7 enfoques sobre la revolución francesa
Joan Tafalla
Frente a quienes como Ferenc Feher nos invitan a «cerrar la Revolución francesa», pensamos que ésta puede continuar siendo fuente de reflexiones y enseñanzas para los que queremos un mundo de «libres e iguales». Tanto para nuestras reflexiones sobre los orígenes de la tradición comunista, como sobre el papel de la democracia en la humanización de la especie, como sobre los procesos de transición de un modo de producción a otro, como sobre la urgencia del comunismo frente a la crisis ecológica.
Prueba de la potencia del modelo que ofrece la Revolución Francesa para pensar sobre todos estos problemas puede ser cualquiera de estos siete textos de siete autores bien diferentes entre ellos ( por su época, por su perspectiva, por su enfoque), pero que nos aportan visiones creemos que convergentes y complementarias para una reflexión emancipadora de futuro.
Pedro Kropotkin
«La Gran Revolución Francesa»
De su obra «La Gran Revolución Francesa» publicada en 1909. El texto que extraemos corresponde a la edición argentina de Editorial Proyección, Buenos Aires, 1976. Traducción de Anselmo Lorenzo. Presentación de Diego Abad de Santillán.
«Pero al mismo tiempo, la Gran Revolución nos ha legado otros principios, de un alcance mucho mayor: los principios comunistas. Ya hemos visto cómo durante toda la Gran Revolución trabajaron para salir a la luz, y también cómo, después de la caída de los girondinos, se hicieron muchos intentos, y alguno de ellos grandioso en esa dirección. El fourierismo desciende en línea recta de l’ Ange, por una parte, y por otra de Chalier; Babeuf es hijo directo de las ideas que apasionaron a las masas populares en 1793. Babeuf, Buonarroti y Sylvain Maréchal no hicieron más que sintetizarlas algo o exponerlas en forma literaria. Pero las sociedades secretas de Babeuf y de Bounarroti son el origen de las sociedades secretas de los «comunistas materialistas», en las que Blanqui y Barbés conspiraron bajo la monarquía burguesa de Luís Felipe. Después surgió La Internacional por filiación directa.
En cuanto al ‘socialismo’, se sabe hoy que esa palabra fue puesta en boga para evitar la denominación de ‘comunista’, que en cierto período fue peligrosa, porque las sociedades secretas comunistas, convertidas en sociedades de acción , eran perseguidas a muerte por la burguesía gobernante.
Así pues, hay filiación directa desde las ‘rabiosos’ de 1793 y el Babeuf de 1795 hasta la Internacional.
Pero hay también filiación en las ideas. El socialismo moderno no ha añadido nada absolutamente, a las ideas que circulaban en 1789-1794 en el pueblo francés, y que se trató de poner en práctica durante el año II de la república. Lo único que ha hecho el socialismo moderno es poner esas ideas en sistemas y hallar argumentos en su favor, sea volviendo contra los economistas burgueses algunas de sus propias definiciones, sea generalizando los hechos del desarrollo del capitalismo industrial en el curso del siglo XIX.
Pero yo me permitiré afirmar que, por vago que fuese, por poco apoyado que estuviera en argumentos de aspecto científico, por poco uso que hiciera de la jerga pseudo-científica de los economistas burgueses, el comunismo popular de los primeros años de la República veía más claro y analizaba más profundamente que el socialismo moderno. En primer lugar era el comunismo del consumo ( la comunalización y la nacionalización del consumo) lo que proponían los buenos republicanos del 1793, cuando querían establecer sus almacenes de trigos y de comestibles en cada municipio, cuando formulaban una estadística para fijar el ‘verdadero valor’ de los objetos de ‘primera y segunda necesidad’ y cuando inspiraban a Robespierre esta palabra profunda: lo superfluo de los artículos de consumo es lo único que puede ser objeto de comercio, porque lo necesario pertenece a todos.
Procedente de las necesidades mismas de la vida tormentosa de aquellos años, el comunismo de 1793, con su afirmación del derecho de todos a las subsistencias, y a la tierra para producirlas, su negación de los derechos territoriales fuera de lo que una familia podía cultivar ( la hacienda de «120 arpentas, medida de 22 pies»), y su tentativa de comunalizar le comercio, iban más directamente al fondo de las cosas que todos los programas mínimos y aun los considerados máximos de la actualidad.
Resulta, pues, que lo que se aprende hoy al estudiar la Gran Revolución es que fue el manantial de todas las concepciones comunistas, anarquistas y socialistas de nuestra época. Conocíamos mal todos a nuestra madre; pero la reconocemos hoy entre aquellos descamisados, y nos hacemos cargo de lo que puede enseñarnos.
La humanidad marcha de etapa en etapa, y sus etapas están marcadas en centenares de años por grandes revoluciones. Después de los Países Bajos, después de Inglaterra, que hizo su revolución en 1648.1657, tocó el turno a Francia
Cada gran revolución ha tenido además algo de original y propio. Inglaterra y Francia abolieron una y otra el absolutismo real; pero al abolirlo, Inglaterra se ocupó ante todo de los derechos personales del individuo, especialmente en religión, como también de los derechos locales de cada parroquia y de cada municipio; Francia fijó principalmente su atención sobre la propiedad de la tierra, y al herir en el corazón el régimen feudal hirió a la vez la gran propiedad y lanzó al mundo la idea de la nacionalización del suelo y de la socialización del comercio y de las principales industrias.
¿Qué nación tomará sobre sí la tarea terrible y gloriosa de la próxima Gran revolución? Se ha podido creer por el momento que sería Rusia; pero si Rusia lleva su revolución más allá de una simple limitación del poder imperial, si toca revolucionariamente la gran cuestión de la propiedad territorial, ¿hasta dónde llegará? ¿Sabrá y podrá evitar la falta cometida por las asambleas francesas, y dará el suelo, socializado, a quienes quieran cultivarle con sus brazos? No lo sabemos. La respuesta a esa pregunta pertenece al dominio de la profecía.
Lo positivo y lo cierto es que, sea cual fuera la nación que entre hoy en la vía de las revoluciones, heredará lo que nuestros abuelos hicieron en Francia. La sangre que derramaron, la derramaron por la humanidad. Las penalidades que sufrieron, a la humanidad entera las dedicaron. Sus luchas, sus ideas, sus controversias constituyen el patrimonio de la humanidad. Todo ello ha producido sus frutos y producirá otros aún, más bellos y grandiosos, abriendo a la humanidad amplios horizontes con las palabras Libertad, Igualdad, Fraternidad, que brillan como un faro hacia el cual nos dirigimos.
Antonio Gramsci
Cuadernos de la Cárcel
La concepción gramsciana del jacobinismo se desarrolla a lo largo de los Quaderni del Carcere en numerosas menciones. El índice temático de la edición completa de los cuadernos de Valentino Gerratana ( Publicada por Einaudi Editori , Torino 1975) registra 26 llamadas correspondientes al conjunto de los Cuadernos. Estas llamadas están complementadas con 34 llamadas sobre la historia de Francia, y muchas otras en temas como cesarismo, relación campo-ciudad, concepto de nacional-popular, hegemonia y capacidad de dirección… El conjunto revela toda una concepción orgánica y evolutiva del jacobinismo con diversos niveles conceptuales de gran potencia. Todo ello dependiente del desarrollo historiográfico contemporáneo a la época en que fueron escritos los Cuadernos. Parece que la obra de Mathiez era ampliamente conocida y utilizada por Gramsci. Traducimos del primer cuaderno.(1929-1930), algunos fragmentos significativos del conocido pasaje titulado: » §(44) Dirección política de clase antes i después de la entrada en el gobierno.( Tomo I. pags. 40-54) .Se indica la página de los Quaderni donde pueden encontrarse dichos fragmentos.
(…)» Comparación entre jacobinos y Partito di Azione: los jacobinos lucharon animosamente para asegurar el ligamen entre ciudad y campo; fueron derrotados porque debieron sofocar las veleidades de clase de los obreros; su continuador es Napoleón y hoy son los radicales-socialistas(…)» ( pag. 43)
«(…) Por muchos aspectos parece que la diferencia entre muchos hombres del Partito di Azione y los moderados era más de ‘temperamento’ que política. La palabra ‘jacobino’ acabó asumiendo dos significados: uno es el significado propio, históricamente caracterizado: un determinado partido de la revolución francesa, que concebía la revolución de una forma determinada, con un determinado programa, sobre la base de determinadas fuerzas sociales y que explicó su acción de partido y de gobierno con una determinada acción metódica caracterizada por una extrema energía y resolución que dependían de la creencia fanática en la bondad de aquel programa y de aquel método. En el lenguaje político los dos aspectos del jacobinismo fueron escindidos y se llamó jacobino al hombre político enérgico y resuelto porque estaba fanáticamente persuadido de les virtudes taumatúrgicas de sus ideas. Crispi es jacobino solo en éste sentido. Por su programa, él fue un moderado puro y simple. Su ‘obsesión’ jacobina fue la unidad político-territorial del país (…)»( pag. 45).
