Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Donde pueden verse escritos de crítica teatral del autor y su obra de teatro «El pasillo»

Manuel Sacristán Luzón

Edición de Salvador López Arnal y José Sarrión

Estimados lectores, queridos amigos y amigas:

Seguimos con la serie de textos de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) que iremos publicando en Espai Marx todos los viernes a lo largo de 2025, el año del primer centenario de su nacimiento (también de los 40 años de su prematuro fallecimiento). En esta ocasión, cinco trabajos de crítica teatral y su obra «El pasillo» (más una carta de 1969 de Jacobo Muñoz sobre la traducción de la obra de Peter Weiss).

Los materiales ya publicados, los futuros y las cuatro entradas de presentación pueden encontrarse pulsando la etiqueta «Centenario Sacristán» –https://espai-marx.net/?tag=– que se encuentra además debajo de cada título de nuestras entradas.

Actos sobre el autor en fechas próximas:

1. Presentación de La trayectoria intelectual de Manuel Sacristán. Teoría y práctica de Miguel Manzanera en la Feria del libro de La Habana el próximo 17 de febrero. Anteriormente se han realizado dos presentaciones del libro: la primera en la Universidad de Guantánamo, sábado 8 de febrero, y la segunda en la Casa de África de Santiago de Cuba, el lunes 10, acto organizado por la Universidad de Oriente (En 2024 también se presentó el libro de Manzanera dentro del evento del IHC (Instituto de Historia de Cuba) sobre la revolución cubana realizado en el Memorial Martí el 29 de octubre, y en la Fiesta de la Cubanía de Bayamo el 19 de octubre).

2. El V Seminario de estudios sobre marxismo y cultura 2024-25 de la Universidad de Salamanca continúa con su segunda sesión con un evento especial: Homenaje a Manuel Sacristán. Incluirá la Presentación del libro Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales II

Intervienen: Jorge Riechmann, Profesor Titular, Facultad de Filosofía, UAM. José Sarrión, Profesor Permanente (PPL), Facultad de Filosofía, USAL. Coeditor del libro.

Martes 25 de febrero de 2025 19:30 h. Lugar: Artilugio Estudio (Pasaje de C/ Azafranal, 18, Salamanca).

Organiza:GIIS (Grupo de Investigación sobre Ideología, Imagen y Sociedad). Colaboran: Departamento de Historia del Arte/Bellas Artes USAL y Asociación Profesional de Sociología de Castilla y León (SOCYL). Organizan: Coral Bullón, José Sarrión y Alberto Santamaría.

3. Organizado por el Colectivo Prometeo: martes 4 de marzo, Facultad de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales de Córdoba, mesa redonda «Teoría y Praxis de Manuel Sacristán». «En la misma tendremos el honor y la suerte de contar con las reflexiones de Jorge Riechmann, José Sarrión y Víctor Ríos. Todo un lujo por el saber y la capacidad de análisis que los tres acumulan, a lo que se une la coherencia y el compromiso social y político en sus trayectorias.» https://colectivoprometeo.blogspot.com/2025/02/martes-4-de-marzo-mesa-redonda-manuel.html.

4. Acto conmemorativo en la UAM: MANUEL SACRISTÁN EN SU CENTENARIO (1925-1985): MARXISMO, LUCHA SOCIAL Y ECOLOGÍA POLÍTICA.

 12 de marzo de 2025, 12:00 h
Sala de Conferencias de la Facultad de Filosofía y Letras, UAM (Madrid/Cantoblanco)
 Entrada libre

Programa (12:00 h – 14:30 h)
Modera: Jorge Riechmann.
Breve presentación de la antología Manuel Sacristán: socialismo y filosofía (Catarata, Madrid 2025; edición de Gonzalo Gallardo).

        • Pedro Ribas: «Manuel Sacristán y la filosofía española»
        • Tomás Pollán: «Sobre el sometimiento del artista a las exigencias del capital (correspondencia Sacristán-Sánchez Ferlosio)»
        • Montserrat Galcerán: «El marxismo heterodoxo y antidogmático de Manuel Sacristán»
        • Gonzalo Gallardo: «Manuel Sacristán: las labores del intelectual marxista y la intervención en la universidad»

La sesión se cerrará con un coloquio

En el mientrastanto.e (https://mientrastanto.org/.) de febrero se han publicado dos excelentes artículos de Joaquim Sempere sobre Sacristán y dos enlaces más sobre el centenario.

Buena semana, muchas gracias.

INDICE

1. Presentación
2. El deseo bajo los olmos de Eugene O’Neill
3. En la muerte de Eugene O’Neill
4. Teatro
5. Teatro clásico en Barcelona
6. El pasillo
7. España: el teatro bajo la tutela del Régimen
8. Carta abierta (de Jacobo Muñoz) a José Mª Carandell a propósito de la obra teatral de Peter Weiss (más una carta de Alfonso Sastre y una nota de Francisco Fernández Buey)

1. Presentación

Fueron muchos los artículos de temática teatral que Sacristán publicó en Laye. Según testimonio de compañeros suyos de generación (Jaume Ferran, por ejemplo), el traductor de Platón, Heine, Marx y Quine fue un crítico de referencia en los primeros años cincuenta parae la ciudadanía barcelonesa aficionada al teatro. Damos cuatro ejemplos de estos escritos (dos de ellos incluidos en Lecturas). También incluimos su obra teatral «El pasillo» y «España; el teatro bajo la tutela del régimen», un artículo que el autor publicó en 1954 en la revista alemana Dokumente. Zeitschrift im Dienst übernationaler Zusammenarbeit.

Una observación de Álvaro Ceballos («La formación literaria de Manuel Sacristán», Del pensar, del vivir, del hacer, pp. 35-36): «Durante esos años [los años de Laye, 1950-1954] Manuel Sacristán realizó numerosos trabajos de crítica dramática. Entre otras, reseñó la representación de La dama boba, puesta en escena por el Teatro Español Universitario; las piezas de Shakespeare montadas por el Teatro Yorick; las de Tennessee Williams, Montherlant, Menotti, Mauriac o Thornton Wilder, por el Teatro de Cámara, etc. Junto a éstos, Eugene O’Neill, Somerset Maugham o Arthur Miller son dramaturgos preferidos y frecuentemente mencionados».

Además, señala el profesor Ceballos, Sacristán fue miembro del jurado del Premio Ciudad de Barcelona 1952 en su modalidad de teatro, «y cuando vaya a Alemania escribirá un artículo bien informado sobre el teatro español del momento. Pero antes tentará la suerte de autor publicando una pieza en un acto, El pasillo, que apareció en el nº 5 de la Revista Española, la publicación independiente de Antonio Rodríguez Moñino en cuyas páginas se publicaron los primeros textos de lo que se consideró el grupo de novelistas sociales de posguerra.» Desde su punto de vista, «en El pasillo se transparentan los ingredientes anarquistas y obreristas que todavía definían su ideario político».

Además, prosigue Ceballos, Sacristán escribió otras obras de teatro, hoy perdidas: «Pinilla de las Heras recordaba otra cuya acción se desarrollaba en un despacho presidido por los retratos de Stalin y del cardenal Spellman: se refería a un estado teocrático fundado tras un holocausto nuclear. Por desgracia no nos ha llegado el texto de esta segunda pieza teatral ni el de otras que al parecer escribió o había pensado escribir . De todos modos, el mero hecho de que escribiera varias confirma que se trató de algo más que un capricho: que durante muchos años Sacristán estuvo reflexionando sobre la literatura y su función social, y que contaba con proyectos serios en los que aplicar esas ideas.»

Por qué terminaron esos proyectos en la vía muerta, se pregunta el profesor Ceballos. Su razonable e interesante conjetura: «La razón fundamental fue el viaje de estudios a Münster, con la exigencia de una dedicación intensa a la lógica formal, que apenas dejaba tiempo para los compromisos, recién contraídos, de la militancia comunista. Pero seguramente parte de la culpa la tuvo también el desencuentro con el público, en un sentido muy general, que podemos detectar por lo menos a partir del invierno de 1952: es cuando empiezan a menudear en Laye sus quejas contra esas clases medias de la cultura que no comprenden, por ejemplo, los cuatro planos mentales que según él tiene El deseo bajo los olmos de Eugene O’Neill; en la primavera del año siguiente sufre un descalabro sonado una pieza de su amigo Román Rojas que había sido llevada a las tablas a instancias suyas; algo más tarde se desmantela el seminario de teatro que dirigía en el Instituto de Cultura Hispánica; incluso el nada exotérico José Ángel Valente se había burlado de lo abstractas que resultaban sus críticas teatrales.»

Todas estas razones determinan, Concluye Álvaro Ceballos, «la relegación de lo que pudo ser una profesionalización literaria en beneficio de la filosófica, aunque el estilo vigoroso, el dominio de la lengua y el gusto por la literatura no habrían de abandonarle jamás, como prueban la calidad de sus traducciones o sus celebrados prólogos sobre Goethe, Heine y Brossa». O el de Raimon, cabría añadir.

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2. El deseo bajo los olmos de Eugene O’Neill

Se publicó en Laye, 21, noviembre-diciembre de 1952, y fue incluido en Lecturas, pp. 29-38. El comentario está dedicado «A Alfredo Papo, con el que comenté en el Romea algún extremo de esta crónica.»

