Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Los “vicios” del ecologismo

Alfredo Apilánez

«La sociedad capitalista es una sociedad que corre hacia el abismo, desde todos los puntos de vista, porque no sabe autolimitarse. Y una sociedad verdaderamente libre, una sociedad autónoma, debe saber autolimitarse».
Cornelius Castoriadis

 
Estamos jodidos

«Estamos condenados. El desenlace es la muerte, con el final de la mayor parte de la vida en el planeta». El poeta y filósofo Jorge Riechmann comparte la demoledora sentencia del científico social Mayer Hillman acerca del funesto destino que aguarda a la especie humana a medida que avanza de forma irreversible el proceso de volver completamente “asqueroso” su propio nido. Sin embargo, de la desesperación puede surgir también la esperanza: «Hay que repetirlo una y otra vez: paradójicamente, sólo asumir de verdad que no hay solución –que ‘estamos jodidos’– podría abrir un camino que evitase lo peor. Dar por muerta esta civilización, dar por muerta esta economía y esta cultura, darnos por muertos a nosotros mismos, y quizá entonces estar dispuestos a las hoy imposibles transformaciones que nos salvarían».

El diagnóstico es por tanto de una claridad meridiana: el violento choque de la sociedad humana contra los límites biofísicos del planeta –el denominado overshoot o extralimitación– es irreversible y la forma actual de la organización social capitalista no sólo es incapaz, por su naturaleza autoexpansiva y depredadora, de adoptar siquiera mínimas medidas correctoras sino que, bien al contrario, lo está agravando con su propia tendencia degenerativa. La atonía de la acumulación de capital –la progresiva reducción de la rentabilidad y de la productividad del trabajo– durante el último medio siglo, las recurrentes y crecientemente violentas convulsiones sociales provocadas por las crisis y las mutaciones de su matriz de rentabilidad hacia la hipertrofia del casino financiero no han hecho sino agudizar el doble carácter de depredador de la naturaleza y de explotador de «los que nada tienen que perder salvo sus cadenas» que caracteriza al capitalismo desquiciado: los precios de los alimentos y de las materias primas y fuentes de energía que mantienen en marcha el metabolismo social se fijan en el casino de los mercados de futuros, templos de la especulación donde campan por sus respetos los tiburones financieros. El “ecocidio más genocidio” en ciernes, descrito por el propio Riechmann, presenta su siniestro espectro sin que haya la más mínima posibilidad de que “esta economía y esta cultura” lo mitiguen siquiera. El capitalismo ya cumplió por tanto su función histórica progresiva y actualmente no es otra cosa que una rémora, aceleradamente destructiva, para la esperanza en la posibilidad de alcanzar una organización social racional en armonía con la naturaleza.

¿Cuáles serían por tanto, en este lúgubre escenario, las “hoy imposibles transformaciones” que nos alejarían de ese aciago horizonte? ¿Resulta factible concebir siquiera la posibilidad de construcción de alternativas de organización de la vida humana capaces de echar el benjaminiano “freno de emergencia” y evitar al menos los escenarios más acerbos del colapso en ciernes?

La respuesta en principio no debería ser demasiado difícil. El pensador y activista anarquista Murray Boockchin, pionero del ecologismo social, lo expresa en un principio básico: «La dominación de la naturaleza por el hombre se deriva de la dominación real de lo humano por lo humano». Así pues, si el desastre ecológico es una derivada de un sistema económico basado en la explotación del trabajo humano y en la acumulación sin fin de capital como si no hubiera un mañana, la premisa para alcanzar una conciliación del metabolismo social con la preservación de la naturaleza debería ser evidente: la “muerte de esta economía y de esta cultura” y su sustitución por una sociedad racional, que preserve el equilibrio entre la satisfacción de las necesidades humanas y la consecución de las aspiraciones a una “vida buena” en un planeta habitable, mediante el uso no depredador de los dones de la naturaleza. Una sociedad, en las bellas palabras de Marx, que «produzca de forma sistemática el intercambio entre la especie humana y la naturaleza como ley reguladora de la producción social y en una forma adecuada al pleno desarrollo humano».

El hecho decisivo, verdaderamente inédito pero también esperanzador, que distingue a la situación actual de otras épocas históricas, es que tal aspiración sería, a pesar de la sideral distancia existente entre el deseo emancipador y el devastador paisaje que deja el reino del capital, perfectamente realizable: nunca antes en la historia humana ha sido mayor la brecha entre, por un lado, la capacidad potencial de producir bienes y servicios para proporcionar un nivel de vida digno a todos los seres humanos, con tecnologías y recursos sostenibles ecológicamente y, por otro, las deplorables condiciones de vida de una gran parte de la población mundial en un contexto de destrucción acelerada del medio natural. Tal es la constatación que simboliza, mejor que cualquier otro aspecto de la acerba realidad circundante, la irracionalidad suicida –la “carrera hacia el abismo”, en los premonitorios términos de Castoriadis– que caracteriza al capitalismo desquiciado.

Parecería por tanto de todo punto evidente que las respuestas sociales y las prácticas emancipatorias necesarias para detener in extremis esta carrera autodestructiva tendrían que ser, por decirlo en el lenguaje clásico, revolucionarias o no serán soluciones reales. Sin embargo, el consenso acerca de lo anterior dista mucho de ser mayoritario entre las fuerzas transformadoras.

El movimiento ecologista ha asumido en las últimas décadas la ímproba e ingrata tarea de dar respuesta a estas arduas cuestiones denunciando, con abrumador sustento científico, la apremiante emergencia y la extraordinaria gravedad del desastre ecológico y promoviendo las inaplazables transformaciones que permitirían, en los lúcidos términos de Marx, «gobernar el metabolismo humano con la naturaleza de una manera racional». De este modo, trascendiendo el “techo de cristal” de los movimientos –como los calificaba el filósofo Francisco Fernández Buey– de “un solo asunto”, las corrientes ecologistas que “van en serio” no se han limitado al ámbito de la denuncia del colapso ambiental sino que han tratado asimismo de desarrollar abundantes prescripciones político-económicas en pos de detener el ecocidio. ¿Lo han logrado? ¿Ha conseguido el ecologismo, más allá del abrumador consenso científico acerca de la contundencia del diagnóstico y la apremiante urgencia de las soluciones, elaborar un conjunto coherente de prácticas y reflexiones sociopolíticas que iluminen las sendas emancipatorias que pugnen por aunar la preservación del metabolismo socionatural con la liberación del yugo del capital? O, dicho de otro modo: ¿existe una correspondencia entre la dureza del diagnóstico “terminal” del paciente y la radicalidad de las luchas y de las propuestas transformadoras para «dar por muertas esta civilización y esta cultura»?

La primera constatación es que, aunque el movimiento ecologista que “va en serio” –lo cual excluye por principio el “ambientalismo del capital”, el oxímoron del capitalismo “verde, resiliente e inclusivo” o la entelequia de la “economía circular”, ingredientes de la pátina greenwashing que recubre los vanos intentos de las grandes corporaciones y de sus “espadachines a sueldo” por poner cataplasmas al desastre en ciernes– constituye un magma sumamente heterogéneo, podría establecerse, a título expositivo, un eje divisorio fundamental que reprodujera –mutatis mutandis– la vieja querella de la izquierda clásica entre reformistas y revolucionarios. Es decir, entre los creyentes en la posibilidad de la regulación del capitalismo para encauzarlo hacia una drástica corrección de su impacto destructivo sobre el medio natural, y, por otro lado, los convencidos de la incompatibilidad radical entre la esencia depredadora de la acumulación de capital y cualquier noción mínimamente viable de autocontención y de preservación de un lugar apto para una vida buena en el “tercer planeta del sistema solar”.

En este marco, lo que llama extraordinariamente la atención es que, incluso en el caso de las posiciones presuntamente rupturistas –llámense ecosocialistas o libertarias–, las propuestas concretas y las vías de acción político-social que se desarrollan se mantienen, salvo contadísimas excepciones, dentro de los márgenes de las reglas del juego fijadas por el discurso del capital. Es decir, queda patente el agudo contraste entre, por un lado, la contundencia y la casi completa unanimidad en el diagnóstico del inexorable colapso ecosocial y, por el otro, la pusilanimidad de la mayor parte de las alternativas que se plantean para al menos atenuarlo.

Para tratar de ilustrar y desentrañar la paradoja anterior nos centraremos, de forma no exhaustiva, en tres “vicios” que, interrelacionados de múltiples formas y gradaciones, lastran en gran medida la capacidad de los ámbitos sedicentemente radicales del movimiento ecologista para transformarse en un freno eficaz de la insaciable sed depredadora del capitalismo desquiciado y avanzar en la apremiante necesidad de construcción de nuevas formas de organización social alternativas: el decrecentismo, el estatismo y el curanderismo económico.

