Un punto de encuentro para las alternativas sociales

El realismo de la audacia: repensar la estrategia revolucionaria hoy

Panagiotis Sotiris

[Reproducimos el texto de la presentación hecha por el autor en el plenario de la XIIª conferencia de Historical Materialism, Londres (http://www.historicalmaterialism.org/). Red.]

De alguna manera, siento cierto malestar, ya que toda la izquierda griega comparte una especie de responsabilidad de que Grecia no sea hoy en día un laboratorio de la esperanza, sino motivo de desesperación. Lo que voy a decir hay que tomarlo como una forma de autocrítica, más que como una declaración. Me considero parte del problema…

El problema es que en el país en el que el más agresivo de los experimentos sociales neoliberales se había topado con la más masiva, casi insurreccional, secuencia de luchas, en el que la crisis política era lo más cercano a una crisis de hegemonía que haya conocido Europa Occidental desde la “caída de las dictaduras”, en el que un partido de izquierdas relativamente pequeño fue catapultado al poder, en el que un pueblo desafiante se opuso al chantaje de la Unión Europea en el referéndum del 5 de julio, Syriza, después de ganar unas elecciones en que el resto de la izquierda fracasaba en el intento de contestar la versión de izquierdas del “no hay alternativas”, que daba el tono de los debates electorales, ha aceptado unas reformas neoliberales que sonrojarían hasta a los infames Chicago boys: desde la reforma del sistema de pensiones hasta las privatizaciones y las ejecuciones hipotecarias y los desalojos masivos.

¿Había otro camino posible para Grecia, o debemos aceptar la premisa de que un pequeño país del sur de Europa no estaba en condiciones de responder al chantaje de la UE? Estoy totalmente en desacuerdo. El momento del referéndum era óptimo para una estrategia de ruptura: fin de las negociaciones, suspensión del pago de la deuda, nacionalización del sistema bancario, inicio de un proceso de retorno a la moneda nacional, como puntos de partida de un proceso de transformación más amplio. Las obvias dificultades iniciales, en realidad no mucho mayores que las que estamos sufriendo ahora en Grecia y seguramente menores que las que nos vamos a encontrar en los próximos años, podrían abordarse con el tremendo potencial político del resultado del referéndum y el grado de movilización popular y de solidaridad internacional. Sin embargo, la dirección Syriza no estaba dispuesta ni siquiera a pensar la posibilidad de una estrategia de ruptura, lo que llevó a una serie de concesiones y compromisos desastrosos, incluso antes de las elecciones de enero de 2015. Esta falta de disposición para afrontar cualquier eventualidad que no fuera el compromiso dentro de la zona euro no se debió a la falta de tiempo. Más bien, fue el resultado de una opción consciente de que la ruptura era imposible, derivada de la combinación de un europeísmo compulsivo junto con el intento de construir alianzas con sectores de la burguesía griega.

¿Es el fin de la historia?

Propongo que nos opongamos a esta tentación. La crisis económica y la crisis del fallido proyecto de la integración europea con su neoliberalismo disciplinario autoritario siguen alimentando una crisis social sin precedentes en el sur de Europa. La crisis política -en forma de alejamiento de las clases subalternas del sistema de partidos, de incapacidad de las clases capitalistas de articular un proyecto hegemónico que no sea la lógica de la “zona económica especial” y de posible crisis del Estado como consecuencia de la soberanía limitada inducida por la UE– continúa siendo el aspecto determinante, y el actual “equilibrio estático” a raíz de la victoria de Syriza está lejos de ser estable.

Sin embargo, esto no quiere decir que debamos esperar explosiones sociales masivas o un rápido colapso de Syriza como una nueva oportunidad para que la izquierda radical tome la iniciativa. No cabe duda de que Syriza se enfrentará tarde o temprano a su propio “invierno del descontento”. Sin embargo, todo el ciclo de movilización de masas en 2010-2012, seguido de la expectativa de un avance electoral, la paciencia a la vista de los primeros compromisos, luego el desafío colectivo en el referéndum, más tarde el sentimiento de desesperación y derrota después de la capitulación y finalmente la necesidad de elegir entre la abstención o el mal menor, y ahora el hecho de que el gobierno aplique una reforma tras otra, ha tenido un efecto desintegrador y ha dado lugar a una creciente incredulidad en la posibilidad de alternativas.

Así que hemos de reflexionar sobre las preguntas abiertas que se nos plantean y volver a abrir el debate sobre estrategia. En primer lugar, había más fantasía que realidad en la concepción de un gobierno progresista que pondría fin a la austeridad, restauraría el crecimiento y cierta redistribución, y devolvería los derechos a la clase trabajadora, sin cuestionar la inclusión del país en procesos de internacionalización e integración capitalista como la Unión Europea y sin enfrentarse a bancos y grandes empresas, acostumbrados a la deflación salarial, el trabajo flexible y al saqueo de los bienes públicos. El caso griego es un ejemplo trágico de que esto es imposible dentro de la eurozona. No puede haber un “cambio desde dentro” de la UE. El “europeísmo” es el camino regio hacia el desastre para la izquierda europea.