Fue la noche del 25 de noviembre de 1952: la segunda efemérides del Teatro de Cámara barcelonés, y contamos como primera, naturalmente, la noche en que a través de La piel de nuestros dientes vino a hablarnos el hijo de las musas Thornton Wilder. (Es sabido que, pese a su casta fama, alguna de las musas cobró al autor de Nuestra Ciudad como premio de un glorioso desliz.) Hacía frío en el Romea. Acaso influyera la temperatura en el lamentable fracaso del público. Pudo también tener su poquito de culpa la pésima actuación de unos actores cuyos nombres decido olvidar desde este momento. Pero ni una ni otra causa puede disculpar a un público sin inteligencia para entender ni sensibilidad para suplir la falta de visión con intuición simpática. Ocurre, empero, que, como los teatros no fueron proyectados para el público barcelonés de 1952, ningún arquitecto pensó en aparejar lugar para un tercer estamento que pudiera juzgar al público como éste «juzga» a los actores y autores. Es el caso que no existe tal público de segundo grado, por lo que vetustas bellezas de la mejor sociedad y la más conspicua oligofrenia, orondos y lustrosos profesionales del toma y daca, pero toma menos (cultamente llamado comercio), snobs, en fin, de variada especie y ceguera común, no recibieron la penetrante pita y el sísmico pateo que mereció su incomprensión total de la gran obra representada.

***

El deseo bajo los olmos, la obra más lograda de O’Neill, fue estrenada el año 1924. La crítica es unánime en la calificación que acabamos de dar a la obra. Es en cambio sorprendente la escasa precisión de las razones con que suele motivarse ese justo juicio. León Mirlas, el traductor de O’Neill al castellano, termina su análisis de la obra con el siguiente párrafo: «El deseo bajo los olmos, desde el punto de vista formal, alcanza virtualmente la perfección. El lenguaje es ceñido, intenso y logra aliar el acento popular con la exaltación poética. La acción es directa, la pintura de atmósfera y el dibujo de los personajes tienen precisión y vigor. Se trata, sin duda, de la obra más lograda de O’Neill.» Todo esto es verdad. Mejor: todas esas cosas son verdades. Pero flojas verdades para fundar afirmación tan totalitaria como la que todos sentamos: que El deseo bajo los olmos es una de las pocas obras perfectas del teatro universal. El error de Mirlas en su razonamiento –y conste que es el mejor crítico de O’Neill en lengua castellana– es un desenfoque de principio. Una obra no es perfecta porque su diálogo sea ceñido al tema y porque el dibujo de los personajes sea preciso y vigoroso; en resumen, porque algo ajeno al «tema» (la técnica teatral) se adecúe a él. Ocurre todo lo contrario: una obra puede ser perfecta cuando el «tema» es adecuado a la mal llamada «técnica» o, dicho correctamente, a la visión del teatro propia de un autor, a los conceptos estéticos del artista.

¿Cuestión de palabras? No. Salvo en lógica formal, el verbo ser no equivale al signo «igual». El verbo ser señala una dirección. La cópula, en rigor, no es reversible. Por eso la segunda formulación no es idéntica a la primera. Ésta, la errónea, supone una determinación de la «técnica» por el «tema». Aquélla, la correcta, afirma la construcción del llamado «tema» por la poética teatral del autor.

En el fondo, naturalmente, lo rechazable en estética es la pretensión de que tema y técnica, fondo y forma, sean cosas distintas realmente. Pero si por razones propedéuticas o dialécticas se conviene en respetar la tal distinción, entonces es necesario cargar el acento sobre la estética y la poética del artista si realmente se quiere comprender su obra. Este principio, que me parece aplicable a toda crítica de arte, lo es máximamente a la teatral, y ello a consecuencia de la fundamental paradoja del arte dramático. El teatro es, por sus elementos materiales, la más impura y compleja de las artes: palabra, gesto, escenografía, luz, cuerpo de los actores, cuerpo, personalidades físicas que harán siempre irreductible el teatro a la literatura pura e invalidarán teatralmente tanto y tanto espúreo «teatro para-leer». Pues bien, esos diversos elementos sufren la constricción unificadora espacial y temporal más rigurosa que puede pensarse. Más enérgica, incluso, que la que enmarca a un cuadro. Pues el cuadro del pintor domina al tiempo y éste, en cambio, limita al «cuadro» teatral. En la férrea prisión del escenario y del instante –el misterioso ἐξαίφνης que daba vértigo a Platón– se logra la unidad dramática, unidad rota en seguida, tan pronto como lograda; y luego buscada de nuevo y conseguida, hasta el definitivo ἐξαίφνης [instante] del telón final.

Ahora bien: no hay obra teatral perfecta, es decir: no hay teatro en sí, si no hay unidad estética de los diversos elementos que el espectador percibe. De aquí que lo auténticamente definidor de un drama sea su modo de lograr esa unidad, o, más radicalmente hablando, su doctrina (clarificada o no en teoría) de la unidad de los elementos teatrales y el logro de la misma en la obra concreta.

Ahora podemos fundamentar suficientemente esa tesis común a casi todos los críticos: realmente, El deseo bajo los olmos es la obra maestra de O’Neill. He aquí por qué: O’Neill ha trabajado durante toda su vida sobre dos concepciones de la unidad teatral: la monódica (Emperador Iones, Antes del desayuno) y la sinfónica (Mourning becomes Electra, El Gran Dios Brown, Lázaro reía, El deseo bajo los olmos, etc.). Creo justificadas esas denominaciones por el hecho (que se suma a su comodidad) de que la música está altamente capacitada para dar categorías estéticas a las demás artes, por haber gozado ella misma de un cultivo formal incomparable que ha llegado a dar expresión técnica a estructuras comunes a todas las artes e incluso a cualquier actividad mental. Limitándonos a la estética sinfonista de O’Neill, ya que en ella se encaja El deseo bajo los olmos, es posible caracterizarla más detalladamente. Del siguiente modo: el sinfonismo de O’Neill suele estar impurificado por una matización contrapuntística; y esa matización es incompatible con la esencia de su sinfonismo, fundado siempre en un estudio de desgarradas antítesis. Para no hablar al tuntún, estudiemos un ejemplo que nos será utilísimo: en Extraño Interludio, el problema dramático –es decir, el drama que juegan los elementos estéticos– consiste en la resolución de una auténtica batalla planteada por la naturaleza heterogénea, desgarradamente heterogénea, de cuatro personajes. La solución consiste, simplemente, en volver a dejarlos en una situación estructuralmente idéntica a la inicial. Como dice León Mirlas, en una «apelación al eterno retorno». (Añadamos –o aclaremos, ya que Mirlas se refiere sólo a la ideología material ,de la obra– que nosotros nos referimos con esa expresión al hecho de que O’Neill construya un esquema dramático cíclico y abierto, susceptible de ser repetido indefinidamente sin aportar nueva solución.)

Pues bien, en una obra como ésa, en la que la heterogeneidad de los elementos artísticos llega a impedir una resolución dramática –al menos, en sentido trivial–, O’Neill introduce un procedimiento claramente contrapuntístico que «alivia», si se quiere, al sufrido espectador de ese drama impresionante, pero a costa de falsear su esencia teatral. El procedimiento consiste en trazar la obra sobre dos planos hablados: el del diálogo y el de los monólogos de cada personaje, que sólo oye el espectador y no los demás personajes (por convención, naturalmente). Con esta técnica se pierde en gran parte la naturaleza sinfónica de la estética del drama: pues la pureza de los motivos antitéticos que deben revolverse y mezclarse entre sí para conseguir el efecto sinfónico puro va matizada por estos otros motivos en tono menor que anticipan o permiten prever al espectador choques y lances por venir, restando violencia a éstos.1 (El procedimiento es, además, profundamente antiteatral: pues a diferencia del lector de novela –y, sobre todo, del lector de poesía– el espectador teatral no puede entrar en el alma del personaje: porque ese alma está incorporada a un cuerpo impenetrable, el del actor. Ese es, precisamente, el misterio que da fuerza al teatro: que se ve desde fuera).

En otras obras del grupo sinfonista –sobre todo en El Gran Dios Brown– el caso se repite. Es probable que ello se deba a la exuberancia de «ideas» teatrales de O’Neill. O’Neill, según creemos, ha pagado su genial fecundidad en la invención artística al precio de una relativa inconsecuencia poética, creadora.

Pues bien, ahora llegamos definitivamente a El deseo bajo los olmos: esta es la única obra sinfonista de O’Neill que no tiene un solo giro contrapuntístico; por eso es su mejor obra. Las discordancias lo son, y lacerantes, durante los tres actos, hasta el tremendo acorde final, al que sigue la más breve y maravillosa de las codas: la coda que hace brotar de nuevo la idea típica de la estética de O’Neill, la idea del «perpetuum mobile» teatral.

***

La obra teatral tiene una dimensión hablada y otra plástica, afectadas ambas por un coeficiente espacial y otro temporal. Aunque a primera vista parezca absurdo, la dimensión hablada tiene también un coeficiente espacial, que es, sencillamente, el término escénico desde el que habla el actor; y la dimensión plástica tiene también modos temporales, porque la distribución de los actores en el escenario está regida por el tiempo y por el ritmo de la obra (al fin y al cabo, ritmo es, por su tradición semántica griega, distinta de la moderna, un término cuyo concepto está más acá de la separación de tiempo y espacio). Por último, el drama puede estar construido en uno o varios planos mentales, como ocurre en toda obra artística. Pero, a diferencia de las demás artes que usan la palabra, esos planos mentales pueden estar representados por planos escénicos, que son planos en sentido espacial. (Por ejemplo, en la tragedia griega, la voz del pueblo habla en un plano espacial más próximo al espectador que la voz del protagonista y la del antagonista.) En lo que sigue, vamos a analizar la dimensión temporal de El deseo bajo los olmos para conseguir ver su pureza sinfonista. Y luego vamos a describir los cuatro planos mentales en que está construido, planos cuyo desconocimiento causó la incomprensión del público.