Decrecentismo: la ilusión de “poner a dieta” al capitalismo

«La civilización es sólo una coartada endeble para una destrucción brutal. El veneno sigue brotando y el sistema entero parece dispuesto a intoxicar hasta el último rincón del planeta, porque son más rentables la destrucción y la muerte que detener la máquina».
Subcomandante Insurgente Galeano

Con fuerza redoblada si cabe tras el brutal impacto de la pandemia en curso, adquiere creciente predicamento en los últimos tiempos dentro del movimiento ecologista la tendencia “decrecentista”. Se trataría de focalizar las propuestas transformadoras del metabolismo socionatural en torno al concepto de “decrecimiento”, estableciendo un programa que incluiría el conjunto de “frenos de emergencia” acuciantemente necesarios para corregir el rumbo suicida de la sociedad capitalista y evitar la hecatombe que se avecina: atajar el flagelo del “ecocidio más genocidio” a través de la reducción radical de la producción y el consumo de masas, así como poniendo coto al desaforado expolio de las riquezas naturales. La abstrusa jerga “decrecentista” –desmaterializar, desmercantilizar, descomplejizar, destecnologizar, descentralizar, relocalizar, ruralizar, etc.– apunta pues a esa necesidad de reducción drástica del consumo energético-material en pos de una urgente adaptación a las capacidades biofísicas del planeta. La cuestión neurálgica residiría pues en cómo lograr esa imperiosa metamorfosis de la depredación del capital hacia un sistema social que “haga las paces” con la naturaleza.

A pesar del consenso abrumador existente en cuanto al diagnóstico –de hecho se trata de un escenario conocido ya desde, al menos, el famoso informe Meadows al Club de Roma de 1972 sobre los “límites del crecimiento”–, harina de otro costal es el contenido del ámbito propositivo. El historiador y destacado teórico anarquista Miquel Amorós resalta la falta de novedad del diagnóstico “decrecentista”: «En general, parten de los límites del proceso de acumulación ampliada (el ‘crecimiento’) y de su repercusión en el entorno, ya señalados en los años sesenta del siglo pasado por economistas críticos y por los primeros ecologistas».

¿En qué consiste entonces la aportación original del contenido de las propuestas decrecentistas? ¿Dónde reside la pertinencia de acuñar un nuevo concepto y cuáles serían las prácticas sociopolíticas que se derivarían de su aplicación?

Si bien la enorme heterogeneidad del movimiento –que abarca desde la pléyade de ONG’s de corte ambientalista hasta figuras señeras del anarquismo patrio como Enric Duran o Carlos Taibo, pasando por los restos del movimiento antiglobalización ejemplificados en ATTAC e incluso algunos jirones insepultos del movimiento comunista– impide una conceptualización uniforme valga, como botón de muestra del núcleo duro decrecentista, la definición propuesta por uno de sus fundadores:

«Latouche, referente indiscutido del decrecimiento, lo define como una ‘revolución cultural que lleva a una refundación de la política’ lo cual implica ‘pasar de consumidores esclavos a ciudadanos responsables’». Con este criterio, es lógico que la gran mayoría de las propuestas para decrecer –”decrecimiento o barbarie” es el provocativo slogan luxemburguiano popularizado por Latouche– aludan a cambios en las pautas de conducta individuales: sobriedad, austeridad, reevaluar (revisar los valores), reconceptualizar términos como riqueza y pobreza, reestructurar, relocalizar, redistribuir, reducir, reutilizar y reciclar. El ecologista y escritor Luis González Reyes abunda en lo anterior: «Es decir, debemos autolimitarnos con un modelo de vida más austero. Sólo una disminución drástica del consumo en los países sobredesarrollados permitirá el moderado, pero necesario, aumento en los empobrecidos. Es decir: reducir, reutilizar y reciclar por este orden».

La apelación a la contención individual, como si la demoledora apisonadora de la acumulación de capital pudiera detenerse mediante cambios, generalmente cosméticos, de los hábitos de consumo, asociada a una terminología –productivismo, sostenibilidad, cambio de modelo económico, redistribución de la riqueza– cuya finalidad es dejar de dar cuenta de las relaciones de explotación y difuminar la esencia irreformable del capitalismo desquiciado, conforman el carácter dulcificado de las propuestas decrecentistas. La cuestión central sería, en definitiva, tratar de esclarecer si el decrecimiento tiene algo realmente novedoso que aportar o sólo estamos ante la última reencarnación de la añeja ilusión reformista de meter en vereda a la “bestia” mediante laboriosos diseños de estrategias de contención que empero eluden la urgencia de desarrollar auténticas vías de colisión contra la depredación capitalista.

Podríamos plantearnos incluso la pertinencia del recurso al eje crecimiento-decrecimiento para describir la esencia de la acumulación de capital en su actual fase degenerativa: ¿Es el “crecimiento” un imperativo del capitalismo o se trataría más bien de un concepto postizo, no esencial, utilizado en la actualidad de forma abusiva por los “espadachines a sueldo” del capital para ocultar los rasgos esenciales de este modo de producción? ¿Realmente se trata del rasgo neurálgico de la acumulación de capital, cuya desactivación facilitaría la transición hacia una economía no depredadora de la naturaleza, o resulta más bien un epifenómeno superficial y una trampa tendida por el “enemigo” para impedir un análisis profundo de la matriz de rentabilidad del capitalismo degenerativo? En ese caso, ¿no parece más bien un error “comprar” el marco que instaura el falaz discurso del capital para tratar de instaurar una praxis alternativa?

Habría, dicho de una manera sumaria, dos críticas básicas hacia la elección del binomio crecimiento-decrecimiento como eje del análisis del capitalismo realmente existente y como base para la adopción de medidas correctoras del ecocidio. Por un lado, una objeción técnica –no existen parámetros o índices adecuados para medir el “crecimiento” económico– y, por otro, una objeción histórico-estructural –estamos ante un capitalismo, al menos en el Centro global, sin reproducción “saludable”, es decir, sin “crecimiento”, al menos en el último medio siglo–.

Para evaluar el desenfoque absoluto de las medidas estándar de la riqueza generada en la economía –simbolizadas en el Producto Interior Bruto, como fetiche del “crecimiento”, la obsesión de los mamporreros del capital en la política y en la pseudociencia económica– no hay más que prestar atención a un dato apabullante: el defectuoso radar del PIB no detecta las plusvalías generadas en los mercados financieros ni el descomunal «efecto riqueza» provocado por la revalorización especulativa de los activos inmobiliarios, dos de los pilares basales en los que se sustenta actualmente el sostenimiento de la precaria rentabilidad del capital. Verbigracia, el descomunal tamaño de los mercados de derivados –con los futuros de alimentos, fuentes de energía y materias primas en lugar destacado–, que representan aproximadamente diez veces el PIB global, la descomunal capitalización bursátil o el vertiginoso incremento de la deuda privada y de sus costes financieros asociados –el ritmo del crecimiento actual de la deuda global y del casino financiero quintuplica el de la producción de “cosas útiles para la gente”– no existen para las estadísticas oficiales de la macroeconomía ortodoxa. En resumen, el único crecimiento real y exponencial que se produce –más allá del brutal aumento de la desigualdad de rentas y de riqueza que presenciamos en nuestras “civilizadas” sociedades, que tampoco recoge en absoluto el PIB– en la actual fase rentista-financiarizada de la economía capitalista en las fortalezas primermundistas es el de los precios de los activos financiero-inmobiliarios, que es totalmente indetectable para los agregados macroeconómicos oficiales: los mercados bursátiles occidentales batieron, durante el periodo más dramático de la pandemia en curso, sus máximos históricos, mientras la actividad económica global estaba colapsando y el PIB de las principales economías batía récords negativos.

Es decir que, aparte de la completa omisión –denunciada por José Manuel Naredo, uno de los pioneros de la economía ecológica en la “piel de toro”– de los flujos energéticos, los daños ecológicos (denominados groseramente “externalidades” por la ortodoxia neoclásica) y el formidable consumo de recursos no renovables generado por la ciega acumulación capitalista, incluso en términos puramente monetarios, el PIB es un parámetro totalmente defectuoso para reflejar los nichos claves de la rentabilidad y las tendencias estructurales de la acumulación de capital en la fase neoliberal. Podríamos afirmar incluso que precisamente el decrecimiento del flujo de plusvalor extraído del trabajo vivo –la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, pilar basal de la formidable construcción marxiana– es el que explica el perfil agudamente depredador del capitalismo desquiciado: hace al menos medio siglo que no hay crecimiento “saludable” en el Centro capitalista, al menos en el sentido tradicional de los manuales de macroeconomía, sino degradación, regresión y aumento de la toxicidad de la acumulación de capital.

En las rotundas palabras de Andrés Piqueras: «Hoy vivimos en un capitalismo irreal, ficticio, moribundo, cuya economía aparenta que sigue funcionando porque vive asistida a través de la invención incesante de dinero de la nada y de una deuda creciente que está devorando toda la riqueza social y natural».

Tras el final de los añorados “treinta gloriosos” y la subsiguiente reacción neoliberal en toda la línea, la atonía de la acumulación, las violentas sacudidas de las crisis y la formidable expansión del globo financiero conforman un escenario de “decrecimiento acelerado” de los dos flujos esenciales que permitirían una acumulación saludable: el flujo de trabajo vivo, agostado por la incorporación de nuevas tecnologías y por la proliferación de actividades improductivas provenientes de la denominada terciarización y, como resultado inevitable de lo anterior, las crecientes dificultades del sistema –la formidable explosión de la deuda global es la prueba irrebatible del “gripado” del motor de la acumulación– para mantener una rentabilidad adecuada. El overshoot, el choque de la maquinaria capitalista con los límites biofísicos del planeta, impacta por tanto en un organismo ya de por sí degenerativo agravando y retroalimentando las tendencias anteriores.

