¿Es una revolución impensable?
Rafael Poch
El neoliberalismo consiste en la ruptura de los consensos sociales de posguerra. No está dispuesto a negociar al respecto y eso no tiene una solución electoral. Solo la imaginación, la audacia y el sueño permiten tantear y anticipar lo que por definición es siempre inesperado.
La huelga francesa contra la involución que el Presidente Macron anima, ahora en el sistema de jubilación, languidece. Llevamos más de diez semanas de protestas y necesariamente la capacidad huelguística remite. Menos paros y menos gente en las manifestaciones sindicales. Pero, ¿cómo leer este hecho? Seguramente en el gobierno, en el Elíseo y en general en el ámbito de los dominadores, eso se lee con alivio. Recuerdan lo ocurrido con anteriores protestas, la Nuit debut o el movimiento contra la reforma (involución) laboral durante la presidencia de François Hollande, y deducen que también ahora la protesta se desinfla. ¿Derrota? ¿Resignación? No quisiera tomar los deseos por realidad, pero no creo que en el Elíseo tengan motivos para tranquilizarse. ¿Pasar página y seguir con lo suyo, concentrándose, por ejemplo, en las próximas e intrascendentes elecciones municipales, cuando da la impresión de que la olla sigue cociendo a fuego lento la sustancia del descontento?
Hay menos gente en la calle, sí, pero las encuestas confirman que la oposición a la involución del sistema de pensiones, uno de los pilares del consenso social elaborado en la posguerra, no disminuye, sino aumenta. Un 67% pide un referéndum sobre la cuestión y hasta el Consejo de Estado ha criticado, “la falsa promesa de un régimen (de pensiones) universal” que vende Macron. La inusitada violencia policial que centenares de miles de ciudadanos ha sufrido u observado en directo, ha acabado siendo tematizada hasta por los medios de comunicación del establishment, mayormente controlados por la oligarquía financiera y los superricos. Se discute que es más conveniente, si el lema habitual de “Todo el mundo detesta a la policía”, u otro del tipo, “¡compañero policía, únete!” (De hecho el gobierno ha pactado un régimen de pensiones especial para los policías, por si acaso).
El dato fundamental no es que haya menos gente en las manifestaciones sindicales, sino que desde 2014, la temperatura social no ha dejado de subir en Francia. La pregunta fundamental es si el enfado de base, latente o manifiesto, acabará explotando. Si la gente que está enojada dará un paso más para convertir lo latente y pasivo en una explosión social activa y enérgica. Los sindicatos, pensados para negociar, no sirven en una situación en la que el poder no tiene nada que negociar.
Es obvio que no hay marco de negociación. El neoliberalismo consiste precisamente en la ruptura de los consensos sociales de posguerra. Y eso no tiene una solución electoral. Solo se puede cambiar por la fuerza. Desde la campaña electoral francesa del 2017 tengo claro que en el mejor de los escenarios para un cambio político institucional adverso al neoliberalismo en Francia -la hipótesis de una victoria electoral del único candidato de izquierdas, Jean-Luc Melenchon, que rozó el 20% del voto en la primera vuelta en 2017- el asunto se habría saldado con un estrepitoso fracaso. Si Melenchon hubiera intentado cambiar cosas fundamentales, aplicando su programa de transformación social y ecológica, el poder financiero, nacional e internacional, y los medios de comunicación a su servicio le habrían organizado una presión total hasta tumbarlo o convertirlo en un nuevo Alexis Tsipras, es decir obligándole a hacer todo lo contrario de aquello para lo que se le votó y desembocando en una traición pura y simple en nombre del realismo y el pragmatismo.
Entonces, ¿por la fuerza? Pero ¿Quién está dispuesto en nuestras sociedades modernas, donde casi todo el mundo tiene algo que perder, a dar la cara, a arriesgarse a ser detenido, encarcelado y juzgado por violar la ley que defiende el orden establecido y sus instituciones cuya violencia es extrema cuando se plantea su cuestionamiento? ¿Quien no teme la violencia? Yo, desde luego no estoy dispuesto a tomar por asalto una comisaría, pongamos por caso. Tengo mucho que perder y nunca lo haría. ¿Nunca? Hombre, si a mi lado hubieran 100.000 personas unidas en ese propósito, ya no sería una cuestión personal. Ni siquiera sería un negocio arriesgado. Así fue como se tomaron por asalto las comisarías de la odiada y corrupta policía en El Cairo, aunque luego el asunto acabara como el rosario de la aurora.
La conciencia de la debilidad es lo que fundamenta el miedo, pero ¿qué pasa cuando el enfado estalla, se hace masivo y hegemónico y el orden establecido se hunde como un castillo de naipes. Como recuerda Frederic Lordon, mencionando muchos de estos ejemplos, solo la revuelta general vence el miedo, cuando las instituciones dejan de ser sacralizadas. En definitiva, ¿es una revolución impensable? ¿Es imaginable un cambio social fundamental en la estructura de poder y en la organización de la sociedad, impuesto por la fuerza de una mayoría convencida de que no hay solución institucional posible para los acuciantes problemas que padece? ¿Es deseable?
