Sobre la novela Tango satánico (1985)
Cristina García
«Supo que no estaba sola, pues todo y todos – su padre allá arriba, su madre, sus hermanas, el médico, el gato, las acacias, el camino embarrado, el cielo, la noche ahí abajo – dependían de ella, así como ella también pendía de ellos.»
La obra del novelista László Krasznahorkai (Hungría, 1954) se ha abierto paso por Europa y Estados Unidos gracias a la recepción, en 2015, del prestigioso premio Man Booker International, pero a ello también han contribuido el trabajo de brillantes traductores y las adaptaciones cinematográficas que de sus obras ha realizado el maestro húngaro Béla Tarr. Su trabajo completo consiste en un total de once novelas publicadas entre 1985 y 2019, seis de las cuales poseen traducción reciente al español (Al norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río; Guerra y guerra; Ha llegado Isaías; Melancolía de la resistencia; Tango satánico; Y Seiobo descendió a la Tierra.
A pesar de que todo escritor configure mundos, la mente de László Krasznahorkai resulta excepcional en este sentido. Es, sin lugar a dudas, arquitecto de universos que el ojo lector asume con naturalidad y en los que todo está interrelacionado, desplegados a través de una prosa tupida y absorbente (mezcla singular de estilo narrativo directo e indirecto) que cala como la lluvia húngara, que acumula imágenes y relaciones pero que en ningún caso traza divagares vanos.
En alguna ocasión leí que los buenos personajes y las buenas historias eran aquellos que parecían hablar pos sí solos, a través de los cuales no se traslucía, con mayor o menor evidencia, la voz del propio escritor. Esto es lo que representan las novelas de László Krasznahorkai, en las que el lector asiste al espectáculo de un cosmos que pacientemente se revela a sí mismo, desvelando sus entresijos y voces, volviendo fascinante el caer en la cuenta de que detrás de todo aquello se encuentra una sola mente, milimétricamente calculadora y expresivamente fuera de lo común. Más allá de referentes confesos como Kafka, Dostoievski o Beckett, Krasznahorkai es un escritor que funda su obra en la consciencia de su propio mundo histórico, y en el que, además, el sentido del humor y el sarcasmo aparecen frecuentemente de formas dulces y reflexivas, no biliares.
Tango satánico (Sátántangó, 1985) constituye su ópera prima. En ella el autor parte del contexto nacional del momento, por lo que el escenario lo configura una explotación agraria comunal al borde de la desintegración, presagiando el fin de una era (la desaparición de la República Popular de Hungría así como de la URSS). Por supuesto, el derrumbe de la granja forma parte de un vasto proceso incontrolable, aunque también camina de la mano de las acciones y anhelos de los trabajadores que todavía la habitan. La novela comienza cuando uno de los campesinos, Futaki, se despierta al escuchar extrañas campanadas entre la niebla. A continuación descubre un complot: dos de sus compañeros están planeando darse a la fuga con todo el dinero que aquel año ha dado la venta de ganado, y recomenzar así una vida más moderna y acomodada en la ciudad. Esta primera complicación se ve enseguida superada por la enloquecida llegada de Irimiás, un romántico iluminado al que todos creían muerto, y que antes de terminar encarcelado por corrupción había liderado evidentes mejoras en la explotación (la reconstrucción de la fonda, del molino y la sala de máquinas…). Desde ese momento, la resignada vida de los trabajadores se ve agitada y bendecida por una ilusión superficial y apresurada pero peligrosamente poderosa, que tendrá consecuencias.