Las consecuencias del carácter crecientemente depredador de este capitalismo patológico –sobreexplotación del trabajo, incremento exponencial de la deuda y del globo financiero, que genera descomunales burbujas bursátiles e inmobiliarias, y crecimiento desorbitado de actividades rentistas e improductivas (verbigracia, el turismo como bomba ecológica)– son determinantes para conformar el desastre socio-natural en el que nos hallamos. En palabras del profesor y economista ecológico Giorgos Kallis: «Un capitalismo sin crecimiento es posible, y es un capitalismo de rostro cruel y, de hecho, es como ha sido en muchos períodos y lugares: quiebras, desempleo, reducción de los niveles de vida, bienes comunes privatizados, desahucios y desigualdad creciente».

José Manuel Naredo pone el dedo en la llaga acerca de la completa inadecuación del discurso del decrecimiento –más aun si pretendemos aplicarlo a los desheredados de la tierra– para describir el estado actual del sistema capitalista y construir un marco alternativo: «Se produce así una doble paradoja. Por una parte, que el mismo sistema que prometía múltiples parabienes asociados al crecimiento económico, nos viene ofreciendo con largueza el decrecimiento del empleo, de los salarios, de las ayudas sociales, de los derechos… y de los bienes y servicios públicos. Por otra, que cuando el sistema nos impone, de hecho, el decrecimiento, evidenciado su agotamiento y crisis, el movimiento ecologista abraza la palabra decrecimiento como propuesta». A medida que avanza la degeneración del sistema, la putrefacción acelerada del capital, su destrucción se vuelve más urgente y la “ilusión gradualista” inscrita en el ADN del paradigma decrecentista resulta cada vez menos adecuada para apuntalar la necesidad perentoria de un cambio radical.

Tales premisas defectuosas en cuanto al objeto de análisis y al diagnóstico de la situación únicamente pueden desembocar en una estrategia político-cultural desnortada, enmarcada en una panoplia de propuestas plácidamente reformistas. El propio concepto de decrecimiento remite a procesos graduales, bien alejados del conflicto directo y de la lucha antidesarrollista y anticapitalista por la construcción de alternativas verdaderamente radicales que avancen hacia el ineludible horizonte de acabar con «esta civilización, esta economía y esta cultura». Se mantiene por tanto prisionero de una problemática cuantitativa: producir y consumir “menos” y no “más”. En ningún caso se trataría de renunciar a los mercados, al dinero o a la explotación laboral sino de “controlar” la economía a través de la implicación personal y la supervisión democrática. El propio Naredo, a pesar de su expreso alejamiento del credo decrecentista, propone –además de una serie de reformas “blandas” del sistema centradas en desactivar el “globo financiero”, atajar la desaforada especulación financiera e inmobiliaria o acabar con los paraísos fiscales– un eslogan alternativo –”vivir mejor con menos”– que encaja como anillo al dedo en esta dulcificada amortiguación de los peores efectos del business as usual que caracteriza al credo decrecentista.

La descripción de Miquel Amorós de las falencias decrecentistas no por menos ácida deja de ser certera: «Como sus seguidores provienen de muy diversos sectores los métodos aplicados naturalmente divergen, pero todos oscilan entre la acción política ciudadanista y la construcción de un modelo económico ‘justo’ y por supuesto ‘sostenible’, hecho ‘a la medida de las personas y los ecosistemas’. Revolución y lucha de clases están excluidos del vocabulario decrecentista ‘reconceptualizado’. Nada de huelgas, ocupaciones, sabotajes, autodefensa, boicots y demás formas clásicas de resistencia. Todos los decrecentistas desean una ‘transición’ tranquila y serena hacia la sociedad ‘convivencial’. Estamos muy lejos de caminar hacia lo que en otra época se llamó socialismo o comunismo. Lo que se pretende es más sencillo: poner a dieta al capitalismo».

El eclecticismo político del magma decrecentista –que vale tanto, como irónicamente dice Amorós, para un roto como para un descosido– queda palmariamente reflejado en esta, cuando menos curiosa, “declaración de principios”: «Aunque haya defensores del decrecimiento que no hablen de lucha de clases, otros sí lo hacemos, y casi todos abogamos por una sociedad sin desigualdades, poniendo mucho énfasis en la redistribución de los bienes y servicios. Algunos defendemos que eso se puede hacer en el marco del socialismo, del comunismo o del anarquismo y otros no se pronuncian sobre el particular». Toda un dechado de concreción, qué duda cabe.

El binomio crecimiento-decrecimiento es, en definitiva, un punto de partida totalmente erróneo para constituir el eje de la crítica anticapitalista y de la construcción de alternativas reales al ecocidio rampante. Sólo la desactivación completa y de raíz de las entrañas de la bestia de un modo de producción depredador y ecocida abrirá el horizonte de las –hoy remotas– posibilidades de reconciliación de la especie humana con el malhadado entorno natural.

El estatismo ecosocialista: la falacia de las estrategias “duales”

Los que se reclaman herederos de la centenaria tradición del socialismo de inspiración marxista son especialmente críticos de la ambigüedad y pusilanimidad de las propuestas decrecentistas. John Bellamy Foster –autor de un extraordinario trabajo sobre los, escasos pero significativos, atisbos ecológicos de la obra de Marx– resume la posición dominante: «El decrecimiento, en la forma en que se presenta normalmente hoy, no puede ser el principal objetivo organizativo del movimiento ecosocialista, puesto que ni aborda la amenaza ecológica inmediata ni se compromete con la necesidad de un cambio estructural del sistema capitalista». El filósofo Michael Löwy, coautor del «Manifiesto Ecosocialista Internacional», abunda en la inconsistencia del programa decrecentista: «a) el concepto de decrecimiento es insuficiente para definir un programa alternativo; b) no aclara si el decrecimiento puede lograrse en el marco del capitalismo o no; c) no distingue entre actividades que es preciso reducir y las que hace falta desarrollar».

Partiendo por tanto de una posición claramente anticapitalista, el ecosocialismo busca asimismo distanciarse drásticamente, no sólo de la malhadada distopía burocrática del socialismo real, furibundamente depredador de la naturaleza y opresor de las clases populares, sino también de la profunda raíz productivista de la tradición del socialismo de estirpe marxista: el desarrollo de las fuerzas productivas, como vía de superación del capitalismo a través de su progresiva socialización, ya no sería en absoluto, en el marco de la catástrofe ecológica en curso, un ingrediente de una visión radical pero temperada de la transformación social.

Jorge Riechmann, inspirado en los pioneros trabajos de su maestro, el filósofo marxista y luchador antifranquista Manuel Sacristán –suyo es el concepto de “fuerzas productivo-destructivas”, que incorpora el ecocidio, como un “nuevo problema”, en el paradigma marxista–, proporciona una definición del ecosocialismo: «Se trata de una reformulación antiproductivista de los idearios de izquierda que se hace cargo de los nuevos ‘desafíos civilizatorios’, señaladamente los problemas ecológicos». Así pues, al ideal socialista basado en que el trabajo deje de ser una mercancía y la medida del valor, se añade el principio de sustentabilidad, de homeostasis y equilibrio con la naturaleza.

Sin embargo, en contraste con su vocación renovadora de la “casa de la izquierda”, centrada en otorgar prioridad a los problemas ecológicos abandonando el productivismo desarrollista del marxismo ortodoxo, el ecosocialismo mantiene incólume otro rasgo característico de la tradición del socialismo marxista heredero de las, hoy extintas o embalsamadas, Internacionales Socialista y Comunista: la creencia en la centralidad estratégica de la lucha por el control del Estado para avanzar hacia la transformación ecosocial. Adrián Almazán nos brinda una precisa caracterización del estatismo ecosocialista: «Casi todas las expresiones del ecosocialismo otorgan un papel estratégico determinante para el Estado: desde las visiones ecocomunistas-leninistas, que hacen del Estado el actor principal de la transformación socio-ecológica de las sociedades contemporáneas, hasta algunas de las teorizaciones más contemporáneas del pensamiento ecosocialista, como aquellas que se agrupan en torno a la idea de «ecosocialismo descalzo». Aunque éste se encuentre aún en proceso de construcción, casi todos/as sus teóricos/as comparten que el punto de partida estratégico de la transformación social es la necesidad de «estrategias duales», es decir, actuaciones estatales dirigidas y sustentadas en la existencia y la actividad de los movimientos sociales».

La diferencia profunda entre el ecosocialismo y el planteamiento, típicamente reformista y keynesiano, de los apóstoles del Green New Deal, no reside por tanto en la común vocación estatista de ambos –si bien los ecosocialistas profesan un estatismo crítico y desconfiado, de “nariz tapada”– sino en la radicalidad de las medidas propuestas: los ecosocialistas niegan la posibilidad de regulación o reverdecimiento del capitalismo para reconvertirlo, a través de formidables inversiones estatales, hacia el uso masivo de tecnologías verdes no fosilistas que atenúen el ecocidio.