Este es el desarrollo temporal de la obra (prescindiendo de los personajes episódicos Peter y Simon): tres personajes representan tres ansias de posesión incompatibles. Esos tres elementos polémicos se cruzan una y otra vez consiguiéndose síntesis o acordes parciales y uno –clímax de la obra– que parece definitivo. Este, empero, se rompe, y la trágica discordancia que resulta no consigue más solución final que la nada; dos personas –Abie y Eben– se acordan en el anonadamiento del amor; el tercero, el viejo Efraim, calla en la nada de una muerte que se presume próxima. Viene en seguida una pequeña coda en la que un nuevo personaje –el sheriff– pronuncia la frase final: «¡Cómo me gustaría poseer esta granja!» Con esa coda, O’Neill deja de nuevo abierto, fatalmente abierto, el tema de las discordancias iniciales. En seguida cae el telón.

No hay una sola suavización contrapuntística en ese terrible esquema sinfónico: en los acordes o síntesis parciales los temas antitéticos se mantienen puros hasta el punto de que la síntesis climática, poco antes del final, producida porque Abie y Eben engañan al tercer tema en discordia (Efraim), se rompe porque una frase de éste coloca otra vez a Eben en pugna con Abie, reconducidos de nuevo uno y otra a su inicial situación polémica. Esa absoluta fidelidad de la obra a la doctrina teatral que encarna hace de El deseo bajo los olmos la obra maestra de O’Neill y una de las primeras obras del teatro universal. El escenario es, por lo demás, un acierto magnífico: da valor espacial al sinfonismo de la obra al hacer visibles a la vez las actuaciones de los diversos personajes, separados por tabiques cuyo muro común se ha hecho transparente para el espectador.

***

El deseo bajo los olmos está construido sobre cuatro planos mentales puros. Éstos son: l.º, el teológico; 2.º, el deseo de poseer como imperativo de afincamiento, fidelidad a la tarea impuesta por Dios a cada hombre (deseo por razones teológicas); 3.º, el deseo mero, de quienes han perdido conciencia de aquella base divina de la posesión; 4.º, la nada, el anonadamiento, la entrega –bajo las dos formas del amor y la muerte.

El plano teológico es el concepto puritano y calvinista de la divinidad. Sobre él se monta el segundo. La ciencia histórico-sociológica alemana –Sombart, los Weber (Max y Alfred), Troeltsch– han puesto de manifiesto que la consecuencia social más visible del calvinismo y de las sectas reformistas no puramente luteranas ha sido fundamentar teológicamente y dignificar por vía religiosa el trabajo y la riqueza. En efecto: si Dios es ante todo omnipotencia, nuestra situación en la tierra y los fines y trabajos que ella nos impone han sido queridos directamente por Dios. De aquí que cobren valor de primer orden cosas consideradas innobles por la tradición medieval: el trabajo material, el dinero, el interés pecuniario, la lucha por la riqueza material y por la posesión de bienes fructíferos. Sobre todo el trabajo: el viejo Efraim –el personaje que se mueve totalmente dentro de este plano teológico– abandonó una vez la dura granja (que hoy ambicionan su hijo Eben y su joven mujer Abie) para enriquecerse con el «oro fácil» de California. Allí también poseía tierra –por lo que no se puede explicar su vuelta a la granja por el deseo de poseer–, y aún mucho más rica que la de la granja familiar. Como él mismo dice, era tierra negra lo que poseyó en California: bastaba plantar; luego no había más que encender la pipa y tumbarse a ver crecer las plantas. Pero en California le remordió la conciencia, porque Dios le llamaba a su tarea y a su verdadera posesión. Y volvió a la vieja granja, la granja tan ambicionada como estéril; estéril y pedregosa, pero en la que Dios todopoderoso le colocó, para hacerla fructificar.

Eben, su hijo, aunque con menos conciencia que su padre, desea también more teológico. Su ansia de posesión se tiñe de un equívoco misticismo al sentirse auténtico heredero de su madre, pese a que ésta transmitió sus derechos al viejo Efraim.

Abie, la joven tercera esposa del septuagenario Efraim, se ha casado simplemente por el deseo de poseer la granja de los olmos a la muerte de su marido. Deseo sin sombra de teología, como el de Peter y Simons, los dos hermanos de Eben, que fueron por el «oro fácil» de California y no volvieron nunca.

Y llega ya el cuarto plano. Efraim, Abie y Eben luchan desesperadamente por sus respectivos deseos de posesión. El acuerdo en sentido trivial es imposible. No lo es tampoco por vía de suavización o matización –aquí no hay contrapunto– y la pugna sólo se resuelve por la entrega de Abie y Eben a un amor que pasa por encima del infanticidio y del castigo, y por la entrega de Efraim a la muerte, solo y sin posible sucesión en su divina propiedad. Cuando Efraim ha salido ya de escena –en marcha sonambúlica que puede, como él dice, detenerse en el establo, pero que todos adivinamos que no podrá hacer allí más que un alto transitorio, para seguir luego su propio camino hacia la muerte próxima–; cuando Abie y Eben han desaparecido ya, camino de la cárcel y la horca, el sheriff se queda un momento para hacer un último acto de deseo: así, en cualquier momento, otro podrá escribir de nuevo la sinfonía.

***

Naturalmente, para quien no consigue distinguir –o adivinar al menos– los cuatro planos descritos, El deseo bajo los olmos, la obra perfecta, es un luctuoso dramón. Esta era la divertida opinión del «distinguido» público, ése era el juicio de aquellos

mercaderes de muelles de levante

frente a cuya «progresiva» cultura hacen muy bien en permanecer sordos los sorianos de Antonio Machado. ¡Hermoso «progreso social» que no consigue abrir los ojos de quienes, a fuerza de cerrar bolsas turgentes, han perdido toda capacidad de apertura! Curioso, por cierto, el que a menudo se hable de la «religiosidad» de nuestra sociedad. ¡Estupenda piedad la de unas gentes que no perciben el tema religioso aunque éste venga a toparles con toda la violencia estilística de O’Neill! Pero quizá no debamos quejarnos demasiado de este claro ateísmo sentimental del español medio: ha sido un crítico el que ha llegado a declarar «sarcástica» la invocación «¡Dios Todopoderoso!» que el viejo Efraim repite y repite en El deseo bajo los olmos. Si un crítico no consigue comprender la rigurosa lógica teológica que lleva de la invocación de Dios como omnipotencia al sentimiento exacerbado de la posesión; si un crítico –hablando claro– no sabe lo que es el calvinismo2, ¿qué vamos a pedir a quienes deben dejarse guiar por él?

***

Terminemos: felicitemos al Teatro de Cámara de Barcelona –que ha recibido recientemente el Premio Nacional de esta especialidad–; felicitémosle aunque la representación fuera mala (la escenografía, en cambio, era muy buena). Felicitémosle, apoyémosle, porque la cosa empieza a plantearse más allá de lo puramente artístico. Esto es ya una auténtica batalla educadora social. Adelante, pues, y como sea.

Notas

1 El contrapunto se produce de dos modos en Extraño interludio: contrapunto entre lo que un personaje dice y lo que luego o antes monologa sobre el mismo asunto; contrapunto entre lo que un personaje dice y otro luego monologa sobre lo mismo; en cambio, no es contrapunto lo que varios personajes monologan sin que «hable» ninguno, pues todos los monólogos están en el mismo plano general.

2 Es notable que O’Neill, formado en el catolicismo (al que abandonó), no haya conseguido nunca crear un clima religioso católico; ni siquiera lo ha intentado (a pesar de que Días sin fin indignara tanto a la crítica neoyorquina por parecerle una conversión del dramaturgo al catolicismo). En cambio, ha conseguido grandes atmósferas religiosas no católicas: la pánica de Lázaro leía, la calvinista y puritana de El deseo bajo los olmos, la panteísta de Extraño preludio…

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3. En la muerte de Eugene O’Neill

En el 24 de Laye, el último número de la revista, Sacristán publicó un obituario de O’Neill: «En la muerte de Eugene O’Neill» (fallecido el 27 de noviembre de 1953). Publicó también en ese mismo número: «Teatro clásico en Barcelona» (con firma M. L.) y uno de sus grandes textos de crítica literaria: «Una lectura del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio» (firmado como Manuel S. Luzón).

Si cultiváramos la afición a encontrar «fechas decisivas», hitos históricos llamativos –la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América–, 1953 debería ser para nosotros el jalón final de un notable período en el que el teatro ha intentado una transformación de importancia. El año 1953 significaría tal final –con el consiguiente comienzo– por ser el de la muerte de O’Neill. O’Neill ha sido uno de los grandes dramaturgos que han decidido la suerte del teatro en nuestros días. Y acaso quepa decir que él ha cargado con el mayor peso de la lucha que ha impuesto de nuevo al teatro el tratamiento de los grandes temas universales como su asunto propio.