Al mismo tiempo, no es suficiente pensar simplemente en un gobierno progresista que procederá a suspender el pago de la deuda, salir de la zona euro y poner en práctica un aumento radical del gasto público. Un soplo de cordura en comparación con las ilusiones sobre la gobernanza progresista dentro de la zona euro puede, sin embargo, que funcione mucho mejor en países con sectores exportadores fuertes y una apertura a los mercados mundiales, como Argentina. En los países que han sido sometidos a la reestructuración generalizada y a una desindustrialización inducida por la integración europea, se podría llegar a un callejón sin salida, a menos que se transforme rápidamente en un paradigma de crecimiento alternativo en una dirección socialista.

Además, incluso en los casos más avanzados de gobernanza de izquierda radical en América Latina hemos visto ciertos límites: la dependencia en relación a una economía extractivista; la coexistencia contradictoria de una mayor protección social con la competitividad internacional; los conflictos provocados por el intento de integrar en el Estado a los movimientos autónomos.

Ahora bien, ¿puede la antipolítica de la insurrección, o la celebración de los disturbios, ser el antídoto de esto? Desde Alain Badiou hasta las intervenciones del Comité Invisible se ha puesto el acento en el retorno hacia la política de masas en las calles, la confrontación violenta con la policía, la reapropiación directa de los bienes comunes. Aquí la estrategia es reemplazada por el deseo de prolongar el “momento” de la revuelta de masas. Por desgracia, la experiencia histórica muestra tanto el aspecto catalítico e indispensable de la secuencia insurreccional como la dificultad para iniciar un proceso de transformación después: los disturbios civiles masivos pueden llevar a una crisis de régimen, pero entonces la pregunta es qué viene después.

La respuesta tampoco es una secuencia insurreccional de un imaginario “Octubre” supuestamente leninista, que es la definición que muchas tendencias de la izquierda anticapitalista proponen para una revolución para la que las condiciones nunca están suficientemente maduras. Aquí, se sustituye la estrategia por un verbalismo anticapitalista que se siente más cómodo con el fracaso, ya que esto justifica la posición de que desde el principio estaba escrita de que nada podría cambiar.

Por supuesto, la enumeración de los problemas no reemplaza una respuesta a las preguntas abiertas. Esto solo puede ser un proceso colectivo de reflexión y autocrítica. Sin embargo, podemos discutir algunos puntos de partida para un replanteamiento de la estrategia revolucionaria de hoy.

Primer punto: la soberanía popular es importante. La experiencia europea muestra que la soberanía rebajada y limitada de hoy es un mecanismo básico para la imposición de la austeridad y la erosión de la democracia. Como ha dicho Jean-Claude Juncker, “no puede haber una elección democrática en contra de los tratados europeos”. La misma cantinela va para la exposición de los sistemas bancarios nacionales a los mercados monetarios internacionales y la serie de tratados hechos para salvaguardar las inversiones frente a las preocupaciones medioambientales o derechos laborales. La soberanía, como la recuperación de un control democrático en contra de la violencia sistémica del capital internacionalizado, se convierte en una cuestión de clase y la base de un nuevo internacionalismo basado en “romper eslabones de la cadena” y en dar ejemplo a los movimientos de otros países.

Todos conocemos las posibles asociaciones de soberanía con nacionalismo, racismo y colonialismo. Sin embargo, aquí estamos hablando de una forma de soberanía que se basa en la condición común de las clases subalternas. Es un intento de repensar tanto al pueblo como a la nación de una manera “posnacional” y poscolonial, como la comunidad emergente de todas las personas que trabajan, luchan y tienen esperanzas en un territorio determinado, como la aparición de un potencial bloque histórico de transformación socialista, a lo que Gramsci se refería cuando hablaba del “Príncipe moderno […] sentando las bases para un desarrollo ulterior de la voluntad colectiva nacional-popular hacia la realización de una forma superior, total, de la civilización moderna”/1. Del mismo modo, la noción de pueblo en formación de Deleuze apunta al hecho de que el “pueblo” no es una entidad preconstituida o “mayoría”, sino el resultado de un proceso de luchas complejo y sobredeterminado.