El propio Riechmann, principal acuñador del concepto de “ecosocialismo descalzo”, reproduciendo fielmente el tradicional menosprecio que el presunto “desprecio anarquista al poder” ha suscitado entre los herederos del gigante de Tréveris, defiende rotundamente la aspiración a la transformación del Estado burgués en favor de los intereses de las clases populares y de la contención del ecocidio: «Frente a la tentación de refugiarse en los márgenes, el ecosocialismo mantiene la lucha por la transformación del Estado (…) Es llamativa la coincidencia de esa propuesta de supervivencia en los márgenes, altamente funcional al desorden establecido, con la tentación de una parte considerable de los movimientos alternativos indignados: organicémonos por nuestra cuenta al margen del Estado (si destruyen la sanidad pública, creemos cooperativas de salud autogestionadas, etc.). Frente a esa tentación, el ecosocialismo afirma: no renunciamos a la transformación del Estado, de manera que llegue a ser alguna vez de verdad social, democrático y de Derecho». Cabría preguntarse, dicho sea de paso, si Riechmann incluiría, en esa «tentación de supervivencia en los márgenes, altamente funcional al desorden establecido», a los centenares de clínicas y farmacias autogestionadas creadas en toda Grecia «al margen del Estado» para atender a las decenas de miles de personas expulsadas del sistema público de salud por los criminales recortes impuestos por la Troika durante la infausta crisis de la deuda griega de hace una década.

Tal combinación de profesión de fe anticapitalista y confianza “agónica” en la herramienta estatal como actor imprescindible de la transformación social se refleja asimismo de forma paradigmática en el siguiente extracto del «Programa ecosocialista básico para hacer frente al vuelco climático», elaborado por Daniel Tanuro:

-Expropiación (sin indemnización) y socialización de las grandes compañías energéticas, así como de las redes de distribución.

-El nuevo sistema energético basado en fuentes renovables ha de ser de titularidad pública.

-Pero ¿de dónde los recursos para esas cuantiosas inversiones? Expropiación y socialización de la banca y el sistema financiero.

-Gratuidad de los bienes básicos (agua, energía, movilidad), provistos por el sector público, hasta el nivel de satisfacción de necesidades humanas básicas determinado democráticamente.

Estatización, expropiación –¡nada menos que de la banca y el sistema financiero, peccata minuta!– y socialización desde arriba a través de la palanca legalista-institucional conforman el lenguaje tradicional del comunismo de estirpe marxista-leninista. Tal planteamiento no puede por menos de suscitar una mezcla de pasmo e incredulidad.

¿Resulta pertinente, en la actual coyuntura de extinción absoluta de las organizaciones revolucionarias del panorama político-social de nuestras democracias “avanzadas”, mantener contra viento y marea la ilusión de la posibilidad de la transformación radical del Estado burgués dotándolo de un contenido mínimamente ecosocialista? Y, aun más importante, ¿realmente existen, en la furibundamente neoliberal Europa de Maastricht y bajo la dictadura de la renta financiera y del poder en la sombra de los implacables mercados, herramientas reales en manos del Estado-nación para desarrollar políticas que rocen siquiera los intereses del gran capital, sea en el ámbito ecológico o en cualquier otro?

No parece que este sea el caso.

El Estado-nación de la fase languideciente del capitalismo iniciada hace medio siglo tiene como función primordial la de tratar de asegurar la maltrecha acumulación de capital pugnando por apuntalar los factores contrarrestantes de su creciente decadencia. Las crecientes dificultades de reproducción “saludable” del capital, resultado de la inexorable tendencia declinante de su rentabilidad, exigieron la adecuación estricta del papel del Estado a la función de potenciar al máximo las contratendencias –con la extraordinaria hipertrofia de la deuda, las burbujas de activos y el casino financiero en lugar destacado– que pudieran atenuar dicha declinación. De ahí la supeditación absoluta de los “títeres de los hemiciclos” a los designios de los sacrosantos “mercados” a través de los privatizados canales de financiación de los recursos públicos, controlados completamente por la banca central y comercial, las fábricas de dinero que condicionan decisivamente las políticas de las instituciones “soberanas”. En los certeros términos de Emilio Santiago Muiño, uno de los grandes adalides del Green New Deal en la “piel de toro”: «Toda la actividad estatal es mediada por el dinero, y el dinero no se puede generar arbitrariamente». O, dicho de otro modo, «tal y como está diseñado y configurado el Estado-nación en nuestros días, la supuesta primacía de la esfera política está llamada a ser siempre el condottiero del dinero». Por lo tanto, el precio a pagar para asegurar la completa adecuación de las políticas públicas a las apremiantes necesidades del capital en la fase neoliberal es la amputación de cuajo de cualquier ilusión de mantenimiento –como demuestra, entre otros muchos ejemplos, la triste historia de la “crisis del euro” de principios de la década pasada, que provocó los humillantes “rescates” de los PIGS y la aplicación subsiguiente manu militari del “austericidio”– de la “soberanía” fiscal o monetaria por parte de los Estados nacionales.

El Estado neoliberal carece por tanto totalmente de las herramientas necesarias para emprender, aun en el caso de que así lo pretendiera un gobierno realmente de izquierdas, políticas que erosionen mínimamente los intereses del capital financiero. La heroica aspiración de «no renunciar a la transformación del Estado para que sea de verdad social, democrático y de derecho» choca por tanto frontalmente con la evolución irreversible hacia la total subalternidad de la función estatal a la cuenta de resultados del gran capital fraguada en las cinco décadas de hegemonía neoliberal.

Sobran los ejemplos ilustrativos de cómo las palancas «técnicas», a través de las que el Estado podía atenuar levemente el embate del capital desembridado desarrollando políticas redistributivas de estirpe keynesiana, han sido cercenadas por la dictadura de la renta financiera aplicada con mano de hierro por los «mamporreros» ideológicos e institucionales de las entrañas de la bestia.

John Bellamy Foster describe el cepo al que someten los dueños de la fábrica de dinero y de las grandes corporaciones oligopólicas al Estado neoliberal: «Ahora la política fiscal y la monetaria están fuera del alcance de cualquier gobierno que se atreva a hacer algún cambio que afecte a los grandes intereses creados. Los Bancos Centrales se han transformado en entidades controladas por los Bancos Privados. Los Ministerios de Hacienda están atrapados por los límites de la deuda y las agencias reguladoras están en manos de los monopolios financieros y actúan en interés directo de las corporaciones».

Tales “barrotes dorados” dejan inermes a las “orgullosas” democracias occidentales frente al voluble arbitrio de los todopoderosos mercados y de sus «espadachines a sueldo» en las organizaciones internacionales de la globalización capitalista, en una suerte de chantaje flagrante que implica, bajo la expresa amenaza de ruina fulminante –el drama desplegado durante el gobierno de Syriza en la primavera griega de 2015 es un ejemplo paradigmático–, el completo sometimiento a los dictados de los amos del dinero.

Las estrategias duales propugnadas por los ecosocialistas pecan por tanto de situarse fuera de la realidad sociopolítica vigente al ignorar la profunda metamorfosis sufrida por el Estado burgués en la fase degenerativa de la acumulación de capital que se inicia con la crisis de los años 70 y que da pie a la aplicación del talón de hierro de las políticas neoliberales.

El desolador panorama político-institucional imperante en las fortalezas occidentales, caracterizado por el ascenso vertiginoso del populismo zafio, la extraordinaria degradación del discurso y la pasmosa mediocridad de la llamada «clase política», es la contraprueba fehaciente del completo vaciamiento de los mecanismos reales para incidir, a través de las instituciones “soberanas”, en la mejora de las condiciones de vida de las clases subalternas.

Por todo lo anterior, de ningún modo estas demediadas instituciones pueden concebirse como ámbitos adecuados –ni siquiera desde un punto de vista defensivo– para la consecución de mayores cuotas de poder popular ni para el fortalecimiento de las organizaciones o colectivos de base. La amarga y reiterada decepción sufrida por los activistas sociales que albergan aún algún resto de esperanza en las posibilidades de avanzar hacia una auténtica “transición ecológica” a través de las políticas públicas es una prueba fehaciente de la inanidad de depositar esperanzas en la «lucha por la transformación del Estado». Bien al contrario, lo que demuestra la experiencia reciente –el triste caso de Podemos y sus “confluencias”, sin ir más lejos– es que las organizaciones populares y los movimientos sociales –en el ecologismo abundan por desgracia los ejemplos históricos– tienen muchas posibilidades de ser fagocitados o neutralizados por el Estado y sus instituciones, incluyendo en ellas a todos aquellos “compañeros de viaje” que llegaron a los hemiciclos y a las poltronas supuestamente a caballo de las movilizaciones populares que los encumbraron y con el expreso objetivo de reforzarlas. Por lo tanto, quizás sean más «funcionales al desorden establecido» la excitación de vanas esperanzas transformadoras a través de las periclitadas vías institucionales y la legitimación que el refuerzo de ese falso pluralismo ofrece a los poderes fácticos y al circo mediático de la farsa partitocrática que la aspiración autogestionaria y la condición antiestatista del comunismo libertario.

El marxista heterodoxo John Holloway resume el carácter contraproducente del estatismo instrumental de “nariz tapada” profesado por la mayor parte de los ecosocialistas: «Cualquier gobierno de este tipo implica una canalización de las aspiraciones y de las luchas dentro de conductos institucionales que necesariamente tienen que buscar la conciliación entre la rabia que estos movimientos expresan y la reproducción del capital (atrayendo inversión extranjera o de otra forma). Esto implica inevitablemente participar en la agresión que es el capital».

La triste realidad es que la imposibilidad de lograr transformaciones de calado a través de las vías legal-institucionales sume en el desaliento –cuando no en el premioso burocratismo legalista que absorbe enormes energías con ínfimos y tardíos resultados– a las organizaciones y colectivos que no trascienden las lindes del enclave marcadas por las superestructuras del capital.

