Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Manuel Sacristán: un marxista socrático

 Félix Ovejero Lucas 

I. Tres maneras de hacer filosofía

Sin excesivas simplificaciones se puede hablar de tres modos de hacer filosofía. Si se me permite, para entendernos, ponerles etiquetas “nacionales”, los podríamos llamar: el alemán, el anglosajón y el griego. Es inútil insistir en que no hay que tomarse muy en serio esas etiquetas geográficas: el pensamiento no tiene patria. No hay una manera “catalana”  o “española” de pensar como no hubo una  manera “alemana” de pensar. Y si en alguna ocasión algún historiador de las ideas se refiere a la “filosofía alemana” antes que aludir a unos rasgos que tengan que ver con la genética o con las “esencias nacionales”, remite a un conjunto de problemas, más o menos precisados, que ese es ya otro cantar- que ocuparon a una estela de autores que hicieron filosofía en Europa en los entornos y las estelas de la Revolución Francesa y que por obvias razones de facilidad comunicativa, o de dificultad, para ser exactos, quedan enmarcados a un espacio geográfico.  En el siglo XX, la ausencia de nacionalidad adquiere un sentido más radical. No sólo es que los procedimientos y los problemas sean de todos, sino que también los foros están abiertos a cualquiera que tenga algo que decir. Hoy hablar de filosofía alemana empieza a ser tan poco sensato como hablar de física alemana y sus cultivadores, si se dan, serán, por lo general, dinosaurios intelectuales atentos a prebendas locales. La elección del “aislacionismo” es, desde hace tiempo, la elección de la ignorancia. Y, también, y por lo mismo, una elección moral, o mejor, inmoral. Lo que se da en llamar “filosofía francesa” –no la filosofía practicada por muchos filósofos franceses- es un ejemplo patético.

De modo que las etiquetas nacionales me sirven aquí tan sólo como un modo económico de remitir a problemas y maneras de hacer que han ocupado a los filósofos en distintos momentos de la historia. El primero, el “alemán”, es el filósofo en el sentido más clásico-especulativo: el filósofo poseedor de un SISTEMA, así, sin concesiones y con mayúsculas.  Sistema que incluye o debería incluir, jerarquizadas de algún modo, pocas veces precisado, una metafísica, una estética, una ética y una epistemología.  Además, se supone una coherencia entre esos géneros, todos ellos expresión del sistema que, de ese modo,  se proyectaría en cada uno de ellos. El tipo de preguntas qué se hace “el filósofo alemán” es de largo aliento, del tipo “qué es el ser”, “cómo es posible la experiencia”. En la respuestas, por lo general, se hace uso de un lenguaje más o menos autorreferencial, que parte de las intuiciones, de la experiencia común de todos, no mediada “por las abstracciones” de la ciencia, para, mediante inferencias comedidamente arbitrarias, plagadas de supuestos implícitos, derivar la explicación desde unos principios generales, los principios del Sistema. El sistema, que puede prescindir del conocimiento científico, sin embargo, se muestra en condiciones de responder a todas las preguntas. Aunque, en el mejor de los casos, los términos de su andamiaje léxico se iluminan mutuamente, sin jerarquías conceptuales, como las piezas de un rompecabezas,  el sistema parece entenderse como una suerte de conjunto axiomático, nunca formulado con claridad, capaz de generar “teoremas” en cualquier dominio. Sucede que, como los principios nunca son claros y distintos, se acaban por confundir con sus creadores.  Para resolver el problema P parece que antes que hablar de las teorías T de X sobre P, teorías nunca definitivamente claras, hay que hablar con X.  De hecho, no es imposible que los cultivadores (porque este genero propicia los feligreses) se pregunten “que pensaría o que piensa X de P”, donde X es el pensador en cuestión y P  puede ser cualquier cosa, desde la mecánica cuántica hasta el Holocausto. No resulta exagerado comparar estas maneras de hacer con una religión, al menos, con las que nos resultan más próximas. Un sistema de esa naturaleza está mas allá de las posibilidades computacionales de cualquier cerebro humano. El criterio de avance es geológico: hay que averiguar que es lo que “realmente” piensa X, cual es el sentido más profundo de su sistema, que, de hecho, vienen a ser sus “intenciones últimas”. El procedimiento de trabajo habitual es hermenéutico, casi psicológico: hay de “interpretar” lo que el autor-Dios “realmente quería decir cuando dijo lo que dijo”. Repárese que si el sistema fuera parecido a una genuina teoría, este problema no existiría: simplemente habría que ver si lo que se discute es compatible, consistente o no, o ajeno, al sistema axiomático. Cuando hay que preguntar al teórico que es lo que piensa, es que la teoría no dice mucho. Si existe el sistema, el filósofo resulta innecesario. Si hay que llamar al filósofo, es que no hay sistema. En sus versiones dignas, este género está cultivado por pulcros historiadores de las ideas que se ocupan de filósofos muertos, en labores de corrección y pulimentado léxico, inventariando ambigüedades e intuiciones. En las otras, propicia en filósofo charlatán que, ante el laconismo de su teoría, está siempre presto a acudir a cualquier entrevista a “resolver” en persona el problema de la falta de elocuencia del sistema. Cuando el filósofo es un contemporáneo, lo mejor es invitarlo a dar una charla. Si ya no está entre los vivos,  parece que el único criterio para resolver las disputas sería una suerte de médium que consiguiera obviar las dificultades. Bromas aparte, los intentos de resolver con “citas” los problemas contemporáneos, participan de pareja actitud mental.

El segundo tipo de filosofar, el que he llamado “anglosajón”, es el más contemporáneo. Por dos razones. En primer lugar, porque no se entiende sin la existencia de una comunidad investigadora internacional que, al modo de las comunidades científicas, trabaja sobre una serie de problemas compartidos, perfilados,  y discute en unos foros (congresos, revistas) sobre esos problemas. En segundo lugar, porque ha estado asociado a la tradición analítica, el producto filosófico más genuino del siglo XX. No cuesta entender esa circunstancia conociendo su programa. Una vez la filosofía “decide”  –que de eso va la filosofía analítica– abandonar “sus” problemas para concentrarse en el análisis de los diversos tipos de lenguajes (empíricos, normativos, artísticos), mal que bien, empieza a disponer de algún tipo de tribunal con el que tasar sus quehaceres. Se puede reconocer, por ejemplo, si cierto modelo de explicación es que se utiliza en física o si el predicado “bueno” se usa de cierta manera.

No ha de extrañar que en este caso la idea de progreso se parezca más al progreso científico, al menos en lo que, desde Kuhn, se ha dado en llamar periodos de “ciencia normal”, esto es, cuando se comparten las preguntas y las maneras de abordar las respuestas: un proceder geográfico, una investigación que avanza a partir de los resultados de los trabajos más recientes y con una lista de problemas públicamente compartidos,  sin “inaugurar el mundo” cada mañana, que es lo que les gusta desayunar a los filósofos del primer grupo. Por ejemplificar con algunos de sus problemas: hoy sabemos más que a principios de siglo acerca de  qué es una explicación funcional, de la idea de causalidad, de los requisitos de los conceptos métricos, de los que es un condicional subjuntivo o de las estrategias de argumentación de lenguaje moral. El modelo de este filosofar es el de la ciencia: el filósofo importa menos que su teoría. Se discute sobre una teoría formulada explícitamente, publicada en revistas. El filósofo puede tener intereses diversos (ahí están Nozick, Putnam, Mackie, Nagel), pero no aspira a tener una teoría que armonice sus reflexiones en distintos campos. Puede, por así decir, aportar en diversos ámbitos, como el que añade un teorema a un cuerpo de conocimiento disponible. Y, del mismo modo, que el físico es físico por horas, sin que, al salir del laboratorio, en su vida normal, para andar por la calle, le sirvan sus conocimientos de mecánica cuántica, el filósofo “anglosajón”, el filósofo profesional no tiene porque comprometer su vida con sus opiniones porque sus opiniones, por lo general, tienen poco que ver, en sentido fuerte, con “cómo vivir”. Se dan, por supuesto, gentes comprometidas, y también estrambóticas, pero eso, lo bueno o lo malo, salvo excepciones, poco o nada tiene que ver con su quehacer intelectual.  Son “excentricidades”, desgajadas del “centro” de su actividad intelectual. Oxford y Cambridge tienen un amplia nómina de personajes de esa pasta.

