A favor de la verdad
Salvador López Arnal
Michael P. Lynch, La importancia de la verdad. Para una cultura pública decente. Piadós, Barcelona, 2005, 255 páginas. Traductor: Pablo Hermida Lazcano.
Las siguientes palabras abren este ensayo de Michael Lynch donde se discute la importancia normativa y gnoseológica de la verdad: “A comienzos de 2003, el presidente Bush afirmaba que Irak estaba intentando adquirir los materiales necesarios para fabricar armamento nuclear” (p. 15). Afirmación falsa como es sabido y él sabía. Sin embargo, esa falsedad sirvió, junto con otras falsas tapaderas conocidas (Husein era un dictador, Irak eran nido de terroristas, nos deben preocupar los derechos de todos los seres humanos), para justificar una decisión ya tomada sobre la reorganización del mapa de la zona. ¿Qué sentido tiene entonces preocuparse por una idea abstracta como la verdad, por un principio normativo tan inútil como la veracidad, si la mentira, ya no falsedad, consigue los resultados deseados? ¿No es acaso cierto, aunque acaso no sea relevante, que incluso algunos intelectuales de renombre consideran la verdad irrelevante? Entonces, ¿por qué preocuparse por esa finalidad, por ese valor? Por lo siguiente.
En una entrevista de 1979 con Jordi Guiu y Antoni Munné para El Viejo Topo, Manuel Sacristán señaló en clave autobiográfica: “A mí el criterio de verdad de la tradición del sentido común y de la filosofía me importa. Yo no estoy dispuesto a sustituir las palabras “verdadero” y “falso” por las palabras “válido”/“no válido”, “coherente” / “incoherente”, “consistente” / “inconsistente”. No, para mí las palabras buenas son “verdadero” y “falso”, como en la lengua popular, como en la tradición de la ciencia”. La afirmación, incluso su rotundidad, era consistente con un autor que había hablado de “La veracidad de Goethe”, que había apostado para que la revista clandestina de los intelectuales del PSUC se llamara Veritat y que, además, solía decir y recordar aquel lema muy del gusto también de su admirado Gramsci: “La verdad es siempre revolucionaria”.
Pero ha pasado el tiempo, no mucho tiempo esta vez, y, como decía el poeta, “la verdad” inexorable ha asomado. No son buenos tiempos para la lírica ni para la verdad. Los frentes abiertos son diversos. Desde instancias postmodernistas, como recuerda Lynch (p. 16), se afirma no sólo que la verdad objetiva es una ilusión sino que el preocuparse por ella, por su esencia, si así queremos decirlo, supone una pérdida de tiempo. Probablemente sea un asunto entretenido pero, en todo caso, en el mejor de los supuestos, absolutamente irrelevante. Stanley Fish, recuerda Lynch, decano de la Universidad de Illinois de Chicago y prominente crítico literario, no sólo piensa que la verdad carece de valor sino que, además, eso es lo que ya creemos realmente porque aunque afirmemos que nosotros queremos creer la verdad lo que realmente queremos creer, según Fish, es lo útil, no lo verdadero; lo que efctivamente nos importa son las consecuencias de nuestras creencias: las buenas creencias son las creencias útiles, las que nos ofrecen lo que realmente queremos. Ningún papel relevante juega la verdad en todo esto.
Desde posiciones muy distantes políticamente, desde atalayas de la derecha política extrema (Lynch cita los casos de los escritores norteamericanos Allam Bloom o Robert Bork pero encontraríamos casos muy similares en otros lugares), la defensa de la verdad se identifica con la defensa de verdades absolutamente ciertas (de ahí, en parte, las reacciones de los partidarios de las posiciones anteriormente descritas): el relativismo, de inspiración izquierdista, se dice, socava los grandes principios, los grandes valores que sustentan la nación, la clase, la raza, el grupo, la comunidad (subráyese lo que se crea más pertinente para el caso). Se han de redescubrir las grandes teorías, las grandes afirmaciones que “Dios” (u otro sujeto o ente con papel afín) nos ha otorgado.
La confusión central que enmarca estas argumentaciones es tan inmediata que da cosa señalarla: es obvio que la lealtad inquebrantable, indiscutible, a lo que uno cree, a lo que el grupo al que pertenece (o quiere pertenecer) sostiene, a lo que se cree mayoritariamente (o no) en la comunidad propia, no es indicio alguno de interés real ni limpio por la verdad sino muy probablemente, en la mayoría de los casos, neta señal de dogmatismo (disfrazado o no) teórico y/o político que esconde, o suele esconder, posiciones de fuerza, poder y privilegios.
En esas estamos y entre esas posiciones se sitúa el ensayo de Lynch. La importancia de la verdad está dividido en tres partes: I. Mitos cínicos. II. Teorías falsas. III. Por qué importa la verdad. Las tesis básicas que el autor defiende son: 1. La verdad es objetiva. 2. La verdad es buena. 3. Vale la pena investigar la verdad. 4. Merece la pena preocuparse por la verdad en sí misma, que, desde luego y el punto es esencial, no hay que confundir con afirmaciones supuestamente similares del tipo: 1. Sólo existe una Verdad. 2. Sólo la razón “pura” puede acceder a la verdad. 3. La verdad es misteriosa. 4. Sólo algunos seres privilegiados pueden conocer la verdad. 5. Deberíamos buscar la verdad a toda costa.
