Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Rosa, Vladimir y la democracia

Joaquín Miras Albarrán, Joan Tafalla

“Los bolcheviques son los herederos históricos de los “levellers” ingleses y de los jacobinos franceses”

Rosa Luxemburgo, 1917.

Nota previa: Cómo relacionarnos con dos clásicos

Nos aproximamos a dos personas que participaron plenamente en la oleada de luchas de clase de principios del siglo XX y usaron de su capacidad intelectual para tratar de comprender y reorientar la situación por la que transcurría el movimiento revolucionario. Ambos estuvieron a la altura de las circunstancias y dieron lo mejor de sí mismos en la lucha. Nos legaron su pensamiento y su obra. Las luchas de clases en las que participaron ocurrieron al otro extremo del siglo que nos antecede, al comienzo del ciclo de luchas revolucionarias más intenso de la historia de la humanidad.

Hoy, como entonces, la explotación capitalista sigue siendo el enemigo de la humanidad. No debemos olvidar esto; porque, entre otras cosas, implica que las clases subalternas fueron derrotadas en ese ciclo de lucha de clases. El enemigo explotador es el mismo, el capitalismo, pero el mundo en el que ellos vivieron tiene poco que ver con el nuestro. Incluso los movimientos políticos que ellos animaron ya no existen. No podemos apelar a ellos para que su pensamiento nos procure la fórmula adecuada en la que orientar nuestra lucha, la estrategia a seguir.

Pero su pensamiento trató de aferrar los problemas que se planteaban a los revolucionarios durante la lucha de clases revolucionaria en un determinado momento histórico. Si comprendemos su momento, los dilemas que afrontaron, encontraremos en las respuestas que trataron de elaborar una fuente de inspiración para nuestro presente y nuestra lucha. No podemos ser luxemburguistas, o leninistas, o trotskistas, pero sí podemos inspirarnos en ellos porque su talla intelectual hace que su pensamiento sea perenne: son parte de nuestros clásicos. Compararlos puede ser tarea útil si la emprendemos para comprender mejor las peculiaridades respectivas de su pensamiento, esto es, la forma original con la que dieron respuesta a los problemas políticos de su época. Puede ser un disparate si tratamos de convertirlos en doctrina sistemática. Ellos pensaron su presente con cabeza propia, usando libremente de un legado intelectual revolucionario. Eso es lo que nos toca a nosotros.