El historiador Miguel Mazzeo abunda asimismo en la esterilidad del “asalto a los cielos” institucional: «No se puede construir un bloque social revolucionario desde el Estado, desde un ministerio, desde la gestión y las ‘políticas públicas’. Las concepciones ‘institucionalistas’, invocan en vano el concepto de poder popular, porque para ellas el sujeto histórico es el Estado. Ningún poder ejercido individualmente, del tipo ‘poder ciudadano’, merece el rótulo de poder popular. Solo el poder colectivo de los y las de abajo, un poder con proyecciones contra-hegemónicas, puede llamarse poder popular. No se construye poder popular con sujetos electorales, con sujetos beneficiarios de políticas públicas».

Si el análisis anterior resulta mínimamente certero, la conclusión inevitable es que la defensa de la posibilidad de alcanzar cotas reales de transformaciones sociales radicales a través de las vías institucionales o de los constreñidos ámbitos de la farsa partitocrática es estéril y desmovilizadora y por tanto deletérea para la potenciación de los movimientos sociales y de las luchas populares desde abajo.

Ignorando esta lúgubre constatación, la defensa numantina de las estrategias duales, en un contexto de completa desaparición de las organizaciones revolucionarias del erial político de los países occidentales, genera la paradójica situación de que las más insignes figuras del ecosocialismo acaben participando –«cabalgando las contradicciones», como expresaba el propio Pablo Iglesias– en opciones políticas –Podemos y la nebulosa de “los comunes” son los ejemplos paradigmáticos en la piel de toro– declaradamente reformistas y aceleradamente integradas en la gobernanza responsable.

Las justificaciones de la decisión son siempre variadas y creativas, si bien en todas ellas asoma un regusto de resignación vergonzante: la apelación al principio del “mal menor”, el «sin nosotros sería aún peor»; la defensa contra viento y marea de la posibilidad, más bien remota, de lograr microavances en ámbitos concretos; la necesidad de alzar un dique de contención ante el ascenso del populismo criptofascista o, last but not least, el socorrido recurso al “mientras tanto”, pretendiendo sustituir la falta de movilización social con la presencia, temporal y sacrificada, en los “puestos de mando”, conforman la panoplia de coartadas del asalto institucional. Sin embargo, las múltiples experiencias recientes demuestran que el remedio acaba siendo peor que la enfermedad y que la apuesta acaba teniendo efectos contraproducentes. El desengaño provocado por la tozuda imposibilidad de introducir transformaciones de calado –más aun en el ámbito ecológico, donde el choque con el poder económico es más frontal, que en los más plácidos terrenos de la cultural war– acaba generando desilusión y desmovilización a raudales –la rápida desactivación de la explosión de vitalidad y frescura que representó el 15-M es sin duda un triste botón de muestra– y contribuyendo a ahogar aquello que aún está en ciernes.

Frente al caduco proyecto político del marxismo ortodoxo, centrado en la aspiración a la toma del poder del Estado por parte del «Príncipe» del proletariado, cuyo pálido rescoldo sigue aún vigente en la farsa reformista representada por la abrumadora mayoría de las organizaciones herederas del fenecido movimiento comunista, el viejo y desprestigiado anarquismo antiestatista tuvo por tanto razón en su planteamiento esencial: el Estado burgués es, no sólo irreformable sino, sobre todo, un eficaz corruptor de los que pretenden asaltarlo.

Nos remitimos por último a las contundentes pero certeras palabras de Miquel Amorós contra la ilusión estatista: «Capital y Estado son las dos caras de la misma moneda. Salirse de uno y apartarse del otro vendría a ser lo mismo. Rechazar la dictadura de la economía mundializada implica necesariamente repudiar el sistema político parlamentario con el que esta se muestra y trata de legitimarse. El sistema no representa nada, ni a la democracia que proclama, ni al pueblo cuya delegación usurpa. Los hilos de la globalización mueven las marionetas del espectáculo político con el que se hipnotizan los pasivos ciudadanos».

Las estrategias duales defendidas por los ecosocialistas acaban desembocando, en definitiva, en el arrinconamiento o la postergación definitiva de la perspectiva revolucionaria y en la supeditación de los movimientos sociales, supuestamente autónomos, a los ritmos, las servidumbres y la esterilidad de la apuesta legalista-institucional.

Y quizás no resulte demasiado aventurado conjeturar que otro sorprendente efecto colateral de esa frustración generada por la inanidad de la apuesta por “asaltar los suelos” de los hemiciclos y las poltronas gubernamentales sea la inusitada proliferación de propuestas de “balas de plata” y de soluciones mágicas a los gravísimos males ecológicos y sociales que brotan como hongos de las organizaciones ecologistas, incluso de las sedicentemente anticapitalistas.

Curanderismo económico: ¿puede usarse el dinero para cosas buenas?

De igual forma que los antiguos curanderos basaban su poder de sugestión en la pretensión de poseer la capacidad de sanar a sus crédulos pacientes con remedios mágicos o pseudocientíficos que obrarían el milagro de extirpar el mal del maltrecho organismo, proliferan en la actualidad, tanto en el movimiento ecologista como en otros movimientos sociales, los acérrimos creyentes en curas milagrosas que, correctamente administradas, mejorarían notablemente la salud del organismo social capitalista atajando de paso el formidable destrozo ambiental en curso.

El rasgo común a todas ellas es la creencia irreductible en la posibilidad de introducir modificaciones “quirúrgicas” en los engranajes de la maquinaria capitalista, a través de reformas fiscales y financieras que corregirían sus defectos neurálgicos y, por consiguiente, contribuirían a restaurar la justicia social y el metabolismo socionatural: “balas de plata” que desactivarán la tendencia destructiva del capitalismo desquiciado.

Una gran parte del movimiento ecologista se lanza con entusiasmo a la adopción de tales panaceas en pos de dotar de contenido concreto a sus programas de lucha contra el ecocidio. Comenzando, en lugar prominente, por los “reguladores” decrecentistas, pero continuando –lo que es más sorprendente– con gran parte de los ecosocialistas y, lo que es aún más llamativo, incluyendo asimismo a una parte nada despreciable del ecologismo social de estirpe anarquista, amplios grupos de activistas e intelectuales, profusamente apoyados por publicaciones, medios académicos y organizaciones sociales, defienden entusiásticamente una miríada de recetas fiscales y financieras en pos de atenuar el destrozo ambiental mediante mágicos “trucos de distribución” de la riqueza social.

La esencia de las variopintos trucos circulatorios referidos se podría resumir en la siguiente máxima: lo que necesitamos es más dinero, más dinero para masivas inversiones en la “transición verde”, para crear empleo público a mansalva o para dárselo a las legiones de excluidos del sistema, porque el dinero, el “objeto por excelencia”, el elemento material más importante de la vida social, puede usarse para cosas buenas. ¿Quién osaría ponerlo en duda?

Sobran los ejemplos. Desde los aguerridos adalides de la Teoría Monetaria Moderna, con su defensa incondicional del uso masivo de la palanca monetaria pública –según reza su Primer Mandamiento: «el Estado, como emisor monopolista de su propia moneda, no tiene, en principio, ninguna restricción de gasto»– para generar pleno empleo y financiar las colosales inversiones del Green New Deal, que posibilitarían la “transición energética” hacia un escenario “todo renovable”, hasta los partidarios de prohibir la creación de deuda ex nihilo por parte de la banca comercial a través de la obligación de mantener un 100% de reservas, pasando por los curanderos fiscales que propugnan reformas tributarias “revolucionarias”, como el impuesto universal sobre la riqueza de Piketty o la prohibición de los paraísos fiscales, la panoplia de propuestas salvíficas que «salvarán al capitalismo de sí mismo», desactivando asimismo la bomba del ecocidio, es casi inabarcable.

Herman Daly, pionero de la economía ecológica y acuñador del concepto de “economía de estado estacionario”, simboliza lo que podríamos denominar el curanderismo financiero, cuya esencia sería la pretensión de despojar a la banca privada de su poder de generación infinita de deuda sin respaldo real para extirpar el “tumor” de la especulación financiera que parasita el bendito “capitalismo del tendero” y alimenta la suicida vorágine del crecimiento exponencial del interés compuesto. En concreto, Daly propugna nada menos que la prohibición a la banca de crear deuda del “puro aire” –lo denomina el “truco del prestidigitador”– mediante la obligación de mantener un 100% de reservas sobre los depósitos de los clientes, en pos de desactivar la contradicción flagrante entre el crecimiento explosivo de la deuda a interés compuesto y la finitud de la riqueza real para, de este modo, «acabar con el desacople entre la economía real y la financiera»: «Aunque la deuda pueda seguir la ley del interés compuesto, el ingreso de energía real a partir de la luz solar futura, el ingreso futuro real con respecto al cual la deuda es un derecho, no puede crecer a interés compuesto durante mucho tiempo».

De este modo, como por ensalmo, el pilar basal en el que se sustenta el modo de producción y de inyección en los circuitos económicos del dinero moderno, a saber, la generación de enormes niveles de deuda –actualmente un 96% del dinero circulante es deuda creada “a golpe de tecla” por la banca– por parte de los bancos comerciales hacia las burbujas de activos financieros e inmobiliarios y el casino de las finanzas globales, quedaría fulminado por decreto. Los castillos de naipes de derivados, las titulizaciones de activos hipotecarios y demás entelequias que sostienen el formidable globo del casino financiero global, sostén esencial de la matriz de rentabilidad del capitalismo desquiciado, derribados de un plumazo. ¡Qué sencillo resulta refundar el capitalismo y extirpar de raíz su tendencia destructiva!

