El narrador (1936)
Walter Benjamin
EL NARRADOR (Der Enzähler) se escribió en París alrededor de 1936. Con el título de «Le narrateur. Réflexions à propos de l’oeuvre de Nicolas Leskov» aparece en W. Benjamin, Écrits français, Gallimard, 1991. Aquel mismo año aparecieron también en Suiza sus Personajes Alemanes que podemos leer en castellano con prólogo de José María Valverde.
El tema de fondo es la extinción de todo un género literario, del arte de narrar, consecuencia de la desaparición de aquello que era su núcleo central, lo que le daba vida, la capacidad de intercambiar experiencias entre los seres humanos.
Benjamin entiende esta mutación como fruto de un larguísimo proceso histórico que conlleva la desaparición de las tres fuentes principales que nutren la narración, el viajero que vuelve de un largo periplo, las historias que se cuentan en los momentos de aburrimiento entre los trabajos del campo y de las tareas artesanas en las ciudades.
El indicio más temprano de ese proceso que lleva al ocaso de la narración es el surgimiento de la novela a principios de la edad moderna. «El narrador toma lo que narra de la experiencia, la suya propia o la transmitida», es decir, se encuentra inmerso en el seno de una cadena de transmisión y aspira, como mucho, a aconsejarnos. El novelista, en cambio, es un ser segregado de la sociedad, puede expresar a un altísimo nivel aquello en que consiste la vida humana, pero sólo «informa del desconcierto del hombre viviente». Para el novelista, la contradicción entre su posición social y su labor creativa no es nada fácil de llevar, y aquí nos viene a la memoria la crisis vital que padece el encumbrado Aschenbach en Muerte en Venecia de Thomas Mann.
La prensa, la información, instrumentos de dominación del capitalismo, supondrán otro golpe mortal para la narración: «[…] la información -nos dice Benjamin- cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva, […] no así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo». Es lo que Benjamin llamará amplitud de vibración de la narración.
Benjamin constata que los soldados han vuelto de la Gran Guerra silenciosos y destrozados, habrá relatos sobre la contienda años más tarde pero eso ya será una cosa diferente. Con la experiencia de la guerra, la crisis económica, y el carácter de los nuevos gobernantes, los hombres han quedado arrinconados hasta convertirse en «el minúsculo y quebradizo cuerpo humano», incapaces de comprender las profundas transformaciones ocurridas en tan poco tiempo.
El mundo se ha oscurecido de nuevo, estamos en 1936, guerra civil española, fascismo en Italia, nazismo en Alemania, los procesos de Moscú y una nueva tragedia bélica llamando con fuerza a la puerta. Para Él, el mundo se apagó definitivamente un 26 de septiembre de 1940 a las puertas de la España fascista.
La figura del escritor ruso Nikolai Leskov (1831-1895) está presente a lo largo del texto, Benjamin lo reivindica como uno de los últimos grandes narradores, entre nosotros es bastante desconocido aunque tiene abundante obra publicada en castellano y en català. Parece ser que Tolstoi se preguntaba extrañado por qué tanta gente leía a Dostoievski y tan poca a Leskov, un escritor -según él- en el que habitaba la verdad. Puede ser un buen momento para leerlo. Si se me permite la disgregación, creo que Leskov forma parte de una “tradición” de narradores rusos y de la Europa central que llegaría de alguna forma hasta nuestros días con personajes tan extraordinarios, mágicos y verdaderos como la Zuleijá de Guzev Yájina, pero como se suele decir, ésta es otra historia.
Más de ochenta años después, especialmente en las circunstancias históricas en que nos encontramos, el texto de Benjamin aparece vivo e inspirador, más apropiado para la discusión abierta que para la lectura individual, habrá que conformarse. Con Walter Benjamin el lector siempre constata que él miraba donde nadie lo hacía y veía lo que nadie sabía ver.
Presentación: Josep Traverso Traverso
El narrador
Traducción de Roberto Blatt. Editorial Taurus, Madrid, 1991
I
El narrador —Por muy familiar que nos parezca el nombre no se nos presenta en toda su incidencia viva. Es algo que de entrada está alejado de nosotros y que continúa a alejarse aún más. Presentar a un Lesskow como narrador, no significa acercarlo a nosotros. Más bien implica acrecentar la distancia respecto a él. Considerado desde una cierta lejanía, riman los rasgos gruesos y simples que conforman al narrador. Mejor dicho, estos rasgos se hacen aparentes en él, de la misma manera en que en una roca, la figura de una cabeza humana o de un cuerpo de animal, se revelarían a un espectador, a condición de estar a una distancia correcta y encontrar el ángulo visual adecuado. Dicha distancia y ángulo visual están prescritos por una experiencia a la que casi cotidianamente tenemos posibilidad de acceder. Es la misma experiencia que nos dice que el arte de la narración está tocando a su fin. Es cada vez más raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad. Con creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la tertulia cuando se deja oír el deseo de escuchar una historia. Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de intercambiar experiencias.
Una causa de este fenómeno es inmediatamente aparente: la cotización de la experiencia ha caído y parece seguir cayendo libremente al vacío. Basta echar una mirada a un periódico para, corroborar que ha alcanzado una nueva baja, que tanto la imagen del mundo exterior como la del ético, sufrieron, de la noche a la mañana, transformaciones que jamás se hubieran considerado posibles. Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra, nada tenía que ver con experiencias que se transmiten de boca en boca. Y eso no era sorprendente, pues jamás las experiencias resultantes de la refutación de mentiras fundamentales, significaron un castigo tan severo como el infligido a la estratégica por la guerra de trincheras, a la económica por la inflación, a la corporal por la batalla material, a la ética por los detentadores del poder. Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en que nada había quedado incambiado a excepción de las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerza de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo y quebradizo cuerpo humano.
II
La experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que se han servido todos los narradores. Y los grandes de entre los que registraron historias por escrito, son aquellos que menos se apartan en sus textos, del contar de los numerosos narradores anónimos. Por lo pronto, estos últimos conforman do grupos múltiplemente compenetrados. Es así que la figura de narrador adquiere su plena corporeidad sólo en aquel que en carne a ambas. «Cuando alguien realiza un viaje, puede contar algo», reza el dicho popular, imaginando al narrador como alguien que viene de lejos. Pero con no menos placer se escucha al, que honestamente se ganó su sustento, sin abandonar la tierra de origen y conoce sus tradiciones e historias. Si queremos que estos, grupos se nos hagan presentes a través de sus representantes arcaicos, diríase que uno está encarnado, por el marino mercante y el otro por el campesino sedentario. De hecho, ambos estilos de vida han, en cierta medida, generado respectivas estirpes de narradores. Cada una de estas estirpes salvaguarda, hasta bien entrados los siglos, algunas de sus características distintivas. Así es que, entre los más recientes narradores alemanes, los Hebel y Gotthelf proceden del primer grupo, y los Sealsfield y Gerstäcker del segundo. Pero, como ya se dijo, estas estirpes sólo constituyen tipos fundamentales. La extensión real del dominio de la narración, en toda su amplitud histórica, no es concebible sin reconocer la íntima compenetración de ambos tipos arcaicos. La Edad Media, muy particularmente, instauró una compenetración en la constitución corporativa artesanal. El maestro sedentario y los aprendices migrantes trabajaban juntos en el mismo taller, y todo maestro había sido trabajador migrante antes de establecerse en su lugar de origen o lejos de allí. Para el campesino o marino convertido en maestro patriarcal de la narración, tal corporación había servido de escuela superior. En ella se aunaba la noticia de la lejanía, tal como la refería el que mucho ha viajado de retorno a casa, con la noticia del pasado que prefiere confiarse al sedentario.