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José-Amalia Villa se ha ido

Gregorio Morán

La Vanguardia, 04/02/200

La verdad es que no sé ni dónde nació. ¿En Madrid, en Gijón, en México, en Salamanca? Quizá en alguna de ellas porque eran las ciudades que siempre recordaba como vinculadas a su vida, de aquellas que tenía historias para contar y que aparecían difuminadas en una memoria en la que cada recuerdo era una muesca en carne viva. Para un puñado de gentes fue la representación de la coherencia, de la dignidad y de ese valor cívico que se ha ido achicando en el país conforme todos nos hicimos iguales o muy parecidos en el ejercicio de ventilación de la memoria. Seis personas la despedimos en un flamante cementerio de Madrid, La Paz, sarcástico nombre para incinerar a una persona que vivió en guerra con el destino, un lugar de esos donde la ciudad pierde su nombre, bordeando una carretera antaño frecuentada por cazadores de conejos, la de Colmenar. Un sitio apropiado para convertir en ceniza a una mujer que peleó por cambiar la vida con esa rara elegancia de los que están nimbados por la discreción. José-Amalia Villa fue una mezcla de símbolo y leyenda, o para mejor decir, primero fue leyenda, y el tiempo y la dignidad, que no suelen ir parejos, la fueron convirtiendo en símbolo. Pertenecía a una cofradía de ciudadanos insólitos, orgullosos de sí mismos en un sólo punto que los distinguía del común: habían pasado por todo y no eran alérgicos a nada, salvo a la estupidez. Un ejercicio de salud mental que tiene un costo demoledor en soledad y aislamiento. Había recorrido tantas cárceles, había aguantado tanta bobería con pretensiones universales, había conocido a tantos hijos de puta masculinos, femeninos y neutros, que con el tiempo y la sordera acentuada se rodeó de un blindaje humano hecho de carácter bronco, respuestas inequívocas y un desdén olímpico por todo lo que significara notoriedad y salseo. "Lo peor de las prisiones de mi época – me dijo un día- es que nunca estabas sola para poder llorar". Así que José-Amalia Villa tardó mucho en llorar y eso deja huella cuando la vida te ha dado tantos motivos para hacerlo. Lo consiguió en la de Segovia, prisión fría con notoriedad en tiempos donde no había recinto carcelario que no recordara al camposanto. Y fue gracias a una huelga de hambre, la primera que se recordaba en una cárcel de mujeres. Sucedió en 1949 y el hecho de que las recluyeran en celdas de castigo en condiciones infrahumanas se tradujo para ella en algo que nunca olvidaría; al fin estuvo sola para poder llorar sin que su dignidad se afectara. Lo afirmaba secamente con una frase muy suya: "No podía darles la satisfacción de verme llorar; ni a las carceleras ni a mis compañeras de celda". Y en verdad que tenía mucho que llorar. La detuvieron dos veces, lo suficiente. Se dio la particularidad, digna de la época, que fue su propio padre, un masón cobarde hasta la infamia, el que la denunció por su participación como enfermera en el ejército republicano. Voluntaria de excepción en tiempos en los que una señorita de buena familia como ella no se echaba al frente con un mosquete. La primera detención fue breve pero decisiva. La dejó dos secuelas que condicionaron su vida. La más evidente, la sordera. La manta de hostias que le aplicaron, en presencia de su padre, le provocaron perforación del tímpano. Tenía 21 años recién cumplidos. La casualidad hizo que en ese edificio – hoy museo y antaño centro de miserias, que se llamaba Dirección General de Seguridad, Puerta del Sol, kilómetro cero- compartiera celda con otra señora bien, que había estudiado en Salamanca con Unamuno, mal casada con un sobrino de Ángel Ganivet y que como él acabaría sus días en suicida. Se llamaba Matilde Landa y había vivido la Guerra Civil como compañera del italiano Vittorio Vidali, el legendario e inquietante Comandante Carlos de las Brigadas Internacionales, que moriría como respetado senador comunista en Trieste. El encuentro de José-Amalia con Matilde en la misma celda de la DGS marcará el resto de su vida. Convertida en un muñeco roto por las torturas y acuciada por la presión moral de estar detenida con una niña de apenas nueve años, Matilde Landa no tiene otra salida que confiar en su vecina de celda. No era difícil, José-Amalia Villa era de las que dejaban huella a primera vista. El caos de las últimas semanas de la Guerra Civil en Madrid, con el golpe de Casado y la incompetencia manifiesta de sus líderes, dejó al Partido Comunista en situación tan precaria que delegaron la secretaría general del Partido en Matilde Landa. Apenas si sobrevivió unos días en la clandestinidad imposible de aquel Madrid recién reconquistado. Y ahora estaba allí, contándole a una compañera de detención lo inmediato que debía hacer para informar que todo, es decir, lo poco que había, se había ido al demonio. José-Amalia Villa, esa muchacha que gustaba más de Mozart – ¡pobre, qué año te espera!