Acerca de Walter Benjamin (1892-1940). In memoriam
Jordi Torrent Bestit
Walter Benjamin es autor de quien en modo alguno podría afirmarse que haya venido siendo objeto de marginación editorial en España. Desde las primeras traducciones (en general insatisfactorias) de sus textos, efectuadas por Jesús Aguirre para Taurus en el último tramo del tardofranquismo, hasta la presencia actual de los primeros volúmenes de su obra completa (en curso de publicación en Abada), Benjamin nunca ha dejado de estar al alcance del lector o lectora interesados en conocer las singulares elucidaciones críticas de este pensador multidisciplinar y, como tal, alérgico –forma y contenido- a cualquier pretensión de asimilar reflexión filosófica a construcción de sistema cerrado. No obstante, cabe albergar alguna duda respecto a si no se trata de un filósofo mucho más citado que efectivamente leído1, rasgo que de confirmarse, y no bien se mire, compartiría en la actualidad con otros autores de la tradición emancipatoria. Desde luego, semejante hipótesis abre de inmediato una serie de interrogantes nada accesorios en torno a la relación que se puede/debe (o se debe/puede, que no es exactamente lo mismo) mantener con los escritos de la mencionada tradición, aspecto en cuyo examen no podemos demorarnos ahora por ser otro el propósito de la presente nota.
En nuestra opinión, el aludido mariposeo citatorio en torno a tales autores responde a una tendencia recurrente –suele rebrotar en todo tiempo de restauración y de derrota: de toda evidencia, el nuestro lo es-, destinada a musealizarlos mediante la exhibición de vida y obra en una de las vitrinas de objetos curiosos procedentes de un pasado tan remoto como extraño. Es probable que de semejante tendencia derive asimismo la dificultad, señalada no ha mucho por Carlos Piera a propósito justamente de Benjamin2, con la que de manera creciente tropieza el intento de rescatarlos de los exégetas empeñados en convertirlos en materia de exclusiva cultura. Esta nota pretende ser una modesta incursión por alguno de los senderos transitables en este último terreno.
Cierto que la conversión nada inocente de los escritos de Benjamin en cultura, al menos en la acepción a la que apunta el comentario de Piera, ha de ser atribuida a múltiples factores y circunstancias. Vale decir también que esta conversión dista mucho de ser póstuma. Y debe señalarse por igual que en la intencionalidad de los dos principales responsables de una manipulación tan prontamente iniciada son discernibles motivos de mayor peso político que cultural. Por lo demás, apenas cuadra a M. Horkheimer y a T.W. Adorno el calificativo de exégetas. Ambos fueron algo más que eso. Fueron, entre otros muchos y altos menesteres, amigos de Benjamin, el segundo de ellos muy en particular, dato éste no exento de importancia para cuanto sigue.
La historia es conocida, pero para nuestro propósito quizás convenga ahora evocarla de nuevo de forma sucinta. Durante la década de los años treinta del pasado siglo, las dificultades materiales e intelectuales con las que de antiguo se enfrentaba Benjamin experimentaron una pronunciada decantación a peor. Tras exiliarse de la Alemania nazi a causa de su doble condición de judío y de autor identificado con la izquierda de orientación marxista, erró por varias caminos del continente (“vagabundo celeste” pudo llamarle alguien) antes de instalarse definitivamente en París. Claro que tratándose de quien se trata, “instalarse definitivamente” resulta expresión del todo inapropiada: en los siete años que pasó en la capital de Francia (la abandonaría in extremis en junio de 1940, un día antes de que la ocuparan las tropas hitlerianas), Benjamin nunca dispuso ni de domicilio ni de empleo estables (por lo que hace al primero, mudó diecisiete veces de lugar de residencia en tan breve período). En 1933 inició su colaboración con el Instituto para la Investigación Social dirigido por Horkheimer, en cuya revista, Zeitschfrift für Sozialforschung, el autor de Los Pasajes publicará textos de muy variado calado.