El tercer tipo de filósofo, el que he llamado “griego”, es el que hace de la tarea de vivir con sabiduría el centro de su reflexión y de su acción. La filosofía no es en este caso un saber añadido, sino que, por así decir, coge la vida de través. Aristóteles lo expresaba con claridad y economía en el paso antes citado: investigamos  para ser buenos. En cierto modo se ajusta mejor a la idea popular que esta detrás de expresiones como “es mi filosofía de la vida” o “se toma las cosas con filosofía”. El filósofo griego hace hacer de la vida una vocación (Ortega). Lo importante es saber vivir y el bien vivir requiere un buen conocimiento de uno, una mapa del mundo para orientarse y encarar la modificación de aquello que pueda modificar.  La búsqueda consciente y reflexiva de la buena vida, de estar alerta con uno y con el mundo, constituye el norte que regula el quehacer de este filosofar. Para decirlo con un poeta oriental: “con la serenidad/para aceptar las cosas que no puedo cambiar/el valor para transformar las que puedo/y la sabiduría para apreciar la diferencia”. Sea en su versión estoico-epicúrea, “vuelta hacia dentro”, evitando la exposición a las contingencias del mundo, sea en la aristotélica, “vuelta hacia fuera”, hacia la política, hacia el cultivo de bienes como la amistad o la educación[1],  el filósofo “griego” busca acomodar la vida al pensamiento. Pero quizá sea mejor dejar la palabra a un joven Manuel Sacristán, cuando se refiere a Ortega:

Una tradición venerable distingue entre el sabio y el que sabe muchas cosas. El sabio añade al conocimiento de las cosas un saber de sí mismo y de los demás hombres, y de lo que interesa al hombre. El sabedor de cosas cumple con comunicar sus conocimientos. El sabio, en cambio, está obligado a más: si cumple con su obligación, señala fines.

Dos modos hay de señalarlos: poniéndolos fuera de la vida de cada hombre, sin tomar muy en cuenta los trabajos de este por alcanzarlos y dando por bueno su logro casual, o preocupándose, más que por su consecución, porque los hombres se la propongan. Esta última fue la preocupación de Sócrates que su nieto Aristóteles expreso de este modo: “Seamos como arqueros que tienden a un blanco”.

Tal es la divisa de Ortega.

Cuando el sabio enseña así los fines del hombre, más que enseñar cosas lo que enseña es a ser hombre. Enseña a bien protagonizar el drama que es la vida, a vertebrar el cuerpo que es la sociedad, a construir el organismo que es nuestro mundo[2]

La simpatía filosófica que destilan estas líneas perdurarán en el quehacer intelectual de MSL. Por detrás de su marxismo palpitará siempre la vieja aspiración aristotélica: “Seamos como arqueros que tiende a un blanco”.  En la tradición marxista encontrará la cristalización intelectual contemporánea del lema aristotélico y a él le veremos volver una y otra vez.

Esas eran las posibilidades en el siglo XX, pero en la España de la postguerra las cosas eran más complicadas.  No todas las oportunidades estaban igualmente abiertas. Los filósofos “à la” alemana podían encontrar en aquella atmósfera claustrofóbica y represiva un nicho ecológico propicio. El aislamiento comunicativo alienta ese tipo de “locura”, de reflexión que -no sometida a la criba pública de ideas y con los cuatro libros que se tienen a mano- parece proponerse empezarlo todo desde el principio, de mirar inauguralmente el mundo y levantarlo a pulso. Son escenarios propicios a “héroes” locales que, a falta de posibilidades de comparación, alientan en torno suyo una especie de religiosidad de radio de acción limitada, con sus liturgias y jerarquías, amparada en la propia ignorancia del entorno. Debe decirse que, en los términos descritos,  cabe no sólo el filósofo “adicto al régimen” para decirlo en el léxico de aquella hora que también caben no pocos filósofos críticos con la dictadura, pero que, de un modo u otro, repetía las maneras aisladas y doctrinarias de los “adictos” [3].

El filósofo anglosajón que en otras latitudes era el prototipo del filósofo profesional, con jornada laboral según convenio, en una atmósfera pacata y doctrinaria como la española, no era un personaje cómodo. La lógica y el análisis, sus herramientas de trabajo más genuinas, que en otros sitios eran eso, utillaje, parecían convertirse aquí en tesis sustantivas, en punto de vista. En un ambiente tan irracionalista  y plagado de mitos. Un tipo de filosofar que, simplemente, aspiraba a ser  –en expresión de Williams- “necrologista de la metafísica” y “secretaria de las ciencias” era un auténtico peligro[4]. Ayudar a pensar, desvelar la especulación en la que se cimentaba la cultura oficial era un modo de decir que aquello era un fraude descomunal.  De ese modo, estar informado, amen de los enormes costos personales que suponía, dada la precariedad de medios de la universidad española, se convertía por sí mismo en una suerte de provocación. Y es bien cierto que en la España de entonces, no se puede ignorar el compromiso efectivo, el asumido riesgo, de no pocos filósofos analíticos. Otra cosa es que ese compromiso personal estuviera desvinculado de su reflexión qua filósofos, salvo en la aludida dimensión “negativa”, corrosiva  de la filosofía analítica, sin duda   no despreciable en aquellas singulares circunstancias.

El tercer modo de ejercer la filosofía era bastante complicado. Es cierto que el filósofo infinitamente sabio, en la vecindad de los dioses, es inmune a las contingencias de la vida, que no hay avatar mundano que pueda enturbiar su capacidad de elegirse, de ser feliz en cualquier circunstancia. Pero para las gentes comunes la virtud moral no se puede conseguir en abstracto, requiere un entorno en donde desarrollarse. Y, desde luego,  para quien se tomase en serio el oficio de vivir, reflexivamente, la España de la posguerra no resultaba un lugar muy propicio. No era únicamente que no tuviera acceso a las herramientas intelectuales con los que mirar el mundo, es que el mundo mismo estaba lleno de obstáculos. Porque aquí la unidad de pensamiento y acción, no era cosa de broma. Por la acción, por querer  cambiar las cosas, claro.