Según palabras del propio escritor, Tango satánico retrata la huida del pasado comunista basada en la blasfemia, huida hacia adelante a base de repentinas ilusiones que alguien poderoso promete. No en vano, el título de la obra toma pleno cuerpo en uno de sus capítulos, en el que a la campesina señora Schmidt –amante de todos, siempre alerta por si aparece el hombre que la saque de la miseria económica y amorosa– se le encienden los ojos al son de un tango en la mugrienta fonda (donde todos pasan interminables horas bailando y bebiendo), mientras el director de la escuela le susurra al oído que ella necesita un hombre decente y bien aposentado, que la trate por fin como una dama de tal calibre merecería. Y es que la esperanza (muchas veces en forma de interrupciones mesiánico-farsantes de vidas empobrecidas) es la columna vertebral de la obra de Krasznahorkai.
En la novela también aparecen otros personajes atrayentes, como el solitario y misántropo médico de la explotación agraria -que no cree en paraísos y se limita a tomar nota de todo cuanto ve a través de su ventana-, o la pequeña Estike, una niña oligofrénica, o como mínimo inusual, que Béla Tarr convirtió en la gran pantalla en un homenaje a la Mouchette de Bresson, erigiéndola como símbolo de un mundo que se auto-extingue, incapaz de educar y de salvar. Este tipo de personajes, algunos medio idiotas, otros solitarios pero que observan con atención, son quienes comprenden con distancia y asumen el peso excesivo del mundo, perdiendo cuando deciden apostar en su contra.
Segundo asalto: Sátántangó (1994)
Casi diez años después de la publicación de la novela, cuando la URSS ya había dejado efectivamente de figurar en los mapas, el cineasta Béla Tarr la llevó al cine. László y Béla son, además de compatriotas, amigos duraderos y brillantes artistas que aprenden mutuamente, que comparten numerosos puntos de vista sobre el mundo y que además han trabajado juntos en los guiones de La condena (1988), Armonías de Werckmeister (2000), El hombre de Londres (2007) y El caballo de Turín (2011). La coincidencia en el espacio-tiempo de dos artistas de tal calidad, ambos discretos y de personalidad lejana a los espectáculos propios del circuito mediático del arte, podría compararse con una alineación irrepetible de grandes astros. Estas fidelidades no son extrañas en el cine de Béla Tarr, quien ha trabajado en todas sus películas con el mismo elenco de actores y con el compositor Mihály Víg, tercer astro de la constelación.
La película Sátántangó, profundamente fiel a la novela y precedida siete años de planificación conjunta, fue rodada durante dos años con un presupuesto de 1,5 millones de dólares (12 veces menos que una película hollywoodiense de bajo coste), dando como resultado un inusual filme de 7 horas. Es así como la historia ideada por Krasznahorkai fue puesta en movimiento por esas coreografías entre cámara y actores en las que Béla Tarr es un experto sin igual. Muy pocos fueron quienes se atrevieron con el visionado de tal maratón proveniente de un director desconocido en el Festival de cine de Berlín de 1994, aunque aquellos que sí lo hicieron confiesan que la experiencia marcó un profundo cisma en su concepción de la historia del cine.
Por lo que respecta al duro retrato humano y social de Sátántangó, el propio Béla Tarr, antiguo comunista, negó que tuviese nada que ver con la “degeneración del quiste burocrático del estalinismo” (los burócratas aparecen en la trama, y no son ni mejores ni peores que la mayoría de los personajes), sino que pretendía configurar un esbozo mucho más complejo y “metafísico” del momento histórico, de relato civilizatorio total. Esta es una voluntad que se corresponde con la evolución temporal del cine de Tarr, centrado inicialmente en los problemas cotidianos y de la vida bajo el socialismo húngaro (Nido familiar en 1979 o Gente prefabricada en 1982) y que poco a poco amplía su profundidad de campo, abarcando las dudas y las contradicciones más profundas que puedan acechar a los seres humanos, en un mundo de anhelos y desencuentros del que todos formamos parte (La condena en 1988, Sátántangó en 1994…); ahí es donde Béla Tarr no puede renunciar a la obra Krasznahorkai. Para conocer mejor la fructífera obra de ambos autores, no queda más remedio que sumergirse en ella.
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