III
Lesskow está tan a gusto en la lejanía del espacio como en la del tiempo. Pertenecía a la Iglesia Ortodoxa Griega, mostrando además un sincero interés religioso. No por ello fue un menos sincero opositor de la burocracia eclesiástica. Y dado que no se llevaba mejor con la burocracia temporal, las funciones oficiales que llegó a desempeñar no fueron duraderas. En lo que respecta a su producción, el empleo que probablemente le resultó más fructífero, fue el de representante ruso de una empresa inglesa que ocupó durante mucho tiempo. Por encargo de esa empresa viajó mucho por Rusia, y esos viajes estimularon tanto su sagacidad en asuntos del mundo como el conocimiento del estado de cosas ruso. Es así que tuvo ocasión de familiarizarse con el sectarismo del país, cosa que dejó huella en sus relatos. Lesskow encontró en las leyendas rusas aliados en su lucha contra la burocracia ortodoxa. De su cosecha puede señalarse una serie de narraciones legendarias, cuyo centro está representado por el justo, rara vez por el asceta, la mayoría de las veces por un hombre sencillo y hacendoso que llega a asemejarse a un santo de la manera más natural. Es que la exaltación mística no es lo suyo. Así como a veces Lesskow se dejaba llevar con placer por lo maravilloso, prefería aunar una firme naturalidad con su religiosidad. Su modelo es el hombre que se siente a gusto en la tierra, sin entregarse excesivamente a ella. Actualizó una actitud similar en el ámbito profano, que se corresponde bien con el hecho de haber comenzado a escribir tarde; a los 29 años. Eso fue después de sus viajes comerciales. Su primer trabajo impreso se titula «¿Por qué son caros los libros en Kiev?» Una serie adicional de escritos sobre la clase obrera, sobre el alcoholismo, sobre médicos policiales, sobre comerciantes desempleados, son los precursores de sus narraciones.
IV
Un rasgo característico de muchos narradores natos es una orientación hacia lo práctico. Con mayor constancia que en el caso de Lesskow, esto puede apreciarse, por ejemplo, en un Gotthelf, que daba consejos relativos a la economía agraria a sus campesinos; volvemos a discernir ese interés en Nodier que se ocupó de los peligros derivados del alumbrado a gas; así como en Hebel que introducía aleccionamientos de ciencias naturales en su «Pequeño tesoro». Todo ello indica la cualidad presente en toda verdadera narración. Aporta de por sí, velada o abiertamente, su utilidad; algunas veces en forma de moraleja, en otras, en forma de indicación práctica, o bien como proverbio o regla de vida. En todos los casos, el que narra es un hombre que tiene consejos para el que escucha. Y aunque hoy el «saber consejo» nos suene pasado de moda, eso se debe a la circunstancia de una menguante comunicabilidad de la experiencia. Consecuentemente, estamos desasistidos de consejo tanto en lo que nos concierne a nosotros mismos como a los demás. El consejo no es tanto la respuesta a una cuestión como una propuesta referida a la continuación de una historia en curso. Para procurárnoslo, sería ante todo necesario ser capaces de narrarla. (Sin contar con que el ser humano sólo se abre a un consejo en la medida en que es capaz de articular su situación en palabras.) El consejo es sabiduría entretejida en los materiales de la vida vivida. El arte narrar se aproxima a su fin, porque el aspecto épico de la verdad es decir, la sabiduría, se está extinguiendo. Pero éste es un proceso que viene de muy atrás. Y nada sería más disparatado que confundirla con una «manifestación de decadencia», o peor aún considerarla una manifestación «moderna». Se trata, más bien de un efecto secundario de fuerzas productivas históricas seculares, que paulatinamente desplazaron a la narración del ámbito del habla, y que a la vez hacen sentir una nueva belleza en lo que desvanece.
V
El más temprano indicio del proceso cuya culminación es e ocaso de la narración, es el surgimiento de la novela a comienzo de la época moderna. Lo que distingue a la novela de la narración (y de lo épico en su sentido más estricto), es su dependencia esencial del libro. La amplia difusión de la novela sólo se hizo posible gracias a la invención de la imprenta. Lo oralmente transmisible, el patrimonio de la épica, es de índole diferente a lo que hace a una novela. Al no provenir de, ni integrarse en la tradición oral, la novela se enfrenta a todas las otras formas de creación en prosa como pueden ser la fábula, la leyenda e, incluso, e cuento. Pero sobre todo, se enfrenta al narrar. El narrador toma lo que narra de la experiencia; la suya propia o la transmitida, la toma a su vez, en experiencias de aquellos que escuchan su historia. El novelista, por su parte, sé ha segregado.
La cámara de nacimiento de la novela es el individuo en su soledad; es incapaz de hablar en forma ejemplar sobre sus aspiraciones más importantes; él mismo está desasistido de consejo e imposibilidad de darlo. Escribir una novela significa colocar lo inconmensurable en lo más alto al representar la vida humana. En medio de la plenitud de la vida, y mediante la representación de esa plenitud la novela informa sobre la profunda carencia de consejo, del des concierto del hombre viviente. El primer gran libro del género, Don Quijote, ya enseña cómo la magnanimidad, la audacia, el altruismo de uno de los más nobles —del propio Don Quijote– están completamente desasistidos de consejo y no contienen ni una chispa de sabiduría. Si una y otra vez a lo largo de los siglos se intenta introducir aleccionarnientos en la novela, estos intentos acaban siempre produciendo modificaciones de la forma misma de la novela. Contrariamente, la novela educativa no se aparta para nada de la estructura fundamental de la novela. Al integrar el proceso social vital en la formación de una persona, concede a los órdenes por él determinados, la justificación más frágil que pueda pensarse. Su legitimación está torcida respecto de su realidad. En la novela educativa, precisamente lo insuficiente se hace acontecimiento.
VI
Es preciso pensar la transformación de las formas épicas, como consumada en ritmos comparables a los de los cambios que, en el transcurso de cientos de milenios, sufrió la superficie de la Tierra. Es difícil que las formas de comunicación humanas se hayan elaborado con mayor lentitud, y que con mayor lentitud se hayan perdido. La novela, cuyos inicios se remontan a la antigüedad, requirió cientos de años, hasta toparse, en la incipiente burguesía, con los elementos que le sirvieron para florecer. Apenas sobrevenidos estos elementos, la narración comenzó, lentamente, a retraerse a lo arcaico; se apropió, en más de un sentido, del nuevo contenido, pero sin llegar a estar realmente determinado por éste. Por otra parte, nos percatamos que, con el consolidado dominio de la burguesía, que cuenta con la prensa como uno de los principales instrumentos del capitalismo avanzado, hace su aparición una forma de comunicación que, por antigua que sea, jamás incidió de forma determinante sobre la forma épica. Pero ahora sí lo hace. Y se hace patente que sin ser menos ajena a la narración que la novela, se le enfrenta de manera mucho más amenazadora, hasta llevarla a una crisis. Esta nueva forma de la comunicación es la información.