Por ejemplo, en el caso de esta última afirmación, Lynch argumenta con tacto que el conocimiento puede resultar con frecuencia peligroso. Ciertas proposiciones pueden ser buenas sin que sea bueno creerlas. Rara vez es bueno buscar la verdad y sólo la verdad a toda costa, al margen de las consecuencias. “Perseguir siempre algo sin que importen las consecuencias suele ser una receta para el desastre-. Tal es la condición humana; y esto no es menos aplicable a la verdad que a cualquier otro valor (p. 72). La verdad acaso sea revolucionaria prima facie pero no lo es siempre y en toda circunstancia.
La importancia de la verdad es un ensayo de indudable marchamo analítico (con la elegancia de estilo que eso suele conllevar y con las consabidas cuidadas argumentaciones) pero esa característica no le impide, por ejemplo, discutir y recibir adecuadamente legados muy alegados de esa tendencia filosófica como algunas “sospechas” y consideraciones de Foucault sobre verdad y poder (pp. 55-56).
Además de otros temas de interés, Lynch sostiene en el último capítulo de su ensayo que la verdad tiene una dimensión política, que la preocupación de la verdad es una dimensión constitutiva de la democracia liberal, y construye una interesante discusión sobre si el liberalismo político (con críticas a posiciones “liberales” como las defendidas de Rorty), en su acepción más usual, presupone o defiende una determinada concepción de la vida buena. En su opinión sí: “la visión que ofrece el defensor de la democracia liberal es que la vida mejora si uno vive en una sociedad donde el gobierno se abstiene en lo posible de defender una concepción de lo que hace que una vida sea mejor que otra” (p. 200). Según Lynch, en un interesante giro popperiano, el liberal (político) no debe identificar la verdad con lo que admite como verdad en el debate libre y abierto sino más bien lo contrario: “el liberal debe creer que lo que admite como verdad puede, sin embargo, no ser cierto” (p. 203). El liberalismo requiere derechos, el concepto de derecho presupone el concepto de verdad objetiva; por consiguiente, el liberalismo presupone un concepto de verdad.
El lector, sin embargo, acaso pueda encontrar en los pasos finales de este capítulo, en la discusión de Lynch con B. Williams, una excesiva confianza en las posibilidades políticas de intervención en las “democracias liberales” realmente existentes. La razón es simple, como Lynch señala, “para que las democracias liberales funcionen necesitan que sus ciudadanos tomen decisiones informadas” y esto significa, en su opinión, que los ciudadanos, especialmente los elegidos para actuar como representantes políticos del resto, “han de ser tan veraces como sea posible, en lo que atañe a los porqués, los qués, los dónde y los cómos del gobierno”. Sin esa sinceridad pública el ciudadano no puede tomar decisiones acertadas y en la medida en que no pueda tomarlas, “el proceso democrático resultará ilusorio y el “poder del pueblo” quedará reducido a un mero eslogan” (p. 216). Pues bien, según parece, ése es el caso en la mayoría de democracias liberales realmente existentes.
La pregunta por la verdad, como Lynch sostiene, no equivale a preguntarse qué es el oro sino a preguntarse qué es la justicia o qué es la igualdad. Preguntarnos por qué nos preocupa la verdad nos ayuda a entender lo que la verdad es. Al hacerlo, señala, aprendemos que la verdad se parece más al amor o a la fraternidad que al dinero: es objetiva en su existencia, subjetiva en su apreciación, capaz de existir en formas distintas, puede ser peligrosa y de difícil descubrimiento y, sin duda, en ocasiones, no resulta fácil vivir con ella. Pero, sea como sea, el interés por la verdad forma parte o debe formar parte de cualquier idea de vida buena.
Martha Nussbaum ha señalado que La importancia de la verdad “desempeña un servicio público de primera magnitud. Michael Lynch explica con vigor y claridad por qué es importante el concepto de verdad para una cultura pública decente”. No es elogio menor viviendo de quien viene. Añado: si se tuviese que escoger un volumen para introducir y discutir con un público, especialista o no, sobre temas gnoseológicos y normativos afines, el ensayo de Lynch estaría entre los primeros libros de la estantería. Recuérdese, en todo caso, el aforismo con el que Machado iniciaba su Juan de Mairena: la verdad es la verdad la diga Agamenón o la diga el porquero. Agamenón asiente; el porquero disiente. Se entiende la actitud del porquero dada las infinitas falsedades de la “Verdad” establecida, pero también hoy la apuesta por la Verdad sigue siendo una buena y necesaria apuesta del porquero, de todos sus compañeros y de todos sus partidarios.
Nota: Esta reseña fue publicada en la revista El Viejo Topo.