Imperialismo español en América Latina. La política latinoamericana de la derecha española
Juan Agullo
En 1992, la celebración del V Centenario del “Descubrimiento de América” marcó un punto de inflexión en la política latinoamericana de España. A partir esa fecha, Madrid promovió una política de penetración comercial y financiera en América Latina orientada a compensar la debilidad de sus empresas en Europa. La llegada de la derecha al poder –en 1996– reforzó dicha tendencia mediante la constitución de un lobby empresarial que en la actualidad determina el proceder político de España en la región
«América Latina nos importa: son 400 millones de consumidores», dijo alguna vez Rodrigo Rato, ministro de Economía del gobierno Aznar. Las recientes compras de Radiópolis, por parte del Grupo PRISA, y de Pegaso, por Telefónica– dan fe de ello pero sobre todo de que México sigue siendo importante para España. La estrategia de penetración no es nueva, en su tiempo ya fue practicada en Argentina, Brasil, Colombia o Perú. La raíz del problema está cercana: a finales de los ochenta, la privatización de empresas públicas propició la creación de enormes consorcios industriales, financieros y de servicios. Mientras que en España éstos quedaron en manos de capitales nacionales, en América Latina hubieron de abrirse –faltos de liquidez como estaban– a la inversión extranjera.
La pérdida de mercados internos que comenzaron a padecer las recién creadas multinacionales españolas, como consecuencia de la «liberalización» de los mismos, terminó por hacer de la inversión en América Latina una opción de supervivencia. Algo que supuso una ruptura para un capital de formación muy tardía (posterior a la experiencia colonial y a la Revolución Industrial) que, hasta entonces, bastante había tenido con centrarse, única y exclusivamente, en España. La aventura, sin embargo, en cuanto que apuesta estratégica que trascendió la lógica puramente empresarial, contó desde un primer momento con el aval de los sucesivos gobiernos de Madrid1.
Los primeros pasos
El primer paso político importante estuvo claro: a partir de 1991 se comenzaron a celebrar cumbres iberoamericanas de jefes de Estado y de gobierno con una periodicidad anual. Dato curioso: la primera de ellas tuvo lugar en Guadalajara, Jalisco, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. El modelo concebido fue muy sencillo: básicamente se trató de imitar el sistema mediante el cual dos vecinos europeos de España, Francia e Inglaterra, habían logrado perpetuar en el tiempo un cierto grado de padrinazgo sobre sus ex colonias. La que con el paso de los años terminó siendo la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) se constituyó sobre la base de experiencias ya rodadas como el Consejo Superior de la Francofonía (HCF) o la Commonwealth.
A partir de la mencionada estructura, a los sucesivos gobiernos españoles les resultó relativamente sencillo llegar a acuerdos colectivos que favorecieran sus intereses, pero sobre todo, convertirse en una especie de guardián de la democracia en América Latina y de lo que, para el neoliberalismo, constituye su inseparable corolario: la «correcta» aplicación de los planes de «ajuste estructural». El efecto más importante de éstos fue la «liberalización» de sectores enteros de las distintas economías nacionales que, descapitalizados, no tuvieron más remedio que continuar abriéndose a la inversión extranjera. La española, en este marco, jugó un papel central. Para muestra, un botón: en 1998, apenas seis años después de la celebración del V Centenario, España ya se había convertido en el segundo país inversor en América Latina por detrás, tan sólo, de Estados Unidos.
Toda estructura, sin embargo, necesita venir acompañada de una superestructura que la sustente. Quizás por eso, a partir de mediados de los noventa, los capitales españoles comenzaron a buscar una cobertura política que protegiera sus nacientes intereses en América Latina. Dicho de otro modo: el empresariado español comenzó a apostarle de forma cada vez más decidida a una redefinición de la política exterior de su país. Los viejos esquemas de paternalismo franquista habían dejado de servir a sus intereses pero, paradójicamente, el gobierno socialista que por aquél entonces había en Madrid se resistía a desechar por completo una orientación en la que los factores políticos seguían teniendo un peso importante.
Además, vistas las cosas desde la perspectiva latinoamericana, un elemento a tener en cuenta es el hecho de que durante aquellos años el necesitado de inversiones en América Latina no sólo era el antiguo sector público, sino los florecientes emporios privados que (como el de los Azcárraga en México, el de los Cisneros en Venezuela, el de los Rocca en Argentina o el de los Andrade en Brasil) se habían creado en la región durante los años dorados del «crecimiento hacia adentro». Las subvenciones y prebendas de las que éstos habían gozado durante la Guerra Fría por parte de los distintos gobiernos nacionales ya no casaban con el nuevo dogma neoliberal. Para agravar las cosas, las obligaciones financieras contraídas en el pasado comenzaban a pesar. No fueron, pues, factores exclusivamente exógenos los que determinaron la penetración de multinacionales extranjeras, y sobre todo españolas, en América Latina a partir de mediados de los noventa.
La política «Carolina»
Así, la política latinoamericana de España fue radicalmente redefinida a partir de la victoria electoral de la derecha en 1996. De hecho, a la constitución formal de la OEI le siguió la reorganización del viejo Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI, órgano catalizador de la política latinoamericana de España) pero, sobre todo, la creación de la Fundación Carolina. Formalmente, el mencionado organismo tiene por objeto gestionar la política cultural, educativa y científica de España en América Latina. Sin embargo, en la práctica es mucho más que eso: se trata de un lobby empresarial que desde hace aproximadamente dos años es el que orienta –desde la sombra– la política latinoamericana de Madrid. El modelo, un viejo principio de la política exterior estadounidense: «Lo que es bueno para la General Motors, es bueno para América».