II. …como el arquero

¿Cómo se sitúa Sacristán en ese triángulo de las maneras del filosofar?  Por las razones que se verá es bueno empezar por la segunda, por el filosofar que tiene su forma más cuajada en la filosofía analítica. Caben pocas dudas acerca de la importancia de ese esa tradición en el quehacer de Sacristán. Entre 1954 y 1956 Sacristán estudia lógica matemática en uno los centros universitarios más reputados de aquel momento, en Münster. En 1964 publicará su Introducción a la lógica y al análisis formal, el primer texto de lógica matemática solvente técnicamente publicado en España y en el que destaca la sensibilidad por los problemas de fundamentos de las ciencias[5]. A través de traducciones, de escritos diversos  (prólogos, textos para enciclopedias[6]) y muy especialmente a través de su tarea docente, Sacristán introducirá a los principales filósofos analíticos, con especial atención hacia los que se orientaban hacia la filosofía de la Ciencia. No ha de pasar desapercibida esa circunstancia: la dedicación como docente a la filosofía de la ciencia.  Por dos razones. Primero porque el entrenamiento en filosofía de la ciencia le proporcionaba un provechoso instrumental para desmontar muchas pretensiones cientificistas fuera de lugar, para mostrar la insolvencia, por ejemplo, de los intentos de hacer del marxismo una ciencia. Pero también,  y no menos importante para un filósofo “griego”, porque considerará esa actividad docente como su profesión, si queremos decirlo así. Para MSL, y sobre eso volveré más adelante, la filosofía vuelta sobre sí misma, endogámica e ignorante del mundo, no debería tener cabida en la Universidad. Por contra, si había lugar legítimo para la filosofía en contacto con la ciencia, que reflexiona sobre sus fundamentos y sus prácticas explicativas, realizada en la proximidad de la investigación real. En MSL había una profunda preocupación por “ganarse decentemente la vida” que, desde luego, no es ajena “el filósofo virtuoso”, al filósofo griego. No sólo era que las herramientas analíticas de la filosofía de la ciencia –la filosofía analítica por excelencia– proporcionen un utillaje impreciso, un instrumental con el que pensar claro, es que,  muy fundamentalmente, para MSL, si uno se toma la vida en serio, si aspira a ser un sabio “griego”,  ha de empezar por hacer bien algo en particular: para ser un filósofo clásico hay que empezar por ser un buen filósofo profesional. No se investiga “por saber que es la virtud”, pero hay que estar en condiciones de investigar bien.

Esa competencia como filósofo “anglosajón” condiciona los modos en los cuales MSL podía hacer filosofía en sentido “alemán”. La filosofía analítica había arrancado como una filosofía antiespeculativa, intentando mostrar que buena parte la filosofía tradicional era metafísica en el peor sentido, afirmaciones vacías, de imposible control y ajenas a la reflexión científica. En ese sentido, para alguien que fuera un buen filósofo profesional no cabía cultivar “el sistema”. Ahora bien el análisis podía servir como instrumental crítico a la hora de hacer buena historia, reconstrucción y crítica de quienes sí que habían intentado los sistemas. En sus textos sobre historia de la filosofía, en sus acotaciones sobre la dialéctica, que le llevaron a una investigación histórica detallada[7], o en su tesis  (1959) sobre uno de los últimos grandes filósofos con vocación de sistema[8], Heidegger, se reconoce al historiador escrupuloso, que reconstruye la tensión interna del pensamiento, detecta las inconstancias, las ambigüedades y los trucos, las falacias, que permiten a la argumentación avanzar en su particular coherencia.  Para cada una de esas tareas el análisis se revela como una herramienta imprescindible. Cuando, en mitad de una impecable reconstrucción de la idea de dialéctica de Hegel, MSL nos señala la confusión que se da en Hegel entre lo “abstracto” y lo “vago”, además de mostrarnos “la trampa”, nos ayuda a entender esa extraña idea hegeliana según la cual  el conocimiento, que reproduce la evolución y el despliegue mismo del Ser, avanza desde lo “abstracto” (confundido con lo “indeterminado”)  inicial hasta llegar a “lo concreto” (confundido con “lo preciso”, “lo determinado”). En el mismo paso está la crítica y la intelección. En todo caso, lo que no cabía, una vez mostrados sus trucos,  era el cultivo del género.

Con las coordenadas descritas,  Sacristán parecía naturalmente abocado a aunar el pensamiento y la vida,  a la filosofía práctica.  En la cultura filosófica de la época el catálogo en ese terreno no andaba muy surtido. Por una parte, las tradiciones anglosajonas, las analíticas, durante mucho tiempo, habían despreciado la ética, al menos las preguntas importantes clásicas de la ética, y, entre ellas, la más importante de todas: ¿cómo vivir?. Cuando MSL se pertrecha intelectualmente, la filosofía analítica (intuicionismo, emotivismo, expresivismo) únicamente se preocupaba por el funcionamiento del lenguaje moral no por las ideas morales, incluidas las que atañen a la vida de todos, como justicia, libertad o igualdad. Para esas tradiciones la ética era un lenguaje vacío o irresoluble, indecidible. Mientras en la ciencia, mal que bien, había lugar para el control empírico de los enunciados, en la moral no había modo de afirmar, de asegurar, que unos juicios eran mejores que otros, no había posibilidad de criba racional. La ética era poco más que la expresión de emociones, de supersticiones compartidas o, en el mejor de los casos, de vagas intuiciones. De un modo u otro, la filosofía no tenía nada que decir;  a lo sumo se interesaba por lo que la gente hacia cuando utilizaba en lenguaje moral, cuando condenaba o aprobaba algo. Pero del mismo modo que analizar en lenguaje religioso no requiere hacer teología, la filosofía “moral” podía hacer lo propio sin pisar el territorio normativo. Y, por supuesto, la filosofía (analítica, del lenguaje) moral y  la filosofía (analítica, del lenguaje) de la religión, podían  ser disciplinas solventes, con control público de los argumentos, sin que por ello se comprometieran con la idea de que la teoría moral o la religión, como tal, fueran “investigaciones” legítimas. La gente podía usar el lenguaje moral  incluso podía entenderse y resolver sus discrepancias,  pero eso no quería decir que su lenguaje se refiriera a algo, al igual que los acuerdos entre los teólogos sobre la idea de Dios nada  aseguran sobre la existencia de Dios o al igual que los astrólogos resuelvan sus disputas sin que ello otorgue suelo firme a sus locuras compartidas. En eso había una diferencia con la ciencia. Mientras los enunciados de la ciencia, al final, se encuentran con el mundo, hay modo de aquilatarlos, de ver si las teorías son verdaderas –compatibles con las observaciones, dirán otros– o no, en el lenguaje moral no hay referentes, no hay “hechos o propiedades morales”,  no parece que exista una manera de asegurar que un juicio  -o una acto– es moralmente correcto. Lo único que cabía hacer era ver como funciona ese lenguaje, las únicas preguntas con posible respuesta son del tipo: “¿cómo opera el predicado “bueno”?”, “¿los enunciados morales son prescripciones o manifestaciones de deseos?”, “¿Cuál es anatomía lógica de las inferencias morales?”. Todo eso era “racional”, controlable, pero, por supuesto, ello no implicaba que la moral misma fuera racional. También es “racional” el estudio de la comunidad de los astrólogos,  pero esa racionalidad no otorga ningún aval racional a las actividades de los astrólogos. El enunciado “los astrólogos realizan predicciones sobre el fin del mundo” es, con toda probabilidad verdadero, pero eso no quiere decir que los enunciados de los astrólogos, sobre el fin del mundo o sobre lo que sea, resulten verdaderos. Mutatis mutandis, lo mismo valía para la ética, según la filosofía (moral) analítica: su actividad, el análisis del lenguaje moral, era legítima, pero eso nada aseguraba sobre la filosofía moral.  Es más,  el hecho mismo de que no se hiciera, como tal, filosofía práctica, era un modo de descalificarla como actividad racional.  Y eso no carecía de implicaciones que MSL, siempre respetuoso con la tradición analítica, destacó críticamente: para la tradición analítica no parece haber más razón que la que toma cuerpo en la ciencia, “no hay más posibilidad de pensamiento racional que la que consiste en recoger datos empíricos”  lo que arrastra como consecuencia, “la entrega de la concepción del mundo a instancias no racionales” y, por implicación, puesto que no cabe su crítica racional, la aceptación complaciente del lo existente[9].