Villemessant, el fundador de Le Figaro, caracterizó la naturaleza de la información con una fórmula célebre. «A mis lectores», solía decir, «el incendio en un techo en el Quartier Latin les es más importante que una revolución en Madrid». De golpe queda claro que, ya no la noticia que proviene de lejos, sino la información que sirve de soporte a lo más próximo, cuenta con la preferencia de la audiencia. Pero la noticia proveniente de lejos —sea la espacial de países lejanos, o la temporal de la tradición— disponía de una autoridad que le concedía vigencia, aun en aquellos casos en que no se la sometía a control. La información, empero, reivindica una pronta verificabilidad. Eso es lo primero que constituye su «inteligibilidad de suyo». A menudo no es más exacta que las noticias de siglos anteriores. Pero, mientras que éstas recurrían de buen grado a los prodigios, es imprescindible que la información suene plausible. Por ello es irreconciliable con la narración. Una escasez en que ha caído el arte de narrar se explica por el papel decisivo jugado por la difusión de la información.
Cada mañana nos instruye sobre las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras: casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información. Es que la mitad del arte de narrar radica precisamente, en referir una historia libre de explicaciones. Ahí Lesskow es un maestro (piénsese en piezas como El engaño o El águila blanca). Lo extraordinario, lo prodigioso, están contados con la mayor precisión, sin imponerle al lector el contexto psicológico de lo ocurrido. Es libre de arreglárselas con el tema según su propio entendimiento, y con ello la narración alcanza una amplitud de vibración de que carece la información.
VII
Lesskow se remitió a la escuela de los antiguos. El primer narrador de los griegos fue Herodoto. En el capítulo catorce del tercer libro de sus Historias, hay un relato del que mucho puede aprenderse. Trata de Psamenito. Cuando Psamenito, rey de los egipcios, fue derrotado por el rey persa Cambises, este último se propuso humillarlo. Dio orden de colocar a Psamenito en la calle por donde debía pasar la marcha triunfal de los persas. Además dispuso que el prisionero vea a su hija pasar como criada, con el cántaro, camino a la fuente. Mientras que todos los egipcios se dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psamenito se mantenía aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su ejecución. Pero cuando luego reconoció entre los prisioneros a uno de sus criados, un hombre viejo y empobrecido, sólo entonces comenzó a golpearse la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de la más profunda pena.
Esta historia permite recapitular sobre la condición de la verdadera narración. La información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que es nueva. Sólo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota. Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado mucho tiempo. Es así que Montaigne volvió a la historia del rey egipcio, preguntándose: ¿Por qué sólo comienza a lamentarse al divisar al criado? Y el mismo Montaigne responde: «Porque estando tan saturado de pena, sólo requería el más mínimo agregado, para derribar las presas que la contenía.» Eso según Montaigne. Pero asimismo podría decirse: «No es el destino de los personajes de la realeza lo que conmueve al rey, por ser el suyo propio». 0 bien: «Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la vida; para el rey este criado no es más que un actor.» 0 aún: «El gran dolor se acumula y sólo irrumpe al relajarnos. La visión de ese criado significó la relajación.» Herodoto no explica nada. Su informe es absolutamente seco. Por ello, esta historia aún está en condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad germinativa hasta nuestros días.
VIII
Nada puede encomendar las historias a la memoria con mayor insistencia, que la continente concisión que las sustrae del análisis psicológico. Y cuanto más natural sea esa renuncia a matizaciones psicológicas por parte del narrador, tanto mayor la expectativa de aquélla de encontrar un lugar en la memoria del oyente, y con mayor gusto, tarde o temprano, éste la volverá, a su vez, a narrar. Este proceso de asimilación que ocurre en las profundidades, requiere un estado de distensión cada vez menos frecuente. Así como el sueño es el punto álgido de la relajación corporal, el aburrimiento lo es de la relajación espiritual. El aburrimiento es el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia. Basta el susurro de las hojas del bosque para ahuyentarlo. Sus nidos —las actividades íntimamente ligadas al aburrimiento—, se han extinguido en las ciudades y descompuesto también en el campo. Con ello se pierde el don de estar a la escucha, y desaparece la comunidad de los que tienen el oído atento. Narrar historias siempre ha sido el arte de seguir contándolas, y este arte se pierde si ya no hay capacidad de retenerlas. Y se pierde porque ya no se teje ni se hila mientras se les presta oído. Cuanto más olvidado de sí mismo está el escucha, tanto más profundamente se impregna su memoria de lo oído. Cuando está poseído por el ritmo de su trabajo, registra las historias de tal manera, que es sin más agraciado con el don de narrarlas. Así se constituye, por tanto, la red que sostiene al don de narrar. Y así también se deshace hoy por todos sus cabos, después de que durante milenios se anudara en el entorno de las formas más antiguas de artesanía.
IX
La narración, tal como brota lentamente en el círculo del artesanado —el campesino, el marítimo y, posteriormente también el urbano—, es, de por sí, la forma similarmente artesanal de la comunicación. No se propone transmitir, como lo haría la información o el parte, el «puro» asunto en sí. Más bien lo sumerge en la vida del comunicante, para poder luego recuperarlo. Por lo tanto, la huella del narrador queda adherida a la narración, como las del alfarero a la superficie de su vasija de barro. El narrador tiende a iniciar su historia con precisiones sobre las circunstancias en que ésta le fue referida, o bien la presenta llanamente como experiencia propia. Lesskow comienza El engaño con la descripción de un viaje en tren, durante el cual habría oído de parte de un compañero de trayecto los sucesos repetidos a continuación. En otro caso rememora el entierro de Dostoyevski, ocasión a la que atribuye su conocimiento de la heroína de su narración «Con motivo de la Sonata Kreuzer». 0 bien evoca una reunión en un círculo de lectura en que se formularon los pormenores reproducidos en «Hombres interesantes». De esta manera, su propia huella por doquier está a flor de piel en lo narrado, si no por haberlo vivido, por lo menos por ser responsable de la relación de los hechos.
Por lo pronto, Lesskow mismo reconoce el carácter artesanal del arte de narrar. «La composición escrita no es para mí un arte liberal, sino una artesanía». En consecuencia, no debe sorprender que se haya sentido vinculado a la artesanía, en tanto se mantenía ajeno a la técnica industrial. Tolstoi, necesariamente sensible al tema, en ocasiones toca el nervio del don de narración de Lesskow, como cuando lo califica de ser el primero, «en exponer las deficiencias del progreso económico… Es curioso que se lea tanto a Dostoyevski… En cambio, no termino de comprender por qué no se lee a Lesskow. Es un escritor fiel a la verdad». En su solapada e insolente historia «La pulga de acero», a medio camino entre leyenda y farsa, Lesskow rinde homenaje a la artesanía local rusa, en la figura de los plateros de Tula. Resulta que su obra maestra, «La pulga de acero», llega a ser vista por Pedro el Grande que, merced a ello, se convence de que los rusos no tienen por qué avergonzarse de los ingleses.