Obligado igualmente a emprender el camino del exilio, el Instituto, tras recalar un año en Ginebra, pudo finalmente hallar acomodo financiado en EEUU, donde algunos de los miembros del período frankfurtiano, junto a otros de reciente incorporación, pudieron proseguir trabajando con relativa normalidad, y a salvo de las turbulencias europeas, bajo la férrea supervisión, como en el pasado, de Adorno y de Horkheimer, este último director del centro. Mientras tanto, la sobrevivencia de Benjamin, aquejado de graves trastornos cardíacos, apátrida (había sido despojado de la nacionalidad alemana), sin recursos económicos y crecientemente aislado en un país que galopaba hacia el abismo, dependía en enorme medida –es poco decir- de la modesta ayuda económica, intermitente y nunca asegurada3, que pudieran hacerle llegar sus amigos del Instituto, con sede ahora en Nueva York. A partir de 1939, estos últimos trataron de conseguir para Benjamin un visado de entrada a los Estados Unidos dado el creciente riesgo que corría en Francia. Las gestiones no dieron en nada, entre otros motivos porque Benjamin se mostró hasta el último momento muy renuente a abandonar el país; tampoco le entusiasmaba la perspectiva de emigrar a Palestina, como repetidamente le instaba a hacerlo su amigo Gershom Scholem4.
Tanto Horkheimer como Adorno, cada vez más dispuestos a desplazar –diluyéndolas- las categorías marxistas hacia el ámbito de la psicología social, así como también a asumir que la responsabilidad de una eventual separación entre teoría y praxis siempre debe cargarse sobre las espaldas de la segunda, seguían no obstante apegados, por lo menos formalmente, a la dogmática de la Teoría Crítica. De aquí –pero no tan sólo de aquí, como hemos de ver enseguida- que, pese al interés con que lo seguían, contemplaran con evidente recelo el inclasificable programa de trabajo que se había trazado Benjamin. En efecto, juzgaban nebulosa y poco mediada por la dialéctica la cartografía imaginaria de la modernidad que éste se proponía trazar del siglo XIX tomando como centro fantasmagórico de la misma la capital parisina, una tentativa -sin precedentes ni continuidad- armada desde una intencionalidad cultural y política realmente innovadora. Llevados por una desconfianza de la que tampoco era ajena la estrecha relación que Benjamin mantenía –no exenta tampoco de algún problema- con B. Brecht (para Adorno una auténtica bête noire), aconsejaron al primero que procediera a modificar determinadas interpretaciones, así como que eliminara o substituyera, según los casos, formulaciones y términos permeados en exceso por elementos de índole ideológica, los cuales, según ellos, podrían ser interpretados fácilmente como una profesión de fe política escorada en exceso hacia el radicalismo. Dada su precaria situación personal, Benjamin, humillado en lo más íntimo, no tuvo más remedio que rendirse ante la insistente presión correctora ejercida sobre sus manuscritos.
A la vista del cariz que iba adquiriendo el asunto, la palabra chantaje fue utilizada coetáneamente por algunos amigos de Benjamin (su prima Hannah Arendt y Gershom Scholem entre ellos) para definir la actitud que adoptaron en tan cruciales momentos Horkheimer y Adorno. Como es natural, el término ha sido rechazado con vehemencia por los colaboradores incondicionales del Instituto. Tal es el caso, por ejemplo, de Leo Löwenthal, amigo y estrecho colaborador de Horkheimer. En una larga entrevista autobiográfica publicada en 1980, Löwenthal expresa su indignación ante las pruebas documentales que seguían poniendo de manifiesto el escaso margen de maniobra física y moral de que disponía Benjamin para defenderse del maltrato infligido a su dignidad intelectual. “En vano buscarás alguna carta”, le arguye Löwenthal a su entrevistador, “en la que (Benjamin) proteste contra alguna supresión inferida por nosotros a sus textos”5. Afirmación tan falsa como inicua. Falsa, porque los intercambios epistolares entre Benjamin, Horkheimer, Adorno y Gretel Adorno permiten constatar sin asomo de duda, como señala Bernd Witte en su estudio biográfico de Benjamin, que éste “protestó cada vez de forma vehemente”6 ante la repetida censura de que eran objeto sus textos; e inicua, porque, de no ser falsa como en efecto es, la afirmación raya en el cinismo más descarnado al pretender que el silencio de Benjamin demostraría por via implícita que éste dio su “consentimiento” –la palabra es del propio Löwenthal- a cuanto le iba siendo propuesto por Horhkeimer en aras a “preservar la revista en tanto que órgano científico”, como le escribirá a Benjamin en famosa carta7.