De modo que sólo quedaban dos tradiciones “realmente existentes” en el catálogo de la filosofía práctica:  la filosofía existencial y el marxismo. La primera había hecho de la tarea de vivir su principal asunto. Para el existencialismo, estar vivo era elegir, elegir continuamente, entre otras cosas, el seguir vivo. Lo recogía emblemáticamente la famosa sentencia de Camus, en El mito de Sísifo: “La única cuestión filosóficamente seria es el suicido”. Lo malo con el existencialismo es que, a fuerza de “poder elegirlo” todo, no hay sitio desde donde elegir. Para elegir se necesitan criterios, valores, algún asidero previo.  Si no,  la elección se queda en pura arbitrariedad, en capricho sin razones, sin fundamento. Y, al fin, si no hay razones, si todo da lo mismo, la pregunta es inmediata: ¿para qué elegir?.  Con economía y brillantez lo expresa MSL en una crítica que anticipa argumentos de la contemporánea filosofía política, de la moderna crítica de la filosofía comunitarista al liberalismo: “Pero puesto que no hay ser que preexista a la libertad, la elección no puede ser auténticamente tranquila adhesión a nada, ya fuera esa adhesión a algo justo y fundamental, ya lo fuera a algo torcido e inconsistente(…)sobre la base de esa total arbitrariedad se hace difícil entender la postulación sartriana de elecciones concretas. ¿Por qué una elección y no otra?`¿Por qué practicarla de tal modo que “comprometa” al hombre en la realidad, en vez de elegir en forma artístico poética o fabuladora?”[10].  Por esa vía, con la ignorancia de los hechos, de que somos historia, de que no todo se puede elegir, el existencialismo, acaba por despachar a la propia ciencia: “Para esa concepción de la libertad, todo lo que no es “auténtica” o “propia” decisión del individuo es ilibertad. Y es claro que el conocimiento científico positivo no es decisión del propio individuo”[11] .

El paso anterior sigue: “Pero es decisión propia del hombre hacer ciencia, y el considerar que los datos de que se puede partir para intentar comprender aquello que nunca es dato científico –la totalidad universal y las totalidades particulares en su concreta cualidad real—son los datos de la ciencia. Esa decisión es efectivamente propia del marxismo”. Ahí, en el marxismo, encuentra MSL, la filosofía práctica que no colapsa en irracionalismo, que no desprecia la  ciencia, antes al contrario que cree que para transformar hay que conocer. El hombre se construye, se elige, puede ser dueño de su historia, pero sin ignorar que tiene historia y entorno y que, incluso para modificarse, tiene que actuar desde la historia y sobre el entorno. Y ahí Sacristán se volverá hacia Gramsci –que, contra lo que a veces se ha dicho,  se refería al marxismo como  “filosofía de la práctica”, por convicción y no sólo por las necesidades impuestas por la censura carcelaria — y hacia aquellos marxistas que había destacado el componente práctico del marxismo.   Se pregunta con Gramsci: “ ¿Qué puede llegar a ser el hombre? Esto es, si el hombre puede dominar su  propio destino, si puede “hacerse”, si puede crearse una vida”. Y continúa MSL: “Todas las filosofías han fracasado hasta ahora en el tratamiento de esa pregunta porque han considerado al hombre reducido a su individualidad (…) Cada uno se cambia a sí  mismo, se modifica, en la medida misma en que cambia y modifica el complejo de relaciones de la cual él es el centro de anudamiento”[12].

III. El marxismo de Sacristán

MSL busca y, como se verá, recrea en el marxismo una dimensión genuinamente ilustrada. Un racionalismo que no se somete a la historia, que quiere construir un entorno para el despliegue de la mejor naturaleza humana, para la virtud y la excelencia, para la autorrealización. La dimensión práctica, de “la razón en acción”, marcará el Marx de MSL. Y esa misma calidad lo alejaba del existencialismo. Porque éste,  con cierta paradoja, derivaba en la inacción. Se volvía para “adentro”, por así decir. La elección se resolvía en  la decisión de relacionarse o no con el mundo, no en la de modificarlo. El marxismo proporcionaba, por una parte, una vocación de plausibilidad: había que conocer la realidad, sin conocimiento la acción estaba condenada al fracaso; y por otra, criterios de valoración de lo existente y principios para orientar las acciones. De nuevo, como el arquero de Aristóteles.

Eso era lo que MSL buscaba en Marx. Era, en buena medida, “su” particular Marx, por más que no dejase de ajustarse a lo más esencial del empeño intelectual de Marx: proporcionar una concepción del mundo, una manera de mirar críticamente el mundo existente, desde la afirmación de ciertos valores emancipatorios que servían tanto para valorar lo existente como para dotar de norte a las acciones transformadoras y que se apoyaba en el mejor conocimiento disponible, tanto en el estudio de lo existente como en de la exploración de los horizontes posibles.  Esa era la veta de Marx que interesaba a MSL.

Pero el marxismo de la época andaba por otros derroteros. Por dos, fundamentalmente, que no eran sino prolongaciones de dos almas presentes en Marx, pero que, desprendidas, descuidaban lo más original de su quehacer. Me refiero a las interpretaciones cientificistas y voluntaristas. Las primeras encontraban sus cultivadores, para seguir con los criterios geográficos, en el continente, en Francia e Italia. Para éstos, el marxismo era una teoría científica,  una teoría de la evolución histórica que, en sus peores versiones, tomaba la forma de unas leyes de la historia que apuntaban en la dirección del comunismo y, en las menos malas, en unos modelos de alcance más limitado que describían una serie de secuencias causales cerradas que mostraban  mecanismos de quiebra (más o menos ineluctable) de la sociedad capitalista. Muchas cosas resultaban llamativas en  esta perspectiva, pero acaso la más visible, y que revelaba su dogmatismo, es que se repetía una y mil veces el carácter científico de la obra de Marx, pero no se cultivaba la ciencia. Incluso parecía evitarse la ciencia social, sustituida casi siempre por unas pseudoverificaciones que intentaban cuadrar citas de Marx con cuatro resultados empíricos mal elaborados. Y lo cierto es que el mejor, el único, modo de mostrar que hay una ciencia es ejerciéndola, obteniendo resultados. La física existe no porque se proclame, sino porque explica. Quienes insistían en ver en el marxismo una teoría social hacían poco más que proclamarlo, en ningún caso lo ejercían.

La otra tradición, inglesa, para seguir con las localizaciones geográficas, la que he calificado –quizá con poca justicia– como voluntarista, parecía estar entre la clandestinidad y la esquizofrenia. Eran profesores (historiadores, científicos sociales y naturales de distinto cuño, pero también filósofos) que, por así decir, ejercían su marxismo al salir del aula. Realizaban competentes aportaciones en sus respectivos ámbitos profesionales, pero sin mayor preocupación por “cultivar el legado de Marx”. El marxismo se resolvía en su radicalismo político, en su honestidad en las elecciones de cada día, pero apenas dejaba testimonio en su reflexión escrita. En todo caso, “su” marxismo se dejaba ver en  ciertas elecciones temáticas, de problemas a investigar, o de perspectivas. Hay algo muy british,  muy del mundo oxbridge, en esa despreocupación por lo que huele a metafísica hueca y en esa resolución de la ética en las elecciones personales, en una especie de existencialismo llevado a la práctica y que tiene acaso su expresión más extrema en aquellos personajes, conservadores y eruditos de día y espías rusos de noche. En todo caso, lo indiscutible es que, aun filósofos con buen entrenamiento analítico e indiscutibles simpatías radicales, ejercían su filosofía por horas y sin continuidad con sus elecciones vitales. Por la mañana, el análisis; por la tarde, el comité político. En ningún momento, más allá de los asesoramientos de los problemas de corto alcance de los gobiernos laboristas,  se dio una preocupación por la exploración de ideario, de las ideas de igualdad, o por modelos económicos del socialismo. En breve, que el propio marxismo participaba, también, de aquella escisión entre “la ciencia sin vida” y “la vida sin ciencia” que hemos visto como característica de las dos tradiciones filosóficas principales, la existencial y la analítica. Lo que no había era una filosofía que prolongara la vía socrática, la meditación fundamentada acerca de los fines, de los de uno y de los de todos.

