Babeuf que, había apoyado el movimiento de 9 de Termidor (que significó el fin del Comité de Salud Pública y la caida de los jacobinos robespierrista) se percató con bastante rapidez del sentido burgués del nuevo régimen que se construía y entró en contradicción con él. Ello le supuso la detención. Estuvo detenido hasta el 18 de diciembre de 1794. Para enmarcar el rumbo contrarevolucionario de Termidor, podemos citar que el 12 de noviembre ( 22 Brumario) había sido clausurado el Club de los jacobinos y que el 24 de diciembre (4 Nivoso), había sido abolida la ley del maximum. El conjunto de la política económica y social de Termidor fue de instauración del régimen capitalista de producción, el liberalismo económico más desatado. Como dice Guerin:’Se sacrificaba deliberadamente a los pobres…Al tiempo que se les quitaba el pan de la boca, privaban a los sans culottes de una de sus conquistas esenciales: la libertad política.’ El primero de abril de 1795 (12-13 Germinal del año III) se produjo una insurrección popular en Paris, como expresión de la desesperación popular que fue seguida de las jornadas de 1-4 de Pradial. La derrota del movimiento popular fue ya total. Por su parte, Babeuf había empezado a publicar su periódico ‘El Tribuno del Pueblo’ desde verano del 94, que siguió publicándose hasta el 24 de abril de 1796. A raíz de los artículos del Tribuno estuvo detenido entre febrero y noviembre de 1795,en Paris, en Baudets y en Arrás La cárcel le permitió realizar una reflexión sobre lo que estaba ocurriendo y trazar los planes de un nuevo proyecto político: establecer la igualdad de hecho. Babeuf, salido de la cárcel gracias a la amnistía concedida por el Directorio, reemprende inmediatamente la publicación de su periódico ‘Le Tribun du peuple’. Sus ideas sociales y políticas estaban claras y su Programa era coherente. Todavía era necesario propagarlas y continuar firme en las posiciones defendidas. Durante las semanas que separan la reaparición del ‘Tribun’ y el fracaso de la conspiración, Babeuf se comporta como un jefe de partido: designa los objetivos y critica los periódicos republicanos que pactan con el Directorio; contribuye eminentemente al renacimiento del movimiento democrático y a la organización de los grupos revolucionarios; denuncia la reacción y establece un balance en su periódico de los beneficios del ‘sistema de la igualdad’ y de las villanías dictatoriales. Sus últimas llamadas corresponden a la época en que fue construido el aparato insurreccional babouvista. Las frases apasionadas de Babeuf revelan a la vez la grandeza mesiánica del hombre y las incertidumbres de la tentativa. Babeuf presentó en el índice de su periódico el Manifiesto bajo el título ‘Extracto del gran manifiesto a proclamar para reestablecer la ‘igualdad de hecho’. Necesidad para todos los desgraciados franceses de una retirada al Monte Sagrado o de la formación de una Vendée plebeya’. En él se encuentra lo esencial de los proyectos socialistas y políticos de los babouvistas. Babeuf, que había constatado a su salida de la cárcel la desbandada popular y las vacilaciones de los demócratas, vió como una necesidad mostrar, lo más rápidamente posible, ‘lo que era necesario hacer’. En el Prospecto aparecido al mismo tiempo que el número 34 de ‘Le Tribun du peuple’, escribía: ‘Persuadido eternamente de que no se puede hacer nada grande sin todo el Pueblo, creo que es necesario aún, para hacer alguna cosa con él, mostrar- le continuamente ‘lo que es necesario hacer’ y temer menos los inconvenientes de la publicidad de los que la política se aprovecha, que contar con las ventajas de la fuerza colosal que delata siempre la política… Tenemos que calcular las fuerzas que se pierden dejando la opinión en la apatía, sin aliento y sin objeto, y todo lo que se gana activándola y enseñándole el ‘fin». Todo el número 34 de ‘Le Tribun du peuple’ que precede al Manifiesto, no es nada más que una llamada a la opinión para que despierte, a que no se deje ganar por aquellos que quieren llevar al movimiento popular por la vía de la moderación (Fouché, Barras, etc.) y para hablar, como a principios del siglo xx, de la vía de la ‘colaboración de clase y del reformismo’. El Manifiesto de los plebeyos, fue el pretexto para nuevas persecuciones contra Babeuf. ¡Patriotas! ¡Estáis un poco descorazonados!, ¡Me atrevería a decir que sois un poco pusilánimes! Estáis espantados porque sois muy pocos y teméis el fracaso. Pero acabáis de ver, y os lo han dicho, que queda muy poco que retroceder. ¡Vencer o morir!, no habéis olvidado que éste fue nuestro gran juramento. Vuestros enemigos os apresuran a llegar a la manos: y yo también. Procediendo de otra forma de la que ellos lo entienden, podéis salvar a la patria. Os haré ser, a pesar vuestro, valientes. Os forzaré a, llegar al enfrentamiento con nuestros adversarios comunes… ¡Hombres libres! No soy imprudente en absoluto… no soy prematuro en absoluto… Todavía no sabéis dónde y cómo quiero ir. Veréis pronto mi camino; y, o bien no sois demócratas, o juzgaréis que éste es el bueno y el seguro. En principio somos pocos obreros, es verdad; pero pronto habremos agrupado a los que hace falta. (… ) ¡Patriotas! Lo he hecho todo para haceros reconocer ‘atentos y convencidos’ la necesidad de detestar el régimen aristocrático bajo el que estamos encadenados, y para haceros ver, de una forma igualmente manifiesta, que solamente podréis vivir después del, retorno de la democracia, que ya habéis conquistado. Lo he hecho, porque he creído que ‘ha llegado la hora’ de emprender el combate entre vosotros y los pérfidos enemigos de un sistema equitativo. ¡Ahora sois vosotros quienes debéis forzar el combate! Esto es lo que yo he querido. Debe ser forzado, digo, porque vuestros enemigos no pueden desconocer, y vosotros mismos no lo podéis disimular, ‘lo que queremos’. Ya no tenemos tradición. Creo, he creído siempre, que si dejamos escapar este momento para llegar a las manos, no nos quedará por mucho más tiempo la esperanza de reconquistar este estado de libertad y de felicidad por el que hemos hecho tantos sacrificios. Que el gobierno, tan alabado por los republicanos y tan cordialmente aborrecido por los patricios y los monárquicos; que el gobierno justifique las esperanzas de unos y pague el odio de los otros con una retribución merecida. Que ayude, en lugar de impedir, los movimientos necesarios para devolver al pueblo sus derechos. Que los miembros del Directorio ejecutivo ‘tengan la suficiente virtud para minar su propio establecimiento’. Que se dediquen voluntariamente, y que sean los primeros en desdeñar, todo el andamiaje de la aristocracia ‘superlativa’, esta institución gigantesca que se sostiene siempre difícilmente, porque contrasta demasiado con los principios que nos han hecho hacer la revolución. Que rechacen todo este aparato, toda esta pompa veneciana, esta magnificencia casi monárquica , que escandaliza a nuestros ojos que sólo están acostumbrados ya a admirar lo simple y lo que se acerca a la igualdad. Que protejan, en lugar de continuar persiguiendo, a los apóstoles de la democracia, y que dejen predicar libremente la santa moral. Que sean tan grandes como lo fueron Agis y Cleomena, en situaciones muy parecidas a la suya ( … ) Babeuf condena seguidamente la quietud de los demócratas y sus vacilaciones para combatir al gobierno. Muestra que su fin no es establecer un nuevo régimen político, sino un nuevo régimen social basado en la igualdad, del que no se puede diferir la llegada. (… ) Las instituciones tienen que asegurar la ‘felicidad común’, la comodidad de todos los asociados. Recordemos algunos de los principios fundamentales desarrollados en nuestro último número, en el artículo De la guerra de los ricos y de los pobres. Repeticiones de este género no aburren lo que interesan. Señalábamos que la ‘perfecta igualdad’ es de derecho primitivo: que el pacto social lejos de atentar contra este derecho natural, tiene que dar a cada individuo garantías de que este derecho no será nunca violado; que además, nunca deberían existir instituciones que favorecieran la desigualdad, la codicia, que pudieran permitir evadir lo necesario