Pero si hubiera que destacar una medida estrella, diseñada para atenuar la violencia del sistema contra las clases populares amén de desactivar su dinámica depredadora de la naturaleza, y cuya transversalidad abarca una gran parte de las distintas sensibilidades dentro del magma ecologista, esta sería sin duda la renta básica universal.

La instauración por parte del Estado de una «asignación monetaria pública incondicional a toda la población» es el epítome de la ilusión paliativa de los curanderos económicos. En ella se fusionan los dos “vicios” descritos anteriormente. Estamos pues ante el símbolo por antonomasia de la aspiración de “poner a dieta” al capitalismo de los reguladores “decrecentistas” y de la firme creencia en el Estado benefactor de estirpe socialdemócrata.

¿No resulta de una sencillez apabullante y de un atractivo irresistible la posibilidad de garantizar a toda la población una renta vitalicia que le permita subvenir sus necesidades básicas, llevar una vida digna e incluso emanciparse de la servidumbre asalariada? ¿Quién podría resistirse a semejante panacea? ¿Estamos soñando despiertos o tales maravillas son realmente factibles?

El siguiente programa “decrecentista” conecta la necesaria reducción de «las dinámicas destructivas de producción y consumo» con la implantación del colchón amortiguador encarnado en la renta básica universal e incondicional: «Plantearemos un ciclo ‘decrecentista’ a través de la redefinición del concepto de trabajo y riqueza basada en el reconocimiento y valor de las actividades no mercantiles, cooperativas y autónomas. En este sentido, vemos en una Renta Básica de Ciudadanía universal e incondicional no sólo una medida de lucha contra la pobreza, sino una herramienta de emancipación capaz de romper de manera efectiva las dinámicas de producción y consumo, abriendo el camino hacia una sociedad decrecentista».

El cordón umbilical que une el paradigma decrecentista con la renta básica sería por tanto la necesaria liberación del trabajo asalariado, justificada por la enorme destrucción de empleo que provocaría –amén de la ya de por sí elevada tasa de paro que caracteriza al terciarizado y digitalizado capitalismo del siglo XXI– la imperiosa reducción o eliminación de aquellas actividades incompatibles con la mínima preservación del metabolismo socionatural.

En un capitalismo catatónico, con un agudo incremento del paro crónico, de los sectores improductivos y de la obsolescencia acelerada de una miríada de actividades incompatibles con el mantenimiento de tasas de rentabilidad y productividad suficientes en la actual era de la “digitalización”, la liberación de la “servidumbre asalariada” que representa la obtención de un ingreso suficiente y garantizado podría ser por tanto el amortiguador perfecto que nos encaminara hacia una sociedad “homeostática”. El profesor y prolífico escritor anarquista Carlos Taibo resalta la pertinencia de la renta básica para «hacer frente a los problemas derivados de un programa decrecentista»: «De manera más precisa, el decrecimiento reivindica la primacía de la vida social frente a la lógica de la producción, la competitividad y el consumo; el ocio creativo frente a las formas de ocio siempre vinculadas con el dinero y el consumo; el reparto del trabajo; el establecimiento de una renta básica de ciudadanía que permita hacer frente a los problemas innegables que se revelarán al calor de la aplicación de un programa de decrecimiento».

También desde el ámbito libertario, el activista Enric Durán defiende incluso –en coherencia con el ingenuo antiestatismo proverbial del ciberanarquismo– la posibilidad de instauración de una renta básica basada en criptomonedas –otra de las utopías encantatorias favoritas de los curanderos de la moneda– que sustituyera a los “sistemas centrales burocráticos”: «Los sistemas monetarios descentralizados pueden ser la solución para generar sistemas de renta básica en el futuro; reducen mucho los costes de hacerla posible al sustituir sistemas centrales burocráticos por sistemas de democracia directa».

Véase, como botón de muestra del idealismo que rezuman las “balas de plata” de los curanderos, la siguiente enumeración de las “irresistibles” ventajas de la renta básica para escapar de la “lógica” del mercado laboral: «Permite escapar de la simple lógica del «mercado laboral» y rechazar cualquier trabajo no digno, no solidario (especialmente a nivel intra o intergeneracional), peligroso para la salud y/o el medio ambiente, etc; invierte la relación  de fuerzas entre empresa y trabajador y, tanto de manera individual como colectiva, supone un escudo de protección a la hora de reivindicar cambios y mejoras laborales».

¡Qué maravilloso sería sin duda «invertir la relación de fuerzas entre empresa y trabajador» y revertir, por arte de birlibirloque, nada menos que el mecanismo básico de generación de la riqueza social en el reino de la mercancía: la explotación de la fuerza de trabajo!

Tal concepción del desempleo, como un asunto meramente técnico-político, resoluble en las probetas de laboratorio de los curanderos económicos y mediante decretos de la autoridad competente –que comparten por cierto los adalides de la Renta Básica con sus “archienemigos”, los defensores del pleno empleo a través del Trabajo Garantizado por el Estado de la Teoría Monetaria Moderna– está en las antípodas del planteamiento marxiano, la descripción más precisa de la dinámica explotadora y degenerativa del sistema de la mercancía: en la teoría de Marx, la desocupación –el “ejército industrial de reserva”– es generada de manera endógena por los ciclos recurrentes del sistema capitalista. Es decir, el desempleo es sistémico, sirve a un propósito fundamental en el curso de la acumulación –regular el precio de la fuerza de trabajo y aumentar la explotación laboral, como vía de superación de las crisis periódicas– y no se puede eliminar a discreción por un Estado benefactor.

Toda la tradición histórica del movimiento obrero y de las miríadas de luchas sociales contra la explotación acrecentada ejercida por el “enemigo de clase” se fundamenta sobre ese principio neurálgico sin el cual resulta incomprensible la evolución social y económica del capitalismo en los últimos dos siglos. Extirparlo de raíz –pretendiendo «escapar de la simple lógica del mercado laboral» mediante una renta monetaria incondicional que libere al trabajador del yugo del capital– representa por tanto el primer paso para desactivar la condena in toto del capitalismo abriendo el camino a los “arreglos de detalle” y a las reformas paliativas que corregirán los rasgos más inicuos del sistema encaminándonos hacia un capitalismo armonioso y dulcificado, que derramará sus dones sobre todo el cuerpo social amén de preservar el malhadado entorno natural.

El mito de la renta básica emerge por consiguiente como la coronación de este fútil intento de construcción de un capitalismo con «corazón», en busca del retorno del «genio malo» del capitalismo desquiciado a la botella donde lo encerrará el papá Estado al servicio del interés general. ¿Y ya puestos a pergeñar remedios salvíficos, no sería mucho más sencillo y rápido, dicho sea de paso, implantar la propuesta del mediático economista y exministro griego Yanis Varoufakis, ahora metido a constructor futurista de utopías sociales? Esta consistiría, ni más ni menos, que en abrir, con un mágico “golpe de tecla”, una cuenta a cada ciudadano ¡desde el nacimiento! en el Banco Central por una cantidad suficiente para subvenir sus necesidades básicas. En lugar de los gravosos aumentos impositivos, necesarios para la financiación de la Renta Básica, en este caso, el “árbol mágico de dinero” derramaría graciosamente sus dones sobre toda la población. Miel sobre hojuelas.

La metafísica idealista y la completa evacuación de las condiciones materiales de producción y del análisis riguroso de la historia reciente del capitalismo, implícitas en tales invocaciones a los «anhelos de vida buena», pueden llevar a enajenaciones ideológicas como la que emana de la extravagante proclama de Daniel Raventós, uno de los mayores gurúes españoles de la renta básica: «Lo escribiré de forma lapidaria y más adelante lo argumentaré con algún detalle: la Renta Básica no es una propuesta ni de izquierdas ni de derechas (…) La propuesta de la RB tiene vocación ecuménica [sic]. Que la RB puede ser justificada desde idearios normativos de derechas o de izquierdas me parece algo ya tan demostrado que casi resulta tedioso volver a insistir».

Ciertamente, justo es reconocer que algunos de sus adalides no caen en fantasías tan desnortadas y reconocen la condición de cataplasma de un remiendo semejante que no trasciende en absoluto los estrechos márgenes del reino del capital: «Una sociedad con Renta Básica no dejaría de ser, ciertamente, una sociedad capitalista. Pero se acercaría más a una sociedad mejor porque la erradicación de la pobreza dejaría de ser un objetivo –siempre presente en los objetivos de las burocracias internacionales– para ser una realidad disruptiva».

La cuestión decisiva a plantearse sería por tanto la siguiente: ¿resulta útil, para avanzar en la imperiosa necesidad de una transformación social radical encaminada a atajar el ecocidio, el diseño de quiméricas propuestas reformistas de ingeniería fiscal o financiera que pretendan, en el mejor de los casos, promover el avance hacia un idealizado capitalismo bonancible y redistributivo donde la pobreza fuera sólo “una realidad disruptiva”?