«(…) A propósito del jacobinismo y del partito d’Azione un elemento a recordar es que los jacobinos conquistaron con la lucha su función de partido dirigente: ellos se impusieron sobre la burguesía francesa conduciéndola hasta una posición mucho más avanzada de aquella que la burguesía hubiera querido ‘espontáneamente’ e incluso mucho más avanzada de aquella que las premisas históricas habían de consentir, y por eso se dieron los contragolpes y la función de Napoleón. Este rasgo característico del jacobinismo y de la revolución francesa de forzar la situación ( aparentemente) y de crear hechos consumados irreparables, tirando hacia delante a la burguesía a base de patadas en el trasero, por parte de un grupo de hombres extremadamente enérgicos y resueltos puede ser ‘esquematizado’ así: el tercer estado era el menos homogéneo de los tres estados; la burguesía constituía su parte más avanzada culturalmente y económicamente; el desarrollo de los acontecimientos franceses muestra el desarrollo de esta parte, que inicialmente pone las cuestiones que solo interesan a sus componentes físicos actuales, sus intereses ‘corporativos’ inmediatos ( corporativos en un sentido especial, de inmediatos y egoistas de un determinado grupo restringido social); los precursores de la revolución son reformistas moderados, que elevan mucho la voz pero que en realidad piden muy poco. Esta parte avanzada pierde poco a poco su carácter ‘corporativo’ y se transforma en una clase hegemónica por la acción de dos factores: la resistencia de las viejas clases y la actividad política de los jacobinos. Las viejas clases no quieren ceder nada y si ceden algo es con la intención de ganar tiempo y de pasar a la contraofensiva; la burguesía habría caido en estos ‘engaños’ sucesivos sin la acción enérgica de los jacobinos, que se oponen a cualquier parón inmediato y mandan a la guillotina no sólo a los representantes de las viejas clases, sino también a los revolucionarios de ayer convertidos hoy en reaccionarios. Los jacobinos representan el único partido de la revolución, en cuanto ellos no sólo contemplan los intereses inmediatos de las personas físicas actuales que constituyen la burguesía francesa, sino que contemplan también los intereses también del mañana y no solo de aquellas determinadas personas físicas, sino de otros estratos sociales del tercer estado que mañana se transformarán en burgueses, porque ellos están convencidos de la ‘egalité’ y de la ‘fraternité’. Es preciso recordar que los jacobinos no eran idealistas, aunque su lenguaje ‘hoy’ en una nueva situación y después de más un siglo, parece ‘idealista’. El lenguaje de los jacobinos, su ideología, reflejaba perfectamente las necesidades de la época, según la tradición y la cultura francesa ( cfr. En La Sagrada familia el análisis de Marx del cual resulta que la fraseología jacobina correspondía perfectamente a las formulaciones de la filosofía clásica alemana, a la cual hoy se reconoce mayor concreción y que ha dado origen al historicismo moderno): 1ª necesidad: eliminar a la clase adversaria o al menos reducirla a la impotencia; crear la imposibilidad de una contrarrevolución; 2º ampliar los intereses de clase de la burguesía, encontrando los intereses comunes entre ella y los otros estratos del tercer estado, poner estos estratos en marcha, conducirlos a la lucha, obteniendo dos resultados: 1º oponer un adversario más amplio a los golpes de la clase adversaria, es decir crear una relación de fuerzas militar favorable a la revolución; 2º cortar a la clase adversaria cualquier zona de pasividad en la cual ella habría creado ejércitos vandeanos ( sin la política agraria de los jacobinos, París se hubiera visto rodeado por la Vendée hasta sus propias puertas: la resistencia de la Vendée propiamente dicha estaba ligada a la cuestión nacional determinada entre los Bretones por la fórmula de la ‘República única e indivisible’, a la que los jacobinos no podían renunciar so pena del suicidio: los girondinos buscaron apoyarse sobre el federalismo para amenazar a los jacobinos, pero las tropas provinciales conducidas hasta París se pasaron a los jacobinos: excepto la Bretaña y otras pequeñas zonas periféricas, la cuestión agraria se presentaba separada de la cuestión nacional, como se ve en estos y otros episodios militares: la provincia aceptaba la hegemonía de París, es decir los rurales comprendían que sus intereses estaban ligados a los de la burguesía). Los jacobinos forzaron la marcha pero siempre en el sentido del desarrollo histórico real, porque ellos fundaron no sólo el estado burgués, hicieron de la burguesía la clase ‘dominante’, pero hicieron más ( en cierto sentido), hicieron de la burguesía la clase dirigente, hegemónica, es decir dieron al Estado una base permanente.
Que los jacobinos permanecieron siempre sobre el terreno de clase está demostrado por lo acontecimientos que señalaron su fin y el de Robespierre: ellos no quisieron reconocer a los obreros el derecho de coalición (ley Chapelier [ y sus consecuencias en la ley del maximum]) y así rompieron el bloque urbano de París; sus fuerzas de asalto que se reunían en la Comuna, se dispersaron desilusionadas, y el Termidor tuvo el viento en la popa: la revolución había encontrado sus límites de clase: la política de los ‘aliados’ había hecho desarrollar cuestiones nuevas que entonces no podían ser resueltas(…) «(pags. 50 y 51).
Si en Italia no apareció un partido jacobino, deben existir razones a investigar en el campo económico, es decir, en la relativa debilidad de la burguesía italiana, en el clima histórico diferente del de Europa. La limitación encontrada por los jacobinos, en su política de avivamiento forzado de las energías populares francesas que era necesario aliar a la burguesía , con la Ley Le Chapelier[ y la ley del maximum] , se presentaba en el 48 como un «fantasma» amenazante, sabiamente agitado por Austria y por los viejos gobiernos, pero también por Cavour (además del Papa). La burguesía no podía ya extender su hegemonía sobre los vastos estratos que pudo abarcar en Francia, era cierto, pero la acción sobre los campesinos era siempre posible. Diferencia entre Francia, Alemania e Italia en el proceso de toma del poder por parte de la burguesía ( y de Inglaterra). En Francia tenemos el fenómeno completo, la mayor riqueza de elementos políticos. En Alemania el fenómeno se parece en algunos aspectos al italiano, en otros parece el de Inglaterra. En Alemania el 48 fracasa por la poca concentración burguesa ( la consigna de tipo jacobino fue dada en el 48 alemán por Marx: «revolución permanente») y también porque la cuestión se interrelaciona con la cuestión nacional; las guerras del 64, del 66 y del 70 resuelven la cuestión nacional y la cuestión de clase de forma intermedia: la burguesía obtiene el gobierno económico-industrial, pero las viejas clases feudales permanecen como clase gubernativa con amplios privilegios de casta en el ejército, en la administración estatal y sobre la tierra; pero por lo menos en Alemania estas viejas clases, si conservaron tanta importancia y mantuvieron tantos privilegios, ejercitaron una función, fueron los «intelectuales» de la burguesía con un determinado temperamento proporcionado por el origen de clase y por la tradición. En Inglaterra, donde la Revolución burguesa se desarrolló antes que en Francia, , tenemos el mismo fenómeno que en Alemania de fusión entre lo viejo y lo nuevo, a pesar de la extrema energía de los «jacobinos» ingleses, es decir de los «cabezas redondas» de Cromwell: la vieja aristocracia permanece como clase gubernativa, con ciertos privilegios, y se transforma también ella en la clase intelectual de la burguesía inglesa ( véase a propósito de esto las observaciones de Engels en el prefacio inglés de Utopía y Ciencia, que es necesario recordar para esta investigación sobre los intelectuales y sus funciones históricas de clase(…)».( pag. 53)
«(…) A propósito de la consigna «jacobina» lanzada por Marx en la Alemania del 48-49 es necesario observar su complicada fortuna. Retomada, sistematizada, elaborada, intelectualizada por el grupo Parvus-Bronstein, se manifestó inerte e ineficaz en el 1905 y a continuación: era una cosa abstracta, de gabinete científico. La corriente que la combatió en esta manifestación intelectualizada, sin embargo, sin usarla » a propósito» la empleó de hecho en su forma histórica, concreta, viviente, adaptada al tiempo y al lugar como brotando de todos los poros de la sociedad que era preciso transformar, de alianza entre dos clases con la hegemonía de la clase urbana.