Tal recuperación de la soberanía popular también requiere una elaborada narrativa anticapitalista y no simplemente una agregación de demandas contra la austeridad. Por muy indispensable que sea una condición macroeconómica “keynesiana de izquierdas” como forma de recuperar la soberanía monetaria y el aumento del gasto público, no es suficiente. Debemos pensar en la “reconstrucción productiva”, no como “retorno al crecimiento”, sino como un proceso de transformación y enfrentamiento intenso con el capital, basado en la propiedad pública, la autogestión y formas de control de los trabajadores y trabajadoras. Tiene que ser un proceso de experimentación y de aprendizaje. Con formas contemporáneas de solidaridad, de autogestión, de redes no comerciales de distribución alternativas, de acceso abierto a los servicios; los debates sobre la forma de utilizar el sector público o cómo ejecutar los servicios públicos no son solo formas de lidiar con los problemas sociales urgentes. También son bancos de prueba de formas alternativas de producción y organización social, basadas en las “huellas del comunismo” y la inventiva colectiva, y el ingenio de las resistencias contemporáneas y gestos cotidianos de solidaridad, cosa que ahora, durante la crisis de los refugiados, en Grecia se ejemplifica en los innumerables actos de solidaridad.

¿Qué pasa con el Estado, ya que sabemos no solo que el Estado no se puede identificar con el gobierno, sino también que todos los intentos de “usarlo simplemente” se enfrentarán a la internalización de las prerrogativas del capital y a los mercados internacionales. El Estado es de hecho la condensación de una relación de fuerzas entre las clases, como subrayó Poulantzas, y además una condensación material y no una articulación contingente, produciendo estrategias, conocimientos y narrativas, como señaló Foucault. Desde el sistema judicial hasta las fuerzas del orden y los servicios secretos paraestatales, hasta los enclaves totalmente controlados por la UE o las grandes empresas, hay mecanismos que pueden contraatacar y no se pueden simplemente “usar” para mejores propósitos.

Necesitamos una nueva conceptualización que combine la cuestión del gobierno con algo parecido a una estrategia de doble poder permanente. Desde este punto de vista, el poder dual no es una cuestión de equilibrio catastrófico y convivencia antagónica de dos formas estatales en competencia. Más bien, se refiere a nuevas formas de poder popular, de autogestión, de control de los trabajadores, de solidaridad y de coordinación que se resistan a los contragolpes de los aparatos del Estado y del capital, incluso después de la llegada de la izquierda al gobierno. Es necesaria una guerra de posiciones tanto antes como después de la toma del poder, así como un proceso continuo de luchas, de experimentación colectiva, formas de poder desde abajo, nuevas configuraciones sociales, además de profundos cambios institucionales, en forma de un proceso constituyente. Desde este punto de vista, el doble poder no solo se refiere a comités o sóviets de trabajadores. También se trata de empresas autogestionadas, clínicas solidarias y asambleas populares. Se trata de mirar con atención las nuevas formas de organización que han surgido en movimientos como el 15-M o la ocupación de plazas como formas políticas colectivas que, en ciertos aspectos, trascienden la división entre lo social y lo político.

En esta perspectiva no hay un “momento” de paso de la “gobernanza radical” a una “transformación socialista”, sino un proceso desigual y contradictorio que se enfrentará a contraataques y quizá, también, a lo que Georges Labica llama la “imposibilidad de la ‘no violencia’”. Esto significa que también nos enfrentamos a lo que supone “hacer política”. Gran parte de la izquierda europea contemporánea se encuentra inmersa en la práctica burguesa tradicional de la política, basada en la dicotomía entre la política parlamentaria o “nacional” y las luchas cotidianas, junto con la profesionalización de la política. Necesitamos una nueva práctica de la política. Cualquier intento de transformación radical debe basar su trabajo en el cortocircuito entre la política y la economía, que según Etienne Balibar está en el corazón del proyecto marxista, tratando la economía en el terreno de la intervención política y la experimentación, insistiendo en que los movimientos que representan a las clases trabajadoras han de tener voz en la política e impulsando así nuevas formas de democracia desde abajo.

Esto también incluye lo que Lenin calificó de revolución cultural, o Gramsci de reforma ético-política: la aparición de nuevas formas de intelectualidad política de masas y un nuevo ethos colectivo de participación. Una vez más, podemos empezar con las experiencias formativas y de aprendizaje en los movimientos, las vías por las que se ha facilitado la aparición de nuevas formas de pensar y una nueva ética de solidaridad y resistencia.

Al mismo tiempo, asistimos a la crisis del modelo tradicional de la organización revolucionaria y del modelo de frente y partido amplio que podría actuar como el punto de encuentro de diversos movimientos y tendencias políticas. El ejemplo de Syriza es emblemático. No me refiero solo al giro político a favor de la austeridad y la restructuración capitalista. Me refiero también a la forma en que poco a poco Syriza dejó de ser democrático y cómo en nombre de ir hacia un partido más unido el grupo dirigente se separó del resto.