para unos, para formar lo superfluo para otros. Que sin embargo había sucedido lo contrario, que convenciones absurdas se habían introducido en la sociedad y habían protegido la desigualdad, habían permitido el despojo de la mayoría de la minoría; que existieron épocas en las que los resultados de estas asesinas reglas sociales, fueron que la universalidad de las riquezas se había concentrado en las manos de unos pocos; que la paz que es natural cuando todos son felices, entonces era necesariamente precaria; que la masa que no podía continuar existiendo, al no poseer nada, encontrando solamente corazones inhumanos en la casta que se había apoderado de todo, estos efectos determinaban la época de estas grandes revoluciones, fijaban los períodos memorables, predichos en el libro del Tiempo y del Destino, en las que el cambio radical en el sistema de propiedad se convierte en inevitable, donde la revuelta de los pobres contra los ricos es una necesidad a la que ya nada puede vencer. Nosotros hemos demostrado que en 1789, estábamos en este momento, y que es por esto que entonces estalló la revolución. Hemos demostrado que, después de 1789, singularmente desde 1794 y 1795, la aglomeración de las calamidades y la opresión pública habían hecho urgente la conmoción majestuosa del pueblo contra sus expoliadores y sus opresores… Babeuf utiliza seguidamente un conjunto de situaciones sacado de la historia republicana de Roma, para demostrar que en una situación parecida, a la que, en su opinión, conocía el pueblo de París en 1795, el no ‘respetar las propiedades’ era conforme a la naturaleza humana. (… ) No es la igualdad mental lo que necesita un hombre que pasa hambre o que tiene necesidades: la tenía, esta igualdad, en el estado natural. Repito, porque no es un don de la sociedad; y porque para limitar aquí los derechos del hombre, era mejor para él quedarse en el estado natural, buscando y disputando su subsistencia en los bosques o al borde del mar o de los ríos… La primera y la más peligrosa de las objeciones, además de la más inmoral, es el pretendido derecho a la propiedad, en su acepción común. ¡El derecho a la propiedad! Pero, ¿cuál es pues este derecho a la propiedad? ¿Se entiende por ello el derecho de disponer de ella a su agrado? Si se entiende así, lo proclamo en voz alta, es reconocer la ‘ley del más fuerte’, es engañar el deseo de la asociación, es recordar a los hombres el ejercicio de los derechos de la naturaleza, y provocar la disolución del cuerpo político. Si, por el contrario, no se entiende así, me pregunto cuál será la medida y el límite de este derecho, ya que al fin de cuentas es necesario uno. ¿No lo esperáis de la moderación del propietario? (…) (… ) ¿Queréis de buena fe la felicidad del pueblo? ¿Queréis tranquilizarlo? ¿Queréis ligarlo indisolublemente al éxito de la revolución y al establecimiento de la República? ¿Queréis acabar con sus inquietudes y sus indigestiones intestinas?, declarad hoy que la base de la constitución republicana de los franceses será el limite al derecho de propiedad. (… ) No es más en ‘los espíritus’ donde hay que hacer la revolución; no es allí donde hay que buscar el éxito: desde hace tiempo ya está hecha y es perfecta, toda Francia os lo atestigua: es ‘en las cosas’ donde es necesario que esta revolución, de la que depende la felicidad del género humano, se haga. ¡Eh!, ¿qué importa al pueblo, qué importa a todos los hombres un cambio de opinión que no les procure nada más que una felicidad ideal? Uno puede quedarse extasiado, sin duda, ante este cambio de opinión; pero esta beatitud espiritual sólo conviene a los buenos espíritus y a los hombres que gozan de todos los bienes de la fortuna. Les es bien fácil a éstos, embriagarse de libertad y de igualdad: también el pueblo bebió la primera copa con delicia, también se embriagó. Pero temed que esta borrachera no pasa y que, estando más calmado y siendo más desgraciado que antes, no lo atribuya a la seducción de algunos facciosos, y no se imagine haber sido el juguete de las pasiones o de los sistemas de la ambición