Las prescripciones de las distintas escuelas de curanderos, a pesar de la multiplicidad de sus formulaciones, comparten un rasgo esencial: hacer abstracción de la lógica interna del funcionamiento del capitalismo realmente existente y de las funciones reales y las formas de generación e inyección en la actividad económica del dinero en la actual fase neoliberal. La pobreza, el desempleo, la aguda desigualdad y por supuesto el expolio criminal de la naturaleza no son aspectos aislables de la acerba realidad, que se puedan corregir por tanto a discreción, con la buena voluntad de los gestores del bien público, a través de recetas mágicas diseñadas ad hoc, sino rasgos consustanciales a la acumulación de capital en su fase degenerativa. Tal concepción idealista implica, como describe el economista marxista, recientemente fallecido, Michel Husson una enorme “marcha atrás” respecto de la tradición revolucionaria y materialista del movimiento obrero y del pensamiento socialista: «Los defensores del ingreso universal proponen a las ‘multitudes’ dar marcha atrás, instaurando una renta monetaria e individualizada, y esta perspectiva sustituye de hecho a la movilización por una reducción radical del tiempo de trabajo mediante la transformación de las relaciones de producción en un sentido socialista. A estas aproximaciones teóricas se añade una orientación estratégica cuyo efecto es dejar de dar cuenta de la centralidad de las relaciones de explotación».

Haciendo abstracción de la lógica interna del capitalismo, los curanderos llegan por tanto a soluciones taumatúrgicas que ignoran las estructuras profundas de las relaciones socioeconómicas y la agudización de las dificultades de la reproducción del capital en las décadas recientes. Con el agravante de la extensión masiva del campo de la mercancía y del elemento pecuniario que implica proponer una renta universal e incondicional en forma monetaria. La concepción implícita en tales recetas de que el dinero puede usarse para cosas buenas a través de los “trucos circulatorios” revela una completa incomprensión de las funciones y de la forma de generación e inyección en el circuito monetario capitalista del dinero moderno. El dinero, la encarnación del poder social y del conflicto de clases deviene, en las recetas de los curanderos, una herramienta técnica, aséptica, cuyo modo de producción y distribución habría únicamente que arreglar para alcanzar un funcionamiento óptimo que corrigiera eficazmente el comportamiento tóxico del motor de la acumulación de capital para que derramara sus dones sobre las capas más desfavorecidas. Quitémosle pues al dinero de los curanderos su «bendita» inocencia e integrémoslo en la argamasa de la matriz del proceso de reproducción ampliada del capital, en su pugna continua por extraer el máximo flujo del trabajo vivo: «El dinero es, por lo tanto, el único medio de que dispone la sociedad capitalista para validar el trabajo social y viabilizar la reproducción del capital». Se trata, en definitiva, de la herramienta par excellence a través de la que se ejerce el poder social.

Resulta pueril por consiguiente creer que su generación y distribución, totalmente privatizadas actualmente en manos de la banca comercial y enfocadas hacia la tóxica matriz de rentabilidad financiarizada del capitalismo patológico, se pueden poner al servicio de las mayorías sociales a través de las funciones redistributivas del Estado –despojado, por cierto, de cualquier rastro de autonomía financiera y sometido a los implacables designios del talón de hierro de los mercados financieros globales–, máxime si ello redunda en un perjuicio para las acuciantes exigencias de la valorización del capital. La omisión absoluta de estas decisivas cuestiones sitúa a las propuestas de los curanderos fuera de la realidad del capitalismo realmente existente.

¿Cuál es, en definitiva, la razón del aparente éxito de tales recetarios entre amplios sectores –incluidos los supuestamente anticapitalistas– del movimiento ecologista y de una pléyade numerosa de organizaciones y colectivos sociales?

Como explica Michel Husson, quizás el hecho de vivir «un periodo de pesadilla», de derrotas y de pérdida de vigencia de los proyectos «holísticos» realmente transformadores, explique la proliferación de estas «utopías encantatorias»: «De forma general, el éxito de estos proyectos se explica sin duda por las coordenadas de un período bastante de pesadilla. Parecen representar atajos que permiten sortear los obstáculos y pasar de nuevo a la ofensiva (…) Estas utopías encantatorias no son solamente estériles: son también, desgraciadamente, obstáculos a la construcción de una estrategia alternativa encarnada en la realidad de las relaciones sociales».

Vayamos pues más allá de los estériles y desmovilizadores atajos de los curanderos y tratemos de recuperar las prácticas y los planteamientos verdaderamente alternativos que nos permitan desarrollar ámbitos de lucha y de resistencia contra la barbarie del capital alejados de los remedios taumatúrgicos, de la delegación legalista-institucional y de la ilusión de los reguladores de poner a dieta al capitalismo, cada vez más atiborrado de capacidad de destrucción y de expolio y, por lo tanto, cada vez más irreformable.

En el fondo quizás encierre mucha más sabiduría, para la construcción de prácticas realmente transformadoras –y asimismo profundamente ecológicas–, el mensaje que se extrae de la siguiente lección impartida en una Escuelita Zapatista del sureste mejicano. La anécdota la relata Jérôme Baschet, autor del iluminador texto «Adiós al capitalismo»: «Durante una de las sesiones de la Escuelita zapatista, una maestra se paró en medio de su explicación y presentó dos bolsas, una con monedas y otra con maíz. La conclusión de la lección fue: el maíz es vida y el dinero muerte». El dinero no puede por tanto usarse para cosas buenas ya que, como decía el sabio polígrafo anarquista Agustín García Calvo: «el enemigo está inscrito en la forma misma de sus armas».

Comunismo o catástrofe

«El comunismo es, en definitiva, el único plan viable para la especie»
John Holloway

«No hay una tercera alternativa. O la frugalidad igualitaria o la barbarie desencadenada, la violencia totalitaria, la guerra global, la devastación mortífera. Comunismo o extinción»
Franco “Bifo” Berardi

 

Entre los días 28 de julio y 1 de agosto de 2021 tendrá lugar en la ZAD de Notre Dame des Landes -un extenso territorio autónomo y autogestionado en el noroeste de Francia, ocupado inicialmente como vía de resistencia a la construcción de un aeropuerto– el «Encuentro Intergaláctico en relación con la invasión zapatista».

El estrambótico título sirve de marco a unas jornadas de “celebración y de reflexión” acerca de la visita –denominada, en clara profesión de fe ecologista e internacionalista, «La Travesía por la Vida»– de una delegación del EZLN a la vieja Europa. Sin duda las dos experiencias tienen muchas cosas en común. En ambos casos se trata de colectivos que luchan contra la depredación del territorio, que caracteriza a los “megaproyectos” patrocinados por el capital y el “mal gobierno”, mediante proyectos de construcción de autonomía y de desarrollo de nuevas prácticas de convivencia y de relación armónica con la naturaleza.

La experiencia de la autonomía zapatista, vigente desde el levantamiento armado de 1994 en las montañas del sureste mejicano, representa sin duda un ejemplo inspirador de resistencia frente al despojo de las riquezas naturales perpetrado por el capitalismo depredador y de construcción paralela de una organización comunal autogestionada que trata de desarrollarse, contra viento y marea, en las antípodas de las reglas impuestas por los dueños del poder y del dinero.

Si bien son perfectamente conscientes de los límites que la acerba realidad sistémica capitalista impone hoy en día a su autonomía, los zapatistas han avanzado en la construcción de relaciones sociales en armonía con la naturaleza –sirva de botón de muestra la abundante y totalmente ecológica producción agrícola autóctona– que dejen de pasar, en lo esencial, por el dinero y el trabajo asalariado. Como refiere Baschet: «La autonomía zapatista, en lo que se refiere a la educación, la salud, la justicia y las instancias de gobierno, ha logrado avances impresionantes sin recurrir a la forma-salario y de manera ampliamente desmonetizada».

Los resultados pueden resultar asombrosos. En una visita a las comunidades –denominadas con el bello nombre de ”caracoles”– zapatistas, el escritor John Berger mostró un decidido interés en visitar la clínica del caracol Oventic: laboratorios, farmacia, consultorio de ginecología y dormitorios. La encontró limpia, sencilla, modestamente equipada, en servicio. «Nada es más conmovedor que esto» dijo.

El zapatismo no se hace por supuesto ilusiones respecto a las posibilidades de arreglar el capitalismo ni mucho menos de esperar nada de los cambios que vengan desde arriba, desde el “mal gobierno”. Miquel Amorós resume la esencia del ideario zapatista: «Como bien decís, es imposible reformar el capitalismo, hacerlo menos inhumano: hay que destruirlo. El aparato estatal con el que se reconfigura es inservible, hay que dejarlo desmoronarse. La vida no puede fertilizar la tierra con plusvalías, ni la sociedad fomentar la autonomía de sus miembros con decretos gubernamentales o subvenciones».

¿Resulta extrapolable una experiencia semejante a nuestras hipertecnificadas e hipercomplejas fortalezas occidentales o se trata de un reducto de resistencia condenado a la irrelevancia y a no desbordar las “lindes del enclave”?

La vocación internacionalista y ecologista de los zapatistas, plasmada en su «Travesía por la Vida» y en su encuentro en la «Zona a Defender” y asimismo con otros centenares de colectivos y organizaciones anticapitalistas en el marco de su “invasión” europea, encierra la explícita pretensión de extenderse o al menos de conectar con otras luchas populares en las fortalezas primermundistas.

Por fortuna, no faltan los ejemplos.

«Tenemos tan integrados y asumidos ciertos valores capitalistas que no nos damos cuenta del absurdo que supone tener una lavadora en cada casa». La rotunda afirmación corresponde a Unai, vecino del barrio okupado vitoriano de Errekaleor, una de las comunidades autogestionadas más importantes del país. “Errekaleor bizirik” (‘Errekaleor vivo’) representa un magnífico ejemplo en curso de experiencia anticapitalista y ecologista, fundamentada en relaciones de apoyo mutuo y solidaridad desde abajo: «Vamos a dar un paso más y a prescindir de ciertos servicios en las viviendas como cocinas eléctricas, lavadoras, frigoríficos… para tenerlos en zonas comunes», explica otra vecina de Errekaleor.