En un caso, temperamento jacobino sin el contenido político adecuado, tipo Crispi; en el segundo caso, temperamento y contenido jacobinos según las nuevas relaciones históricos, y no según una etiqueta intelectualista.» ( pag. 54).
Daniel Guerin
La revolución francesa y nosotros
El autor de «La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa. 1793-1795 ( Alianza Editorial, Madrid, 1974), escribió el panfleto «La revolución francesa y nosotros» (Editorial Villalar , Colección Zimmerwald, Madrid 1977) en 1944. Lo escribió según el prólogo a la edición de Masperó en 1976 como presentación de su «La lucha de clases…».Finalmente, la presentación de la obra fue más técnica y no política aunque la propia obra tenía, según Guerin, una doble finalidad: «ofrecer un nueva interpretación de la revolución francesa, partiendo de la teoría de la revolución permanente y de la concepción libertaria de la revolución de los de abajo; sobre todo, extraer de la mayor, más prolongada y más profunda experiencia revolucionaria vivida por Francia, orientaciones susceptibles de regenerar el socialismo revolucionario y anarquista de hoy». Guerin decidió editar su inédita presentación tras el mayo del 68 que según su visión . «Fue un redescubrimiento de los problemas del socialismo, que confirmó las lecciones que yo había intentado extraer, hace más de un cuarto de siglo de la lejana Revolución francesa».
«(…) Sin duda la burguesía tuvo su parte en la revolución. Ésta fue preparada por sus ideólogos. Sus parlamentarios la sacaron adelante a base de discursos y de decretos. NO puede desestimarse la obra legislativa, la acción militante de las asambleas revolucionarias. Pero la burguesía se mostró incapaz de acabar con al antiguo régimen feudal, clerical y absolutista sin el concurso de los brazos desnudos. Como escribe Kautsky, ‘para resistir a la contrarevolución, hacían falta otras gentes que la burguesía, gentes que no tuviesen nada que perder en la tormenta social(…) y que aportasen a al lucha la fuerza de sus brazos». La burguesía carecía de número y de fuerza física. Rehusaba, salvo algunas excepciones, salir a la calle con las armas en la mano. Finalmente, se mostraba vacilante por miedo a perder, al asestar golpes demasiado brutales al antiguo régimen, su propio protagonismo de clase.
Sin la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789, por los sans-culottes parisinos, la asamblea nacional había terminado por sucumbir en la rebelión contra las bayonetas reales. Sin la marcha sobre Versalles, el 5 de octubre, de los brazos desnudos hambrientos y sin su irrupción en el recinto de la Asamblea, la declaración de los derechos del Hombre no hubiera sido sancionada. Sin el irresistible movimiento de los campesinos , la asamblea no hubiera osado atacar, aunque tímidamente, la propiedad feudal, en la noche del 4 de agosto de 1789. Sin el poderoso concurso de las masas el 10 de agosto de 1792, la expropiación sin indemnización de las rentas feudales no hubiera sido, al fin, decretada; la burguesía hubiera vacilado ante la república y ante el sufragio universal.
A medida que la revolución va progresando, se ve a los burgueses vacilar, detenerse a medio camino, y es siempre la presión de los brazos desnudos lo que les obliga a llevar hasta el final la revolución burguesa. Como escribe el mismo Kautsky: ¿Fueron ellos los que salvaron la revolución burguesa y destruyeron el régimen feudal, y ello de una forma que no tenía parangón en ningún país del mundo(…). Por una ironía de la historia, fueron los más encarnizados enemigos de los capitalistas, los que realizaron para los capitalistas lo que los capitalistas no habrían podido hacer por sí mismos».
Ya por este hecho la revolución francesa es siempre actual. Porque incluso en la medida en que fue una revolución burguesa o que llevó al poder a la burguesía y no al proletariado, fue una revolución de masas. Su estudio nos ayuda a descifrar las leyes permanentes del movimiento autónomo de las masas y ofrece, al mismo tiempo, a nuestro examen las formas de poder popular que las masas forjan espontáneamente en el curso de sus lucha; en este sentido, la revolución francesa fue cuna, no sólo de la democracia burguesa, sino también de la democracia de tipo comunal o soviética, de la democracia de los consejos obreros.
Pero la gran revolución no fue solo una revolución de masas que trabajó, sin saberlo, para la burguesía. Fue también, en cierta medida, una revolución de masas que actuaban por su propia cuenta. Las amasas no atacaron con la intención de hacer una revolución ¿burguesa?. Se sublevaron con la esperanza de aliviar su miseria, de sacudir su yugo secular. Ahora bien, el yugo secular no era sólo el de los señores, el clero y los agentes del absolutismo regio, sino también el de los burgueses; se olvida demasiado, en efecto, que la burguesía no era, en vísperas de 1789, una clase novata. La burguesía detentaba ya una parte considerable del poder económico. Además, ya había sido invitada a recoger las migajas del festín feudal: muchos burgueses habían recibido títulos de nobleza, gozaban de rentas feudales. En una palabra, la burguesía compartía con la aristocracia, la iglesia y la monarquía absoluta los beneficios derivados de la explotación de las clases trabajadoras. La idea de liberarse del yugo secular conducía, naturalmente, a los oprimidos a la idea de una lucha contra todo el cuadro de los privilegiados, incluidos los burgueses.
Más tarde, Babeuf no hará más que expresar por escrito esta deducción espontánea: ¿¿Qué es una revolución política en general?¿ Qué es la revolución francesa en particular? Una guerra abierta entre los patricios y los plebeyos'(…)»
Luckacs
«El Hombre y la democracia»
Este texto del viejo Luckács fue escrito en el año 1968, coincidiendo con una de las últimas explosiones revolucionarias que alcanzó caracteres mundiales y con la magnifica senectud del viejo luchador y filósofo comunista. Se trataba de una indagación sobre el papel de la democracia cuya tesis principal podemos resumir así: la salida del estalinismo no podía hacerse incorporando los dogmas del liberalismo sino profundizando en la democracia socialista. Los párrafos que siguen corresponden al análisis del papel de la Revolución Francesa en el proceso general de democratización. Desgraciadamente esta obra fue publicada por primera vez en húngaro el 1985. El hundimiento del socialismo real en el marasmo del neoliberalismo no ha supuesto ningún avance hacia la democracia real. Publicamos la traducción del texto alemán a cargo de Mario Prilick y Myrian Kohen para la edición española en Editorial Contrapunto Buenos Aires, 1989.
La forma clásica de la moderna democracia burguesa, la de la Revolución francesa, ha surgido y se ha construido con eficacia tomando muchísimo – incluso de manera consciente – del ideal de este modelo. En el plano socio-económico se encuentra, sin embargo, exactamente en el polo opuesto. Al subrayar esta contradicción Marx destaca al mismo tiempo que la libertad e igualdad ( expresiones ideológicas centrales de la esencia de la democratización moderna) pueden asumir desde el punto de vista ideológico formas muy diferentes; pero en cuanto a la esencia económico-social «no sólo son respetadas en el intercambio de valores de cambio, sino que el intercambio de valores de cambio es la base productiva real, de toda igualdad y libertad».
Esta realización práctica del dominio de la libertad y de la igualdad significa- con todas sus contradicciones- un enorme progreso en la prehistoria de la sociedad humana; el fundamento real, objetivo, de la esencia humana o en menor medida, a los límites naturales del ser social están contenidas en su manifestación. La lucha social que ha producido este hecho, en su forma inmediata, directa, esta dirigida contra la articulación
de la sociedad por clases, estructuración surgida en el y del feudalismo. La feudalidad, que el joven Marx llamó «democracia de la no libertad», le da a la estructura de la sociedad «directamente» un carácter «político»; «los elementos de la vida burguesa, como por ejemplo la posesión o la familia, o el tipo y el modo de trabajo, se habían elevado al plano de elementos de la vida estatal, el estamento o la corporación. Determinaban bajo esta forma, las relaciones entre el individuo y el conjunto del Estado, es decir, sus relaciones políticas».