Quizá nadie como Paul Valéry haya jamás circunscrito tan significativamente la imagen espiritual de esa esfera artesanal de la que proviene el narrador. Habla de las cosas perfectas de la naturaleza, como ser, perlas inmaculadas, vinos plenos y maduros, criaturas realmente bien conformadas, y las llama «la preciosa obra de una larga cadena de causas semejantes entre sí». La acumulación de dichas causas sólo tiene en la perfección su único límite temporal. «Antaño, esta paciente actuación de la naturaleza», dice Paul Valéry, «era imitada por los hombres. Miniaturas, marfiles, extrema y elaboradamente tallados, piedras llevadas a la perfección al ser pulidas y estampadas, trabajos en laca o pintura producto de la superposición de una serie de finas capas translúcidas… —todas— estas producciones resultantes de esfuerzos tan persistentes están por desaparecer, y ya ha pasado el tiempo en que el tiempo no contaba. El hombre contemporáneo ya no trabaja en lo que no es abreviable.» De hecho, ha logrado incluso abreviar la narración. Hemos asistido al surgimiento del «short story» que, apartado de la tradición oral, ya no permite la superposición de las capas finísimas y translúcidas, constituyentes de la imagen más acertada del modo y manera en que la narración perfecta emerge de la estratificación de múltiples versiones sucesivas.
X
Valéry termina su reflexión con la frase: «Es casi como si la atrofia del concepto de eternidad coincidiese con la creciente aversión a trabajos de larga duración.» Desde siempre, el concepto de eternidad tuvo en la muerte su fuente principal. Por consiguiente, el desvanecimiento de este concepto, habrá que concluir, tiene que haber cambiado el rostro de la muerte. Resulta que este cambio es el mismo que disminuyó en tal medida la comunicabilidad de la experiencia, que trajo aparejado el fin del arte de narrar.
Desde hace una serie de siglos puede entreverse cómo la conciencia colectiva del concepto de muerte ha sufrido una pérdida de omnipresencia y plasticidad. En sus últimas etapas, este proceso se ha acelerado. Y en el transcurso del siglo diecinueve, la sociedad burguesa, mediante dispositivos higiénicos y sociales, privados y públicos, produjo un efecto secundario, probablemente su verdadero objetivo subconsciente: facilitarle a la gente la posibilidad de evitar la visión de los moribundos. Morir era antaño un proceso público y altamente ejemplar en la vida del individuo (piénsese en los cuadros de la Edad Media en que el lecho de muerte se metamorfosea en trono, sobre el que se asoma apretadamente el pueblo a través de las puertas abiertas de par en par de la casa que recibe a la muerte) —morir, en el curso de los tiempos modernos, es algo que se empuja cada vez más lejos del mundo perceptible de los vivos. En otros tiempos no había casa, o apenas habitación, en que no hubiese muerto alguien alguna vez. (El Medioevo experimentó también espacialmente, lo que en un sentido temporal expresó tan significativamente la inscripción del reloj solar de Ibiza: Ultima multis.) Hoy los ciudadanos, en espacios intocados por la muerte, son flamantes residentes de la eternidad, y en el ocaso de sus vidas, son depositados por sus herederos en sanatorios u hospitales. Pero es ante nada en el moribundo que, no sólo el saber y la sabiduría del hombre adquieren una forma transmisible, sino sobre todo su vida vivida, y ése es el material del que nacen las historias. De la misma manera en que, con el transcurso de su vida, se ponen en movimiento una serie de imágenes en la interioridad del hombre, consistentes en sus nociones de la propia persona, y entre las cuales, sin percatarse de ello, se encuentra a sí mismo, así aflora de una vez en sus expresiones y miradas lo inolvidable, comunicando a todo lo que le concierne, esa autoridad que hasta un pobre diablo posee sobre los vivos que lo rodean. En el origen de lo narrado está esa autoridad.
XI
La muerte es la sanción de todo lo que el narrador puede referir y ella es quien le presta autoridad. En otras palabras, sus historias nos remiten a la historia natural. En una de las más hermosas del incomparable Johan Peter Hebel, esto es expresado de forma ejemplar. Aparece en el Pequeño tesoro del amigo íntimo renano, se llama «Inesperado reencuentro», y comienza con el compromiso matrimonial de un joven que trabaja en las minas de Falun. En vísperas de su boda, la muerte del minero lo alcanza en las profundidades de la galería. Aun después de esta desgracia, su prometida continúa siéndole fiel, y vive lo suficiente como para asistir, ya convertida en una madrecita viejísima, a la recuperación, en la galería perdida, de un cadáver perfectamente conservado por haber estado impregnado en vitriolo verde, y que reconoce como el cuerpo de su novio. Al cabo de este reencuentro, la muerte la reclama también a ella. Dado que Hebel, en el transcurso de la historia, se ve en la necesidad de hacer patente el pasaje de los años, lo resuelve con las siguientes líneas: «Entretanto la ciudad de Lisboa en Portugal fue destruida por un terremoto, y la Guerra de los Siete Años quedó atrás, y el emperador Francisco I murió, y la Orden de los Jesuitas fue disuelta y Polonia dividida, y murió la emperatriz María Teresa, y Struensee fue ejecutado, América se liberó, y las fuerzas conjuntas de Francia y España no lograron conquistar Gibraltar. Los turcos encerraron al general Stein en la cueva de los Veteranos en Hungría, y también el emperador José falleció. El rey Gustavo de Suecia conquistó la Finlandia rusa, y la Revolución Francesa y la larga guerra comenzaron, y también el emperador Leopoldo Segundo acabó en la tumba. Napoleón conquistó Prusia, y los ingleses bombardearon Copenhague, y los campesinos sembraron y segaron. Los molineros molieron, y los herreros forjaron, y los mineros excavaron en pos de las vetas de metal en sus talleres subterráneos. Pero cuando los mineros de Falun en el año 1809 … ». Jamás ningún narrador insertó su relación más profundamente en la historia natural que Hebel con su cronología. Léasela con atención: la muerte irrumpe en ella según turnos tan regulares como el Hombre de la Guadaña en las procesiones que a mediodía detienen su marcha frente al reloj de la catedral.