Porque tal es la «decisión» de que se trata. Hacía ya bastantes años que, tanto en el teatro americano como en el nuestro («nuestro» en 1953 significa europeo), numerosos dramaturgos intentaban liberar a la escena de la mediocridad del costumbrismo –mediocridad sincera, con olor a verdura hervida– y de la otra mediocridad más vanidosa y encubierta: la pequeñez enfática del asunto sentimental subjetivo (y por tanto ligero), resto típico del romanticismo. Ejemplos de ese ya viejo intento pueden ser la obra de Ibsen (para Europa) y piezas como The sub-way (en América). Sin duda Ibsen escapa de la mediocridad costumbrista y del subjetivismo de ascendencia romántica, mediocre por más que grandilocuente, pero los temas a que se dedica no son todavía la gran temática universal, radical, que es objeto del arte de O’Neill, de Shakespeare, de Esquilo, de Elliot. Hay en Ibsen, y en todo el buen teatro de su época, una excesiva confianza en la perennidad de sus modas. Los temas del momento –el feminismo, por ejemplo, o el triunfo del maquinismo, o el psicoanálisis– son tomados tales cuales por los dramaturgos, con todo su contexto anecdótico, porque falta la profundidad suficiente y la bastante conciencia crítica para poder separar lo que es solo moda de lo que está en las raíces (Nada de esto, naturalmente, se ve libre de excepción: el Peer Gynt de Ibsen, por ejemplo, no admite ninguna de las consideraciones recién hechas sobre su autor).

O’Neill ha obligado –ésa es la palabra y en ella va implícito un gran mérito–, ha obligado al público a admitir que la escena no es un aparato para divertir, sino el cajón de resonancia pública del hombre. Y cuando la escena es ese gran amplificador, los sonidos pobres o sin tono –las modas, las ñoñeces sentimentales, los enredos para distraer– quedan desechos o ridiculizados. Por eso la escena de O’Neill, liberada de mediocridad, se ve además limpia del estorbo que empequeñece todavía la obra de otros renovadores apreciables: la moda. O’Neill es el dramaturgo moderno de las grandes pasiones fundamentales –El deseo bajo los olmos, los grandes problemas esenciales de la sociedad, es decir, no agotados por la explicación históricamente anecdótica –El mono velludo, Marco Millones–, la muerte, que es el tema del hombre –The iceman cometh–, la vida, que también es el tema humano –Lázaro reía

Pero todo el mundo sabe que O´Neill ha sido también un gran revolucionario técnico. No podía ser menos. «Forma» y «fondo» para usar las sólitas expresiones, sólo son realmente distintos para el arte mediocre. Sólo para el comediógrafo costumbrista, por ejemplo, es el «fondo» un argumento que ya se tiene y la «forma» un vestido que se puede cortar luego en frío, premeditadamente y con recetas, aunque procurando que sea adecuado al muerto que debe cubrir. Esa adecuación que el arte mediocre reconoce como necesaria es el último resto que queda en él de una realidad viva en el alma del artista auténtico: para éste, el llamado «fondo» nace ya informado, aunque sólo sea en esbozo, y el hallazgo de la forma en todos sus detalles no es un proceso de invención, sino de explicación de descubrimiento. El auténtico tema artístico, el tema artísticamente aprehendido, tiene una forma necesaria. Por eso con el arte de verdad no valen recetas. El se receta la forma a sí mismo. Para un enredo de comedia trivial puede pensarse tal «exposición», tal «nudo» y tal «desenlace», graduando y dosificando «sabiamente» (como dicen los gacetilleros) los diversos efectos con que se cuenta. Pero el Prometeo encadenado no tiene nada de eso: sus primeros versos nos dicen ya el desenlace. El artista de verdad ve su tema con su forma, porque nada hay auténtico en el mundo que exista informe ni un solo instante. La habilidad con que luego el artista perfeccione su visión sólo es algo que sirve al mejoramiento discursivo del detalle, y sólo puede desarrollarse en obediencia a los principios formales generales, que no son voluntariamente elegidos. La técnica artística determina ya los temas, o al revés, si gustan las expresiones menos paradójicas; en rigor, ningún gran artista ha visto nunca técnicas ni temas separados.

Por este camino se descubre la genialidad de O’Neill, que, a diferencia de sus precursores, no es más notable por sus técnicas que por sus temas, ni viceversa. Cuando la forma es auténtica nace con el llamado «fondo» siendo su columna vertebral; la adecuación entre ambos se produce con rigurosa coincidencia, mil veces mejor que cuando se busca a copia de recetas. Claro que las recetas condenarán una obra que dure, por ejemplo, tarde y noche con un solo descanso (Mourning becomes Electra [A Electra le sienta bien el luto]), pero quien contemple esa obra sin los cristales negros de la rutina verá que tan desmesurada longitud no es fruto de la voluntad del autor, por así decirlo, sino que estaba ya exigida en aquel momento misterioso en que Electra cobró cuerpo artístico en la mente de O’Neill.

Con su aportación material –los grandes temas– O’Neill nos trajo, inseparablemente, inevitablemente, un tesoro formal o técnico. Y la grandeza artística de su obra reside en la compenetración absoluta de los llamados «fondo» y «forma». Ello es tan cierto que puede ser mostrado de un modo general, es decir, señalando, no a la anécdota de tal o cual pieza, sino al esqueleto mismo de las técnicas más comúnmente usadas por O’Neill.

Todos los grandes temas de O’Neill parecen estar presididos por uno fundamentalmente, que ha sido interpretado de diversas maneras. Entre los críticos de lengua castellana, se han dado las dos interpretaciones más contrarias: para Ricardo Baeza, la «vaga filosofía» de O’Neill se cifra en el tema de la «conciliación»; para León Mirlas, se trata del sentimiento o idea de «eterno retorno». ¿Cuál es ese tema, expresado en términos más modestos y literales? Es el contenido en el hecho –típicamente representado por los finales de El deseo bajo los olmos, Días sin fin o The iceman cometh– de que el problema central planteado por la pieza no recibe solución. Baeza habla entonces de «filosofía de la conciliación» porque, si las fuerzas que determinan el problema no pueden fundirse o integrarse en una solución, fuerza es entonces que se sometan a lo irreparable, conciliándose –porque no hay más remedio– con el destino que así lo dispone. Baeza interpretará los diversos finales trágicos de O’Neill como «conciliaciones» del hombre con el destino o divinidad que le condena, etc… Mirlas basa su interpretación en frases de personajes de O’Neill, que enuncian más o menos claramente que el problema central que les reúne en la pieza puede y debe repetirse indefinidamente.

Pues bien, la perfecta unidad de «fondo» y «forma» se manifiesta en el hecho de que las obras maestras de O’Neill, en las que impera esa «filosofa de la conciliación» o del «eterno retorno» está construidas según un ritmo que podríamos llamar de movimiento perpetuo, como una fuga cuyo acorde final fuera exactamente el mismo que el inicial, en timbre, tono, instrumentación, salvo en volumen. Una y otra vez, a lo largo de Electra o de El deseo bajo los olmos (su mejor pieza), los elementos temáticos desarrollan un juego de acordes y disonancias que indefectiblemente termina en una de éstas, la cual podría ser a su vez elemento de un nuevo acorde… y así indefinidamente. Como en Bach, la reiteración o insistencia es el procedimiento intensificador escogido: no nuevas situaciones, sino las mismas, aunque cada vez más ricas por la progresiva profundización del tema. En ese acercarse y rehuirse las fuerzas (las fuerzas encarnadas por los personajes, o las fuerzas internas a ellos, como en Extraño interludio o en El gran dios Brown), va repitiéndose incesantemente un intento de fusión, que es, traducido a la consideración del «fondo», intento de solucionar el problema argumental. Y el telón, que nunca sorprende a esos elementos polémicos en una quieta armonía, sino en un momento álgido de su incompatibilidad, cubre, al mismo tiempo que esa disonancia formal, la trágica irresolución del problema de «fondo». Esto podrá ser interpretado desde punto de vista ideológico como «filosofía de la conciliación» o del «eterno retorno» (en rigor, depende del tono sentimental que nimbe el desenlace de la obra). En todo caso, lo que no ofrece duda es que la forma, el drama puramente formal que juegan los elementos estructurales, es idéntico al drama temático.

Trayendo de nuevo los grandes temas, O’Neill, porque era un verdadero artista, un artista honrado de los que saben que la forma no es una receta sino un ser íntimo, regaló también al teatro técnicas consumadas. Por eso, junto a la profundidad apreciable de su legado ideológico, ha dejado en la tierra una obra artística excelente.

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4. Teatro

«Teatro», Laye núm. 22, 1953, pp. 100-105 (firmado como Manuel S. Luzón). No está incluido en Lecturas.

El concurso teatral barcelonés se presentaba francamente agradable: había una mayoría de obras apreciables entre las presentadas y también la mayoría del jurado había leído la totalidad de las obras. Afortunadamente, tan esperanzadores antecedentes tuvieron consecuente lógico: de entre las dos mejores obras concursantes –ambas de Luis Delgado Benavente– ganó el premio la más espectacular: Tres ventanas.

Como las demás obras de Delgado –a excepción, quizá, de Jacinta– Tres ventanas es una pieza de mucha calidad argumental y de buena ejecución. Como está en puertas su estreno en Barcelona diferiremos por el momento su análisis, limitándonos a dejar constancia de que ninguno de los reproches machaconamente lanzados contra esta obra tiene que ver nada con el arte teatral mismo. Las llamadas de atención que vienen prodigándose desde la prensa barcelonesa, lograrán o no su objetivo (que se prohíba la representación de Tres ventanas); pero tan desesperados denunciantes no se han atrevido a tachar ni siquiera levemente el arte preciso, limpio y estructurado del joven y gran dramaturgo madrileño.