La reconstrucción del Frente Único no puede ser una repetición. Tampoco puede ser simplemente un reagrupamiento. Necesitamos una “ruptura epistemológica” en nuestro pensamiento, tanto del frente como del partido. El Príncipe Moderno solo puede ser el resultado de un proceso de recomposición y transformación profunda, aprendiendo también de las experiencias de autoorganización política en los movimientos contemporáneos.

Tenemos que aprender de nuestros errores y ser profundamente autocríticos, evitando toda forma de mentalidad arrogante de sabelotodo, de pensamiento burocrático y de pereza teórica. Hasta ahora, hemos fracasado a la hora de crear la clase de laboratorio de nueva política que se necesitaba, ese tipo de proceso político democrático, de diálogo no sectario, de experimentación colectiva, de militancia creativa. En relación al caso griego, podemos ver el comienzo del problema en la incapacidad de las fuerzas de la izquierda que se percataron de la necesidad de ruptura con respecto a la deuda y la zona euro, para iniciar en 2010-2011 un proceso de un nuevo frente que incorporara las nuevas formas de organización emergentes del movimiento. Debemos hacer frente a esta tarea de recomposición, transformación y experimentación porque de lo contrario los elementos, las prácticas y las experiencias que podrían formar parte del nuevo bloque histórico potencial permanecerán dispersas y desintegradas.

Antonio Gramsci siempre insistió en que los cambios históricos también toman la forma de cambios moleculares. La noción de “molecular” se refiere al aspecto multifacético, complejo, sobredeterminado, no teleológico y no determinista del proceso histórico. La famosa “Nota autobiográfica” de Gramsci en el Cuaderno 15, no es solo una meditación personal sobre la transformación molecular -contemplando su propia vida en la cárcel, la elección que hizo de no abandonar el país y cómo el infortunio puede afectar a una persona-, sino también un pequeño tratado sobre los cambios moleculares en los períodos de la derrota, los pequeños cambios que al final conducirán a una nueva relación de fuerzas. Sus observaciones tienen, creo, cierta resonancia en países como Grecia: “La verdad es que la persona en el quinto año no es la misma que en el cuarto, el tercero, el segundo, el primero y así sucesivamente; uno tiene una personalidad nueva, completamente nueva, en la que los años que han pasado de hecho han demolido el propio sistema de frenado moral, las fuerzas de resistencia que caracterizaron a la persona durante el primer año/2.”

Esto significa que cualquier proceso de recomposición de la izquierda radical debe estar atento a este aspecto molecular. Nuevas formas de organización del movimiento, sobre todo en relación con los estratos sociales que carecen de cualquier forma de representación (desempleados, precariado, etc.), nuevas prácticas democráticas en los movimientos, formas de autoorganización política, nuevas formas de coordinación y solidaridad, expandiendo la experimentación con formas de autogestión, alternativas que creen formas de (contra)información, la organización de nuevas formas de investigación militante, todo esto es más urgente que nunca. También nos permiten repensar la organización política bajo este prisma de una necesaria recomposición molecular, de procesos democráticos colectivos para la elaboración de alternativas, de una nueva práctica colectiva de la política.

Las políticas comunistas o revolucionarias se basan en última instancia en las corrientes subterráneas que llegaron a la superficie solo en momentos críticos, ya que están dispersas, fragmentadas, rotas, son fruto de encuentros que no duraron. El reto es exactamente el de tener la “lenta impaciencia” para aprender de la derrota, para reagruparse, para experimentar, para replantearse todos los aspectos de la coyuntura, desde lo molecular a lo “integral”, para “organizar buenos encuentros” (Deleuze) y llevar estas corrientes subterráneas a la superficie.

La trágica derrota de la izquierda griega abre un período de necesaria autocrítica, reflexión y experimentación de nuevas formas de frentes políticos, de organización y coordinación, junto con todo el esfuerzo necesario para reconstruir la resistencia a la nueva ola de reformas neoliberales, lucha contra la desesperación y resignación colectiva y devolver la confianza en la capacidad de cambiar las cosas. Esto no será fácil y será como tratar de construir un barco en medio de un mar agitado. Sin embargo, la única manera de seguir es decir NO. No al pesimismo, no hay que rendirse, no a la derrota. Como escribió el poeta C. P. Kavafis hace muchos años: “El que se niega, no se arrepiente. Preguntado de nuevo, aún diría que no.”

Fuente y traducción: VIENTO SUR

Notas:

1/ Antonio Gramsci, Selections from Prison Notebooks, editado y traducido por Quentin Hoare y Geoffrey Nowell Smith, London: Lawrence and Wishart, 1971, pp. 132-33.

2/ Antonio Gramsci, Further Selections from the Prison Notebooks, editado y traducido por D. Boothman, London: Lawrence and Wishart, 1996, p. lxxxvi.

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