XII
Todo examen de una forma épica determinada tiene que ver con la relación que esa forma guarda con la historiografía. En efecto, hay que proseguir y preguntarse si la historiografía no representa acaso, el punto de indiferencia creativa entre todas las formas épicas. En tal caso, la historia escrita sería a las formas épicas, lo que la luz blanca es a los colores del espectro. Sea corno fuere, de entre todas las formas épicas, ninguna ocurre tan indudablemente en la luz pura e incolora de la historia escrita como la crónica. En el amplio espectro de la crónica se estructuran las maneras posibles de narrar como matices de un mismo color. El cronista es el narrador de la historia. Puede pensarse nuevamente en el pasaje de Hebel, tan claramente marcado por el acento de la crónica, y medir sin esfuerzo la diferencia entre el que escribe la historia, el historiador, y el que la narra, es decir, el cronista. El historiador está forzado a explicar de alguna manera los sucesos que lo ocupan; bajo circunstancia alguna puede contentarse presentándolos como muestras del curso del mundo. Pero eso es precisamente lo que hace el cronista, y más expresamente aún, su representante clásico, el cronista del Medioevo, que fuera el precursor de los más recientes escritores de historia. Por estar la narración histórica de tales cronistas basada en el plan divino de salvación, que es inescrutable, se desembarazaron de antemano de la carga que significa la explicación demostrable. En su lugar aparece la exposición exegética que no se ocupa de un encadenamiento de eventos determinados, sino de la manera de inscribirlos en el gran curso inescrutable del mundo.
Da lo mismo si se trata del curso del mundo condicionado por la historia sagrada o por la natural. En el narrador se preservó el cronista, aunque como figura transformada, secularizada. Lesskow es uno de aquellos cuya obra da testimonio de este estado de cosas con mayor claridad. Tanto el cronista, orientado por la historia sagrada, como el narrador profano, tienen una participación tan intensa en este cometido, que en el caso de algunas narraciones es difícil decidir si el telar que las sostiene es el dorado de la religión o el multicolor de una concepción profana del curso de las cosas. Piénsese en la narración «La alejandrita», que transfieren al lector «a ese tiempo antiguo en que las piedras en el seno de la tierra y los planetas en las alturas celestiales aún se preocupaban del destino humano, no como hoy en que tanto en los cielos como en la tierra todo ha terminado siendo indiferente al destino de los hijos del hombre, y de ninguna parte una voz les habla o les presta obediencia. Los planetas recientemente descubiertos ya no juegan papel alguno en los horóscopos, y una multitud de nuevas piedras, todas medidas y pesadas, de peso específico y densidad comprobados, ya nada nos anuncian ni nos aportan utilidad alguna. El tiempo en que hablaban con los hombres ha pasado».
Tal como lo ilustra la narración de Lesskow, es prácticamente imposible caracterizar unívocamente el curso del mundo. ¿Está acaso determinado por la historia sagrada o por la natural? Lo único cierto es que está, en tanto curso del mundo, fuera de todas las categorías históricas propiamente dichas. La época en que el ser humano pudo creerse en consonancia con la naturaleza, dice Lesskow, ha expirado. A esa edad del mundo Schiller llamó el tiempo de la poesía ingenua. El narrador le guarda fidelidad, y su mirada no se aparta de ese cuadrante ante el cual se mueve esa procesión de criaturas, y en la que, según el caso, la muerte va a la cabeza, o bien es el último y miserable rezagado.
XIII
Rara vez se toma en cuenta que la relación ingenua del oyente con el narrador está dominada por el interés de conservar lo narrado. El punto cardinal para el oyente sin prejuicios es garantizar la posibilidad de la reproducción. La memoria es la facultad épica que está por encima de todas las otras. Unicamente gracias a una extensa memoria, por un lado la épica puede apropiarse del curso de las cosas, y por el otro, con la desaparición de éstas, reconciliarse con la violencia de la muerte. No debe asombrar que para el hombre sencillo del pueblo, tal como se lo imaginara un día Lesskow, el Zar, la cabeza del mundo en que sus historias ocurren, disponga de la más vasta memoria. «De hecho, nuestro Zar y toda su familia gozan de una asombrosa memoria.»
Mnemosyne, la rememoradora, fue para los griegos la musa, de lo épico. Este nombre reconduce al observador a una encrucijada de la historia del mundo. 0 sea que, si lo registrado por el recuerdo —la escritura de la historia— representa la indiferencia creativa de las distintas formas épicas (así como la gran prosa es la indiferencia creativa de las distintas medidas del verso), su forma más antigua, la epopeya, incluye a la narración y a la novela, merced a una forma de indiferencia. Cuando con el transcurso de los siglos, la novela comenzó a salirse del seno de la epopeya, se hizo patente que el elemento músico de lo épico en ella contenido, es decir, el recuerdo, se pone de manifiesto con una figura completamente diferente a la de la narración.
El recuerdo funda la cadena de la tradición que se retransmite de generación en generación. Constituye, en un sentido amplio, lo músico de la épica. Abarca las formas músicas específicas de la épica. Y entre ellas, se distingue ante nada, aquélla encarnada en el narrador. Funda la red compuesta en última instancia por todas las historias. Una se enlaza con la otra, tal como todos los grandes narradores, y en particular los orientales, gustaban señalar. En cada uno de ellos habita una Scheherezade, que en cada pasaje de sus historias, se le ocurre otra. Esta es una memoria épica y a la vez lo músico de la narración. A ella hay que contraponer otro principio igualmente músico en un sentido más restringido que, en primera instancia, se esconde como lo músico de la novela, es decir, de la epopeya, aún indistinto de lo músico de la narración. En todo caso, se vislumbra ocasionalmente en las epopeyas, sobre todo en los pasajes festivos de las homéricas, como la conjuración de la musa que les da inicio. Lo que se anuncia en estos pasajes, es la memoria eternizadora del novelista en oposición a la memoria transitoria del narrador. La primera está consagrada a un héroe, a una odisea o a un combate; la segunda a muchos acontecimientos dispersos. En otras palabras, es la rememoración, en tanto musa de la novela, lo que se separa de la memoria, lo músico de la narración, una vez escindida la unidad originaria del recuerdo, a causa del desmoronamiento de la epopeya.
XIV
«Nadie», dice Pascal, «muere tan pobre que no deje algo tras sí.» Lo que vale ciertamente también para los recuerdos -aunque éstos no siempre encuentren un heredero. El novelista toma posesión de este legado, a menudo no sin cierta melancolía. Porque, tal como una novela de Arnold Bennett pone en boca de los muertos, «de ningún provecho le fue la vida real». A eso suele estar condenado el legado que el novelista asume. En lo que se refiere a este aspecto de la cuestión, debemos a Georg Lukács una clarificación fundamental, al ver en la novela «la forma trascendental de lo apátrida». Según Lukács, la novela es a la vez la única forma que incorpora el tiempo entre sus principios constitutivos. «El tiempo», se afirma en La teoría de la novela, «sólo puede hacerse constitutivo cuando cesa su vinculación con la patria trascendental… Unicamente en la novela… sentido y vida se disocian y con ello, lo esencial de lo temporal; casi puede decirse que toda la acción interna de la novela se reduce a una lucha contra el poderío del tiempo… Y de ello… se desprenden las vivencias temporales de origen épico auténtico: la esperanza y el recuerdo… Únicamente en la novela… ocurre un recuerdo creativo, pertinente al objeto y que en él se transforma… Aquí, la dualidad de interioridad y mundo exterior» sólo «puede superarse para el sujeto, si percibe la unidad de la totalidad de su vida desde las corrientes vitales pasadas y condensadas en el recuerdo… El entendimiento que concibe tal unidad… será el presentimiento intuitivo del inalcanzado, y por ello inarticulable, sentido de la vida».