La Revolución francesa destruyó radicalmente toda esta estructura social y, con ello por primera vez en la historia del mundo, construyó la relación entre Estado y sociedad civil en términos puramente sociales. Marx señala con razón que de este modo pudo unificarse materialmente por primera vez la vida política con respecto a la dispersión que existía en el feudalismo; liberada en lo inmediato de las características de la sociedad civil, elevada a asunto general del pueblo con independencia real de los elementos particulares. De este modo, el objetivo de la batalla ideológica de siglos por introducir el «reino de la razón» en la vida humana se convirtió en el fundamento de la vida social.
Sólo que – cómo más tarde lo señaló Engels- este reino de la razón se evidenció como el reino idealizado de la burguesía. No debemos entender aquí el término idealizado como una acusación política – ideológica -, sino como una comprobación, objetiva, científica de la estructura social surgida en la realidad. El mismo Marx, en la comprobación teórica de las investigaciones que acabamos de citar sobre la transformación real del conjunto de la estructura social, dijo que el idealismo. del Estado, de la vida política, que se produce como superación del feudalismo, presupone como fundamento contrario la culminación del materialismo de la sociedad burguesa. Ejemplifica esta contradictoria unidad entre Estado y sociedad civil, entre idealismo y materialismo en la vida de la sociedad, en la vida de cada hombre individual en cuanto miembro suyo, analizando el primer gran documento práctico de esta transformación- el texto de las Constituciones de la Revolución francesa.
Esta observación se basa en la oposición-unidad entre homme (bourgeois) y citoyen. Citoyen significa obviamente el ciudadano devenido idealmente, desligado de todas las ataduras materiales de la existencia socio-económica; el hombre, a la inversa, es el que forma parte de la sociedad civil. Marx no dejó de señalar que las Constituciones revolucionarias en lo que respecta a esta vinculación indisoluble (en tanto todo citoyen es también homme) denigran al ciudadano como servidor de los denominados derechos humanos. Con esto se reconoce la real supremacía social del hombre material, productivo (privado) sobre el ciudadano ideal.
De esta manera, también se determina con precisión el lugar de esta democracia en el gran proceso de desarrollo de la humanidad, de la formación del género humano, de la humanización del hombre. Acerca de la forma más general de la situación social del hombre de la democracia burguesa, ahora un ser concreto – así reconocido -, Marx dice que los otros hombres constituyen para él no la realización sino el límite de su libertad. Y esa es la realidad social básica del capitalismo: el- sujeto- de la praxis real en la sociedad es el hombre egoista, el hombre y, por ello, simplemente particular. Aquí como componente necesarios de esta fase del desarrollo, la generalidad del hombre alcanza un nivel más alto, en términos sociales objetivos, que en cualquier otra formación precedente, menos social; la generalidad que realiza la vida genérica real del hombre se presenta como «oposición a su vida material».
Naturalmente, en los días tumultuosos de la gran transformación todo está formulado con mayor pathos; con mayor pasión que luego durante el tiempo prosaico de la realización práctica. De estos momentos de entusiasmo parte la superabundancia -desde el Renacimiento reiteradamente. Actualizada – del modelo de la antigua democracia de la polis. No se trata de ninguna extravagancia literaria o intelectual. Fue necesario, dice Marx, a propósito de la Revolución francesa, el heroísmo para darle vida. Sus protagonistas necesitaron ideales, e incluso ilusiones «para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica». Estos momentos de pasión heroica con frecuencia vuelven a identificar, de manera históricamente falsa, las dos grandes formas de democratización – en realidad intrínsecamente antitéticas- pasando negligentemente por alto ante sus contradicciones sociales. Sin embargo, la revolución triunfó e instauró un proceso real en el cual las determinaciones ontológicas de la democracia burguesa se convirtieron en formas dominantes del mundo estatal capitalista. La máscara ideológica arcaica de la polis debió perder toda realidad social. Cuando fue utilizada como medio ideológico, después del triunfo de la revolución, resultó una mentira, una caricatura, un engaño consciente; 1a materialidad económica del democrática ciudadano de la polis que vive y comercia como poseedor de una parcela no podrá nunca más ser restaurada.. Su ser social no tiene nada en común con el sujeto del intercambio de mercancías, con la libertad y la igualdad que lo caracterizan en su práctica: materialmente en la circulación de mercancías, idealmente en su superestructura estatal.
2. Las tendencias necesarias del desarrollo de la democracia burguesa.
Hasta aquí pudimos sólo señalar el principio económico más general que opone a estas dos formas de democracia entre sí. Una estructura no es, contrariamente a lo que hoy dicen las teorías de moda, un principio estático por su naturaleza, es decir no-histórico; sino el fundamento ontológíco y – justamente por esto, ante todo – dinámica desarrollo de toda formación.
Habíamos visto como en la relación necesaria con el desarrollo de las fuerzas productivas terminaba por destruirse la igualdad de los propietarios de parcelas, base económica de la democracia de la polis. Observemos ahora las tendencias dinámicas que la antítesis entre el materialismo de la sociedad burguesa y el idealismo del Estado contiene en sí misma y desarrolla como tendencia del movimiento.
La práctica materialmente orientada del homme de la sociedad burguesa tiene un carácter dinámico universal, posee entonces la tendencia de someter a sus intereses todos los fenómenos de la formación social con los cuales entra en relación. En consonancia con todas las observaciones imparciales de este período, Marx describe el consecuente proceso de acción con el cual el homme de la sociedad capitalista actúa hacia las instituciones de ésta, hacia la superestructura «ideal», en los términos siguientes: «El burgués se comporta ante las instituciones de su régimen como el judío ante la ley: la burla siempre que puede, en todos y cada uno de los casos concretos, pero quiere que todos los demás se atengan a ella y la respeten.»
El hecho en general no constituye desde el punto de vista histórico una novedad. El Estado de toda sociedad es un arma ideológica para combatir los conflictos de clase. Sin embargo, cuando un determinado sector de ciudadanos de la polis, por ejemplo, compra la propiedad de aquellos que se han empobrecido, contribuye a disolver la comunidad parcelaria y, cualquiera sea su intención, de hecho impulsa en la práctica la descomposición de la propia democracia de la polis. Esta conducta que describe Marx, y también otros (pensadores honestos, especialmente escritores), promueve en el plano económico el desarrollo del capitalismo y, al mismo tiempo, adapta la superestructura estatal a las necesidades económicas que se han desarrollado de este modo. La superestructura democrática debe mantener desde el nivel socio-ontológico en general su carácter «ideal», su contenido, cuyas formas de acción se ciñen cada vez más a las necesidades del homme. Que estos contenidos (y las formas de acción que se desprenden de ellos) adquieran una validez social general, representados por grupos económicos importantes, no cambia en nada los principios fundamentales de la cuestión (por lo menos para nuestra perspectiva). Para nosotros importa que los movimientos sociales tengan suficiente fuerza para provocar modificaciones en la base económica, para incidir sobre su relación dinámica-estructural con la superestructura «ideal». Quien intente estudiar tales tendencias en términos no fetichistas, no debe perder de vista que todo movimiento de masas puede ser sólo un tipo particular de síntesis de tales actos prácticos personales. Cuando Marx se remonta a la deformación interior del ser individual en todo comportamiento de este tipo, en el plano del ser adquiere una profunda justificación desde el punto de vista socio-ontológico. Es aquí donde se confirma la exactitud de la comprobación según la cual de este tipo de acciones del genero humano- se deduce la deformación de la generalidad del hombre (en términos individuales inmediatos: de su relación con el prójimo).
Por contradictorio que aparente ser el aspecto lógico-formal o gnoseológico, la actuación social en los términos más puros posibles del «idealismo» de la superestructura es el medio más eficaz para posibilitar la realización sin dificultades de las tendencias materiales-egoístas en la vida social. No es ninguna casualidad que el formalismo abstracto del derecho se haya desarrollado de esta manera y merezca el mayor prestigio en tales condiciones. Tampoco es ninguna casualidad – volviendo a nuestro verdadero problema- que el más perfecto, el más explícito «idealismo» abstracto de las formas de gobierno del Estado, sea el instrumento más apropiado para que se afirmen los intereses egoístas-capitalistas sin dificultad bajo el pretexto de intereses generales, ideales. Resumiendo. cuanto más puro el. parlamentarismo; cuanto más típica la realización central de este idealismo estatal – aparentemente independiente, formalmente autónomo de la vida real de la sociedad -; cuando más llega a ser un instrumento con valor de figurar como un órgano puro de la voluntad ideal del pueblo, tanto más apropiado como instrumento para hacer valer los intereses egoístas de los grupos capitalistas, precisamente bajo la apariencia de una ilimitada libertad e igualdad. Por esto quizás la expresión «apariencia» no sea totalmente exacta. Pues aquí no se realiza simplemente una apariencia de libertad e igualdad, sino precisamente su esencia económica, la que ellas representan en verdad en la circulación capitalista de mercancías.