MSL cultivará un marxismo que acentúa las dimensiones prácticas, transformadoras, las que alentaron las elecciones intelectuales y vitales del propio Marx.  Recuperará, a través de prólogos, traducciones y pequeñas piezas la obra de autores como Gramsci, Lukács, Labriola o Korsch, que aunaban a  reflexiones filosóficas no despreciables, reflexiones con el denominador común de destacar los aspectos prácticos, emancipadores del marxismo, aunaban, digo, a esas reflexiones una implicación política personal, una elección vital, por lo general costosa, a veces épica, casi siempre trágica. Pero esas recuperaciones no las hará para  justificar sus tesis, con beatería. No. Al revés, cuando uno mira los textos que MSL dedica a esos autores, llama la atención que, para él, lo importante es más la actitud, la perspectiva, que las tesis particulares, que somete a una crítica devastadora. En realidad, lo que llamaba  la atención al leer sus prólogos y notas era lo poco que salvaba de aquellos que apreciaba. MSL no se veía obligado a “defender” el marxismo, cada una de las tesis de Marx o de sus herederos.  Tenía bastante claro lo que le importaba del marxismo, que era lo que le permitía reconocerse en esa tradición;  entre otras cosas porque no se había “educado” en ella  y disponía de un instrumental con el que cribar, con el que separar el trigo de la paja. Le interesaba el marxismo como “una concepción del mundo”, para decirlo con su propia formulación. Y lo que hará, en su obra, es diseccionar los componentes de esa “concepción del mundo” racional y emancipadora. Su tarea consistirá, antes que en otra cosa, en señalar perspectivas más que resultados, en clarificar el área y trazar el mapa, antes que en explorar el territorio. Es, sobre todo,  programática, y reconstructiva, saneadora. Voy a justificar cada una de esas calificaciones.

IV. Una doble tarea

Empecemos por la primera, por la programática. He dicho “programática”, aunque también podría decir “socrática”. MSL nos ayudó a pensar limpiamente la obra de Marx. La deslinda de la complacencia positivista que mira la realidad pero descuida su crítica y de los diversos irracionalismos –empezando por la filosofía existencial—que descuidan el conocimiento de la realidad y critican desde ninguna parte. Esa tarea tiene su cristalización más elaborada en “la tarea de Engels en el Anti-Düring” o “Sobre el filosofar de Lenin”, textos que desandaban, hasta reencontrar la buena senda, cerca de cien años de doctrinarios marxista; textos, sobre todo el primero, que ayudaron a unas cuantas generaciones de gentes –comprometidas o no con la actividad política—a pensar más claro, a empezar a mirar el mundo mejor pertrechados. En esos textos, MSL recuerda verdades elementales pero que, ignoradas por los herederos de Marx, eran fuente de malas estrategias teorizadoras y, aun peor, lastres a la hora de responder cuerdamente a la pregunta acerca de “qué hacer”: que una cosa es el conocimiento de la realidad, el conocimiento positivo, y otra su valoración; que no hay un “método marxista” (especial) de conocimiento, que a la hora de valorar una conjetura empírica siempre, al final,  queda la vieja pregunta: ¿verdadero o falso?; que no hay una ciencia “marxista”, sino a lo sumo un conjunto de tesis referidas a los procesos sociales que, en la medida que eran conocimiento solvente, formaban parte de las ciencias al uso y que, tarde o temprano, estaban llamadas a ser superados, como le sucede a todo conocimiento positivo; que en Marx se daban unas interesantes intuiciones metodológicas y filosóficas, todas ellas, de un modo u otro, marcadas por su preocupación emancipadora, pero que no habían alcanzado una suficiente clarificación, entre otras razones porque estaban demasiado cargadas en origen, por su procedencia “hegeliana”, especulativa, como era el caso de su idea de dialéctica o del principio de la práctica, sobre los que volveré más tarde.

Todas esas reflexiones, importantes, son, para decirlo parafraseando un texto suyo, tareas dedicadas a determinar  “a qué genero pertenece el marxismo”.  Por eso digo que su labor es programática, porque lo que sobre todo le ocupa es determinar la naturaleza de producto, destacar sus componentes, desmarcarlo de otros “géneros”, como la teoría positiva o la especulación moralista. Pero esa tarea genuinamente analítica se queda ahí.  En ese sentido, resulta interesante destacar que es lo que MSL no hace. Y resulta particularmente oportuno porque en los últimos treinta años, sobre todo en el ámbito anglosajón, una solvente línea de reflexión, que se ha dado en llamar “marxismo analítico”, ha desarrollado un conjunto de investigaciones positivas, analíticas y teóricas,  y normativas, muy acordes con la sensibilidad intelectual de MSL[13]. En sus textos programáticos los “marxistas analíticos” no han dudado en destacar que el marxismo es, sobre todo, un pensamiento emancipador, que no tiene un “método” especial, que se reconoce en cierto ideario, que ha de procurar disponer del mejor conocimiento disponible para basar la práctica y que hay en la obra de Marx ciertas intuiciones metafísicas que proporcionar una interesante heurística para la teoría social; tesis todas ellas presentes, negro sobre blanco, en textos como los antes citados. Pero, sin embargo, el programa en MSL no se traduce en lo que estos autores harán, en elaboración positiva: clarificación analítica de la teoría (de la historia) de Marx; cultivo de la teoría social con herramientas (formales y teóricas)  y resultados de la ciencia social  contemporánea, de nociones como las de clase social, explotación o la teoría del valor; precisión de las intuiciones filosóficas (contradicción, proceso, totalidad) que acompañan a “la dialéctica” con la ayuda de útiles analíticos y formales (lógica modal, teoría de juegos, lógicas paraconsistentes);  clarificación del ideario, de las ideas de libertad o de igualdad o de los proyectos sociales (socialismo de mercado, p.e.); evaluación de la obra de Marx a la luz de la teoría social más reciente. Cada una de esas tareas se corresponden con importantes trabajos de distintos “marxistas analíticos”.

MSL no realizó ninguna de ellas, o sólo al paso. Entre las razones que a uno se ocurren de ese “no hacer” están, obviamente, la magnitud de la tarea, con el propio estado de desarrollo, de subdesarrollo, de la teoría social y normativa en el momento que MS escribe  –hay que pensar que esos trabajos se sitúan en la estela de la revitalización de la teoría social y de la teoría moral que arranca de mediados de los setenta—y, sobre todo, las muchas urgencias que dibujaron los escenarios biográficos de MSL, las dificultades materiales que le impusieron no pocos trabajos de ocasión, la militancia política y sus entornos. No importa ahora eso. Sólo quería mostrar, por la vía del contraste, a qué me refería cuando decía que su tarea era programática. Que es la importante, la que revela radicalidad en el pensar. Lo otro es ciencia “normal” en sentido khuniano, trabajo que arranca ya con los problemas inventariados y las líneas de trabajo apuntaladas. Pero la autenticidad y la limpieza mental se detectan sobre todo en la actitud inicial, la que lleva a corregir camino, a desandar y a volver a empezar. Lo otro en seguir senda trazada. Importante, pero de menos hondura filosófica.