De las obras clasificadas a continuación de Tres ventanas es es especialmente importante por la honradez de su fondo ideológico y por el impresionante logro de la atmósfera dramática La Casa-Quinta, de Héctor Plaza Noblía. La Casa-Quinta es la negación de lo que es el teatro en la literatura gacetillera de esa gran envenenadora de conciencias que es la prensa diaria. No hay en la obra chistes, ni intriguillas que puedan terminar en boda, ni carreritas por escena, ni momentos vociferantes que puedan arrancar el aplauso de descarga biológica. Hay, por el contrario, atmósfera dramática auténtica, fundada en el planteamiento escénico de una situación existencial hermosamente descrita: aquella situación en que se encuentra el hombre cuando en algún azaroso momento de pérdida del control cotidiano brota de repente en él la conciencia de un algo misterioso y profundo que acaba por anular la sólida y definida «verdad» de la vida cotidiana, el afecto familiar, el trabajo, los compañeros de cada mañana. Héctor Plaza es un artista nato, no sólo un hombre con ideas claras y honradas (claras, aunque estén por encima de la comprensión media del país). La expresión del tema no se logra en La Casa-Quinta por la elaboración artificial y externa de un postulado previo ajeno a toda intuición originaria, sino que visiblemente esa intuición ha sido ya dramática, antes de haberse aclarado dialécticamente. Aquella casa perdida en la espesura, aquellas mujeres que, con sus diversas edades, se arraciman en la masa simbólica del sexo, aquel torrente brumoso que separa desde siempre el absorbente país de la transcendencia del muy claro y descansado paisaje cotidiano: todas esas encarnaciones escénicas de la obra de Plaza imponen el convencimiento de que su autor «piensa como artista»: para él la Idea es ya intuición de arte. Por más que la escasez de espacio nos aconseje otra cosa, no nos es lícito cerrar esta breve referencia a La Casa-Quinta sin aludir a la extraordinaria belleza del castellano que escribe este uruguayo. La lengua de Héctor Plaza es bastante más castellana que aquella de que disponían muchos otros concursantes peninsulares. (Si tiene efecto la lectura de esta obra en el Aula Magna de la Universidad, organizada por el Seminario de Teatro del Instituto de Estudios Hispánicos –antiguo «Seminario García Lorca»– tendremos ocasión de detenernos todo lo necesario en la consideración de La Casa-Quinta.)

En Volver, de Emilio Canda, el factor común a Delgado y a Plaza, la honradez en el planteamiento de las situaciones· humanas, o, mejor, de la situación humana vista bajo algún ángulo particular, se da con plena vigencia. La determinación de la vida por el tiempo, a través de su acción sobre los contenidos de conciencia sentimentales, es el tema de esta obra. Y esa definición hay que entenderla rigurosamente: el tiempo en su eficacia, en su propio ser durativo irreversible, es el que determina la situación de los personajes de Volver, abocados a renunciar a la esperanza de reconstrucción de sus vidas que la vuelta del ausente significaba; la vida del hombre no se re-construye porque nunca es algo construido. La vida del hombre es siempre construcción: por eso es inútil hacer girar al revés las manecillas del reloj. El tiempo es, pues, en la obra de Canda todo lo contrario de lo que es en La Plaza de Berkeley: en esta última obra se trata de «especializar» el tiempo, considerándolo como ámbito total de la vida; en Volver, por el contrarío, se trata del tiempo ingrediente real del ser del hombre, del tiempo que como tal elemento real es intraducible a toda otra forma de realización de la vida (por ejemplo al espacio, como en La Plaza de Berkeley). Esa puntualización es conveniente porque la alusión a La Plaza de Berkeley puede perjudicar tanto a Canda como los S.O.S. a la censura perjudican a Delgado. Canda ha cometido alguna ingenuidad en el trazado de un personaje secundario de Volver. Pero el escritor que ha cometido esa pequeña ingenuidad es también el que ha sabido crear la representación dramática de un ingrediente radical de la condición humana. De aquí concluimos, en resumen, que Emilio Canda es un gran valor del teatro español.

Ahora empezaremos otra cosa, del venezolano Romás Rojas, vecino de Barcelona, fue la obra finalista y fracasó en el Comedia, al ser estrenada la noche del 9 de marzo. Creo que pueden resumirse claramente las causas del fracaso y puede hacerse de un modo entretenido buscando su gradación de eficiencia. La propongo así al lector:

1. Imperfecciones de lenguaje; 2. Imperfecciones de estructura; 3. Señora con pito en el anfiteatro, gentes con las uñas preparadas y ensañamiento de la crítica; 4. Honradez temática de la obra, incompatible con la ortodoxia social imperante.

La imperfección de lenguaje es decisiva en una obra que no apela a otro medio expresivo ni siquiera subsidiariamente: si escenografía y movimiento escénico no son utilizados, el fallo del lenguaje impide totalmente que el espectador (en este caso auditor) consiga entrar en la atmósfera de la obra. Las deficiencias de estructura, además de manifestarse en hechos tan patentes como la muy imperfecta medición de la duración de los actos, corren en esa obra por debajo de las inconexiones del diálogo, transformándolas en verdaderos abismos donde se hunde la ligazón dramática.

Ahora bien: Ahora empezaremos otra cosa, es la obra de un novel, fallada en la forma y rica e importante de fondo. Sin duda la deficiencia formal es más, que suficiente para condenar una obra y justificar su fracaso. Hasta aquí estarnos todos de acuerdo. Pero aquí mismo me veo obligado a discrepar de la crítica barcelonesa, que ha insultado con frenesí un autor de 23 años por haber errado una meta ambiciosa y ha hecho eso apenas unos meses después de haber silenciado el pateo del último estreno de Torrado en el Borrás, e incluso de haber endulzado la píldora de su fracaso al citado mercader en géneros teatrales. La crítica que respeta –y alaba, si el empresario es eficiente–, las revistas estúpidas que son reinas de nuestro angustioso desierto teatral, la crítica que no encontró chabacano el «¡Ay qué tío, ay qué tío, qué puyazo l’ha metío!», la crítica puede reunir en una misma página una retahíla de insultos contra Ahora empezamos otra cosa y el calificativo de «genial» adjudicado a un desgraciado cantor de cabaret, esa crítica debe revisar sus fundamentos morales.

He querido hacer esa exposición a todo riesgo. Quiero hacerla también con toda justicia: Junyent, en El Correo Catalán y Coll, en Destino, son honrosas excepciones dentro de la crítica recibida por Ahora empezaremos otra cosa. Junyent, porque, condenándola totalmente (no es eso lo que discuto), lo ha hecho con honradez, previo análisis, aunque somero, del tema de la obra, que está por otra parte, en abierta oposición con su ideología. Coll, porque no ha escrito más que verdades, sin reticencias ni intereses camuflados.

***

Acaso la mayor emoción que podía sufrir un miembro del Jurado era el darse cuenta de que, perdidos por todo el país, en una sociedad estancada y hostil a la desnuda honradez del teatro nuevo, hay docenas de españoles escribiendo un teatro decente que sólo Dios sabe cuándo verá la luz diablesca de las candilejas. Desde León, desde un pueblo de la provincia de Jaén, desde Tarrasa llegaron obras que si carecen de perfección formal y hasta de conciencia de la forma estética, proceden indudablemente de escritores que pueden llegar a ser buenos e importantes en cuanto el ambiente les acoja y les brinde posibilidades de estudio y de ensayo. Fernández de Liencres ha escrito una pieza finísima y profunda: Como en sueños. Una rebelión del lenguaje en el momento de coger la pluma le ha hecho fallar el normalismo que buscaba en la primera escena del primer acto. Pero, a partir de ese momento, su estudio del «momento difícil» del hombre español –y acaso del hombre en general–: la búsqueda de un planteamiento exacto y amplio de la vida, que no esté empequeñecido por el condicionamiento artificial de la sociedad pueblerina o provinciana, llega prácticamente a profundidad última. La ejecución artística no tiene más que defectos tontos, como el apuntado. Porque lo técnicamente importante está resuelto de maravilla: sirvan de ejemplo para el que tenga la suerte de conocer la obra de este importante dramaturgo las escenas amorosas en el escenario interior al grande, escenas que son un caso máximo de elegancia teatral.

Las hermanas Luisa y Francisca Forrellad tienen, además de una gracia especial que unge alegremente sus obras, algo muy concreto que decir en sus piezas Regimiento de caza 43 y Una rendija. Tanto una como otra, aunque con temas distintos como la noche y el día, nos gritan insistentemente que hay que hacer caso de las pequeñas cosas de los pequeños hombres, porque esas cosas son muy importantes. Quedamos absolutamente convencidos y les deseamos que alguna vez puedan estudiar su obra en un escenario, para depurarla de su natural retórica cinematográfica.

Baltasar Bonet, de Valencia, es un dramaturgo que realizará (no que sea probable que realice: que realizará) cosas muy importantes. Crisis es una obra magnífica de atrevimiento temático y buena de técnica. Sólo esta observación, un poco crítica, porque es un consejo y me interesa sobre todo que lo escuche él: cuando se trabaja dentro de una estética de base expresionista como la de usted, hay que tener muy claro el fondo ideológico de lo expresado. La lucha con el símbolo es una de las aventuras más emocionantes que depara la creación artística; pero para que acabe con éxito, el símbolo tiene que estar bien dominado filosóficamente. Pese a su insuficiente claridad temática, Crisis es, de todos modos, una «casi-gran-obra» inolvidable.

Una fina combinación de lo sentimental con el humor saben elaborar Ana María-Gutiérrez Díaz (Robert Prescott, El sombrero de los sabios) y Elías Martínez Pizarro (Una estrella fugaz). Uno no se explica cómo las compañías profesionales no acuden a autores como éstos que saben hacer con gran dignidad un teatro asequible a cualquier cerebro.

