, 7