Y, cuando despertamos, el monstruo todavía estaba allí
Francisco José Martínez
Vivimos tiempos apocalípticos: de los cuatro jinetes el único que por ahora nos falta (al menos en el centro, en la periferia es otra cosa) es la guerra, pero la enfermedad, el hambre y la muerte campan por sus respetos por nuestras sociedades tardocapitalistas. Nuestra época es una era de angustia en la que la concatenación de miedos concretos y parciales genera una ansiedad vaga y omnipresente, sin causa definida. El Antropoceno es nuestra época: un momento en el que la intervención humana sobre el planeta no solo produce la destrucción de éste sino que comienza a afectar al conjunto de la población mundial. La globalización transmite en tiempo real los efectos de los sucesos locales dotándolos de una dimensión planetaria, eliminado las distancias y dificultando el aislamiento de los problemas. Los daños que hasta ahora solo afectaban a los países periféricos, golpean ahora en el centro del sistema, introduciendo una ‘democratización ‘ macabra del mal, que recuerda las danzas de la muerte medievales en las que el esqueleto arrastraba a todos sin distinción de sexo, origen o condición. Los ciclos naturales localizados han extendido su radio de acción al conjunto del planeta. No deja de ser paradójico que lo único que se extiende por toda la tierra libremente sin que sea posible levantar muros excluyentes y protectores sean los virus.
La vulnerabilidad humana tan directamente percibida pone en entredicho los proyectos prometeicos del transhumanismo que aspira a construir un superhombre, un ciborg, síntesis de hombre y máquina, inmune a la enfermedad, a la edad y casi a la muerte. La dureza de la pandemia nos recuerda nuestra fisicidad, nuestra finitud y vulnerabilidad constitutiva, lo fatigoso de la vida y su futilidad final, el aspecto absurdo de lo humano, que se muestra, como ya decía León Battista Alberti en los albores del Renacimiento, como «casi la sombra de un sueño».
La pandemia ha trastocado los espacios y los tiempos vitales, de manera quizás irreversible. Las limitaciones de los desplazamientos y el establecimiento del toque de queda introducen barreras en un espacio-tiempo que se desplegaba de forma continua sin ninguna interrupción, rompiendo todas las dualidades entre el día y la noche, la ciudad y el campo, el ocio y el negocio. Los confinamientos establecen un espacio celular cerrado sobre sí mismo y la prohibición de circular por la noche escinde el tiempo recortándolo. La vida queda enclaustrada en unos límites en que se muestra ensimismada. La dificultad de las relaciones personales, solo en muy pequeña parte compensada por el uso desaforado de los medios electrónicos, ha impulsado un autismo generalizado y una recentralización sobre el espacio familiar más próximo. La sociabilidad en los centros de trabajo y de estudio se ha visto también muy restringida. Todo esto refuerza el tipo de sujeto dominante en nuestra época neoliberal: un sujeto autista, egocéntrico, ‘ombliguista’, enquistado en su estrecho campo vital, con graves deficiencias comunicativas y sociales.
La respuesta a la pandemia ha sido inmovilizar la ciudad y suspender su ritmo cotidiano para sustituirlo, como dice Agamben, por un espacio y un tiempo excepcionales en el que los derechos quedan limitados y las costumbres quedan revolucionadas. Los sistemas de seguridad y control propios de nuestras sociedades, constituyentes esenciales de la gubernamentalidad neoliberal, más que restringir los deseos y disciplinar los cuerpos se basan en decir sí al deseo y en gestionar los flujos y circulación de las poblaciones y las mercancías. En la actualidad el poder, cada vez más extraterritorial, cada vez menos localizado, más que reprimir seduce mediante el señuelo del consumo, estableciendo lo que Bauman denomina los dispositivos sinópticos del capitalismo globalizado basados en los actuales medios de comunicación masiva y en la gestión de los datos, lo que permite el establecimiento de estrategias reguladoras que se anticipan y predicen a los propios hechos. Nuestras actuales sociedades duales, escindidas en una minoría cosmopolita nómada y unas mayorías fijadas localmente a las que se les dificultan los desplazamientos por muros legales y físicos, combinan los métodos panópticos de vigilancia generalizada de los espacios y los individuos con los métodos basados en la seducción por el consumo para conseguir el control social, exterior e interior, de los individuos.