Aún admitiendo que chantaje sea término tan infamante como desbocado, no es posible dejar de advertir en todo este episodio cierta malsanía intelectual y moral. El precio a pagar por la preservación de la revista “en tanto que órgano científico” implicaba laminar los textos de Benjamin de cualquier arista política poco acorde con la preocupación por asentar las actividades del Instituto sobre suelo exclusivamente cultural. Y debe señalarse que Benjamin no fue la única víctima en tal sentido. Siegfried Kracauer, por ejemplo, otro colaborador marxista del Instituto, prohibirá de forma taxativa la publicación en la revista de uno de sus textos tras comprobar el proceso expurgatorio de toda alusión política radical a que fue sometido por el lápiz rojo de su amigo Adorno8.
Bruno Tackels, autor de un extenso estudio biográfico sobre Benjamin9, desmenuza analíticamente, ayudado en parte por el examen de la correspondencia a la que acabamos de aludir, las modificaciones sustanciales que, “sugeridas” en especial por Horkheimer, Benjamin iba introduciendo en el manuscrito de uno de sus títulos más emblemáticos: La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, texto originariamente concebido como propedéutica introductoria de Los Pasajes, obra ésta para la cual Benjamin no cesaba de reunir materiales. Tackels da cuenta, nada más y nada menos, de cuatro versiones distintas del texto, de cuya evolución, desde su salida política a su llegada cultural, anota e interpreta las “variaciones” sucesivas efectuadas por el autor.
¿Cuál era el horizonte hacia el que, velis nolis, apuntaban las intenciones de Horkheimer al urgir modificaciones en el manuscrito de La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica? No es preciso, creemos, conjeturar demasiado al respecto. Sí lo es, en cambio, volver a insistir en el hecho de que Benjamin se vio forzado a suavizar pasos y expresiones expuestos a ser identificados con posturas marxistas explícitamente políticas y, en consecuencia, poco acordes con la imagen de respetabilidad académica que tanto Horkheimer como Adorno deseaban conferir a las actividades del Instituto en su recién estrenada etapa norteamericana. Ciertamente, para la configuración de una respetabilidad semejante era esencial evitar que el materialismo crítico viniera expresado mediante fórmulas políticamente incorrectas susceptibles de indisponer a las autoridades de acogida. Martin Jay, historiador poco dado a juzgar con severidad algunos de los episodios menos edificantes del recorrido intelectual y político de la Escuela de Frankfurt, admite en su conocido estudio sobre la misma que “está perfectamente claro que el Instituto se sentía inseguro en Estados Unidos y deseaba hacer lo menos posible para poner en peligro su posición”10.
Se trataba, pues, de reconducir la carga radical entrañada en el manuscrito originario de Benjamin hacia el terreno mucho más aséptico, por lo menos en principio, de cultura. (Dicho sea de forma incidental: algunos de los miembros de la denominada Escuela de Frankfurt, Adorno muy en particular, entendían “cultura” en un sentido ambiguamente apegado al elitismo; nada podía ser más ajeno a Benjamin, quien, pese a su fama de autor de difícil acceso, siempre detestó cualquier planteamiento asentado en la mitología spengleriana en torno a la supuesta existencia de “minorías selectas”.) Limitémonos a destacar a continuación unas pocas modificaciones terminológicas, dejando de lado las relativas al núcleo interpretativo del manuscrito de Benjamin,de mucha mayor envergadura y cuyo abordaje crítico presupone una ambición de propósito ajeno por completo a la finalidad de la presente nota. Horkheimer procedió a eliminar el primer capítulo del texto, el más explícitamente político, al tiempo que movió a cambio expresiones tales como “fascismo” (substituido por “Estado totalitario”), “guerra imperialista” (substituido por “guerra moderna”) , “reaccionarios” (substituido por “conservadores”), “comunismo” (substituido por “fuerzas constructivas de la humanidad”), etc. La breve muestra incluye un hecho realmente asombroso. Digámoslo con las palabras de Tackels: “Benjamin, víctima absoluta del fascismo en acto, es conminado por sus “amigos”, víctimas relativas y confortablemente al abrigo (del mismo) a no pronunciar la palabra fascismo”11. Todo esto acaece, dicho sea de paso, una década antes de la aparición en escena del senador Joseph McCarthy…
En septiembre del presente año se cumplirán setenta del suicidio de Walter Benjamin en Portbou, en la fosa común de cuyo cementerio están depositados sus restos, diríase que a guisa de una de aquellas alegorías de la modernidad que tanto se esforzó en desentrañar. ¿Y acaso no había dejado también señalado en su último texto (Sobre el concepto de historia) que “la construcción de la historia” debe estar dedicada a la memoria de los sin-nombre, dado que “es más difícil celebrar la memoria de los sin-nombre que la de los renombrados”?