La otra tarea es reconstructiva y, si se quiere decir así, depuradora. Acabo de decir que MSL no desarrolla propiamente el marxismo, entendiendo por ello, el desarrollo de ciertas teorías cuyo cimientos conceptuales Marx había formulado, como la teoría de las clases o de la explotación. Pero esa no es toda la verdad. Porque en lo que era la más genuina tarea de Marx, el conocer para cambiar, sí que MSL señala los nuevos datos (nuevo papel de la ciencia en la sociedad, crisis ecológica, aparición de nuevos movimientos sociales) con los que había que contar para dotar de plausibilidad al proyecto emancipador, datos que, en ocasiones suponen rectificaciones esenciales de las tesis empíricas de Marx y también nuevas vías de justificación de sus tesis normativas. Es lo que sucede señaladamente con su revisión de la hipótesis de crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas, el supuesto de fondo del comunismo de Marx, una sociedad de la abundancia que dispondría de todo para todos y, también, con su modelo antropológico básico, el natural acompañante de la hipótesis de la abundancia: un individuo que desarrolla su naturaleza a través del despliegue de sus crecientes necesidades. Con ese par había construido Marx buena parte de su dialéctica histórica: el desarrollo del capitalismo alentaba unas necesidades que se mostraba incapaz de satisfacer y, por esa vía, desencadenaba su crisis en la dirección del comunismo, la sociedad de la abundancia, la cristalización histórica de la realización de la Razón y en la que la libertad de cada uno es la condición de la libertad de cada todos, entre otras razones porque cuando hay de todo para todos desaparecen buena parte de los conflictos.

En opinión de MSL, los datos ecológicos, el reconocimiento de que vivimos en un planeta con recursos limitados y compartido, en donde las acciones de cada uno repercuten sobre todos, obligaba a abandonar las dos ideas, la del crecimiento ilimitado y la de la liberación a través de la plena satisfacción de cualquier necesidad. Y esos cambios modificaban la estrategia de fundamentación del comunismo: éste ya no se justificaba en su capacidad para cumplir cualquier deseo. Antes al contrario, si el comunismo encontraba hoy un argumento moral poderoso era precisamente por mostrase como la única sociedad medianamente humana compatible con la escasez: si no había de todo para todos, el reparto igualitario de la escasez se revelaba más urgente. Toda otra sociedad acabaría en la tiranía de unos pocos, los poderosos, para seguir manteniendo sus modos de vida.  Desde luego, la rectificación no era pequeña. Y no fue la única.[14]  En todo caso, es suficiente para mostrar que MSL no estaba interesado en preservar ninguna ortodoxia, ningún conjunto de tesis sustantivas acerca de como es o como debe ser el mundo. Su ortodoxia era otra, de punto de vista, tenía que ver con la preservación del legado racionalista y critico del presente. Pero también aquí hay una genuina revisión.

Porque esa tarea “depuradora y reconstructiva” no se limita al conocimiento de los datos y a la extracción de sus implicaciones normativas y políticas. También se dirige a la propia naturaleza del proyecto de Marx, a la clarificación de la empresa intelectual de Marx.  Antes se ha hecho alusión a ese objetivo, ahora interesa destacar que MSL no se limitó a las tareas convencionales del análisis, de clarificar conceptos, reconstruir inferencias y demás, sino a lo que, para ser justos, hay que reconocer como auténticos desarrollos suyos, no en el sentido realizado por el marxismo analítico, sino en el de la especificación de la originalidad del racionalismo marxista, de su particular entronque y diferencia. Pienso en tres ideas, imbricadas entre ellas, que MS destaca como parte importante de la aportación de Marx: el marxismo como concepción del mundo, el principio de la práctica y la idea de dialéctica.  Sobre la primera algo se ha dicho más arriba. La caracterización de MSL es en buena medida negativa: el marxismo no es un saber especializado, no es una ciencia, aunque contiene conjeturas sobre los procesos sociales y busca disponer de buena información acerca de como son las cosas, para que las intervenciones prácticas estén bien fundamentadas, para que puedan tener éxito; pero tampoco es una simple jeremiada que se limita a lamentar el estado del mundo, una moralina. En ese sentido MSL suscribía la fórmula de Gramsci del marxismo como filosofía de la practica: “Todos los hombres son filósofos. La tesis implica una visión de la filosofía como un aprender a orientarse en el mundo, y la caracterización del conformismo del hombre masa por la negativa a llevar la filosofía espontánea al plano reflexivo. La transformación social requiere este paso a la reflexión crítica, para abandonar el conformismo que mantiene la sumisión de las gentes al viejo desorden. Y la instauración del orden nuevo exige que los seres humanos lleguen a pensar coherentemente y de modo unitario el presente real. Conseguir eso es un “hecho filosófico mucho más importante y original que el que un genio filosófico descubra una verdad nueva que se quede en el patrimonio de pequeños grupos intelectuales” (Gramsci). La mutación de la filosofía espontánea es el hecho filosófico fundamental. Esta concepción histórico social de la filosofía permite a Gramsci llegar a una de sus tesis más plausibles y perennes: la filosofía no es una ciencia especial, separada de las demás y superior a ellas”[15]

No estamos lejos del filósofo “griego”. El marxismo aparece como un modo de estar sabiamente en el mundo, un modo de bien vivir que necesita de un buen conocimiento del mundo y de uno mismo, un saber qué se es, qué se quiere, y cómo realizarlo, que requiere, por ello,  modificar aquellas circunstancias que impiden realizarlo, porque, después de todo, la virtud moral no se puede conseguir en abstracto, sin un entorno donde desarrollarse. Una vez más, la imagen del arquero aristotélico, una vez más las razones que llevaban a elogiar a Ortega, al sabio que señala fines.

El principio de la práctica y la dialéctica han de entenderse desde esa voluntad de transformación.  Para actuar sobre el mundo hay que disponer de buen conocimiento y, en eso, las teorías de la ciencia son necesarias. Pero no suficientes. Las teorías empíricas se ocupan de segmentos (de propiedades)  de la realidad. No describen o explican la Luna o la sociedad española, sino la “trayectoria (o la posición) de la Luna” o la “pirámide de edad de la población española”. Las teorías, cuando se contrastan, no se comparan con “los hechos”, sino con “informes sobre los hechos”, con  ciertas propiedades de “los hechos”, con los hechos contemplados desde cierta perspectiva (económica, biológica, política, etc.). Sin embargo, cuando nosotros tratamos con la realidad,  ésta se nos presenta en todas sus dimensiones, para decirlo con Marx, como “una síntesis de una multiplicidad de determinaciones”. En ese sentido, cuando se quiere intervenir prácticamente para modificar el mundo, el conocimiento diseccionado de la ciencia resulta insuficiente y la intervención basada el conocimiento parcial (sea económico, biológico o político) errada. La acción racional ha de articular el mejor conocimiento, el conocimiento que proporcionan las ciencias particulares, en un producto unitario que, en algún sentido, reproduzca esa realidad que, como tal, no se presenta diseccionada. La reflexión de MSL sobre la dialéctica es  la formulación explícita de esa circunstancia, de que, contra una idea que arranca de Aristóteles y que tiene en el positivismo carácter emblemático, cabe el conocimiento de lo particular y que precisamente ese es el conocimiento verdaderamente relevante cuando se quiere intervenir sobre el mundo. Cuando MSL se refiere a los aspectos epistemológicamente interesantes de la dialéctica, entre otros, se referirá a ese conocimiento que busca “reproducir lo concreto real como concreto de pensamiento”, para expresarlo con el cargado léxico hegeliano de Marx. El principio de la práctica es el criterio de calibración de ese producto intelectual que sirve de basamento a la intervención.