de algunos individuos. La situación moral del pueblo no es hoy nada más que un sueño que es necesario realizar, y no lo podéis hacer de otra forma que haciendo ‘en las cosas’ la misma revolución que habéis hecho ‘en los espíritus’. (… ) ¿Es ‘ley agraria’ lo que queréis?, se alarmarán mil voces de hombres honestos. NO: es más que esto. Sabemos qué argumento invencible nos opondrían. Nos dirían, con razón, que la ley agraria no puede durar más que un día; que desde la mañana siguiente de su promulgación, se restablecería la desigualdad. Los tribunales de Francia que nos han precedido, han concebido mejor el verdadero sistema de la felicidad social. Han sentido que tenía que residir en instituciones capaces de asegurar de mantener inalterablemente la ‘igualdad de hecho’. La ‘igualdad de hecho’ no es una quimera. El ensayo práctico fue emprendido felizmente por el tribuno Licurgo. Se sabe cómo llegó a instaurar este sistema admirable, en el que las cargas y las ventajas de la sociedad estaban igualmente repartidas, en el que todos tenían lo suficiente, y en el que nadie podía esperar lo superfluo. Todos los moralistas de buena fe reconocieron este gran principio e intentaron consagrarlo. Los que lo enunciaron más claramente fueron, en mi opinión, los hombres más estimables y los más distinguidos tribunos. El judío Jesucristo no merece este título sino es en forma mediocre, ya que expresó demasiado obscuramente su máxima: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’. Esto insinúa, pero no dice explícitamente, es que la primera de todas las leyes es que ningún hombre puede pretender legítimamente que ninguno de sus semejantes sea menos feliz que él . J. Jacques ha precisado mejor este mismo principio, cuando ha escrito: ‘Para que el estado social sea perfeccionado, es necesario que cada uno tenga lo suficiente'[1], y que ninguno tenga demasiado. Este corto párrafo es, en mi opinión, el elixir del contrato social. Su autor lo ha hecho tan inteligible como le era posible en el tiempo en que escribía y pocas palabras bastan a quien sabe comprender. Escuchar a Diderot, no dejará equívoco sobre cuál es el único y verdadero sistema de sociabilidad conforme a la justicia: ‘Hablad tanto como queráis -dice- sobre la mejor forma de gobierno, no habréis hecho nada en tanto no hayáis destruido los gérmenes de codicia y de la ambición.’ No es necesario ningún comentario para explicar que, la mejor forma de gobierno, es que sea imposible a todos los gobernadores convertirse en más ricos o más fuertes en autoridad que cada uno de sus hermanos; para que en una justa, igual y suficiente parte de las ventajas para cada individuo, se encuentren los limites de la codicia y de la ambición. Robespierre os dirá también, que éstas son las bases de todo pacto fundado en la igualdad de los derechos primitivos o de la naturaleza. ‘El fin de la sociedad -dice en su Declaración de Derechos- es la felicidad común -es decir, evidentemente, la felicidad igual de todos los individuos- que nacen iguales en derechos y necesidades.’ Y más lejos esta otra máxima de moral eterna: ‘No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti – es decir- haz a los otros lo que querrías que te hicieran a ti ( … ).’ Y, ¿no es a esto, a lo que, armado con la razón más soberana, Saint-Just, cuando parecía querer responder a sus verdades incontestables, daba una doble protección, al dirigimos estas importantes palabras a vosotros, Sans-culottes, oprimidos siempre?: ‘Los desgraciados son las potencias de la tierra, tienen derecho a hablar como dueños a los gobiernos que actúan con negligencia hacia ellos.’ (…) La religión de la ‘pura igualdad’, que nos atrevemos a predicar a todos nuestros hermanos despojados y hambrientos, quizá les parezca a ellos mismos, por más natural que les sea; les parecerá, digo, quizá nueva pero por ser tan viejos en nuestras bárbaras y numerosas instituciones, que casi no podemos concebir que sean más justas y más simples (…). Babeuf hace seguidamente un llamamiento a la tradición propia de la Revolución Francesa, citando los textos igualitarios de los hombres que después del 9 termidor han ‘cambiado de camisa’ : Tallien, en ‘Ami des sans-culottes’ en 1793, y Fouché en su decreto del 24 brumario del año II (14 de noviembre de 1793). ¿Es necesario para restablecer los derechos del género humano y hacer cesar todos los males, es necesario una ‘ retirada al Monte Sagrado o una Vendée plebeya? ¡Que todos los amigos de la ‘igualdad’ estén listos y se den por aludidos! ¡Que cada uno de ellos se llene de la incomparable belleza de esta empresa! ¡Los Israelitas a liberarse de la servidumbre egipcia! ¡Llegar a la posesión de las tierras de Canaán! ¿Qué expedición fue nunca más digna de iluminar los grandes corajes? El Dios de la Libertad, estemos seguro de ello, protegerá a los ‘Moisés’ que la querrán dirigir. Nos lo ha prometido sin necesidad del intermediario Aaron, del que no sabemos qué hacer, como tampoco de su colega el vicario. Nos lo han prometido, sin aparición milagrosa en el zarzal ardiente. Dejemos a un lado todos estos pródigos, todas estas necedades. Las inspiraciones de las divinidades republicanas se manifiestan simplemente bajo los auspicios de la naturaleza (Dios Supremo) por la voz del corazón de los, republicanos [2]. Nos ha sido revelado, pues, que mientras numerosos ‘Josué’ combatirán en la llanura sin necesidad de detener el sol, muchos, en lugar del legislador de los Hebreos, estarán en la verdadera ‘Montaña Plebeya’. Allí trazarán, al dictado de la justicia eterna, el decálogo de la santa humanidad, del sans-culottisme, de la imprescriptible equidad. Proclamamos, bajo la protección de nuestras cien mil picas y de nuestras lenguas de fuego, el primer código verdadero de la naturaleza, que no podrá ser nunca quebrantado. Explicaremos claramente qué es la ‘ felicidad común, fin de la sociedad’. Demostraremos que la suerte de todo hombre no debe acabar al pasar del estado natural al social. Definiremos la propiedad. Probaremos que la tierra no es de nadie, sino que es de todos. Probaremos que todo lo que un individuo acapara más allá de lo que le es necesario para su alimentación, es un robo. Probaremos que el pretendido derecho a la alienabilidad es un infame atentado populicida. Probaremos que la ‘herencia por familia’ es un error no me- nos grande; que aísla a todos los miembros de la asociación, y que hace de cada familia una pequeña república, que no puede dejar de conspirar contra la más grande y que consagra la desigualdad. Probaremos que todo lo que un miembro del cuerpo social tiene ‘por debajo’ de los suficiente a sus necesidades de toda especie y de cada día, es el resultado de una expoliación de su propiedad individual hecha por los acaparadores de bienes comunes. Que, en consecuencia, todo lo que un miembro del cuerpo social tiene ‘por encima’ de los suficiente a sus necesidades de toda especie y de cada día, es el resultado de un robo hecho a los otros asociados, que priva necesariamente a un número más o menos grande de ellos, de su parte en los bienes comunes. Que los razonamientos, por más sutiles que sean, no pueden prevalecer sobre las verdades inalterables. Que la superioridad de los talentos y de las industrias no es más que una quimera y un cebo especial que siempre ha servido a los complots de los conspiradores contra la igualdad. Que la diferencia de valor y de mérito en el trabajo de los hombres, reposa en la opinión de que algunos de entre ellos han sentado y han sabido hacer prevalecer, Que es sin duda incorrecto que esta opinión haya apreciado la jornada del que hace un reloj, como veinte veces superior a la jornada de] que traza los surcos. Que es sin embargo con ayuda de esta estimación que la ganancia de un obrero relojero le ha llevado a adquirir el patrimonio de veinte obreros de arado, a los que ha expropiado por este medio. Que todos los proletarios lo son por el resultado de la misma combinación de todas las otras relaciones de la producción, pero que todas parten de la diferencia de valor, establecida entre las cosas por la única autoridad de la opinión. Que es absurda e injusta la pretensión de