Julio Manegat (Todos los días) comete en su obra el primer pecado capital del artista: no decir la verdad, toda la verdad y solamente la verdad de su sentir dramático. Hay que liarse la manta a la cabeza y llevar hasta el final, hasta el desenlace auténtico, lo que uno ha sentido sub specie theatri. ¿Que entonces se perderá la amistad profesional de determinados señores conservadores que por el momento apoyan a uno? Mala suerte. Pero en el momento de coger la pluma uno no se debe al señor Mengano ni al señor Zutano, sino al pueblo español, que necesita la verdad, aunque sólo se trate, en este caso, de la verdad dramática, una subespecie modesta y lejana de la Verdad mayúscula. Por lo que respecta a su técnica, nos vemos obligados a decir casi lo mismo. Se reprochó a Julio Manegat la inspiración norteamericana de su escenografía. Ese reproche es tan inoportuno como el que señalara una influencia de la tragedia griega: el teatro yanqui es el más importante de nuestros días. Más justas son las alabanzas al teatro que a la plutocracia norteamericana, y ésas, para vergüenza nuestra, las estamos leyendo a cada paso. Lo que sí se puede indicar a Julio Manegat es que no eche luego arena, una vez aceptada la blanca cal de su inspiración trágico-social. Si la escenografía y el tema estaban enlazados a una determinada escuela dramática –la más importante de nuestros días– repitámoslo: el tratamiento del uno y el aprovechamiento de la otra tenían que serle fieles. Y no lo son. Como tampoco es fiel a sí misma Hombre culpable, de Francisco Sitjá. Pero la infidelidad viene en este caso determinada –a nuestro juicio personal– por un insuficiente análisis del tema que, planteado primero moralmente, se resuelve por último de un modo psicológico insuficiente.

L’indecís, de Baixeras, era en mi opinión la obra escrita en un catalán más seguro dramáticamente. Teseu i Medea, de Esteve Albert la superaban sin duda desde el punto de vista temático y literario en sentido no teatral. Y aun desde el punto de vista estrictamente dramático, la obra de Baixeras es objetable por el carácter anticuado de su temática. Algo parecido puede decirse de Maternidad, de J. M. Casas de Muller. Se trata de una obra rica en situaciones bien vistas y bien llevadas, pero puestas al servicio de un tema demasiado viejo, muy por debajo de las posibilidades de la intuición dramática y de la bella lengua que posee el autor.

Creo que todavía dará que hablar –si las circunstancias no lo impiden y la autoridad lo permite– una buena docena de obras cuyo recuerdo no hago aquí por evitar al lector la pesada lectura de una lista; no daría para más el espacio de que hoy disponemos. En el próximo número nos referiremos a ellas. Que para más de una crónica hay material en este reconfortante catálogo del Premio de Teatro Ciudad de Barcelona, 1952.

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5. Teatro clásico en Barcelona

Publicado en Laye, núm. 24, 1954, pp. 88-91.

Abierta la temporada 1953-1954, parece oportuno recordar algunos intentos de altura artística y muy buena intención educativa que cristalizaron en escenarios barceloneses durante ese gran intermedio que les aflige desde junio hasta octubre, Nos referimos, naturalmente, a las actividades propiamente barcelonesas.

Los tres intentos dignos de comentario por su intención artística y pedagógica trabajaron sobre lo que en España llamamos «teatro clásico» con escasísimo rigor. Los españoles usamos la expresión «teatro clásico» con una frivolidad y una confusión notables: nos referimos con la tal frase a una «época» –pero esa época es dilatadísima–; también parecemos aludir con el término «clásico» a la calidad de las obras, pero consideraríamos correcto hablar de «teatro clásico» a propósito de alguna mala obra del siglo XVII.

Digamos, pues, sencillamente que el Ayuntamiento de Barcelona, la Asociación Musical Estela y el Teatro de Cámara intentaron trabajar por la mayor cultura dramática de los barceloneses y por la depuración de su gusto recurriendo a piezas del silgo XVII.

Es ése muy bien criterio, pues el público barcelonés –como el español, en general–, parece estar más dispuesto a soportar la calidad, la profundidad dramática, en los «clásicos» que en los modernos autores. Hasta el momento, nuestros compatriotas parecen negarse en redondo a que Thornton Wilder o Sartre les inviten a pensar en serio o a sentir profundamente; en cambio, parecen algo más dispuestos a aceptar un tal invitación cuando procede de Lope, Calderón o Shakespeare1.

Sentado este común acierto inicial, digamos que los tres intentos difieren mucho, en cambio, en su logro concreto.

Ante todo, recordemos las tres representaciones a que vamos a referirnos. Son

1º. El jardín de Falerina, auto sacramental de Calderón, dado por el Ayuntamiento.

2º. Celos aún del aire matan, ópera de Calderón-Hidalgo, dada por la Asociación Musical Estela.

3º. El caballero de Olmedo, dado por el Teatro de Cámara, a quien confió tal representación el Ayuntamiento.

Luego indiquemos que el criterio con que se debe juzgar tales representaciones es el que consiste en señalar la eficacia educativa teatral que alcanzaron, puesto que tal eficacia es su finalidad más interesante.

***

Un auto sacramental –digámoslo, por fin– es un fósil teatral. Ni puede interesar, ni puede cultivar por sí mismo. No puede cultivar, porque un auto sacramental es un espectáculo multitudinario o infantil, pensado para las Plazas Mayores o para las infantitas de la Casa Real, que por su edad fueran todavía tan analfabetas como el público callejero del siglo XVI o del XVII. Sólo la espantosa incultura de nuestra sociedad explica que a un espectáculo tan popular como las corridas de toros acudan respetables señores vestidos como quien va al templo. El pueblo de Madrid, para el que se escribieron los autos, contemplaba divertido, aprendiendo teología entre trago y trago de vino, y aplaudía las tiradas como se aplaude los buenos lances taurinos entre el humazo de los cigarros.

Para alguien es interesantísimo el auto sacramental –si es de Calderón–: para el dramaturgo moderno que puede aprender del gran maestro madrileño dos técnicas fundamentales en el teatro de nuestros días: la técnica del apóstrofe al público y la técnica de la escena sintética o compendiosa y simbolista. Cuando se conoce bien al Calderón de los autos se ve que algunas escenas enteras de Shakespeare o de Ibsen, o del mismo Lope, pueden ser tachadas de la obra sin que ocurra nada grave. Esto es de extraordinario interés, pero se trata de un interés profesional: el interés del estudioso.

Pero ¿otro interés? El auto sacramental es tan público, tan social, como el teatro de tesis de 1900. Su función es contestar a los problemas del día. Cuando pasa ese día, dejan de interesar.

Cabe que se diga que el auto sacramental trata de teología, como el teatro griego y que, por tanto, es personalista más que social, y por lo mismo, de permanente interés.

No es así: La vida es sueño –la comedia, no el auto– es realmente teatro teológico para todos los tiempos. La anécdota está profundizada minuciosamente hasta su fundamento religioso. En cambio, el auto sacramental corriente maneja una teología de brocha gorda, quema las etapas mentales a una velocidad endiablada, con el fin de poder presentar sencillamente –para la plaza pública– una simplificación plástica rudimentaria de esas etapas mentales, y ello porque lo que preocupa al autor del auto no es el problema teológico, sino el de la exposición del mismo a un público muy determinado. Los caracteres de ese público –el popular del sigo XVII– son los que determinan la estética del auto sacramental. Artística, psicológica y socialmente hablando, el problema teológico de la predestinación no es hoy lo que era para la plebe madrileña del siglo XVII, o para nuestras infantitas. Por eso no interesa el auto sacramental, aunque interese todavía la comedia teológica, analítica, detallista, no escrita en función del público de festejos populares. La comedia La vida es sueño puede hacer hoy vibrar a cualquiera que siga con seriedad todos sus análisis; dígase lo mismo de El condenado por desconfiado. En cambio, El jardín de Falerina sólo puede divertirnos a cuatro arqueólogos, dramaturgos, críticos o historiadores: a los que en catalán se llama «lletraferits».

De modo que el auto sacramental no es buen camino para la meta educativa propuesta.

***

Ruta, en cambio, directa, y además, amenísima, fue la emprendida por la Asociación Musical Estela al darnos Celos aún del aire matan. Es impresionante –huyamos del rubor de los grandes adjetivos– que una pequeña sociedad privada haya concebido el proyecto admirable de representar una ópera del siglo XVII. El hecho impresiona, además, muy agradablemente, porque prueba que hay en Barcelona personas capaces de ir directamente a los fines sociales más elevados, y de ir a esos fines a cambio de nada; ni éxito de público, ni económico, ni de prestigio, ni auténtico eco en la crítica tuvo el admirable empeño de «Estela». Importan poco ahora las grandes deficiencias de la representación. Vale en cambio la pena decir que este es un auténtico camino educativo: dar piezas sencillas, pero formalmente perfectas, educando a la vez todas las capacidades de la sensibilidad. Su antigüedad les añade entonces, en vez de impenetrabilidad sentimental (como ocurre en el auto), un aire añejo sutil, fácilmente penetrable; celos ligeros son los mismos siempre, y añade incentivo al espectáculo oírlos cantar con música del siglo XVII y verlos vestidos a usanza vieja.

Una buena ópera ligera de aquella época están tan próxima a la sensibilidad «ligera» de nuestros días y es, al mismo tiempo, tan exquisita formalmente, que no puede soñarse procedimiento educativo mejor que el de tal representación.