Junto a ese aspecto, hay otros que también le invitarán a no despachar sin más la “dialéctica”.  Muchos filósofos marxistas habían querido encontrar en “el materialismo dialéctico” una nueva escolástica,  una suerte de compacta filosofía del conocimiento “genuinamente marxista”, ajena a los resultados de la investigación epistemológica normal, a los métodos de la ciencia e, incluso, a la lógica matemática. El “diamat” podía ser, según quien lo defendiera, un método de conocimiento, una lógica, uno conjunto de leyes de la naturaleza o una ontología. Por supuesto, habría que añadir en cada uno de esas posibilidades la calificación de “especial”, esto es, distinto de lo que en las respectivas comunidades académicas se consideraba como aceptable. MSL criticará duramente esas pretensiones de “conocimiento superior”,  que no eran sino ignorancias de la naturaleza de la ciencia,  empírica o formal,  de lo que es la lógica o el método científico. Pero una vez llevada hasta el final su crítica, MSL destacará que por detrás de la palabra “dialéctica” se ocultan intuiciones filosóficas interesantes, muchas de ellas incorporadas ya al quehacer normal de la actividad científica.  Intuiciones referidas en unos casos a un “estilo de pensamiento”, a un modo de mirar y entender la realidad, como procesual, cambiante, que sensibiliza frente a ciertos problemas, que invita a ciertas preguntas; en otros, a modo de exponer los resultados que busca, por así decir,  reproducir en el pensamiento el curso de las cosas mismas; y en otras, a la ya aludida aspiración a un conocimiento globalizador, totalizador, que, a partir de los resultados parciales que proporcionan las distintas disciplinas científicas, “reconstruya la unidad  del objeto real”. Será esta la intuición que MSL reconozca como más interesante. La dialéctica, aparece así, como el  reverso epistémico del principio de la práctica: ese conocimiento totalizador encuentra su sentido último en la interacción con el mundo, con un mundo que se quiere cambiar.

Pero lo interesante es que esas ideas que “están” en Marx no aparecen explícitamente  en Marx. Es ahí donde la labor reconstructiva de MSL muestra su originalidad filosófica. Porque no hay que engañarse, no hay teorías “inconscientes”. En el pensamiento, lo que es germen no es, lo que no está escrito negro sobre blanco no está. Lo que caracteriza a las teorías es que están escritas, formuladas explícitamente. Cuando MSL “destaca” esas ideas en Marx, de alguna manera, las está formulando por primera vez. En ese sentido su reconstrucción es algo más que simple aclarar formulaciones. Su relación con Marx no es la que Laplace pudo tener con Newton, no es la simple clarificación y mejora de la arquitectura argumental. Y no es que MSL estuviera buscando “salvar” a Marx, de hacerle decir lo que debería haber dicho. Si algo no hay en su trato con  Marx es beatería.  Acaso no hay mayor descalificación profesional para un filósofo que destacar su ingenuidad,  el carácter azaroso, casi inconsciente, de sus formulaciones más felices. Y es eso lo que MSL hace con Marx cuando sostiene que buena parte de sus mejores hallazgos metodológicos eran como intuiciones, sin clara conciencia de lo que andaba haciendo, irreflexivos, eran, por así decir, casuales; por ejemplo, el singular azar histórico de que se encontrará con una camisa de fuerza hegeliana, con su aspiración insensata a un conocimiento totalizador, cuando empieza a pensar sobre los procesos sociales  con el instrumental de la naciente ciencia social, y sustituye la ontología idealista por otra “materialista”[16]. En el gremio filosófico, esencialmente reflexivo, pocas críticas pueden ser más dura que la de “inconsciencia” que late en esa descripción de cómo realmente fueron las cosas en la formación las ideas de Marx.

Por supuesto que MSL, cuando destacaba  la insolvencia de muchas de sus tesis no cree “traicionar” el legado de Marx. Se da ahí la misma disposición que encontramos cuando se sitúa en la herencia de autores a los que somete a críticas devastadoras, a los que no siempre juzga como competentes filósofos profesionales, al menos en no pocos de sus escritos,  como era los casos de Lukács o del propio Lenin. Los criticará implacablemente, sin pretender salvar sus descuidos, ignorancias, tonterías o trampas, sin que ello le enturbiase el reconocimiento de su interés,  el mismo que encontraba en Marx y que era, a su modo, también analítico. Como dice en las páginas que a éste último dedica, lo que realmente le permite situarse en la misma herencia, en la tradición de Marx, es “una práctica filosófica, un filosofar que no consiste en sentar filosofemas, sino en vivir una conducta mental hecha del esfuerzo de conocer y de la voluntad de transformar”[17]. Ese era su austero y radical marxismo, el mismo que hacía de él un filósofo “griego”, alguien que “señala” fines.  Con esa concepción no ha de extrañar que MSL se sintiera cómodo “profesionalmente” con la filosofía analítica. Tampoco ésta defiende ninguna tesis filosófica sustantiva, también esta se reconocía en la misma raíz kantiana, también ésta es, antes que otra cosa, una práctica filosófica, un mirar crítico con voluntad racionalista (aun si desprendido de la voluntad de transformar, claro es).

No cabe desdeñar esa motivación analítica. Cuando, en un  texto que desató una de las escasas polémicas en el erial intelectual de la España de aquella hora, MSL recomendaba cerrar las facultades de filosofía, invocaba una convicción que era la carta de presentación programática de la filosofía analítica, a saber: la de que no hay un saber “profesional”, sustantivo, ajeno (“superior”) al de la ciencia, y que, a estar alturas de la historia, con el conocimiento científico disponible, la pretensión de que “existe un “saber” filosófico sistemático diferenciado del “mero conocimiento científico”” es algo más que ignorancia, algo peor. La constatación de que las facultades de filosofía se habían convertido en expedidoras de títulos que declaran a su titular “conocedor del Ser en general sin saber nada serio de ningún ente en particular”, le llevó a reclamar el cierre de las facultades de filosofía y desplazar “la motivación filosófica, universalmente crítica” a un Instituto general de Filosofía, emanación de todas las facultades, en relación estrecha con la ciencia, que “recibe principalmente a licenciados, pero no excluye a estudiantes”, que se ocupa de los problemas después de la ciencia, que, para expresarlo burocráticamente, sólo expide el titulo de doctor en Filosofía si antes se ha obtenido un titulo de licenciatura en alguna especialidad, si antes se tiene un conocimiento real[18].

Pero esa motivación no se agotaba en el análisis, análisis que, con el tiempo, a su modo, también se ha convertido en un “saber profesional”, desapegado de la ciencia y de la vida[19].  Esa motivación, digo,  se veía reforzada por otra más básica, más fundamental, por esa idea de la filosofía entendida como práctica reflexiva del vivir que viene del “arquero que tiende a un blanco” de Aristóteles, la misma que destacaba en Ortega y reencuentra, ya marxista, en las mejores intuiciones de Gramsci para quien también, como le hemos visto recordar,  “la filosofía no es una ciencia especial, separada de las demás y superior a ellas”.