querer una recompensa más grande para aquel cuya tarea exige un mayor grado de inteligencia, y más aplicación y tensión de espíritu; esto no amplía en nada la capacidad de su estómago. Que ninguna razón puede pretender una recompensa que exceda de lo suficiente para las necesidades humanas. Que también es fruto de la opinión que el valor de la inteligencia, y quizá haya que examinarlo si el valor de la fuerza natural y física, no vale nada. Que son los inteligentes los que han dado tan alto precio a las concepciones de sus cerebros y que si hubieran sido los fuertes los que hubiesen reglamentado las cosas, habrían establecido sin duda que el mérito de los brazos vale tanto como el de la cabeza y que la fatiga de todo el cuerpo podría ser compensada con la de la única parte pensante. Que sin esta igualación, se da a los más inteligentes, a los más industrializados, una patente para acaparar, un título para despojar impunemente a los que lo son menos. Que es de este modo como se destruyó, derribando en el estado social, el equilibrio de la comodidad, ya que no hay nada que esté mejor demostrado que nuestra gran máxima: ‘no se llega a tener demasiado sino es haciendo que los otros no tengan lo suficiente’. Que nuestras instituciones civiles, nuestras transacciones recíprocas no son más que actos de un bandidaje perpetuo, autorizados por leyes bárbaras y absurdas, a la sombra de las cuales solamente nos ocupamos en despojarnos mutuamente. Que nuestra sociedad de bribones implica, a causa de sus atroces convenciones primordiales, toda clase de vicios, de crímenes y de desgracias contra las que algunos hombres de bien se unen en vano para hacerles la guerra, que no pueden hacerla triunfar porque no atacan los males desde su raíz y aplican únicamente paliativos sacados de la reserva de ideas falsas de nuestra depravación orgánica. Que queda claro, por lo que precede, que todo lo que poseen aquellos que tienen algo más que su parte individual de los bienes de la sociedad, es robo y usurpación. Que por tanto es justo recuperarlo. Que el que pudiera probar que, gracias solamente a las fuerzas naturales, es capaz de hacer tanto como hacen cuatro personas juntas y que, en consecuencia, exige la retribución de cuatro, no dejaría por ello de conspirar contra la sociedad, porque destruiría el equilibrio por este único medio y destruiría la preciosa igualdad. Que la prudencia ordena a todos los asociados a reprimir este tipo de hombre, a perseguirle como a una plaga social, a reducirle a no poder hacer más tarea que la de uno, para no poder exigir más recompensa que la de uno solo. Que solamente es una especie la que ha introducido esta locura asesina, de distinción de mérito y de valor, y que también es ella quien conoce la desgracia y las privaciones. Que no deben existir privaciones en las cosas que la naturaleza nos da a todos, que son producto de todos, sino es una causa de accidentes inevitables de la naturaleza, y en este caso, las privaciones tienen que ser soportadas y repartidas entre todos igualitariamente. Que de este modo las producciones de la industria y del genio se convierten en propiedad de todos, de dominio de toda la asociación desde el mismo momento en que los inventores y los trabajadores las han hecho aparecer; ya que no son más que compensaciones de las invenciones precedentes del genio de la industria, de los que estos inventores y estos trabajadores se han aprovechado gracias a la vida en sociedad, y que les han ayudado en sus descubrimientos. Que, ya que los conocimientos adquiridos son de dominio público, deben ser repartidos igualitariamente entre todos. Que es una verdad mal constatada por mala fe, prejuicio o irreflexión, es decir que esta repartición convertiría a todos los hombres en iguales, con la misma capacidad y el mismo talento. Que la educación cuando es desigual es una monstruosidad, del mismo modo que cuando es patrimonio exclusivo de una parte de la asociación, ya que entonces se convierte, en manos de esta parte, en un montón de máquinas, en una provisión de armas de toda clase, con ayuda de