***

No mejor, pero acaso tan bueno, es el que consiste en representar obras «clásicas» próximas al hombre de hoy por alguna venturosa circunstancia: Fuenteovejuna, por su tema social y revolucionario; Prometeo encadenado, por retrato de una situación crítica del hombre; El caballero de Olmedo, por su sentido tan «moderno» del misterio dramático, del «inefable» teatral; el desenlace previsto, profetizado, y, con todo, nebuloso e interesante, porque importa más su «cómo» que su «qué».

***

Obras ligeras de calidad formal y obras densas con proximidad a los estilos artísticos de hoy: tales son las obras clásicas cuya representación promete ser fructífera desde el punto de vista pedagógico: ellas pueden enseñar al público –que las respeta sólo por ser «clásicas»– a pensar, a sentir con finura y profundidad, y pueden acercarle así, poco a poco, al gran teatro de esta época nuestra, que probablemente será historiada como un período importante en el desarrollo del teatro.

Celos, aun del aire, matan y El caballero de Olmedo están en el buen camino que aviva la sensibilidad para lo viejo y para lo nuevo, y para todo lo fino y digno de ser percibido por lo que ello es. El jardín de Falerina está en el camino mortal de los fósiles, sólo digno de las excursiones de los arqueólogos y disecadores que a ellas estamos obligados, que nos interesamos por lo que las cosas «representan».

Nota

1 No mucho más dispuestos, por otra parte: si a El Teléfono y La Médium de Menotti, no acudió suficiente público para cubrir los gastos del Teatro de Cámara, no mas de cien personas presenciaron Celos aún del aire, matan, ópera de don Pedro Calderón, con música de su contemporáneo Hidalgo, en representación única dada por la Asociación Musical Estela. Las entradas eran más baratas que las de platea de los grandes cines.

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6. El pasillo

Revista Española fue una publicación bimensual de «Creación y crítica» (Literatura-ensayos-arte-música-teatro-cine) fundada por Antonio Rodríguez-Moñino, con un consejo de redacción formado por Alfonso Sastre, Rafael Sánchez Ferlosio e Ignacio Aldecoa. En en núm. 5, de enero-febrero de 1954, en el apartado de crítica figuraba, por ejemplo, un comentario de Sastre sobre «El Teatro actual (Notas para un panorama)» y en el de narraciones un texto de Jesús Fernández Santos titulado «El sargento». Sacristán publicó en este número «El Pasillo», pp. 509-523. Se ha reproducido en mientras tanto, núm. 63, pp. 89-102, y en ADE Teatro. Revista de la Asociación de directores de escena de España, julio-septiembre de 2014, nº 151.

Para C.

Escenario. Fondo de una taberna. En la pared del fondo, una puerta cristalera (a la izquierda del espectador) da entrada a un pasillo, perpendicular a la línea del telón. En el pasillo hay: a la izquierda, un teléfono; al fondo, el W.C. Estas letras brillan en la oscuridad del pasillo. A la derecha, una puerta que comunica al pasillo con una habitación.

Esa habitación es visible porque la pared del fondo de la taberna tiene practicada una gran abertura irregular. A la derecha de esa abertura, y en la taberna, hay una mesa con un par de sillas. Más a la derecha, unos barrilitos. En la habitación interior dicha no hay más muebles que un catre junto a la pared del fondo de la habitación, un velador en medio de la misma y una silla de enea en mal estado.

Los personajes principales son: Luisa, de unos sesenta años, vestida de negro, y José de unos sesenta y cinco. Más joven es el tabernero. Todos son españoles, todos viven en Barcelona donde tiene lugar la acción. Y ella ocurre precisamente en una taberna del Ensanche y precisamente el año 1950: en la prensa de ese año apareció la noticia recogida en el desenlace. (También el episodio de la venta del trigo es histórico, aunque aparece aquí más elaborado que el otro hecho aludido. Este del trigo ocurrió en Valladolid hace más de 25 años, y esos monstruosos «señores banqueros» aludidos en la obra fueron entonces uno solo, hoy muerto en olor de patricia magnanimidad.)

Nota sobre la estética de esta pieza. El pasillo está construido de acuerdo con la convicción de que, por más viva que sea su materia, el arte conlleva siempre, esencialmente, voluntad de artificio. La vida del arte es entonces diversa de la vida común: el arte vive por voluntad de los que con él comulgan –autor y contemplador– y la voluntad de vida artística pasa por encima (debe pasar por encima) de la falta de vida común, para conseguir, más allá de ella, una nueva alma y una nueva sangre. Por eso en El pasillo será subrayada la naturaleza artificial del arte, para que su contenido artístico cobre nueva naturaleza, más allá de la física, en el acuerdo de autor y contempladores. Ello se hará por el siguiente procedimiento:

Los actores, mientras no actúen estarán sentados en primera fila de butacas, o a los lados del escenario, pero fuera del espacio dramático, que vendrá limitado por la línea del telón. Fuera de ésta, los actores podrán incluso servir como traspuntes a la representación, a la vista del público según se acota en alguna escena. Mientras no atraviesan la línea del telón los actores no deben adoptar la actitud requerida por sus respectivos personajes. Fuera de esa línea no se desarrolla el drama; de modo que pueden también estar amontonados en el espacio no dramático los utensilios que se necesiten para la representación y los cacharros con los que se produzca el ruido de cierre metálico que debe sonar cerca del desenlace.

***

La pieza debe representarse a un ritmo muy lento.

(Al levantarse el telón, José y Luisa está parados en medio de la escena. Al momento se dirige a ellos el tabernero.)

TABERNERO. Buenas noches. ¿En qué puedo servir a los señores?

LUISA. (Tras pausa.) Buenas noches. (Otro silencio.)

TABERNERO Les gusta esa mesa, ¿verdad? Es la más tranquila. (Se pone a limpiarla.) Aunque, la verdad sea dicha, toda mi casa es tranquila. En sábado por la noche no se puede pedir un ambiente más pacífico. ¿No se sientan?

LUISA. Numantino le dio a usted nuestro retrato…

TABERNERO ¿Numantino… ?

JOSÉ Una fotografía en la que estamos los dos.

LUISA. Eso es… Se la dio para que nos reconociera, en caso de…

TABERNERO ¡Numantino… ! ¡Tantos años…!

LUISA Fue en el frente del Ebro…

TABERNERO No hace falta que me lo recuerde.

LUISA. Entonces…
(El tabernero tarda en contestar. Entra Julio, joven, bien vestido y algo bebido.)

TABERNERO Don Julio, ¿desea usted algo?

JULIO (Habla muy divertido, interrumpiéndose para reír). Trae otra botella. Con otra bastará ¡Las vamos a pasear! Las vamos a pasear y luego las plantaremos en el hotel. Oye: tú nos llamas. Al Augusta. Nos largaremos sin pagar. Ale, tráenos eso. (Deja al tabernero y vuelve hacia la taberna. Al atravesar la línea del telón, saliendo del espacio artístico, abandonará el actor la actitud de su personaje -en este caso, algo vacilante por la bebida-. Todos los actores harán esto a la vista del público.)

TABERNERO (Sigue, sonriente, a Julio con la mirada. Luego, coge una botella de donde los barrilitos, la deja fuera de la línea del telón y vuelve con los viejos.) Siéntense. Bueno: son ustedes los padres de Numantino. ¡Numantino! Siempre me pregunté por qué se llamaría así. ¿Había algún Numantino en su familia?

JOSÉ No; pero yo habría preferido llamarme algo así en vez de José.

TABERNERO ¡José! Somos tocayos. Claro que yo no recuerdo que me hayan llamado nunca José. Yo soy Pepe para toda la vida. Bueno: van ustedes a tomar algo.

JOSÉ Gracias. Ya hemos comido.

TABERNERO ¡Pero no han bebido! No hay más que verlos. (Sale, toma un par de vasos que le da cualquiera de los demás actores que contemplan la acción fuera de la línea del telón. Vuelve con ellos, los llena de un barrilito y los pone en la mesa. Luisa pone los labios en su vaso y lo deja. José ni toca el suyo.)

LUISA No nos pregunta usted por Numantino…

TABERNERO ¡Claro que sí! Numantino era un gran compañero…Un gran chico… ¡Numantino! Cuidado que se lo dije veces: «Chico, Numantino, hasta sargento está bien, porque te ahorras muchos malos ratos y el comisario te aprecia. Pero más… Ten cuidado: la tortilla da más vueltas que una noria.» Y él, como si nada.

LUISA Numantino no ha muerto.

TABERNERO. ¡Claro! ¿Por qué tenía que morir?

JOSÉ Pero tampoco sabemos donde está Quizá usted…

TABERNERO ¡Yo! ¿Yo, dice usted?

JOSÉ Usted le afilió cuando era chico. Usted le acompañó…

TABERNERO Sí yo le acompañé a muchos sitios. Pero no querrá usted que sepa cómo se llamaba su primera novia, ¿verdad?

(José se incorpora excitado. Luisa le coge del brazo, obligándole a sentarse de nuevo.)

LUISA José el señor tiene nuestra fotografía..

TABERNERO En eso se equivoca. ¿Cómo quiere que guardara nada? Y, por cierto, ¿quién me dice que ustedes son los padres de Numantino? Además, Numantino, ya lo he dicho, era un buen chico, pero con muy mala cabeza. Yo estuve donde él, ¿no? Hice lo que él, ¿no? Pues mis padres no tendrían que ir a recoger fotografías a nadie, si vivieran.

LUISA No venimos a recogerla. Estamos muy honrados con que la tenga usted.

TABERNERO ¡A recogerla no! ¡Je! Ya lo suponía. Además, no la tengo ni sé quiénes son ustedes.