La lucha para obtener una forma pura de parlamentarismo (por ejemplo, la lucha por el sufragio universal), por su omnipotencia como legisladora y supervisora de la vida de¡ Estado, ocupa en los hechos la vida política a partir de las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII. Sobre una parte de estas luchas, sobre la superación de los restos de la estructura por estamentos, no vale la pena detenernos aquí; pertenecen en la esencial, por lo menos en los países capitalistas desarrollados, al pasado. Nos parece mucho más importante dirigir nuestra atención hacia los pasos decisivos en el intento de organizar una democracia» en el sentido de las grandes revoluciones, resultado de las luchas de masas en las cuales siempre debió emprenderse una corrección democrática» del parlamentarismo «puro» dispuesto. Los demócratas plebeyamente radica- les cuyas masas sirvieron en el ejército de Cromwell en la época de la Revolución inglesa, los revolucionarios plebeyos de las secciones parisinas, presionaron sobre el parlamento cuando fue necesario dispersarlo o diezmarlo para crear órganos que estuvieran en condiciones de expresar los verdaderos intereses del pueblo trabajador. Recién la «Gloriosa Revolución» en Inglaterra y el régimen de Luis-Felipe más tarde en la Tercera República Francesa fueron capaces de impedir tales intromisiones «no deseadas» y de asegurarle al parlamento esa libertad e igualdad formal que se correspondía con los intereses de los grupos capitalistas dominantes. No debemos nunca olvidar que en épocas de crisis – basta pensar en el affaire Dreyfuss – surgen en el horizonte político, desde luego ahora ya atenuadas, las posibilidades de correcciones plebeyo-democráticas. De hecho, en la teoría política del siglo XIX aparece continuamente la oposición entre el democratismo consolidado en el pueblo y el liberalismo parlamentario. No necesitamos destacarlo: con el triunfo prácticamente indiscutible del segundo.
Wolfgang Harich
¿Comunismo sin crecimiento? Babeuf y el club de Roma
Harich, comunista crítico en la RDA ( estuvo ocho años en la cárcel estalinista entre el 56 y el 64), publicó en occidente este libro de entrevistas el año 1975. Como escribiera Manuel Sacristán en la presentación de la edición española del libro ( ed. Materiales, Barcelona 1978) : «Él se caracteriza por poner en el centro de una revisión marxista revolucionaria el problema ecológico, el problema de la relación hombre naturaleza: ‘(…) nada hay más conforme a la época’ dice Harich en su entrevista al Extra-Dients (1977), ‘que ese lema de Rousseau. ¿Vuelta a la naturaleza ! Aunque hay que puntualizar que Rousseau no fue un romántica pasadista, sino un eminente pensador revolucionario, por lo que en realidad, ese lema debería transformarse, para permanecer fiel a su sentido, así: ¡Adelante a la naturaleza!’. Harich piensa que las fuerzas productivas materiales han alcanzado un estadio de desarrollo que ya no se puede rebasar sin consecuencias destructivas irreparables, de modo que ‘a partir de ahora el proceso de acumulación de capital choca con el límite último, absoluto, detrás del cual están ya al acecho los demonios de la aniquilación de la vida, de la autoaniquilación de toda vida humana». Publicamos a continuación un extracto de las cartas de Harich a Freimut Duve sobre la figura de Babeuf que sirve a nuestro autor como plataforma desde la que reformular el sistema de necesidades humanas que se esconde detrás de cada sistema económico.
«Berlín 3 de mayo de 1975
¿Quién fue Babeuf? Es fácil saberlo recurriendo a cualquier diccionario enciclopédico. Acerca del «babeufismo» como doctrina puede uno enterarse de la mejor manera por el Más reciente Phílosophísches Wörterbuch de la RDA, en dos tomos, editado por Manfred Burh y Georg Kiaus, Berlín 1974. Ilia Ehrenburg y Ferdinand May han escrito novelas históricas sobre la «conspiración de los iguales» de Babeuf, de 1795/96, utilizando en ambos casos las memorias de su amigo Filippo Buonarotti. En Wagenbach, Berlín Occidental, aparecerá próximamente un libro que trata tanto de las afinidades como de las diferencias entre Babeuf y Marx en relación con sus principios de organización y su táctica política. En estas condiciones me parece aconsejable dejar al margen todos los datos históricos acerca de Babeuf que yo pensaba exponer en el marco de la séptima entrevista y limitarme a unas breves observaciones.
Babeuf intentó aportar, desde el principio, a la revolución francesa, tanto a su ideología como a su realización histórica, un concepto del comunismo agrario aprendido de Morelly, que era entonces prematuro y que, por tanto, estaba condenado al fracaso. Babeuf perteneció presumiblemente a la oposición de extrema izquierda a Robespierre; pero tras la caída de éste, en 1794, se sumó pronto a los perseguidos partidarios de Robespierre que hicieron retroceder el 9 de Termidor y que, contra la resistencia de la gran burguesía victoriosa, intentaron restablecer la democracia jacobina de 1793, es decir, la dictadura de la Convención dominada por el Comité de Salud Pública. Encerrados en prisión, los más decididos partidarios de este empeño se dieron cuenta de que había que movilizar y organizar a su favor a las capas populares más pobres y hambrientas y, en estas condiciones, el también prisionero Babeuf ganó sobre ellos, con sus amplios ideales comunistas, una gran influencia. El motivo: la dictadura de los jacobinos había fracasado por la contradicción que suponía proclamar, de un lado, la propiedad privada como un derecho humano inalienable e intentar, de otro lado, suprimir su consecuencia directa, la búsqueda capitalista del enriquecimiento individual, mediante decretos de prohibición y el terror. Con la exigencia de la prohibición de toda propiedad privada, Babeuf ofrecía la fórmula que prometía superar este dilema.
Parece que en aquel momento los republicanos puros, los herederos de Robespierre, Saint-Just y Marat, veían mayoritariamente en las consignas comunistas un simple medio para ganarse a las masas miserables, mientras que, por el contrario, Babeuf y sus fieles aspiraban a la vuelta a la constitución democrática de 1793 únicamente como punto de partida de un poder político orientado a la transformación gradual de las relaciones de propiedad con la meta final del comunismo. Las relaciones entre ambos grupos parecen haber sido, no obstante, más bien fluidas y, en cualquier caso, contaban como elemento de unión con la oposición común a los termidorianos, al Directorio de la gran burguesía, al que inmediatamente después de la amnistía conseguida en 1795 se empezó a combatir con intensidad y con un notable empuje de masas.
A la represión de sus actividades legales, Babeuf y sus camaradas respondieron con el paso a la lucha ilegal. Así se constituyó la «conspiración de los iguales». El levantamiento popular general que preparaban no se llevó, sin embargo, a cabo. Un traidor de entre sus propias filas entregó el plan del levantamiento al gobierno del Directorio, que hizo detener inmediatamente a las cabezas de la conspiración. Después de un largo proceso, Babeuf y algunos de sus más estrechos colaboradores en la conspiración fueron ejecutados en 1797, en tanto que los demás acusados fueron, en parte, deportados y, en parte, dejados en libertad por falta de pruebas.
Uno de los deportados era Buonarotti. Años después escribió, basándose en sus recuerdos, un libro acerca de la historia y la doctrina de la conspiración de Babeuf. Publicado en 1828 en Bruselas, al principio mereció escasa atención, pero a partir de mediados de los años treinta encontró una gran audiencia en el joven movimiento obrero francés en proceso de formación cuando éste estaba empezando a dejar de ir a remolque de la oposición republicana – pequeñoburguesa – a la monarquía de julio, así como entre los cartistas ingleses. Si la ejecución de Babeuf eliminó, por tanto, el último obstáculo revolucionario-plebeyo en el camino del despliegue del capitalismo en el continente europeo, cuatro decenios más tarde, el renacimiento temporal de sus ideas, con la mediación del viejo Buonarotti, inició la independización de la moderna lucha de clases proletaria, su emancipación política con respecto a la tutela liberal. Así pues, Babeuf está como precursor más cerca del marxismo que el socialismo utópico estrictamente burgués (Saint-Simon, Fourier), aun cuando siga siendo verdad que éste, por su riqueza de ideas, estimuló en una medida mucho mayor a Marx y Engels que el primitivo patrimonio ideológico que Buonarotti podía ofrecerles.