De hecho, el «sentido de la vida» es el centro alrededor del cual se mueve la novela. Pero tal planteamiento no es más que la expresión introductoria de la desasistida falta de consejo con la que el lector se ve instalado en esa vida escrita. Por un lado «sentido de la vida», por otro «la moraleja de la historia»: esas soluciones indican la oposición entre novela y narración, Y en ellas puede hacerse la lectura de las posiciones históricas radicalmente diferentes de ambas formas artísticas.
Si Don Quijote es la primera muestra lograda de la novela, quizá la más tardía sea Education Sentimentale. En sus palabras finales, el sentido con que se encuentra la época burguesa en el comienzo de su ocaso en su hacer y dejar de hacer, se ha precipitado como levadura en el recipiente de la vida. Frédéric y Deslauriers, amigos de juventud, rememoran su amistad juvenil. Ello hace aflorar una pequeña historia; de cómo un día, a escondidas y medrosos, se presentaron en la casa pública de la ciudad natal, sin hacer más que ofrecer a la patrona un ramillete de flores que habían recogido en su jardín. «Tres años más tarde se hablaba aún de esta historia. Y uno al otro la contaban detalladamente, ambos contribuyendo a completar el recuerdo. “Eso fue quizá lo más hermoso de nuestras vidas”, dijo Frédéric cuando terminaron. “Sí, puede que tengas razón”, respondió Deslauriers, “quizá fue lo más hermoso de nuestras vidas”.» Con este reconocimiento la novela llega a su fin, que en un sentido estricto es más adecuado a ella que a cualquier narración. De hecho, no hay narración alguna que pierda su legitimación ante la pregunta: ¿cómo sigue? Por su parte, la novela no puede permitirse dar un paso más allá de aquella frontera en la que el lector, con el sentido de la vida pugnando por materializarse en sus presentimientos, es por ello invitado a estampar la palabra «Fin» debajo de la página.
XV
Todo aquel que escucha una historia, está en compañía del narrador; incluso el que lee, participa de esa compañía. Pero el lector de una novela está a solas, y más que todo otro lector. (Es que hasta el que lee un poema está dispuesto a prestarle voz a las palabras en beneficio del oyente.) En esta su soledad, el lector de novelas se adueña de su material con mayor celo que los demás. Está dispuesto a apropiarse de él por completo, a devorarlo, por decirlo así. En efecto, destruye y consume el material como el fuego los leños en la chimenea. La tensión que atraviesa la novela mucho se asemeja a la corriente de aire que anima las llamas de la chimenea y aviva su juego.
La materia que nutre el ardiente interés del lector es una materia seca. ¿Qué significa esto? Moritz Heimann llegó a decir: «Un hombre que muere a los treinta y cinco años, es, en cada punto de su vida, un hombre que muere a los treinta y cinco años.» Esta frase no puede ser más dudosa, y eso exclusivamente por una confusión de tiempo. Lo que en verdad se dice aquí, es que un hombre que muere a los treinta y cinco años quedará en la rememoración como alguien que en cada punto de su vida muere a los treinta y cinco años. En otras palabras: esa misma frase que no tiene sentido para la vida real, se convierte en incontestable para la recordada. No puede representarse mejor la naturaleza del personaje novelesco. Indica que el «sentido» de su vida sólo se descubre a su muerte. Pero el lector de novelas busca efectivamente, personas en las que pueda efectuar la lectura del «sentido de la vida». Por lo tanto, sea como fuere, debe tener de antemano la certeza de asistir a su muerte. En el peor de los casos, a la muerte figurada: el fin de la novela. Aunque es preferible la verdadera. ¿Cómo le dan a entender que la muerte ya los acecha, una muerte perfectamente determinada y en un punto determinado? Esa es la pregunta que alimenta el voraz interés del lector por la acción de la novela.
Por consiguiente, la novela no es significativa por presentar un destino ajeno e instructivo, sino porque ese destino ajeno, por la fuerza de la Dama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos del propio. Lo que atrae al lector a la novela es la esperanza de calentar su vida helada al fuego de una muerte, de la que lee.
XVI
Gorki escribió: «Lesskow es el escritor más profundamente arraigado en el pueblo y está libre de toda influencia foránea.» El gran narrador siempre tendrá sus raíces en el pueblo, y sobre todo en sus sectores artesanos. Pero según cómo los elementos campesinos, marítimos y urbanos se integran en los múltiples estadios de su grado de evolución económico y técnico, así se gradúan también múltiplemente los conceptos en que el correspondiente caudal de experiencias se deposita para nosotros. (Sin mencionar el nada despreciable aporte de los comerciantes al arte de narrar; lo suyo tuvo menos que ver con el incremento del contenido instructivo, y más con el afinamiento de las astucias con que se hechiza la atención del que atiende. En el ciclo de historias Las mil y una noches dejaron una honda huella.) En suma, sin perjuicio del rol elemental que el narrar tiene en el buen manejo de los asuntos humanos, los conceptos que albergan el rendimiento de las narraciones, son de lo más variado. Lo que en Lesskow parece asociarse más fácilmente a lo religioso, en Hebel encaja mejor en las perspectivas pedagógicas de la Ilustración, en Poe aparece como tradición hermética, encuentra un último asilo en Kipling en el ámbito vital de los marinos y soldados coloniales británicos. Ello no impide la común levedad con que todos los grandes narradores se mueven, como sobre una escala, subiendo y bajando por los peldaños de su experiencia. Un escala que alcanza las entrañas de la tierra y se pierde entre las nubes, sirve de imagen a la experiencia colectiva a la cual, aun el más profundo impacto sobre el individuo, la muerte, no provoca sacudida o limitación alguna.
«Y si no han muerto, viven hoy todavía», dice el cuento de hadas. Dicho género, que aun en nuestros días es el primer consejero del niño, por haber sido el primero de la humanidad, subsiste clandestinamente en la narración. El primer narrador verdadero fue y será el contador de cuentos o leyendas. Cuando el consejo era preciado, la leyenda lo conocía, y cuando el apremio era máximo, su ayuda era la más cercana. Ese era el apremio del mito. El cuento de hadas nos da noticias de las más tempranas disposiciones tomadas por la humanidad para sacudir la opresión depositada sobre su pecho por el mito. En la figura del tonto, nos muestra cómo la humanidad se «hace la tonta» ante el mito; en la figura del hermano menor nos muestra cómo sus probabilidades de éxito aumentan a medida que se distancia del tiempo mítico originario; en la figura del que salió a aprender el miedo nos muestra que las cosas que tememos son escrutables; en la figura del sagaz nos muestra que las preguntas planteadas por el mito son simples, tanto como la pregunta de la Esfinge; en la figura de los animales que vienen en auxilio de los niños en los cuentos, nos muestra que la naturaleza no reconoce únicamente su deber para con el mito, sino que prefiere saberse rodeada de seres humanos. Hace ya mucho que los cuentos enseñaron a los hombres, y siguen haciéndolo hoy a los niños, que lo más aconsejable es oponerse a las fuerzas del mundo mítico con astucia e insolencia. (De esta manera el cuento polariza dialécticamente el valor en subcoraje, es decir, la astucia, y supercoraje, la insolencia.) El hechizo liberador de que dispone el cuento, no pone en juego a la naturaleza de un modo mítico, sino que insinúa su complicidad con el hombre liberado. El hombre maduro experimenta esta complicidad, sólo alguna que otra vez, en la felicidad; pero al niño se le aparece por vez primera en el cuento de hadas y lo hace feliz.