Los cambios en el campo de la producción y del consumo son espectaculares. Sectores enteros de la economía, los ligados a los viajes, el turismo y la cultura por ejemplo, se han visto casi paralizados. Pero el consumo no para, lo único que hace es cambiar su forma. El dinero destinado a viajes se empieza a usar para arreglar las casas. Las compras por internet se han disparado.
Aunque parece que va disminuyendo el impacto de la pandemia, todos los informe solventes sobre la misma concuerdan en afirmar que vamos a tener que convivir durante mucho tiempo con este riesgo. Riesgo que por primera vez en la historia es verdaderamente global. La verdadera globalización no es pues la de las mercancías, ni la de los flujos financieros, sino la de la enfermedad y la muerte, y frente a este problema el capitalismo se está mostrando incapaz de afrontarlo de forma adecuada. El mercado no puede gestionar una pandemia globalizada y de nuevo el Estado parece como la única arma eficaz para abordar este problema, actuando de nuevo como katechon, es decir como la única contención posible del Anticristo, el sin-ley, que se muestra ahora bajo la forma de virus letal.
Karl Schmitt, M. Cacciari y Paolo Virno entre otros, han retomado esta vieja noción paulina de katechon para aplicarla al Estado moderno, que articularía la potestas del Imperio con la auctoritas de la Iglesia. Recordando el Apocalipsis, el Anticristo tiene que ser contenido e inmovilizado por la acción de un Rey salvífico, que con esta contención retrasa el final de esta era, pero su triunfo final parece incontenible; lo único bueno es que tras los mil años de dominio del Anticristo el Apocalipsis anunciaba, revelaba, (eso es lo que significa Apocalipsis: revelación), la parusía, la segunda venida de Cristo para gobernar sobre la creación ya de forma completa. La función del poder político en tanto que katechon es ambigua, ya que si por un lado contiene el triunfo del Anticristo, al hacerlo también retrasa la inminente segunda venida de Cristo, la parusía; es decir el triunfo completo de la redención. Esta contención del mal, este retraso del final de los tiempos, es lo que concede un cierto espesor ontológico a la historia y a la acción política, que no tendría sentido si dicha parusía fuera inminente, ya que supondría la devaluación de toda actividad humana ante la inminencia escatológica. El katechon, pues, no es propiamente una figura de lo divino sino más bien una fuerza secular que retiene y pospone el advenimiento definitivo de los divino. Esta noción de katechon permite concebir el poder político como la única fuerza capaz de bloquear, contener y retrasar la catástrofe, pero con la conciencia de que no puede asegurar su eliminación completa y, por lo tanto, una redención consumada de la humanidad. El poder político se mantiene cercano al mal que pretende contener y su orden precario no es capaz de controlar de forma total el desorden inherente a la esencial incompletitud antropológica del ser humano, y se mantiene próximo al caos que trata de conjurar. El katechon impide el fin del mundo y mantiene de esta forma la radical apertura definitoria del ser humano. En ese sentido, la política como katechon mantiene la apertura del mundo evitando su fin que se puede deber al triunfo total del mal o a la completa eliminación de éste a través de una redención que clausurara la apertura y la radical incompletitud del mundo y de la historia. Tanto el Anticristo como mal supremo, como la parusía o redención clausuradora de la historia, acabarían con la tensión constituyente del hombre y del mundo que los mantiene indecisos y constantemente abiertos a la novedad y al cambio, sometidos a la oscilación perpetua entre el bien y el mal, a un continuo diferir y errar, y precipitarían su fin. El poder político despliega sus poderes extraídos de las naturaleza, precisamente para limitar la negatividad potencial de las fuerzas naturales.