Berlín, 4 de mayo 1975.
Sólo esto con respecto a Babeuf. Volvamos ahora a la primera «herejía» que usted, Señor Duve, cree ver en mí. En nuestra última conversación me puso frente a ese pasaje del Manifiesto Comunista donde Marx y Engels acusan al comunismo de Babeuf de ser «por su contenido, necesariamente reaccionario», pues predica «un ascetismo general y un tosco igualitarismo». A esto adjuntaba usted la observación de que quien, como yo, enarbola la consigna de «¡Vuelta a Babeuf!» es imposible que pretenda al mismo tiempo aparecer como un marxista ortodoxo.
En principio debo decirle que se pueden encontrar otros pasajes de Marx y Engels en los que hay valoraciones muy positivas acerca de Babeuf. En él, dicen en una ocasión, el comunismo «aparece por primera vez como expresión de un partido comunista auténticamente en acción». En Babeuf ven a alguien que apoyándose en la experiencia práctica de la lucha popular, revolucionaria, se dio cuenta de que «con la eliminación de la cuestión social de la aristocracia y con la república no venía a solucionarse ninguna «cuestión social» en el sentido del proletariado.» No obstante, no quiero extenderme con estas y similares citas. Para ir al núcleo del problema, hay que centrarse en otro punto.
La historia europea de las ideas incluye una línea en la tradición del pensamiento social que es, en última instancia, de origen gran-burgués. Se trata de una línea que lleva de Voltaire, pasando por Condorcet, a Saint-Simon, y de éste y sus partidarios (Heine entre ellos) al marxismo. Se caracteriza esta tradición por una actitud favorable y afirmativa con respecto al progreso y ha estado en todo momento tan estrechamente ligada al ascenso de la producción industrial, a la que refleja, que incluso antes de la aparición de Marx y Engels empezó en parte a modificar, y en parte a sustituir por completo, el legado de Babeuf entre los trabajadores con consciencia de clase a medida que éstos se entendían a sí mismos como proletariado industrial moderno. Pienso, a este respecto, en la resonancia de la utopía de Cabet, en neobabeufistas como Dézamy y, por lo que a Alemania se refiere, en Weitling.
La herencia de ideas utópico-socialistas que arrancan de aquí fue primero reelaborada críticamente por Marx y Engels, que las sintetizaron luego con las aportaciones racionales de la historiografía de la época de la Restauración, de la dialéctica hegeliana, del materialismo de Feuerbach, de las teorías de la economía política inglesa clásica (Smith, Ricardo). E hicieron bien dándole a todo esto la primacía. Porque la industrialización estaba en aquella época a la orden del día, estaba «en su momento» y se trataba de asegurar al proletariado, en tanto que productor de los logros que había que agradecer a aquélla, al menos una parte de sus bendiciones. De permanecer condenado al ascetismo babeufiano, el proletariado hubiera quedado atenazado en su miseria y en su penuria en vez de haber enviado, como Babeuf quería, a los ricos al diablo, tarea para la que en el siglo XIX faltaban aún todas las precondiciones.
Lo que ahora estamos viviendo, sin embargo, es, simplemente, que el progreso industrial, tanto en condiciones socialistas, como, sobre todo, en condiciones capitalistas, choca con barreras naturales inesquivables, lo que hace que el dominio de la línea de tradición volteriana en el marxismo, o al menos eso afirmo yo, deje de resultar conforme a las exigencias de la época. Y si en este contexto recuerdo a Babeuf es porque quiero verle reivindicado como el primer adepto del Jean-Jacques Rousseau joven de orientación comunista, de quien, en mi opinión, parte otra línea de tradición que va a ser en el futura de más importancia para el marxismo que la de Voltaire, Condorcet y Saint-Simon. Es de origen preindustrial, campesino-pequeñoburquesa y desde un principio radical-democrática, pero democrática no en el sentido del sistema político pluralista de la burguesía, sino en el sentido del – altamente autoritario, extremadamente dictatorial – jacobinismo. Jacobinismo en relación con el cual acaso no convenga olvidar que su más glorioso representante, Robespierre, exactamente igual que su continuador comunista Babeuf, figuraba entre los más entusiastas roussonianos.
Rousseau era el gran antípoda de Voltaire. Y ¿por qué lo era? Podemos encontrar la respuesta en el Diccionario filosófico de Voltaire, donde se rechaza la filosofía de Rousseau afirmando de ella que es la de «un paria miserable cuyo deseo es que todos los ricos sean desvalijados por los pobres para que la unión fraternal de los hombres se realice más fácilmente.» Dado que el antagonismo de clase, articulado en este veredicto, es el núcleo del conflicto entre los dos grandes pensadores – como ocurre de hecho -, el marxismo, por mucho que reconozca la función históricamente progresiva de la riqueza burguesa en el siglo XVIII, no puede tomar abiertamente partido, aunque solo sea por su bien conocida preferencia por los «parias miserables», por Voltaire contra Rousseau. Aunque tan lejos nunca ha llegado a ir, desde luego.
Ni siquiera en la valoración de la – aparentemente tan reaccionaria – crítica roussoniana de la civilización. Sobre ésta Voltaire le escribió en 1755 a Rousseau, con referencia al ejemplar dedicado que éste le había enviado de¡ Tratado acerca del origen y del fundamento de la desigualdad entre los hombres: «Leyéndolo dan ganas de andar a cuatro patas. Sin embargo, dado que hace ya 60 años que abandoné este hábito, me es, por desgracia, imposible recuperarlo de nuevo, por lo que dejo esta postura tan natural a hombres que sean más aptos para ella que usted y que yo.» Es una invectiva humorística contra la «vuelta a la naturaleza» roussoniana. Otros ilustrados interpretaban la misma consigna como si se tratara de la recomendación de que los hombres volvieran a alimentarse, como los jabalíes, de raíces y bellotas. Al igual que Voltaire, sin embargo, estaban en un error y hay que decir que le corresponde a la filosofía clásica alemana, lo mismo que al marxismo, que adoptó como punto de partida la plenitud de ésta en manos de Hegel y Feuerbach, el honor de haber penetrado con mayor profundidad en este punto. Con otras palabras, que sin perjuicio de sus muy fuertes afinidades con la tradición favorable a la civilización de raíz volteriana, no compartían aquella mala interpretación de las auténticas intenciones de Rousseau. Lo cual, creo yo, capacita nuevamente, cuando no fuerza, a los marxistas de hay a relativizar también el juicio que se emite en el Manifiesto Comunista acerca de un Babeuf en la línea de Rousseau.
En una época en que con la eliminación del feudalismo estaba a la orden del día de la historia el dominio de la gran burguesía, Rousseau dio imperturbablemente expresión a los intereses de las capas populares pequeño-burquesas y plebeyas. Para él, por tanto, resultaba inaceptable la idea de un progreso uniforme, lineal, mejorador y favorecedor de la sociedad en su conjunto. La historia mundial le demostraba que la masa de los pobres había sido siempre oprimida por los ricos y poderosos. De aquí concluía que el proceso de la civilización sólo resultaba beneficioso a quienes poseyeran la suficiente riqueza como para estar en condiciones de apropiarse de los bienes materiales y espirituales en aumento y que esto, por las desigualdades no naturales que persistirían, tenía necesariamente que llevar a la difusión de la depravación moral de toda la sociedad. Así se conjugaba en él el postulado democrático-plebeyo de igualdad con la crítica a la civilización, de resonancias conservadoras, inherentes a la ,,vuelta a la naturaleza». Sin embargo, Rousseau no entendía por ese regreso, en absoluto, tal como le imputaban los volterianos, la vuelta de¡ hombre a alimentarse de bellotas y a desplazarse a cuatro patas. Rousseau pensaba algo distinto, algo que, bien mirado, tendría que relacionarse más bien con esta fórmula: «adelante hacia la naturaleza «‘ Lo que él vislumbraba era una cultura que con sus medios – de los que ya no podía hacerse abstracción en la historia- restableciera a un nivel superior el estado natural de igualdad entre los hombres, su vida armónica en común, su felicidad en ello basada, su común sensibilidad moral. Y sus escritos tendían a darle esta clase de orientación tanto al desarrollo de¡ todo social como al del individuo.