De entre los papeles hallados en la habitación donde el filósofo puso fin a su vida, cabe destacar una nota. Se lee en ella: “En una situación sin salida, no tengo otra elección que la de terminar. Es en un pequeño pueblo situado en los Pirineos, en el que nadie me conoce, donde mi vida va a acabarse. Le ruego (a Henny Gurland, compañera de la fallida expedición a través de la frontera franco-española, nota nuestra) que transmita mis pensamientos a mi amigo Adorno y que le explique la situación a la cual me he visto abocado. No dispongo de bastante tiempo para escribir todas las cartas que hubiera deseado escribir”12. En sus postreras horas, Benjamin, sabiéndose parte de los “sin-nombre”, se dirige de nuevo, y por última vez, a quien justamente le había forzado a admitir el carácter ilusorio de algunas de las esperanzas que sin duda había albergado en relación a la probidad intelectual de sus amigos de América, los primeros que desde su renombrado e ilustre pedestal trataron de convertirlo en cultura.
Barcelona, marzo, 2010
NOTAS
1.- Este extremo ha sido recientemente subrayado por Daniel Cabrera en “Walter Benjamin, el alquimista de la modernidad”, revista Anthropos, nº 225, monográfico dedicado a Walter Benjamin, Barcelona, 2009, pp. 23-29.
2.- Carlos Piera, “Sobre la veracidad de Manuel Sacristán”, en Salvador López Arnal e Iñaki Vázquez Álvarez ed., El legado de un maestro. Homenaje a Manuel Sacristán, Madrid, Fundación de Investigaciones marxistas, s.f., p.174.
3.- Uno de los biógrafos de Benjamin alude a las repetidas cartas que éste escribió a Nueva York lamentándose de la miseria económica que padecía. Friedrich Pollock, director financiero del Instituto, acabó por fijarle un estipendio mensual de ochenta dólares, suma muy inferior a la que cobraban los colaboradores con contrato fijo. Véase, Bernard Witte, Walter Benjamin, Barcelona, Edicions 62, 1992, traducción al catalán de Joan Leita, p. 118. (Existe traducción castellana en Gedisa, 1990).
4.- Para las relaciones entre Benjamin y Scholem, véase Gershom Scholem, Walter Benjamin. Historia de una amistad, Barcelona, Península, 1987, traducción y presentación de J.F. Yvars y Vicente Jarque.
5.- Helmut Dubiel, Leo Löwenthal. Una conversación autobiográfica, València, Edicions Alfons El Magànim, 1993, traducción de Josep Muntaner y Gustau Muñoz, p. 69.
6.- Bernd Witte, op. cit. p. 117.
7.- Bruno Tackels, Walter Benjamin. Una vie dans les textes, Arles, 2009, p. 491. De este imprescindible libro procede una parte sustancial de la información utilizada en nuestro texto.
8.- Enzo Traverso, Siegfried Kracauer. Itinerario de un intelectual nómada, València, Edicions Alfons El Magnànim, 1998, traducción de Anna Montero Bosch, p. 155. Para Kracauer, así como para el propio Benjamin, resulta muy útil el contenido general del estudio de David Frisby Fragmentos de la modernidad. Teorías de la modernidad en la obra de Simmel, Kracauer y Benjamin, Madrid, Visor, 1992, traducción de Carlos Manzano.
9.- B.Tackels, op. cit. en nota 5.
10.- Martin Jay, La imaginación dialéctica. Historia de la Escuela de Frankfurt y el Instituto de Investigación Social (1923-1950), Madrid, Taurus, 1974, traducción de Juan Carlos Curutchet, p. 337.
11.- B. Tackels, op. cit. p. 490.
12.- B. Tackels, ibid., 642.