El patronato de la Fundación Carolina está formado por casi todas las empresas españolas que actualmente tienen intereses en América Latina. A saber: el BSCH, el BBVA y Mapfre (banca y seguros); Repsol, Endesa, Iberdrola, Fenosa y Gas Natural (energía); Iberia (transportes); Dragados, ACS y FCC (construcción) y por último la Editorial Planeta y el Grupo Prisa (medios de comunicación). Fuera tan sólo quedan un par de multinacionales con verdadero peso específico en la región: Telefónica (telecomunicaciones) y Sol Meliá (turismo). Están pues, casi todas las que son y éstas son las que por consenso definen un proceder gubernamental español que ora pasa por presionar a Argentina para que acepte las exigencias del FMI (que, en ese caso puntual, son casi las mismas que las de los bancos españoles), ora por conspirar contra el gobierno del presidente Chávez en Venezuela2.
Elemento novedoso pero no absurdo de la nueva política latinoamericana de España, es el nuevo modelo de relaciones bilaterales que se ha establecido entre Washington y Madrid, sobre todo, a partir de la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca. El gobierno de José María Aznar, consciente del poderío de Estados Unidos en América Latina, prefirió romper con el viejo modelo eurooccidental de colaboración crítica con Washington y sumarse a una cooperación transatlántica de tradición más sajona. Los resultados no se han hecho esperar: Estados Unidos ha convertido a España en uno de sus interlocutores privilegiados en Europa3, y a cambio, el Plan Colombia –eje de la nueva política latinoamericana de Washington– ha recibido un apoyo prácticamente incondicional por parte de Madrid. La presunta coordinación entre ambos países durante el intento de golpe de Estado en Venezuela o la inclusión de las FARC en la lista europea de organizaciones terroristas, constituyen pruebas al respecto.
El corolario de la nueva estrategia española en América Latina ha venido dado, además, por una política de cooperación al desarrollo que más que orientarse verdaderamente a este último fin, ha sido concebida como elemento central de una estrategia estrictamente partidista. El objetivo de esta última consiste en drenar recursos hacia ambos lados del Atlántico reforzando de este modo los lazos entre las oligarquías española y latinoamericana, formando nuevos cuadros adeptos al dogma neoliberal y financiando a organizaciones sociales y estructuras partidarias ideológicamente afines. En este sentido, en las últimas fechas se ha hablado con especial intensidad en España de los Legionarios de Cristo, una organización religiosa ultraconservadora de origen mexicano, de la que se sospecha que es miembro Ana Botella, la esposa del presidente Aznar4.
Última e importante característica de la política latinoamericana de la derecha española: la cuestión migratoria. Desde la llegada de la derecha al poder, Madrid ha pretendido que su evolución se adapte a los intereses del empresariado español que en estos momentos pasan por una competitividad que se pretende alcanzar por la vía de un abaratamiento de los costos del capital circulante. Las sucesivas legislaciones migratorias, por consiguiente, persiguen poner en marcha dicha medida que no conlleve excesivos riesgos políticos y sociales: se trata, sobre todo, de fomentar una competencia entre la fuerza de trabajo nacional y la importada que, como sea, tampoco ha de afectar excesivamente a la esfera productiva. Por ello, se privilegia una inmigración relativamente homogénea en términos lingüísticos y religiosos que se está promoviendo a través de una política de acuerdos bilaterales con países latinoamericanos. Eso sí, cuando dichos acuerdos son rebasados por la demanda, aparece la represión: cada día, unos 50 latinoamericanos son expulsados de España.
En esencia, el objetivo último de las reseñadas políticas radica en maximizar la importación de capitales provenientes de América Latina con el objeto de redimensionar el papel de España en Europa en un momento histórico clave. Para Madrid no se trata pues tanto de hacer –como reza la retórica oficial– de puente entre América Latina y Europa sino de articular una política exterior de tintes neocoloniales que se complemente, eso sí, con los intereses de Estados Unidos en la región. Visto desde esta perspectiva, el apelativo carolino viene al caso: fue precisamente bajo el reinado del recientemente celebrado Carlos V (1500–1542) cuando tuvo lugar la Conquista de América.
¿Se repite la historia?
NOTAS
1. No fue casual, por ejemplo, que en plena oleada de compra de antiguas empresas públicas argentinas por parte de multinacionales españolas, el por entonces presidente español Felipe González (1982–1996), durante una visita a Buenos Aires, aseverara: «Si yo tuviera dinero, invertiría en Argentina».
2. Al respecto, consúltese el informe que en fechas recientes fue presentado por el partido político español Izquierda Unida en relación con la presunta participación del gobierno de Madrid en el intento de golpe de Estado en Venezuela. Hasta ahora, dicho informe no ha sido desmentido por nadie.
3. Los símbolos son importantes: el primer país europeo en ser visitado por George W. Bush inmediatamente después de asumir la presidencia fue España. Otro dato significativo: durante la reciente visita del presidente Aznar a Estados Unidos, se estableció un inédito acuerdo de cooperación política e ideológica entre la Fundación Heritage (think tank del Partido Republicano estadunidense) y la española Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales.
4. La polémica ha venido de la mano de un libro recientemente publicado por Alfonso Torres Robles: La prodigiosa aventura de los Legionarios de Cristo (Editorial Foca, Madrid, 2001). En él se desvela el grado de penetración que la mencionada organización ha logrado entre las elites políticas, económicas y financieras españolas.