- que de Beethoven, que leía a Romand Rolland y a Gorki, que le preocupaba la eternidad como a Unamuno, que admiraba al Ortega y Gasset anterior a la República, que hablaba francés de corrido, que tenía un padre masón y rico, y un hermano donjuán y socialista, se encuentra en el brete de tener que decidir si hacerse comunista. ¡Vaya escena! Dos mujeres jóvenes en una cochambrosa celda de la DGS metiéndose en la ciénaga sucia que deja la guerra y tratando de recuperar lo que ya está perdido para siempre. Allí se convirtió en militante José-Amalia Villa, y salió e hizo lo que había que hacer y pocos se atrevían. Y un buen día, perdonen el sarcasmo, se le acercó un tipo al parecer de mediana estatura y unos ojos vivos. Arrollador en su capacidad de atraer, de seducir y de mandar. Pasaría a la historia, es un decir, como Heriberto Quiñones, el personaje más ignorado y secreto de toda la historia del comunismo en España. Aún se desconoce su nombre verdadero y su origen, fuera de una supuesta procedencia de Besarabia, entonces territorio disputado entre Rumanía y la Rusia soviética. Lo único cierto es que se trataba de un hombre de la Komintern, la III Internacional Comunista, que había trabajado en Polonia, Francia, Sudamérica y España, donde se detecta su presencia a partir de 1931. Pasa por asturiano, con documentación impecablemente falsa. Será responsable del comunismo español en la clandestinidad durante el año 1941 y dejará una huella imborrable de talento político y de valor físico, porque no huyó, sino que asumió sus responsabilidades hasta el final. Un final atroz, torturado por la policía franquista, que solicitó la ayuda de la Gestapo y que le dejó con la columna vertebral quebrada. Lo fusilaron atado a una silla en las tapias del cementerio del Este, en Madrid, un día espantosamente frío junto a dos de sus ayudantes en la dirección del PCE, Luis Sendín y Ángel Cardín. Lo del día frío no es literatura. Lo recordaba José-Amalia Villa porque oyó los disparos desde la vecina cárcel de mujeres, entonces en Ventas, junto a la emblemática plaza de toros madrileña. Había vivido con él apenas nueve meses, los suficientes para una pasión tan acendrada que se mantendría durante toda la vida, con una fidelidad a su memoria que conmueve. Ella pasaría unos diez años de cárcel desde su detención en diciembre de 1941 y viviría otra escena que también marca: enterarse de que la dirección del Partido Comunista español, en el exilio, ha denunciado a Heriberto Quiñones como un agente inglés infiltrado.Lo conocían todos los dirigentes, lo habían tratado Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo y Fernando Claudín. Pero eran tiempos en los que lo mejor era buscar un chivo expiatorio, inventarse un traidor que cargara con tantos fracasos. En la misma cárcel de Segovia, donde lograría al fin estar sola y llorar, también le correspondería a José-Amalia Villa transcribir el documento en el que los tres líderes del comunismo español, Pasionaria, Carrillo y Claudín, acusaban a Heriberto Quiñones, el que había muerto con la columna destrozada gritando: "Viva la Internacional Comunista" , de "carroña infiltrada en el partido". Cuando José-Amalia salió de la cárcel siguió siendo la que era, y jamás quiso cruzar una palabra con aquella chusma que había sido capaz de quitarle a un valiente lo único que tenía, la dignidad de un revolucionario. Murió el jueves de la pasada semana, sola, como había vivido, atendida en sus cuidados por un puñado de amigos incombustibles. En los últimos meses de vida se fue despidiendo de todo; un buen restaurante, escogí Sacha y lo probó todo; un museo, y la volvieron a El Prado; un paisaje, y la llevaron al Guadarrama; una conversación, y estuvieron atentos a sus palabras. Ella hubiera querido morir antes, pero el destino no lo permitió. Hace ya veinte años le dediqué Miseria y grandeza del Partido Comunista de España y le puse unos versos de Luis Cernuda, como si fueran la joya que nunca hubiera aceptado de sus amigos: "Si renuncio a la vida es para hallarla luego, conforme a mi deseo, en tu memoria". Cuando nos vimos la última vez, hace unos días, me pidió dos cosas: que estuviera en su incineración y que no escribiera este artículo.