Después de un intento de acabar con el proyecto autogestionario de Errekaleor, por parte de la administración y la megaempresa eléctrica, cortando el suministro de luz al barrio, los ocupantes decidieron avanzar asimismo hacia la autosuficiencia y la drástica reducción del consumo energético instalando paneles solares. El éxito fue rotundo: «El movimiento defiende el autoabastecimiento y el uso de energías 100% renovables: Poniendo en duda el modelo energético y la propiedad privada de la energía, hemos dado el salto a un modelo de barrio soberano y feminista, así como colectivizado la propiedad de la energía».

Tales “grietas” en el muro del capital, por mínimas y precarias que sean, muestran que, frente al derrotismo y al desaliento, herederos de la derrota y la práctica desaparición del movimiento obrero occidental, y frente al idealismo estéril de los atajos de los curanderos, existen vías de expansión y profundización, «en la correosa textura de la dominación capitalista», de lo que John Holloway denomina “comunizares”: «Tenemos que romper por tanto el espinazo de la dinámica destructiva del capital, pero el modo de hacerlo no es proyectando el comunismo en el futuro, en la escatológica creencia en una revolución salvífica, sino reconociendo, creando, expandiendo y multiplicando los “comunizares”, las grietas en la correosa textura de la dominación capitalista y fomentando su confluencia».

Sin embargo, como alerta Miquel Amorós, tales cuñas intersticiales en el universo de la mercancía no dejan de ser medios para un fin, limitados atisbos de autogestión y autonomía que necesitarían, para trascender las lindes del enclave, extenderse a un número significativo de ámbitos ahora colonizados totalmente por el reino del capital: «De ningún modo las aludidas realizaciones podrían constituir por sí mismas, dentro de la sociedad capitalista con la que cohabitan, otra cosa que ensayos muy limitados de autogestión a escala ínfima. El error garrafal sería considerarlas fines en sí y no medios para un fin, tal como hace la economía social. No son objetivos únicos, totalmente desligados de los conflictos sociales, sino armas para intervenir en éstos. Sin embargo, para trascender las lindes del enclave, o sea, para generalizarse, haría falta pasar a la ofensiva, invadir a gran escala el espacio dominado por el capital. Sería necesaria una verdadera revolución».

Lo cierto es que produce vértigo siquiera imaginar, ante la apremiante emergencia del ecocidio y del acelerado deterioro de las condiciones mínimas para una vida buena en un planeta habitable, las ingentes y urgentísimas transformaciones necesarias y los formidables obstáculos que se elevan para poder llegar a «invadir a gran escala el espacio dominado por el capital» a través de un proyecto revolucionario; para dejar de ser, en las bellas palabras de Manuel Sacristán, «la especie de la hybris, del pecado original, de la soberbia, la especie exagerada».

Pero sin duda la recompensa compensaría todos los desvelos y sacrificios.

¿Somos capaces siquiera de concebir la drástica reducción en el consumo de materiales y de recursos naturales y la transformación radical de la vida cotidiana que producirían la eliminación de las actividades ecocidas y superfluas que caracterizan al capitalismo desquiciado? Sin la industria militar genocida ni la inmensa mayoría de los medios de transporte fosilistas; eliminando la mayor parte del turismo de masas, con todos los megaproyectos e infraestructuras que conlleva, así como las, ferozmente depredadoras, agricultura y ganadería intensivas, culpables directas de la pandemia en curso; suprimiendo la masiva publicidad engañosa y el sinfín de duplicidades y procesos despilfarradores, en lugar muy destacado todos los absurdos e ineficientes aparatos burocráticos estatales y paraestatales de vigilancia y seguridad que copan crecientes recursos de las gigantescas administraciones y, por supuesto, como expresaba la bella utopía zapatista, aspirando a una existencia sin dinero ni sistema financiero. Sin todo lo anterior y tantas otras fruslerías y cachivaches superfluos que pueblan el reino de la mercancía, ¿no resulta evidente la sobrada suficiencia de los recursos y dones de la sufrida naturaleza para subvenir lo necesario para una vida buena en el tercer planeta del sistema solar? Qué duda puede caber acerca de que la eliminación de todas aquellas actividades nocivas o no universalizables («El socialismo puede llegar sólo en bicicleta», como reza el bello título del libro de Jorge Riechmann), que únicamente sirven al Dinero y al Capital y van en detrimento de cualquier noción temperada de progreso humano en un planeta habitable, permitiría adaptarnos sobradamente a la necesaria reducción drástica del consumo de energía y materiales exigida por la preservación del metabolismo socionatural. En las inspiradoras palabras de Murray Bookchin: «Liberados de las rutinas opresivas, de las represiones e inseguridades paralizantes, de la carga del trabajo pesado y de las falsas necesidades, de las trabas que suponen la autoridad y la compulsión irracional, los individuos podrán finalmente estar en posición, por primera vez en la historia, de realizar plenamente sus potencialidades como miembros de la comunidad humana y del mundo natural». No se trata por tanto de un desabrido empobrecimiento, como se desprende de algunos idearios “decrecentistas”, sino de rescatar la riqueza real de las potencialidades humanas en una “sociedad de la abundancia” fuera del universo mercantil.

De este modo se alcanzaría la utopía “homeostática” expresada en el programa ecosocialista. El trabajo dejaría de ser la medida del valor cuando la productividad del trabajo humano haya superado la restricción material de la escasez de recursos naturales mediante una organización social racional basada en la máxima marxiana acerca de la regulación armoniosa de las “capacidades y las necesidades humanas”. De ahí se sigue que, si no hay necesidad de medir el valor generado por el trabajo para regular la escasez y la riqueza “abundante” se distribuye de forma comunitaria, el dinero deviene asimismo superfluo. Como dice John Holloway: «Sólo rechazando el dominio del dinero podríamos avanzar hacia un escenario compatible con la supervivencia de los humanos».

El filósofo marxista István Mészáros proporciona una iluminadora descripción de la “sociedad de la abundancia”: «La realización verdadera de la sociedad de la abundancia requiere la reorientación del proceso reproductivo social de tal modo que los bienes y servicios comunalmente producidos puedan ser plenamente compartidos –y no desperdiciados de modo individualista– por todos aquellos que participan de la producción y el consumo directamente sociales (…) No obstante, aunque la plena realización de esa visión –que postula la necesidad de una transformación global– tardará un tiempo muy largo para ocurrir, los pasos prácticos necesarios para avanzar pueden ser dados (en el “aquí” y “ahora”) por cualquier sociedad, incluso en una situación relativamente limitada, sin esperar a la reversión radical de las relaciones de poder existentes entre el capital y el trabajo a escala global».

Quizás la enseñanza principal que podría extraerse del desarrollo anterior acerca de los objetivos y las estrategias del ecologismo «que va en serio» sería una lección de humildad: la necesidad de supeditar sus demandas a la virtualidad de una transformación social radical basada en el reconocimiento de que el correcto metabolismo ecológico sólo se alcanzará en una sociedad racional. En la rotunda formulación de Manuel Sacristán: «La sociedad socialista queda así caracterizada como aquella que establece la viabilidad ecológica de la especie».

Los “vicios” someramente reseñados son por tanto la prueba fehaciente de la urgencia de un ecologismo verdaderamente radical, que parta humildemente de la prioridad de la lucha contra el reino del capital como conditio sine qua non para la obtención de una regulación armoniosa del metabolismo socionatural. Al haberse desarrollado principalmente en el contexto histórico de la derrota del movimiento obrero, la desaparición de las organizaciones de clase y la reclusión minoritaria de los colectivos libertarios, las organizaciones ecologistas se han visto masivamente fagocitadas por la ola reformista imperante. El desafío es pues colosal: extraer la conclusión lógica del diagnóstico condenatorio de las posibilidades de una vida buena en un planeta habitable bajo el capitalismo desquiciado exigiría una drástica transformación de las estrategias ecologistas en un sentido profundamente anticapitalista y antiestatista que no se deje embaucar por los cantos de sirena de las ilusiones reguladoras “decrecentistas” ni por la reclusión autorreferencial de los movimientos de un solo asunto. La posición para lograrlo es, a pesar de todo, privilegiada: el ecologismo que «va en serio» aúna la urgencia perentoria de la transformación radical de la vida cotidiana con la apremiante exigencia política de la destrucción del sistema social ecocida basado en la depredación de la naturaleza y en la explotación del trabajo humano.

En caso contrario, como describe Anselm Jappe, las implicaciones del progresivo desquiciamiento del sistema de la mercancía pondrán a la especie humana y a su crucificado planeta ante una perspectiva catastrófica: «Lo que se avecina tiene más bien el aspecto de una barbarie a fuego lento, un sálvese quien pueda. Antes que el gran crash, podemos esperar una espiral que descienda hasta el infinito, una demora perpetua que nos dé tiempo para acostumbrarnos a ella como en la fábula de la rana y el agua caliente. Seguramente asistiremos a una espectacular difusión del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un vasto movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un lado sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de su socialización y construyan juntos una sociedad más humana».

Ojalá se equivoque.

 

Fuente: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2021/07/27/los-vicios-del-ecologismo/  (blog del autor)

Un comentario en «Los “vicios” del ecologismo»

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