El primer pensador que comprendió esto fue Kant. Rousseau quería, escribe Kant en 1786, «resolver el difícil problema de cómo tiene que proceder la cultura para desarrollar las potencialidades y disposiciones de la humanidad, en tanto que moral, de forma coherente con su determinación, de tal modo que ésta no se oponga ya a aquélla en tanto que especie natural.» En 1794 Fichte adoptó análoga posición en relación con el empeño de Rousseau. Para Rousseau, subrayaba, el «regreso» era en realidad «avance»: «Para él ese abandonado estado natural es la meta última a la que ha de proyectarse finalmente la humanidad ahora depravada y deformada. Procede a hacer precisamente lo que nosotros hacemos: trabaja para conformar ulteriormente a la humanidad a su manera y para fomentar su avance en dirección a su meta suprema.» Esto se dice en el escrito de Fichte Über díe Bestímmung des Gelehrten. Y la filosofía de la historia propia de Fichte, expuesta en los Grundzügen des gegenwártigen Zeitalters (1806) representa un intento único de traducir la herencia intelectual así entendida de Rousseau en su dimensión histórico-universal. La historia mundial enlaza, según este texto, con un estado natural paradisíaco y armónico en el que la razón, aún sin comprenderse a sí misma, domina necesariamente como un impulso ciego. De aquí se pasa a una segunda época en la que la autoconsciencia inicial del individuo choca con la ley de la totalidad como si se tratase de un imperativo externo, pero al que aún se somete. Posteriormente, ambos entran en conflicto y se llega al rechazo, por parte del individuo, de toda autoridad. La razón parece perdida. Su ciego dominio ya se ha truncado; ya no reconocerá a ningún poder externo; sin embargo, aún no se ha alcanzado su dominio consciente querido y aceptado de modo universal. La humanidad vive en el «estadio de pecaminosidad consumada». Y solo a partir de él puede, con lo que se cierra el proceso, pasar la era del «arte de la razón» en la que nuevamente se recobra la armonía inicial, pero recuperada a través de la libertad, en tanto que obra consciente de los hombres, los cuales determinan de manera creadora y autónoma su vida de acuerdo con sus eternos fines naturales.
(…)»
Henri Guillemin
¡Los pobres a callar!
Durante la celebración del segundo centenario de la revolución francesa (1989), frente a la operación revisionista algunos historiadores reaccionaron en clave de defender los aspectos sociales de aquella revolución y la necesaria continuidad entre cualquier pensamiento emancipador y aspectos de la obra revolucionaria sobre todo del 73 al 75. Uno de ellos, fue Henri Guillemin. Reproducimos aquí el prólogo de su obra ( «¡ Los pobres a callar!», Grijalbo Mondadori, Barcelona 1997), que consciente y acertadamente se autocalifica de libelo.
«Había pensado en Elogio de los vencidos. Pero para entender este título había que leer antes este breve escrito.- ¿los «vencidos» ? Los que fueron liquidados el 9 de termidor, en la más bonita fiesta de la guillotina, ciento diez cabezas cortadas en cuarenta y ocho horas, el 10 y el 11. Los que habían creído en la Revolución, una revolución que no sólo cambiaría las estructuras, sino que ante todo y sobre todo modificaría la concepción humana de la vida, del uso de los días. Inmediatamente apareció, límpido, este título: ¡Los pobres, a callar!
Dos razones me han como empujado por detrás para dictarme este… ¿qué? dicho en plan pedante, este compendio de los sucesos que se desarrollaron en Francia de 1789 a 1799, este «resumen didáctico» de la Revolución. Primer móvil: el estado violento de «insoportación» (el neologismo es de Flaubert) en que me ha sumido la ostentación estridente y perentoria de una doctrina según la cual la Revolución, por un lado, se diluye a lo largo de cerca de un siglo, y por otro – ahí está el gran invento- «pierde el control» (esa es la palabra clave, la contraseña, la marca del iniciado), pierde el control, sí, muy deprisa. Desde la Legislativa el mal está hecho; dicho de otra forma, lo sensato habría sido un gobierno al estilo Luis Felipe. De modo que la República es el resultado de un patinazo. No está mal para el bicentenario. Original, en todo caso.
El otro móvil que se ha apoderado de mi bolígrafo para darle fiebre es el asunto de la propiedad, demasiado olvidado, creo yo, en los relatos y comentarios al uso sobre la Revolución. Lo que hay que saber, porque es fundamental, es que a partir de la reunión de los Estados Generales cundió el pánico entre les honnétes gens, la «gente honrada», fórmula que debemos, creo, a La Fayette; gente honrada = gente de bien, gente que «tiene bien», bienes, dicho de otra forma, los propietarios, frente a los que fueron excluidos del derecho a voto y de la guardia nacional ,los no propietarios, la «gente de nada» ( gens de rien). Robespierre fue de los pocos – de los poquísimos – revolucionarios que pretendieron crear una «conciencia de clase» entre los explotados ( del campo y de la ciudad). No lo consiguió. Demasiado pronto. Esperemos a la expansión industrial del siglo posterior y a las concentraciones de proletarios. En cambio, entre la gente de bien, vaya si está ahí, desde el 89, la conciencia de clase, viva, os lo aseguro, lúcida, asustada, agresiva. Basta con ver y escuchar a Madame de Stäel, a Sièyes, a Barnave y a otros muchos. Y todo giró en torno a este asunto, con el pavor (creciente durante cinco años) de «los que tienen» en presencia de «los que no tienen», y a los que a toda costa ( y constantemente) hay que vigilar y contener, primero con un despliegue amenazador de fuerza el 14 de julio de 1790, y luego con un uso crepitante y persuasivo, el 17 de julio de 1791.
Las tres asambleas que gobernaron hasta el Directorio, La Nacional, la legislativa y la convención todas ellas- también la Convención- estuvieron formadas por propietarios. La primera, al día siguiente de los disturbios rurales de julio de 1789, tuvo buen cuidado de dotar a la Propiedad de un atributo inédito, reforzado, solemne. Y podremos admirar a Danton, que el día en que la Convención celebró su primera sesión aportó un adverbio inesperado y grandioso en apoyo de la fortuna adquirida. Odioso, intolerable ese Robespierre que en abril de 1793 osó proponer un límite oficial al derecho a la propiedad. Estaba loco, era un malhechor un «anarquista».
Por fin, el 9 de termidor, la «gente honrada» respiró aliviada. ¡Que liberación! En el Comité de Salvación Pública habían llegado a intervenir en el orden económico -estableciendo un «máximo» para el precio de los artículos en otoño del 93-, cuando el dogma de los girondinos implicaba una abstención rigurosa, absoluta , del estado en este terreno. Fue la Convención -si, la misma-, mostrando su verdadero rostro después de quitarse la máscara que se había puesto por miedo a los robespierristas, la que aclamó a Boissy d’ Anglas cuando expuso en la tribuna esta verdad fundamental: «Un país gobernado por los propietarios está en el orden natural».
Pero la rectificación de termidor era imperfecta, insuficiente. Subsistía el principio republicano, esencialmente temible en sí mismo. Brumario cerró el paréntesis siniestro abierto por el 10 de agosto de 1792 y el sufragio universal. Se acabaron las elecciones «del todo» y la república, Necker y sus amigos banqueros recuperaron la dicha y la beatitud. La «gente de nada» ¡chitón!, y de una vez por todas.
E.J. Hobsbawn
Los ecos de la marsellesa
El historiador británico escribió su trascendental obra en 1989, ampliando los textos de unas conferencias que dio en la Rutgers University de New Brunswick. El libro constituye un interesante ensayo sobre las repercusiones políticas de la revolución francesa a lo largo de dos siglos, así como sobre la evolución de la historiografía revolucionaria. Por su interés, publicamos aquí un extracto de su último capítulo titulado «Sobrevivir al revisionismo, sin notas a pie de página. Insistimos en la importancia de la lectura completa de esta obra que hallaremos en Editorial Crítica, Barcelona 1992.