En cuanto a pensamiento aun vivimos en la época retro de François Furet en la que la Revolución es igual a terror y a matriz de la dictadura, pero en el run-run de su descontento y ante la evidencia de que no hay negociación posible ni salida electoral que ponga fin a la involución en curso, es lógico que toda esa ideología se replantee. Y eso está ocurriendo en Francia. ¿Es significativo? Habrá que ver.
Recuerdo en ese contexto una entrevista mantenida en 2016 con el historiador francés Pierre Serna, del Instituto de Historia de la Revolución Francesa (IHRF) de la Sorbonne. Había entonces en París una petición de historiadores para darle una calle a Robespierre, figura demonizada. La derecha se negaba. El Incorruptible fue quien puso los derechos sociales en el centro del escenario. Introdujo en la Constitución de 1793, la más democrática, el invento de la pensión de jubilación, la seguridad social, los subsidios para las familias de más de tres hijos, las casas de educación para las madres solteras o el derecho al trabajo contra las condiciones más degradantes. Se opuso a las colonias y el esclavismo. Está claro por qué se le adjudicó, en solitario, los muertos del terror y la dictadura: “para tapar lo social”, decía Serna.
El profesor tenía una idea muy innovadora de la Revolución Francesa como algo inscrito en un largo proceso aun inacabado y que forma parte de un conglomerado atlántico-universal, en el que Francia es inseparable de Estados Unidos y de Haití. “Toda revolución es una guerra de independencia, el periodo moderno es tanto la historia de una Revolución permanente como de construcción de los Estados”. Y es, sobre todo, un “proceso de descolonización” en marcha, inacabado, abierto y con futuro, decía.
Aunque hoy se tienda a hablar de “revolución” con cierta ligereza, designando como tal meros golpes de estado, operaciones de cambios de régimen propiciadas por las potencias, o movimientos de protesta civil más o menos importantes, la Revolución sigue ahí, agazapada y siempre inesperada por definición. La idea de que los dos siglos y medio de revolución iniciados por la Revolución Inglesa (1642-1689) concluyen en los años 1970 con el fin de la era industrial, es errónea y eurocéntrica, sostenía Serna. Las revoluciones empiezan en la periferia, como ahora en lugares como Túnez, precisan que la gente salga a la calle y que en un momento dado las fuerzas del orden, los militares, se cambien de bando. Tanto en Estados Unidos, como muestra la cuestión negra, como en Francia donde, “se ha roto el nexo entre República y democracia”, la revolución está “inacabada”, decía.
“Las materias primas, el extractivismo, se han convertido en el esclavo del Siglo XXI”, afirmaba este profesor, adelantando algo que hoy suscriben muchos adolescentes cada viernes. Cuando en febrero de 1794 se dijo que no se quería más esclavismo, se proclamó una locura desde el punto de vista de cómo se ganaba el dinero, de cómo se consumía el algodón, el café y el azúcar sobre la desestructuración de la India y la masacre de América Latina y los esclavos. La puesta en cuestión del esclavismo, como hoy del extractivismo, determina una nueva manera de funcionar. La revolución es la imposición de un nuevo sentido común que revienta la base del viejo orden.
Si la ley de las revoluciones del XVIII, revoluciones que nacen en la periferia que van al centro (del imperio colonial a la metrópoli, de la provincia francesa a París), se traduce hoy, el vector de Túnez debería apuntar hacia el nuevo centro mundial desplazado hacia oriente: hacia China, con su enorme clase obrera. ¿Una China con una demografía anciana, en el papel de revolucionaria? Por qué no: La revolución es lo impensable por definición, ¿Quién imaginaba la abolición de la monarquía en 1789, o aún más, la abolición de la esclavitud, motor de la economía-mundo, por los diputados en 1794?
Pensar lo impensable supone abrirse a escenarios como el de una población vieja radicalizada en Europa por el deterioro/abolición de las pensiones actualmente en curso. Es el momento de los yayoflautas: “Viejos bien conservados por los progresos de la ciencia, ¿se dejarán desposeer, o se sumarán a los jóvenes estigmatizados y sin futuro de la periferia urbana?”, se preguntaba Serna. ¿Una revolución europea contra la UE neoliberal sin que exista pueblo europeo? “Tampoco existía el pueblo francés en 1789. Lo inventaron”, decía Serna. Solo la imaginación, la audacia y el sueño permiten tantear y anticipar lo que por definición es siempre inesperado.
(Publicado en Ctxt)
Fuente: Blog del autor (20/02/2020)