*         *          *

El arquero aristotélico, la vida como vocación ortegiana, el ‘vivir una conducta mental hecha del esfuerzo de conocer y la voluntad de transformar” de Lenin, “el dominar el propio destino” de Grasmci, por detrás de cada uno de esos argumentos se percibe la misma disposición, la del sabio que “sabe de sí  mismo” y “señala fines”. Hay continuidad entre la vida de uno y la vida de todos, el reto existencial del trato con el mundo, pero que no se resuelve ni en malditismo ni tremendismo. MSL se interesó y mucho por marxistas que no separaron el conocimiento de la acción. Todos ellos, a su manera, fueron ilustres derrotados, con vidas marcadas por la tragedia. Pero hay algo que llama la atención en la mirada de MSL, algo que se percibe en su mirada sobre Lukács y sobre Gramsci, en especial, en su modo de vivir el final de sus días, cuando cita a éste último diciendo “ahora, por el contrario, siento toda la mezquindad, la aridez, lo sórdido de una vida que sea exclusivamente voluntad”. MSL destaca esas palabras  y se refiere a ellas como “una sabiduría bien diferente del voluntarismo doctrinario de sus años mozos”.[20] Es el mismo hombre que muestra su admiración por  “la capacidad de alegría con que Lukács, incluso en su última vejez, ha vivido esa vida prevista a pesar de todas las vicisitudes, a veces tan dramáticas”, por su “serenidad inverosímil, su alegre fuerza nestoriana”, aún en medio de sufrimiento físico, la enfermedad y la derrota política. Y de nuevo aparece aquí la repetida imagen:  “Lukács ha realizado más que el mismo Aristóteles la divisa de ser como arqueros que tienden a un blanco. Ha sido una vida planificada, y su moral, la moral de un plan”[21]. Sin faltar el matiz, importante, el mismo que inspiraba su elogio a Gramsci: “ Esa coherencia de esa realización del plan vital no parece haber tenido nunca nada de crispación de la voluntad”[22].

En la tradición socialista no han faltado funebrismos avinagrados,  psiquis siniestras que suscribían aquello de que “los comunistas somos cadáveres de permiso”. MSL nos recordó con su vida y su obra que  la coherencia no es rigidez ni simplicidad, aun si no escapa completamente a esos riesgos, riegos inevitables en la “planificación del carácter”, especialmente cuando las circunstancias son adversas[23]. La coherencia entre el hacer y el pensar no quiere decir homogeneidad psicológica ni, por supuesto, coherencia “sistemática” de “filósofo alemán”. Quien hace de la propia vida un empeño reflexivo empieza por no ignorar la complejidad de la vida.  Por ello, quizá no sea improcedente recordar las palabras que dedicara Guillen a Antonio Machado, precisamente comentando la complejidad del personaje, que está detrás de sus diversos heterónimos, de las diversas voces de “sombra única” para decirlo con otro poeta: “resplandece ante todo su integridad, o digámoslo sin latinismo culto, su entereza. Entereza que unifica al hombre y al poeta con su proceder, su saber y su escribir”[24]. A Manuel Sacristán le cuadraban impecablemente.

 

[1] M. Nussbaum, “Lawyer for Humanity: Theory and Practice in Ancient Political Thought”, I. Shapiro, J. W. DeCew (edts.), Theory and Practice, N. York U.P.: N. Y. 1995.

[2] “Homenaje a Ortega” (1953), Papeles de Filosofía, Panfletos y Materiales II, Icaria: Barcelona, 1984: p. 13.

[3] No sería justo con esta filosofía “a la alemana” ignorar que también  había lugar para una paciente y pulcra historia del pensamiento, que intentaba vencer las condiciones de aislamiento, las limitaciones de acceso y recursos.

[4] B. Williams, Introd. I. Berlin, Concepts and Categories, Londres, 1978, p. xii.

[5]  Antes del libro de Sacristán los únicos textos publicados en España eran los de García Bacca, pero con notables deficiencias. Ferrater Mora (con H. Leblanc)  publicó en 1955, en México, otra introducción no completa y, desde Caracas, Sánchez Mazas, en 1963, también había publicado unos Fundamentos matemáticos de lógica formal, con un punto de vista (intensional) alejado de las características sistemáticas del libro de MSL. Eso no quiere decir que el trabajo de MSL careciera de punto de vista. Su idea de la lógica era tributaria de las ideas de su maestro H. Scholz: la lógica viene a ser las leyes a las que tiene que “someterse todo objeto para ser pensable”. Por lo demás, no fue ese libro  su único escrito sobre la materia. Poco tiempo después escribiría una Lógica elemental, una introducción a la lógica de enunciados y de primer orden, que permanecería inédita hasta 1996. En 1967 escribió el articulo sobre “Lógica formal” para la Enciclopedia Planeta-Larousse.

[6] Recogidos en su mayoría en Papeles de Filosofía, op. cit. La revisión de este texto para su publicación me da ocasión de recomendar M. Sacristán Luzón, M.A.R.X. (Máximas, aforismos y reflexiones con algunas variables libres), El Viejo Topo: Barcelona, 2003. Se trata de una cuidada antología de pasos de la obra de Sacristán realizada por el mejor especialista en su obra, Salvador López Arnal, y que dan una ajustada medida de la musculatura intelectual de su quehacer. Incluso cuando pensaba equivocado pensaba bien. Creo que ese volumen y el libro de entrevistas, con y sobre MSL, de S. López Arnal y P.  de la Fuente, Acerca de Manuel Sacristán, Destino: Barcelona, 1996, constituyen dos de las mejores de acercase a su obra.

[7] Parte de sus textos están recogidos en Papeles de Filosofía, op. cit. De todos modos hay mucha más obra que la quedó  impresa. Entre ella los dos cursos que dedicó a la idea de dialéctica en forma de cursos de Doctorado a principios de los ochenta. La mayor parte de sus ideas sobre dialéctica se incluyen en el volumen al que este texto acompaña: M. Sacristán,  Sobre dialéctica, Barcelona, Montesinos ( edición de Salvador López).

[8] Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Barcelona: Crítica, 1995.

[9] La tarea de Engels en el Anti-Dühring” (1964),  Sobre Marx y marxismo. Panfletos y Materiales I, Barcelona: Icaria, 1983, p. 49.

[10] “La filosofía desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial hasta 1958” (1961), Papeles de Filosofía, op. Cit. Pp: 105-6.

[11] “La tarea…”, art. cit. p. 49.

[12] “La filosofía desde…”, art. cit. p. 190.

[13] Para una antología: J. Roemer, Analytical Marxism, Cambridge: Cambrigde U.P., 1986. Es obligado decir que  en los últimos diez años los “marxistas analíticos” se han dedicado a realizar “investigación normal” en sus respectivas áreas: teoría social o económica o filosofía normativa, en su mayoría. En ese sentido, también cabría reconocer el paralelo con MSL.

[14] Cf. Los trabajos incluidos en. Intervenciones políticas. Panfletos y materiales III, Barcelona: Icaria, 1985; Pacificismo, ecología y política alternativa Barcelona: Icaria, 1987.

[15] “El undécimo cuaderno de Gramsci” (1985), Pacifismo, ecología, …p. 202.

[16] “El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia” (1978), Sobre Marx y marxismo, op. cit.

[17] “El filosofar de Lenin” (1970), Ibidem, p. 175.

[18] “Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores”, Papeles de filosofía, op. cit. p. 357.

[19] Véase a ese respecto el hermoso texto de J. Mosterín, “La insuficiencia de la filosofía actual”,  Claves de razón práctica, 48, 1994.

[20] “El undécimo cuaderno…”, Pacifismo, ecología…, p. 189.

[21] “Nota necrológica sobre Lukács” (1971), Sobre Marx….op. cit. p. 230.

[22]  Ibidem, p.  231.

[23] M. Nussbaum, The Fragility of Goodness, Cambridge: Cambridge U.P. 1983.

[24] J. Guillén, “El apócrifo Antonio Machado”, Obra en prosa, Tusquets: Barcelona, 1999, p. 481.

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