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La lucha por la hegemonía en el frente intelectual: la práctica política de Manuel Sacristán Luzón

Joaquín Miras Albarrán

“El pecado del intelectual es echar un velo sobre la realidad”

M.S.L.

El propósito de esta ponencia es facilitar una primera aproximación a la obra de Manuel Sacristán Luzón para un posible  lector novel, imbuido, como Sacristán, de inquietud moral revolucionaria. Toda introducción esclarecedora  a la obra  de Manuel Sacristán Luzón debe comenzar refiriéndose a su compromiso político como comunista. Manuel Sacristán se organizó –es el término apropiado- en el Partido Comunista en Cataluña, el PSUC, en 1956, y fue hasta el final de su vida un Comunista y un marxista.

Como podemos leer en la penúltima conferencia que pronunció, sobre Lukacs, menos de 4 meses antes de su muerte,  al final de su vida seguía reiterándose en sus principios y reconociéndose públicamente comunista y marxista, aunque matizaba la primera palabra, y se decía “comunista de izquierdas” [1] .

Es necesario resumir  -hoy como siempre, por lo demás- lo que significa ser comunista. Más si se tiene la pretensión de que el texto sirva como aproximación hermenéutica a la obra de Sacristán por parte de las generaciones jóvenes actuales. El comunismo es una corriente de la tradición de la democracia que se caracteriza por considerar que la explotación económica y la dominación humanas sólo pueden ser resueltas mediante la lucha de clases y la transformación revolucionaria de la sociedad. Esta ruptura con el orden político y económico capitalista tiene como objetivo la socialización de los medios de producción y cambio, que deben convertirse en propiedad de la comunidad, es decir, en propiedad o cosa pública. En este proceso de lucha, el Estado debe comenzar a ser reabsorbido por la Sociedad Civil, pues se fundamenta en la división jerárquica, burocrática de la actividad entre los hombres –mandar/obedecer-  y reproduce la dominación.

Estas ideas eran compartidas por Manuel Sacristán. Consiguientemente, Sacristán militó, como ya he escrito en un partido comunista –el PSUC-. Conviene aclarar estas dos palabras subrayadas. Un partido comunista, tal como lo entendía Sacristán, no es una organización formada por profesionales de la política que elaboran programas electorales y ejecutan su actividad política desde las instituciones del Estado, a modo de ingeniería social, usando de los recursos financieros y humanos puestos a su alcance por el propio Estado. Este tipo de actividad política, basada en la división jerárquica del trabajo, aun cuando se impulse en nombre de ideales emancipatorios, se hace siempre por cuenta y a beneficio del capital, y no es sino un ejercicio de lo que Gramsci denominó Revolución Pasiva: El Estado atiende a la resolución de aquellas necesidades más exacerbadamente sentidas por los explotados a condición de que estos renuncien a su condición de ciudadanos y permanezcan desorganizados y políticamente inactivos, en lugar de ejercer su soberanía y constituirse en poder organizado.

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Román

Joan Tafalla

Recibo la noticia de la muerte Román por correo electrónico. La noticia, previsible, me golpea y extrae de algunos rincones de la memoria anécdotas que son categorías. Compartirlas con el lector es el modesto homenaje que puedo rendir a Román.

Con las horas, me indigno. Me indigna el silencio de los medios que deberían informar de un suceso tan importante. Una nota en El Periódico de Catalunya, una necrológica en El País, escrita por Jordi Miralles. Ese medio ni tan sólo consideró necesario reflejar el suceso como noticia. Ningún medio televisivo ( incluida la TV3 del tripartito) en el entierro. Ninguna representación de ese gobierno. Los buenos hacen mutis en silencio. Aquellos que mantenían el silencio cuando era preciso hablar y comprometerse, no consideran oportuno dedicar a Román ni un minuto en sus “partes” de noticias. Quizás no debiera indignarme. Pero aún conservo suficiente grado de ingenuidad para hacerlo.

Román pertenece a esa estirpe de gente que trajo las libertades a España, tras mantener un pulso de cuarenta años con la dictadura. Esa estirpe está constituida por unos escasos centenares de personas en el conjunto de España. En Catalunya quizás sólo lleguen a una cincuentena. Se trata de una estirpe de gente que, cuando la masa, golpeada hasta la saciedad, aterrorizada por el genocidio fascista, se resignaba a duras penas a la miseria y al hambre, se mostraron a la altura de las circunstancias históricas y se enfrentaron como enanos valerosos al gigante de la dictadura fascista. Un gigante a quien todos daban por vencedor definitivo de la contienda de clases en nuestro país. Román perteneció a esa ínfima minoría que no sólo no dio el combate por perdido sino que decidió continuarlo con todas las consecuencias.

A Román y a esa mínima minoría, le debemos los comunistas, los demócratas y los republicanos la dignidad. Como un inmenso “lager” España se levantaba y se acostaba al son del himno fascista. Las prisiones rebosaban, la represión acabó con toda una generación y trató de cercenar el comunismo del país. Las tapias de los cementerios asistían mudas a los fusilamientos en aras de la “paz”, mientras Román y la mínima minoría, aún a sabiendas que su futuro no podía ser otro que la tortura, la prisión, eventualmente la muerte arrostraban su destino con la certeza trágica de que la única forma de acabar con el fascismo era organizar la lucha contra él. No como los “demócratas de toda la vida” que “luchaban” por la democracia ostentando cargos en el franquismo, ni como los de la oposición pasiva que esperaban que la democracia llegara de la mano del Mercado Común o de los USA.