El problema para nosotros es que como no creemos posible esta reconciliación final, no nos queda más remedio que contener de forma indefinida al Anticristo para retrasar su dominio total y final. Es decir, que solo una acción coordinada entre los Estados será capaz de afrontar la actual pandemia y sobre todo la subsiguiente crisis económica y social que todas las instancias internacionales ya anuncian. Solo una noción del Estado basado en la solidaridad y en el bienestar de los ciudadanos, y no solo en la soberanía, puede estar a la altura de los desafíos por venir. Y esta solidaridad no solo ha de ser hacia el interior sino también hacia el exterior. La capacidad de contagio del virus y la imposibilidad de poner barreras a su difusión lleva a la conclusión de que la salvación de la humanidad ha de ser global. La inmunidad (de los individuos), lejos de ser algo a conseguir preservándose de la comunidad, necesita la colaboración de la comunidad para ser conseguida. De nada sirve vacunar a los ciudadanos de los países centrales si el contagio se mantiene en el resto de los países a cuyos habitantes es prácticamente imposible impedirles el movimiento hacia dichos países centrales.
El cansancio y la desesperación provocada por la pandemia augura el surgimiento de una etapa de conmociones sociales, cuyos primeros atisbos quizás estemos viendo ya en estos días. La falta de expectativas de los jóvenes y de las capas sociales y regiones marginadas por la globalización neoliberal puede explotar de forma violenta y solo una respuesta coordinada a nivel mundial que produzca una redistribución radical de la riqueza será capaz de hacer frente a estas amenazas. Ante la insuficiencia de los mecanismos de mercado para asegurar esta redistribución de la riqueza hay que desplegar una serie de estrategias coordinadas a nivel mundial entre las que el establecimiento de una renta básica universal e incondicional pasa a ser una de las medidas a implantar con urgencia.
Desde el punto de vista individual, la cercanía con la muerte y el recordatorio de nuestra esencial fragilidad y labilidad que nos ha traído la pandemia, por un lado nos deprime, pero por otro impulsa las ganas de vivir, aunque quizás con una forma de vida más mesurada, menos prometeica, menos dilapidadora. Una vida con los valores cambiados en los que la serenidad, la quietud, la lentitud, el reposo, la amistad, la lectura y la música ocupen más lugar. Incluso el viaje se ve de otra manera, ya que las dificultades de desplazamiento nos hacen valorar lo que tenemos en la proximidad en detrimento de horizontes más lejanos. Si esta inversión de valores fuera el resultado de la epidemia, no todo sería pérdida, pero me temo que la desmesura del capitalismo salvaje, individualista y egocéntrico que nos domina se imponga al final sobre estos pequeños atisbos de racionalidad serena y de sensualidad controlada cuya posibilidad ha despertado, tímidamente, la pandemia.
En conclusión, la pandemia actual ha puesto de relieve, con una claridad muy superior a la crisis financiera anterior, las dificultades de la actual globalización capitalista y los problemas difícilmente resolubles que se plantean a la actual gobernanza mundial en las condiciones del neoliberalismo. Las dos crisis han demostrado que el mercado por sí mismo es incapaz de mantener los equilibrios económicos y que es precisa una regulación política democrática y solidaria, nacional e internacional, de los conflictos. Y eso sin contar los problemas que el cambio climático empieza a poner sobre la mesa de forma cada vez más perentoria. Pero esa regulación estatal y supraestatal de los desequilibrios económicos y sociales no puede abordarse con una idea neoliberal de estado mínimo, basado en la mera soberanía, sino que supone un estado preocupado por preservar la vida en todos sus aspectos biológicos y culturales y por fomentar el bienestar físico y psíquico de sus ciudadanos, tanto a nivel nacional como supranacional. Desde el punto de vista de los sujetos, la crisis pandémica actual ha demostrado también que el tipo de sujeto dominante en nuestras sociedades con su egoísmo narcisista libre de todo compromiso comunitario no es el más adecuado para afrontar las exigencias de cuidados mutuos necesarios para asegurar la salud de todos los individuos en toda su amplitud, biológica y psíquica. Nuevas formas de política comunitaria y solidaria y de subjetividades comunicativas y cooperadoras son imprescindibles para hacer frente a los actuales desafíos de una pandemia que ha venido, de una u otra forma, para quedarse.
Francisco José Martínez / Profesor de Filosofía (UNED y FIM)
Fuente: https://www.lavozdegranada.info/y-cuando-despertamos-el-monstruo-todavia-estaba-alli/