XVII
Pocos narradores hicieron gala de un parentesco tan profundo con el espíritu del cuento de hadas como Lesskow. Se trata de tendencias alentadas por la dogmática de la Iglesia grecoortodoxa. Como es sabido, en el contexto de esta dogmática, juega un papel preponderante la especulación de Orígenes sobre la apokastasis —el acceso de todas las almas al paraíso— que fuera rechazada por la Iglesia romana. Lesskow estaba muy influido por Orígenes. Se proponía traducir su obra Sobre las causas primeras. Empalmando con la creencia popular rusa, interpretó la resurrección, no tanto como transfiguración, sino como desencantamiento. Semejante interpretación de Orígenes está basada en «El peregrino encantado». En ésta, como en otras muchas historias de Lesskow, se trata de una combinación de cuento de hadas y leyenda, bastante similar a la mezcla de cuento de hadas y saga a la que se refiere Ernst Bloch cuando explica a su manera el ya mencionado divorcio entre el mito y el cuento de hadas. Una «mezcla de cuento de hadas y saga», dice, «contiene algo propiamente amítico; es mítica en su incidencia hechizante y estática, y aun así no está fuera del hombre. “Míticas” en este sentido son las figuras de corte taoísta, sobre todo las muy antiguas como la pareja Filemón y Baucis: como salidos de un cuento aunque posando con naturalidad. Y esta situación se repite ciertamente en el mucho menos taoísta Gotthelf; a ratos extrae a la saga de la localidad del embrujo, salva la luz de la vida, la luz de la vida propia al hombre que arde tanto dentro como fuera». «Como salidos de un cuento» son los personajes que conducen el cortejo de las criaturas de Lesskow: los justos, Pavlin, Figura, el artista de los peluquines, el guardián de osos, el centinela bondadoso. Todos aquellos que encarnan la sabiduría, la bondad, el consuelo del mundo, se apiñan en derredor del que narra. No puede dejar de reconocerse que la imagen de su propia madre los atraviesa a todos. «Era de alma tan bondadosa», así la describe Lesskow, «que no era capaz infligir el menor sufrimiento a nadie, ni siquiera a los animales. No comía ni carne ni pescado porque tal era la compasión que sentía por todos los seres vivientes. A veces mi padre se lo reprochaba … pero ella contestaba: “…yo misma he criado a esos animalitos, y son para mí como hijos míos. ¡No iba a comerme a mis propios hijos!” Tampoco comía carne en casa de los vecinos. “Yo he visto a los animales cuando aún estaban vivos”, explicaba, “son conocidos míos, no puedo comerme a mis conocidos”.»
El justo es el portavoz de la criatura, y a la vez, su encarnación suprema. Adquiere con Lesskow un fondo maternal, que a veces se crece hasta lo mítico (con lo que hace peligrar la pureza de lo fantástico). Indicativo de esto es el protagonista de su narración «Kotin, el alimentador y Platónida». Dicha figura protagónica, el campesino Pisonski, es hermafrodita. Durante doce años su madre lo educó como mujercita. Sus partes viriles y femeninas maduran simultáneamente y su doble sexualidad «se convierte en símbolo del hombre-dios».
Con ello, Lesskow asiste a la culminación de criatura y a la vez al tendido de un puente entre el mundo terrestre y el supraterrestre. Pues resulta que estas figuras masculinas, maternales y poderosamente terrestres, que una y otra vez se apropian de una plaza en el arte fabulador de Lesskow, son arrancadas del dominio del impulso sexual en la flor de su fuerza. Pero no por eso encarnan un ideal propiamente ascético; la continencia de estos justos tiene tan poco de privación, que llega a convertirse en el polo opuesto elemental de la pasión desenfrenada, tal como el narrador la encamó en «Lady Macbeth de Mzensk». Así como la extensión del mundo de las criaturas está comprendida entre Pawlin y la mujer del comerciante, en la jerarquía de sus criaturas, Lesskow no renunció a sondearlas en profundidad.
XVIII
La jerarquía del mundo de las criaturas, encabezada por los justos, desciende escalonadamente hasta alcanzar el abismo de lo inanimado. Sin embargo, hay que tener en mente una circunstancia particular. La totalidad de este mundo de las criaturas no es vocalizado por la voz humana, sino por una que podríamos llamar como el título de una de sus más significativas narraciones: «La voz de la naturaleza». Esta refiere la historia del pequeño funcionario Filipp Filippowitch, que mueve todos los hilos para poder hospedar en su casa a un mariscal de campo que está de paso en su localidad. Y lo logra. El huésped, inicialmente asombrado por lo insistente de la invitación, pasado un tiempo cree reconocer en su anfitrión a alguien con quien ya se hubiera encontrado antes. ¿Pero quién es? Eso no lo recuerda. Lo curioso es que el anfitrión no tiene intención de dejarse reconocer. En cambio, consuela diariamente a la alta personalidad asegurándole que «la voz de la naturaleza» no dejará de hablarle un día. Y todo sigue igual hasta que el huésped, poco antes de proseguir su viaje, concede al anfitrión el permiso, pedido por éste, de hacerle oír la voz de la naturaleza». En eso, la mujer del anfitrión se aleja, «para volver con un cuerno de caza de cobre relucientemente bruñido y se lo entrega a su marido. Este coge el cuerno, lo acerca a sus labios y parece instantáneamente transformado. Apenas hubo inflado las mejillas y extraído el primer sonido, potente como un trueno, el mariscal de campo exclamó: “¡Detente, ya lo tengo, hermano, ahora te reconozco! Tú eres el músico del regimiento de cazadores, al que encomendé vigilar, por su honorabilidad, a un intendente bribón.” “Así es, su señoría”, respondió el amo de la casa. “Antes que recordárselo yo mismo, preferí dejar hablar a la voz de la naturaleza”.» La manera en que el sentido profundo de la historia se esconde detrás de su puerilidad nos da una idea del extraordinario humor de Lesskow.