las cuales esta primera parte combate a la otra desarmada, llegando fácilmente, en consecuencia, a yugularla, a engañaría, a despojarla, a esclavizaría bajo las cadenas más vergonzosas. Que no es verdad menos importante que la que ya hemos citado y que un filósofo ha proclamado en estos términos: ‘Hablad tanto como queráis, sobre la forma de gobierno, no habréis hecho nada en tanto no hayáis destruido los gérmenes de la codicia y de la ambición. ‘ Que es necesario, pues, que las instituciones sociales nos lleven a un punto en el que nieguen a todo individuo la esperanza de llegar a ser más rico, más potente y más distinguido que ninguno de sus iguales. Que es necesario, para precisar todavía más esto, llegar a ‘encadenar la suerte’; a hacer la de cada asociado independiente de las circunstancias felices o desgraciadas; ‘a asegurar a cada uno y a su descendencia, por numerosa que sea, lo suficiente y nada más que lo suficiente’ ; y a cerrar todas las vías posibles para que nunca puedan obtener más allá de esta parte individual de los productos de la naturaleza y del trabajo. Que el único medio de llegar hasta aquí, es establecer la ‘administración común’; suprimir propiedad particular; ligar cada hombre al talento, a la industria que conoce; obligarle a depositar sus frutos en especie en el almacén común, y establecer una simple administración de distribución, una administración de subsistencia que, teniendo registrados a todos los individuos, y a todas las cosas, hará repartir estas últimas en la igualdad más escrupulosa y las depositará en el domicilio de cada ciudadano. Que este gobierno, que la experiencia nos demuestra que es practicable, ya que se aplica a un millón doscientos mil hombres de nuestros doce ejércitos (lo que es posible en pequeño lo es en grande)[3] , que este gobierno es el único del que puede resultar la felicidad universal, inalterable, sin mezcolanzas; ‘la felicidad común, fin de la sociedad’. Que este gobierno hará desaparecer los límites, las vallas, los muros, las cerraduras de las puertas, las disputas, los procesos, los robos, los asesinatos, todos los crímenes: los tribunales, las cárceles, las horcas, las penas, el desespero que causan todas estas calamidades; el ansia, la envidia, la insaciedad, el orgullo, los engaños, la duplicidad, en resumen, todos los vicios: y más aún, y sin duda este punto es el esencia, ‘el gusano roedor’ de la inquietud general, particular, perpetua de cada uno de nosotros, por nuestra suerte de mañana, del próximo mes, del año siguiente, de nuestra vejez, la de nuestros hijos y la de sus hijos. Este resumen de este terrible manifiesto que ofreceremos a la masa oprimida del Pueblo francés, del que te damos un primer esbozo para empezarle a ‘dar gusto’. ¡Pueblo, despierta a la esperanza!, acaba con la desesperación que te sepulta. (… ) Despierta a la vista de un futuro feliz. ¡Amigos de los reyes!, perded toda esperanza de que los mallos con los que habéis abrumado al pueblo le sometan para siempre jamás al yugo de uno solo. ¡Y vosotros, patricios!, ¡ricos!, ¡tiranos republicanos! renunciad igualmente, y todos a la vez, a vuestras especulaciones opresivas, sobre esta nación que no ha olvidado todavía sus juramentos a la libertad. Una perspectiva, más feliz que todo lo que podéis suponer, se abre a su vista. ¡Dominadores culpables!, en el momento en que creéis que podéis azotar sin peligro a este pueblo virtuoso con vuestro brazo de hierro, os hará sentir su superioridad, se liberará de vuestras usurpaciones y de vuestras cadenas, recuperará sus derechos primitivos y sagrados. Desde hace demasiado tiempo le estáis insultando en su agonía… ‘El pueblo -decís- está sin vigor; sufre y muere sin atreverse a quejarse.’ ¡El orgullo de la nación no se dejará pisar por estas humillaciones! ¡El nombre francés no pasará a la posterioridad acompañado de este envilecimiento! ¡Que este escrito sea la señal, la luz que reanime y vivifique todo lo que en otro tiempo tuvo calor y valentía!, todo lo que quemó con llama ardiente por la felicidad pública y la independencia perfecta. ¡Que el pueblo torne la primera idea verdadera de la Igualdad! Que estas palabras: ‘Igualdad’, ‘iguales’, ‘plebeyanismo’ sean palabras de unión de todos los amigos del pueblo. Que el pueblo ponga a discusión todos los grandes principios; ¡que el combate se centre sobre el famoso tema de esta ‘igualdad’ propiamente dicha y sobre el de la propiedad! ¡Que goce esta vez con la moral y que la llene de fuego sostenido hasta la consumación total de su obra! Que destruya todas las antiguas instituciones bárbaras y que las sustituya por aquellas que son dictadas por la naturaleza y la justicia eterna. Sí, ¡todos los males del pueblo están en el límite; no pueden empeorar! ¿No pueden repararse sino es un cambio total? ¿Que esta guerra del rico contra el pobre tome un color menos innoble? ¡Que deje de ser audaz por un lado y malvada por el otro! ¡Que los desgraciados respondan de una vez a sus opresores! Aprovechémonos de que nos han empujado hasta el límite. Avancemos sin rodeos, como hombres que se sienten llenos de todas sus fuerzas: Marchemos francamente hacia la Igualdad. Veamos el ‘fin de la sociedad’; ¡veamos la ‘felicidad común’! ¡Pérfidos o ignorantes! ¿Gritáis que es necesario evitar la guerra civil? ¿Que no hay que echar entre el pueblo la antorcha de la discordia? ( … ) ¿Qué guerra civil es más irritante que aquella que muestra a todos los asesinos en un bando y a todas las víctimas sin defensa en el otro? ¿Clasificaríais de criminal a quien arma a las víctimas contra los asesinos? ¿No es mejor una guerra civil en la que las dos partes puedan defenderse recíprocamente? Que se acuse, si se quiere, a nuestro periódico de avivar la discordia. Tanto mejor: la discordia es mucho mejor que una horrible concordia en la que la gente muere de hambre. Que los partidos tomen posiciones; que la rebelión sea parcial, general, instantánea, que retroceda, que se determine. ¡Nosotros estamos siempre satisfechos! ¡Que el ‘Monte sagrado’ o la ‘Vendée plebeya’ se formen en un solo punto o en los ochenta y seis departamentos! Que se conspire poco o mucho contra la opresión, secretamente o a la luz del día, en cien mil conciliábulos o en uno solo, poco nos importa ya que se conspira y los remordimientos e inquietudes acompañan siempre a los opresores. Hemos dado la seria¡ para que muchos se den cuenta; para llamar a muchos cómplices; les hemos dado motivos suficientes y algunas ideas, estamos casi seguros que se conspirará. Que la tiranía intente, si puede, interceptamos… El pueblo, se dice, no tiene guías. Que aparezcan, y el pueblo desde este mismo instante romperá las cadenas y conquistará el pan para él y para todas las generaciones venideras. Repetimos una vez más: Todos los males están en el límite; no pueden empeorar; ¡no pueden repararse si no es con un cambio total!… ¡Que todo se confunda!… ¡que todos los elementos se envuelvan, se mezclen y choquen entre sí!… ¡Que todo se convierta en caos y que del caos salga un mundo nuevo y regenerado! ‘Apresurémonos, después de mil años, a cambiar estas leyes groseras’. ‘Le Tribun du peuple’, número 35. 9 frimario del año IV (30 de noviembre de 1795), págs. 79-107. Nota: Para editar este texto se ha utilizado la siguiente biblografia: Babeuf. Ecrits presentés par Claude Mazauric. Messidor/Editions sociales. Paris, 1988. François-Noel Babeuf. Realismo y utopia en la revolución francesa. Sarpe . Biblioteca de la historia. Madrid, 1985. Irene Castells Oliván. La revolución francesa (1789-1799). Editorial Síntesis. Madrid 1997. Daniel Guerin. La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa. 1793-1795. Alianza Editorial, Madrid 1974. [2] Babeuf confirma aquí su ateísmo, o quizá mejor, su panteísmo naturalista. [3] Babeuf muestra aquí todo lo que su doctrina debe a la práctica del año II: tasación y requisicíón. La misma idea era entonces frecuentemente expresada y sería desarrollada por los socialistas utopistas en su proyecto de ‘ejércitos industriales’ (Cf. M. Dommanget pages choisies…, op. cit., notas, p. 262.)
©EspaiMarx 2002
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