» (…) En resumen, el revisionismo sobre la historia de la Revolución francesa no es más que un aspecto de un revisionismo mucho más amplio sobre el proceso del desarrollo occidental (y luego global) hacia, y en, la era del capitalismo. No afecta sólo a la interpretación marxista, sino a la mayoría de interpretaciones históricas de estos procesos, pues a la luz de los extraordinarios cambios que han transformado el mundo desde el final de la segunda guerra mundial, todos parecen defender la necesidad de reflexionar. No existe un precedente histórico de cambios tan rápidos, profundos y (en términos socioeconómicos) revolucionarios en un período tan breve. Muchas cosas que al principio pasaron inadvertidas se hicieron patentes a la luz de esta experiencia contemporánea. Muchas cosas que se dieron por sentadas aparecen cuestionadas. Además, no sólo los orígenes históricos y el desarrollo de la sociedad moderna requieren ciertas reconsideraciones, sino que encontrarnos en idéntica situación a los mismísimos objetivos de di- chas sociedades, los cuales vienen siendo aceptados desde el siglo XVIII por todos los regímenes modernos, capitalistas y (desde 1917) socialistas, a saber, el progreso tecnológico y el crecimiento económico ilimitados. Los debates sobre lo que tradicionalmente (y legítimamente) se ha considerado el episodio capital del desarrollo del mundo moderno, que constituye uno de sus hitos más destacado, deben situarse en el contexto más amplio del final del siglo xx, reconsiderando su pasado y su futuro en el contexto de la transformación del mundo. Mas la Revolución francesa no debería convertirse retrospectivamente en la cabeza de turco que justifique nuestra incapacidad para comprender el presente.
Con revisionismo o sin él, no olvidemos lo que resultaba obvio para todas las personas con una educación en el siglo XIX y que todavía sigue siéndolo: la relevancia de la Revolución. El mismo hecho de que doscientos años después siga siendo objeto de apasionados debates políticos e ideológicos, tanto académicos como públicos, lo demuestra. Uno no pierde los estribos ante cuestiones muertas. En su segundo centenario, la Revolución francesa no ha derivado en una especie de celebración nacional a lo «Happy Birthday to You» (cumpleaños feliz) como ha sucedido con el Bicentenario de los Estados Unidos, ni en una mera excusa para el turismo. Además, el bicentenario fue un acontecimiento que trascendió lo puramente francés. En una gran parte del mundo los medios de comunicación, de la prensa a la televisión, le dieron un grado de preeminencia que casi nunca se otorga a los acontecimientos relativos a un solo país extranjero, y en una parte todavía mayor del mundo los académicos le concedieron un trato de cinco estrellas. Unos y otros conmemoraron la Revolución con el convencimiento de que era relevante para la realidad contemporánea.
Sin duda, la Revolución francesa fue un conjunto de acontecimientos suficientemente poderoso y universal en su impacto como para transformar permanentemente aspectos importantes del mundo y para presentar, o al menos dar nombre, a las fuerzas que continúan transformándolo.
Incluso si dejamos Francia aparte, cuya estructura legal, administrativa y educativa sigue siendo en esencia la que le legó la Revolución que estableció y dio nombre a los departamentos donde viven los franceses, siguen siendo numerosos los cambios permanentes cuyo origen se remonta a la Revolución. La mitad de los sistemas legales del mundo se basan en el código legal cuyas bases sentó. Países tan alejados de 1789 como el Irán fundamentalista son básicamente estados nacionales territoriales estructurados según el modelo que la Revolución trajo al mundo junto a gran parte del vocabulario político moderno. Todos los científicos del mundo, y fuera de los Estados Unidos todos los lectores de este libro, siguen pagando un tributo cotidiano a la Revolución al utilizar el sistema métrico que ésta inventó y propagó. Más concretamente, la Revolución francesa devino parte de las historias nacionales de grandes zonas de Europa, América e incluso Oriente Medio, a través del impacto directo sobre sus territorios y regímenes (por no mencionar los modelos ideológicos y políticos que se derivaron de ella, ni la inspiración o el terror que suscitaba su ejemplo). ¿Quién podría comprender la historia de, por ejemplo, Alemania a partir de 1789 sin ella? De hecho, ¿quién podría entender algo de la historia del siglo XIX sin ella?
Por otra parte, si algunos de los modelos establecidos por la Revolución francesa ya no tienen mucho interés práctico, por ejemplo la revolución burguesa (aunque no sería acertado decir lo mismo de otros, como el estado territorial de ciudadanos o el «estado-nación»), otras de sus innovaciones mantienen su potencial político. La Revolución francesa hizo ver a los pueblos que su acción podía cambiar la historia, y de paso les ofreció el eslogan más poderoso jamás formulado dada la política de democracia y gente común que inauguró: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Este efecto histórico de la Revolución no lo desmiente la demostración de que (salvo momentáneamente) es probable que la mayoría de hombres y mujeres franceses no estuvieran implicados en la Revolución, permaneciendo inactivos y, a veces, incluso hostiles; ni de que la mayoría de ellos no fuesen jacohinos entusiastas; o de que la Revolución francesa viera mucho gobierno «en nombre del pueblo» pero muy poco gobierno del pueblo, caso que se da en la mayoría de los demás regímenes a partir de 1789; o de que sus líderes tendían a identificar «el pueblo» con la gente «bienpensante», como también es el caso en algunos otros. La Revolución francesa demostró el poder de la gente corriente de un modo que ningún gobierno posterior se ha permitido a sí mismo olvidar (aunque sólo sea en la forma de ejércitos de reclutas improvisados y mal adiestrados que derrotaron a las mejores y más experimentadas tropas de los antiguos regímenes).
De hecho, la paradoja del revisionismo es que pretende disminuir la significancia histórica y la capacidad de transformación de la revolución, cuyo extraordinario y duradero impacto es totalmente evidente y sólo puede pasar desapercibido mediante la combinación del provincianismo intelectual y el uso de anteojeras, o debido a la miopía monográfica que es la enfermedad profesional de la investigación especializada en archivos históricos.
El poder de pueblo, que no es lo mismo que la versión domesticada de éste expresada en elecciones periódicas mediante sufragio universal, se ve en pocas ocasiones, y se ejerce en menos. Cuando se da, como sucedió en varios continentes y ocasiones en el año del bicentenario de la Revolución francesa (cuando transformó los países de la Europa del Este), es un espectáculo impresionante y sobrecogedor. En ninguna revolución anterior a 1789 fue tan evidente, tan inmediatamente efectivo ni tan decisivo. Fue lo que hizo que la Revolución francesa fuese una revolución. Por eso no puede haber revisionismo alguno sobre el hecho de que «hasta principios del verano de 1789, el conflicto entre «aristócratas» y «patriotas» en la Asamblea Nacional se pareció al tipo de lucha sobre una constitución que sacudió a la mayoría de países europeos a partir de mediados de siglo … Cuando la gente corriente intervino en julio y agosto de 1789, transformó el conflicto entre elites en algo bastante distinto», aunque sólo fuese porque provocó, en cuestión de semanas, el colapso entre el poder y la administración estatales y el poder de la clase rural dirigente. Esto es lo que confirió a la Declaración de los Derechos del Hombre una resonancia internacional mucho mayor de la que tuvieron los modelos norteamericanos que la inspiraron; lo que hizo que las innovaciones de Francia (incluido su nuevo vocabulario político) fuesen aceptadas más rápidamente en el exterior; lo que creó sus ambigüedades y conflictos; y lo que la convirtió en el acontecimiento épico, terrible, espectacular y apocalíptico que le confirió su singularidad, a la vez horripilante e inspiradora.
Esto es lo que hizo que los hombres y mujeres pensaran en ella como «la más terrible y trascendental serie de acontecimientos de toda la historia». Es lo que hizo que Carlyle escribiera: «Para mí, a menudo es como si la verdadera Historia (esa cosa imposible a la que me refiero cuando digo Historia) de la Revolución francesa fuese el gran Poema de nuestro Tiempo, como si el hombre que podría escribir la verdad sobre ella valiera tanto como todos los demás escritores y rapsodas juntos». Y esto es lo que hace que carezca de sentido que un historiador seleccione las partes de ese gran trastorno que merecen ser conmemoradas y las que deberían rechazarse. La Revolución que llegó a ser «el punto de partida de la historia del siglo XIX» no es este o aquel episodio entre 1789 y 1815, sino el conjunto de todos ellos.
Afortunadamente, sigue viva. Pues la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, junto con los valores de la razón y la Ilustración (aquellos sobre los que se ha construido la civilización moderna desde los días de la Revolución norteamericana) son más necesarios que nunca cuando el irracionalismo, la religión fundamentalista, el oscurantismo y la barbarie están ganando terreno otra vez. De modo que bueno es que en el año del bicentenario hayamos tenido ocasión de pensar de nuevo sobre los extraordinarios acontecimientos históricos que transformaron el mundo hace dos siglos. Que sea para bien».
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