Ese humor vuelve a confirmarse en la misma historia de manera aún más subrepticia. Habíamos oído que el pequeño funcionario había sido delegado para «vigilar, por su honorabilidad, a un intendente bribón.» Eso es lo que se dice al final, en la escena del reconocimiento. Pero apenas iniciada la narración oíamos lo siguiente sobre el anfitrión: «Todos los habitantes de la localidad conocían al hombre, y sabían que no gozaba de un rango de importancia, que no era ni funcionario estatal ni militar, sino apenas un insignificante inspectorcillo en la administración de víveres, donde, junto a las ratas, roía las galletas y las botas estatales, con lo que…. pasado el tiempo llegó a juntar lo suficiente como para instalarse en una bonita casa de madera.» Como puede verse, esta historia coloca en su justo lugar a la tradicional simpatía que une a los narradores con pillos y bribones. Toda la literatura picaresca da testimonio de ello. Tampoco reniega de ello en las cumbres del género: personajes como los Zundelfrieder, Zundelheiner y Dieter El Rojo, son los que con mayor fidelidad acompañan a un Hebel. No obstante, también para Hebel, el justo tiene el papel protagónico en el theatrum mundi. Pero por no haber nadie que esté a la altura de ese papel, éste pasa de uno a otro. Ora es el vagabundo, ora el trapichero judío, ora el tonto, quien salta a asumir el papel. Se trata siempre, de caso en caso, de una actuación extraordinaria, de una improvisación moral. Hebel es un casuista. Por nada del mundo se solidariza con principio alguno, aunque tampoco rechaza ninguno, porque cualquiera de ellos podría llegar a convertirse en instrumento del justo. Compárese con la actitud de Lesskow. «Soy consciente», escribe en «Con motivo de la sonata Kreutzer», «de que mi línea de pensamiento está más fundada en una concepción práctica de la vida que en una filosofía abstracta o una moral elevada, sin embargo, no por ello estoy menos inclinado a pensar como lo hago.» Por lo demás, las catástrofes morales de Lesskow, guardan la misma relación con los incidentes morales de Hebel, que la de la gran corriente silenciosa del Volga con el precipitado y charlatán arroyo que mueve el molino. Entre las narraciones históricas de Lesskow, existen muchas en las que las pasiones puestas en movimiento son tan aniquiladoras como la cólera de Aquiles o el odio de Hagen. Es asombrosa la manera terrible en que el mundo de este autor puede llenarse de tinieblas, así como la majestad con que el Mal se permite allí alzar su cetro. Lesskow —este sería uno de los pocos rasgos en que coincide con Dostoyevski— ostensiblemente conoció estados de ánimo que mucho lo acercaron a una ética antinómica. Las naturalezas elementales de sus «Narraciones de los viejos tiempos» se dejan llevar por su pasión desenfrenada hasta el final. Pero precisamente ese final es el que los místicos tienden a considerar como punto en que la acabada depravación se toma en santidad.
XIX
Cuanto más profundamente Lesskow desciende en la escala de las criaturas, tanto más evidente es el acercamiento de su perspectiva a la de la mística. Por lo demás, y como podrá verse, mucho habla a favor de que también aquí se conforma un rasgo que reside en la propia naturaleza del narrador. Ciertamente sólo pocos osaron internarse en las profundidades de la naturaleza inanimada, y en la reciente literatura narrativa poco hay que, con la voz del narrador anónimo anterior a todo lo escrito, pueda resonar tan audiblemente como la historia «La alejandrita» de Lesskow. Trata de una piedra, el pyropo. Desde el punto de vista de la criatura, la pétrea es la capa más inferior. Pero para el narrador está directamente ligada a la superior. A él le está dado atisbar, en esta piedra semipreciosa, el pyropo, una profecía natural de la naturaleza petrificada e inanimada, referida al mundo histórico en que vive. Es el mundo de Alejandro II. El narrador —o mejor dicho, el hombre al que atribuye el propio saber— es un orfebre de la piedra llamado Wenzel y que llevó su oficio a niveles artísticos apenas imaginables. Se lo puede colocar junto a los plateros de Tula y decir que, de acuerdo a Lesskow, el artesano consumado tiene acceso a la cámara más recóndita del reino de las criaturas. Es una encarnación de lo piadoso. De este orfebre se cuenta: «De pronto cogió mi mano, la mano en que tenía el anillo con la alejandrita, que, como es sabido, da destellos rojos bajo iluminación artificial, y exclamó: “…Mirad, he aquí la piedra rusa profética … ! ¡Oh, siberiana taimada! Siempre verde como la esperanza, y sólo cuando llegaba la tarde se inundaba de sangre. Así fue desde el origen del mundo, pero durante mucho tiempo se escondió en el interior de la tierra, y no permitió que se la descubriese hasta que llegó a Siberia, un gran hechicero, un mago, para encontrarla, justo el día en que el zar Alejandro fue declarado mayor de edad…” “Qué disparates dice”, le interrumpí. “Esa piedra no fue descubierta por ningún hechicero, ¡sino por un sabio llamado Hordenskjóld!” “¡Un hechicero le digo! ¡Un hechicero!” gritaba Wenzel a toda voz. “¡No tiene más que fijarse en la piedra! Contiene una verde mañana y una tarde sangrienta … Y ese es el destino, ¡el destino del noble zar Alejandro!” Dichas esas palabras, el viejo Wenzel se volvió hacia la pared, apoyó su cabeza sobre el codo y comenzó a sollozar.»
Difícilmente podríamos acercarnos más al significado de esta importante narración, que esas pocas palabras que Paul Valéry escribiera en un contexto muy alejado de éste.
Al considerar a un artista dice: «La observación artística puede alcanzar una profundidad casi mística. Los objetos sobre los que se posa pierden su nombre: sombras y claridad conforman un sistema muy singular, plantean problemas que le son propios, y que no caen en la órbita de ciencia alguna, ni provienen de una práctica determinada, sino que deben su existencia y valor, exclusivamente a ciertos acordes que, entre alma, ojo y mano, se instalan en alguien nacido para aprehenderlos y conjurarlos en su propia interioridad.»
Con estas palabras, alma, ojo y mano son introducidos en el mismo contexto. Su interacción determina una práctica. Pero dicha práctica ya no nos es habitual. El rol de la mano en la producción se ha hecho más modesto, y el lugar que ocupaba en el narrar está desierto. (Y es que, en lo que respecta a su aspecto sensible, el narrar no es de ninguna manera obra exclusiva de la voz. En el auténtico narrar, la mano, con sus gestos aprendidos en el trabajo, influye mucho más, apoyando de múltiples formas lo pronunciado.) Esa vieja coordinación de alma, ojo y mano que emerge de las palabras de Valéry, es la coordinación artesanal con que nos topamos siempre que el arte de narrar está en su elemento.
Podemos ir más lejos y preguntamos si la relación del narrador con su, material, la vida humana, no es de por sí una relación artesanal. Si su tarea no consiste, precisamente, en elaborar las materias primas de la experiencia, la propia y la ajena, de forma sólida, útil y única. Se trata de una elaboración de la cual el proverbio ofrece una primera noción, en la medida en que lo entendamos como ideograma de una narración. Podría decirse que los proverbios son ruinas que están en el lugar de viejas historias, y donde, como la hiedra en la muralla, una moraleja trepa sobre un gesto.
Así considerado, el narrador es admitido junto al maestro y al sabio. Sabe consejos, pero no para algunos casos como el proverbio, sino para muchos, como el sabio. Y ello porque le está dado recurrir a toda una vida. (Por lo demás, una vida que no sólo incorpora la propia experiencia, sino, en no pequeña medida, también la ajena. En el narrador, lo sabido de oídas se acomoda junto a lo más suyo.) Su talento es de poder narrar su vida y su dignidad; la totalidad de su vida. El narrador es el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la mecha de su vida. En ello radica la incomparable atmósfera que rodea al narrador, tanto en Lesskow como en Hauff, en Poe como en Stevenson. El narrador es la figura en la que el justo se encuentra consigo mismo.