En Catalunya, Román ocupó , con un puñado de valientes el puesto de mando de un destacamento de combate que aseguró la transmisión de la tradición comunista, de la tradición republicana y frentepopulista entre generaciones separadas por la noche y la niebla fascistas. Con Gregorio López Raimundo, con Joan Comorera, Con Margarita Abril, con Pera Ardiaca, con Miguel Nuñez y algunos más, a pesar de las polémicas y las escisiones que los laceraron, cumplieron esa tarea histórica. Y a fe que la cumplieron bien. A fe que las nuevas generaciones obreras y estudiantiles que en los años sesenta y setenta se incorporaron a la lucha, encontraron gracias al trabajo de esas personas una tradición política y social a la que referirse cuando elaboraban su experiencia de lucha. Román y algunos, pocos más, están tras un “misterio” que nadie se explica: aquel misterio de que el PSUC fuera, en Catalunya “el partido”. El único, el inimitable, el auténtico “partido”.

Demasiado joven para haber conocido los tiempos heroicos de Román, recuerdo la primera vez que le ví y que le oí: era en otoño del año 1973 o 1974. Había sido convocado a una Conferencia local del PSUC de Barcelona que se celebraba en una parroquia del lado norte de la ciudad. Uno de los alicientes para asistir a un acto, la profundidad de cuyos debates se me escapaba, era ver y oír al “camarada Román”. Allí estaba, en la tribuna ( sí es que podía llamarse de este modo) del acto. Con un aspecto que francamente, me decepcionó: con su calva, su bigotillo, la orondez de su barriga y luciendo un jersey muy historiado, tejido con lanas verdes marrones y negras. Un jersey de los que le tejía el amor de otra persona de leyenda: Margarita Abril, a quién hemos perdido aún más silenciosamente el año pasado.

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Jesús Albarracín, militante comunista (1943-2001)

Necrológica

"La humanidad esta más allá de la economía política, la inhumanidad esta en ella" Marx, Manuscritos de 1844

Conocí a Jesús Albarracín en noviembre de 1973 o 1974, ya no me acuerdo bien del año. Habiamos ido entrando en pequeños grupos de 3 o 4 personas a un consultorio médico en la Plaza de Lavapies, donde ibamos a celebrar una Conferencia de la LCR de Madrid. En el hall nos daban unas capuchas antes de entrar a la sala principal y así, como si fueramos todos penitentes de una extraña orden mendicante, empezamos aquella reunión en la que Jesus, con una voz a la que pondría cara unos años más tarde, le llevó la contraria en todo, con una seguridad que nos dejo a todos desconcertados, al camarada del Buró Político que hizó el informe sobre la situación política y económica de aquellos últimos años del franquismo.

Y es que Jesús tenía unas cualidades innatas para llevar la contraria.

Cualidades que, como si fuera un deportista, cultivó hasta ser un incansable nadador contracorriente para llegar a la orilla que el más ansiaba: la liberación de la clase obrera, y con ella de toda la humanidad, de la explotación capitalista.

En esta época puede parecer una ingenuidad, desde luego, pero Jesús no era un ingenuo, sabía de lo que hablaba.

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Eloy Terrón Abad (1919-2002): el hombre y el marxista Una aproximación bio-bibliográfica

Rafael Jerez Mir

Eloy Terrón Abad fue un hombre altruista, modesto y bondadoso, un intelectual riguroso y un comunista abnegado. Desde sus propios condicionamientos culturales y biográficos, entendió siempre la filosofía al modo de Marx: como crítica sin contemplaciones de todo lo existente desde el compromiso político personal con la clase trabajadora y la superación socialista del capitalismo. [1] Maestro socrático e intelectual del pueblo, tendría hoy que ser también un modelo moral y político para la intelectualidad transformadora y la izquierda española en general. Para lograrlo en un futuro inmediato, hay que estudiar y difundir su pensamiento y su obra, comenzando por poner la información más indispensable al alcance de todos, que es precisamente el objeto de este trabajo.

Por lo demás, a efectos expositivos, esta aproximación bio-bibliográfica se divide en tres partes: formación moral, política y profesional (1919-1951); docencia e investigación (1952-2002); y un maestro socrático y un intelectual del pueblo, a modo de conclusión. [2]

Eloy Terrón Abad nació en Fabero de El Bierzo el 1 de diciembre de 1919. Se formó inicialmente con la acción y «la experiencia derivada de la práctica agropecuniaria, base de todo conocimiento»: [3] trabajó en el campo bajo la vigilancia y la dirección de sus mayores, en una familia de campesinos pobres. Se lo recordaba él mismo hace algunos años a sus paisanos, con ocasión del homenaje que le dieron en el pueblo.

«Nací en Fabero a finales de 1919, en una familia campesina pobre, como todas las del pueblo; fui educado como los demás muchachos en la realización de las labores agrícolas, bajo la vigilancia constante y la dirección de los adultos: mis padres y mi abuelo. Mi conciencia empezó a formarse con la experiencia ganada en el trabajo, en las orientaciones y, sobre todo, en las reprensiones de los mayores. Dada la forma de poblamiento y el sistema de producción agrícola, las relaciones de los muchachos con los adultos de otras familias eran muy escasas, por lo que apenas se producían interacciones de influencias extrañas. Ni siquiera el cura interfería seriamente en la formación de los muchachos, pues no disponía de medios, ni de tiempo para adoctrinarlos en la ideología católica nacional. La conciencia de los jóvenes campesinos era pobre, pero coherente y muy integrada; era suficiente y adecuada para guiar su comportamiento y el de los adultos, en un medio tan sencillo y tan poco expuesto al cambio». [4]

Con esa conciencia elemental, pero coherente e integrada, trabajó desde 1934 en las minas del Bierzo como aprendiz de mecánico y de electricista. Participó en las reuniones sindicales. Comenzó a formarse política e ideológicamente en el movimiento libertario prerrevolucionario de la época. Y se identificó emocional y moralmente con la clase obrera y con sus organización sindical y política, aunque sin vencer nunca la aversión espontánea del campesino frente a la violencia física.

«La llegada a Fabero de varios centenares de mineros procedentes de La Unión (Murcia), de Bélgica, de Francia, de Asturias, puso a prueba nuestra formación y nuestra ingenuidad y nos fascinaron las ideas anarquistas y socialistas, reforzadas por el hecho de que la gran mayoría de los jóvenes adolescentes, campesinos, empezábamos a trabajar en las minas; no se podía desperdiciar el ganar un jornal. A los trece años y medio empecé a trabajar en Minas del Bierzo, y a los 14 y 15 asistía a las reuniones sindicales clandestinas, en 1934 y 1935. Me sentía plenamente adherido a la nueva clase social naciente: la clase obrera».

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¿Día de la memoria o día de la cancelación de la memoria? Reflexiones sobre memoria y olvido

Adriana Chiaia

En el 2000 una ley del Estado italiano instituía "el día de la memoria", a celebrarse el 27 de enero, en homenaje de la liberación de los prisioneros supervivientes en el campo de exterminio de Auschwitz.

En este homenaje los medios de comunicación de masas han utilizado, en los últimos años, expresiones del tipo: "27 de enero de 1945: caen las verjas de Auschwitz" o bien: "Las verjas de Auschwitz, abiertas por los aliados", es decir, los ingleses, estadounidenses y franceses. E incluso es británico el carro armado de la homenajeada película La vida es bella de Benigni, ganadora del Oscar 1999.

Hemos protestado recurriendo al testimonio de Primo Levi, superviviente de

ese campo, que describe así la llegada de los liberadores:

"… La primera patrulla rusa es avistada en el campo hacia el mediodía del día 27 de enero de 1945. […] Eran cuatro jóvenes soldados a caballo, que avanzaban cautelosamente, con las ametralladoras al brazo, por la carretera que limitaba el campo. […] Cuatro hombres armados, pero no armados contra nosotros, cuatro mensajeros de la paz, de rostros toscos y pueriles bajo los pesados gorros de piel. No saludaban, no sonreían, parecían abrumados, más que por la piedad, por un confuso reparo, que sellaba sus labios y ofuscaba sus ojos ante el fúnebre escenario. Era la misma vergüenza que nosotros conocíamos tan bien […]: la vergüenza que los alemanes no conocerían, aquella que siente el justo ante la culpa cometida por otros, y que provoca remordimiento por el simple hecho de existir, por haber sido introducida de forma irrevocable en el mundo de las cosas que existen…." (1)

Recuperada así la memoria, se ha admitido que sí, efectivamente, a Auschwitz llegaron los rusos.

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