LUISA. Sí lo sabe… (José se levanta de nuevo. Luisa le pone la mano en el brazo, pero José no vuelve a sentarse.) Numantino le dio nuestro retrato y le dijo que si un día llegábamos, era que no podríamos más. Pero él vendrá a buscarnos.

(Sale del pasillo la tabernera, hacia la sala. Mira al grupo y sigue andando. Pero antes de llegar a la línea del telón la llama el tabernero.)

TABERNERO ¡Flora!

TABERNERA ¿Qué

TABERNERO Ven.

TABERNERA (Señalando a lo sala.) Y ahí ¿qué?

TABERNERO Te digo que vengas. Dicen que son los padres de Numantino.

TABERNERA (Se acerca.) Mucho gusto en conocerlos. Pero esta mesa está reservada a partir de las doce, y casi son ya.

JOSÉ Necesito saber si pueden hospedarnos unos días. No tenemos dinero.

TABERNERA Entonces es un poco difícil.

LUISA Numantino no nos advirtió. Mientras José pudo trabajar, hemos vivido en cualquier sitio. Pero Numantino volverá y pagaremos. (Pausa.)

JOSÉ Necesito saber si quieren albergarnos.

TABERNERA Tienen que dejar esta mesa; en seguida vendrá el señor que la ha pedido.

JOSÉ (Coge a Luisa del brazo. Ésta se levanta). Vamos, Luisa. (José ayuda a Luisa a ponerse una esclavina que lleva.)

TABERNERO Sean ustedes francos. ¿Tienen o no dónde dormir? (José y Luisa empiezan a salir.) Flora; si duermen en la calle los recogerá la Policía.

FLORA ¿Y qué?

TABERNERO ¡Eres imbécil! (Va hacia los viejos y los alcanza antes de que éstos atraviesen la línea del telón.) Por favor. Un momento. No se vayan todavía. (Los lleva de nuevo a la mesa y se pone a mirarlos fijamente.) No… No puede ser que mientan… Personas de aspecto tan honrado… Realmente, son los padres de Numantino… Ustedes comprenderán: yo perdí la fotografía… Pero no, no hay duda. Son ustedes los padres de Numantino, y él vendrá, seguro. Él sabe que aquí en casa de Pepe, hay siempre un hueco para él… Y para ustedes. Vengan. (Entran en el pasillo. La puerta de éste se cierra con ruido, impulsada por el muelle, y al momento se enciende la gran bombilla desnuda de la habitación, visible totalmente a través de la abertura de la pared del fondo de la taberna. Entran los tres en la habitación.) No es que sea muy cómodo, pero yo mismo duermo aquí los días de mucho trabajo. Desde hoy, sin embargo, en honor de ustedes, dormiré fuera, en la tienda.

(Mientras tanto, la tabernera va preparando la mesita en la taberna, poniendo en ella pollo y champaña, que algún actor le da fuera de la línea del telón).

LUISA Muchas gracias.

TABERNERO De nada. Ale, a descansar.

LUISA (Deteniendo al tabernero.) No se enfade por lo que dice José; son diez años de sufrimientos.

TABERNERO ¿Enfadarme? ¡Ca! ¡Buenas noches!

(Sale el tabernero. En el mismo momento entra Don Roque, un viejo de sesenta años largos, con Any, de unos veinte. La tabernera les lleva a la mesa, y el tabernero sale a su encuentro, saliendo del pasillo. En la habitación del pasillo, Luisa se sienta en el camastro, con las manos entre las rodillas, y José se queda de pie.)

DON ROQUE (Entrando.) La pobre Amelia está ya malísimamente. Ni dicción, Flora, ni dicción. Ni dicción, ¿verdad, Any? Pero, ¡qué buena y qué guapota está todavía, demonio!

ANY ¡Roque! ¡Mira que decir que está bien! ¡Si es un hipopótamo en mojama, hombre! ¡Que mal gusto tienes!

DON ROQUE ¿Cómo voy a tener mal gusto si me gustas tú? (Ayudando a Any a sentarse.) ¿Qué te parece, Pepe? Aquí tienes a Any diciéndome que Amelia Gómez no está bien ni es guapota. Que no tiene ya ni dicción, bueno, de acuerdo. Pero que no está bien… ¿Eh, Pepe, está bien o no?

TABERNERO La señorita desconoce las delicias del jamón…

DON ROQUE ¡Ah! Las delicias del jamón. Aprende, Any. (Le da un golpe en la rodilla y se sienta junto a ella.) Tú no sabes lo que son las delicias del jamón. Pepe: un día tendré que hacerte académico.

TABERNERO Gracias, don Roque. (Se inclina y se va con la tabernera.)

DON ROQUE ¡Qué gracia tiene este Pepe! Los hay así entre la gente del pueblo: espíritus alegres, afables. (Any empieza con el pollo.) Lo típico de la espiritualidad popular es la réplica rápida y salerosa. ¿Lo has notado, Any?

ANY ¿El qué?

DON ROQUE Nada.

ANY ¡Ay, perdona, hijito! Estaba pensando en lo que me dijiste anoche.

DON ROQUE (La coge del brazo.) ¿Qué te dije?

ANY ¡Ay, no sé! Estaba pensando, ¿no te basta?

DON ROQUE (Soltándola, poco a poco.) Me basta… Claro que me basta… No hay que pedir peras al olmo. Bueno: no hay que pedir olmos a la perita en dulce. ¡Pepe! (Entra Pepe.) ¿Quieres descorchar?

(El tabernero descorcha y sirve. Cuando va a retirarse dan las doce, realizando el efecto no un traspunte, sino un actor de los que actúan en este momento fuera de la raya y a la vista del público. Al oír la hora, el tabernero recuerda y va al teléfono. Suena entonces la puerta del pasillo. Luisa se sobrecoge y José mira fijamente la puerta de su habitación.)

TABERNERO (Al teléfono.) ¿Hotel Augusta?

LUISA Es el dueño.

TABERNERO Haga el favor de avisar a don Julio Puértolas y a don Andrés Rodríguez. Sí los señores que esperaban un recado. Es urgente. Gracias.

(El tabernero cuelga y sale. Don Roque y Any terminan de comer. Disminuye la luz de la batería; por contraste, queda más luminosa la habitación del pasillo. Don Roque abraza a Any; José se vuelve hacia Luisa. Don Roque se mueve; José va hacia Luisa y le pone las manos en la cabeza. Entra hasta la mesa de don Roque un violinista y toca una cadencias: Luisa llora. Don Roque da unas perras al violinista, y éste se va. Don Roque se levanta y entra en el pasillo, hacia el W.C. Luisa y José miran ansiosamente a la puerta.)

JOSÉ (Al oír que se abre otra puerta distinta.) Es que van al lavabo. Échate.

(Luisa se echa José la tapa con la colcha. Don Roque vuelve y se para ante Any mirándola; José mira a Luisa.)

DON ROQUE Vamos.

(Any se levanta y se coge del brazo de don Roque. Salen. José sigue inquieto, mirando a Luisa. Entra el tabernero en el pasillo. José mira hacia la puerta de la habitación y aparta de ella la vista cuando oye hablar al tabernero.)

TABERNERO (Al teléfono.) Oiga, ¿Lucas? Soy Pepe. Mañana me trae cinco cartones de Lucky, cinco de Chester y algo de inglés. Ni un céntimo más. Si en el puerto le piden más es cosa suya; haga como yo con usted: no dé. Bueno, antes de mediodía. Adiós.

(El tabernero cuelga. Duda un momento ante la puerta de los,viejos, pero se va sin entrar. Se apaga toda la batería. Sólo la habitación queda iluminada.)

JOSÉ Parece mentira que ese hombre fuera un compañero de Numantino. Luisa: mañana nos vamos de aquí

LUISA Tenemos que quedarnos hasta que venga Numantino.

JOSÉ ¿Quién sabe si le dejará entrar? Y nosotros no tenemos delante más que ese pasillo negro. Ni nos enteraremos si viene.

LUISA Sólo puede llegar por ahí José.

JOSÉ Ojalá pudiera esperarle en la calle. Nos iremos de aquí. Esto es tener la vida pendiente de un hilo.

LUISA ¿Y si la tenemos de verdad, José…? ¿Dónde vamos a ir que nos pueda encontrar?

JOSÉ Quizá nos busque primero en Montjuic.

LUISA No sabe que hayamos vivido allí

JOSÉ Pero puede ir a buscarnos por los barrios de barracas.

LUISA (Se incorpora angustiada.) ¡No podrá encontrarnos! José ten paciencia; ya sabes tú que sólo puede llegar por ese pasillo… (Pausa.)

JOSÉ Sí perdona. Voy a apagar la luz.

LUISA Y acuéstate. Hay sitio para los dos.

JOSÉ Ya me acostaré. Procura dormirte pronto; no pienses.

(José apaga la luz. Se apaga toda luz. José se sienta ante el velador. Crece una luz morada, suave. José está sentado, y cabecea con la cabeza en las manos. Aumenta la luz morada. Un hombre entra en escena: la iluminación, a contraluz, le siluetea. El hombre va vestido a la moda de 1910 y lleva una gran cartera en la mano. Entra en la habitación por el boquete del tabique, o por la puerta del pasillo.)

VIAJANTE. Buenos días, don José. Le traigo la factura de los últimos abonos.

(José levanta la cabeza: tiene ahora el pelo negro.)

JOSÉ No tengo dinero para pagarla.

VIAJANTE ¿No? Bueno; págueme una parte. Nuestra casa tiene confianza en usted, el único agricultor de la región que usa nuestros abonos científicos.

JOSÉ No tengo nada de dinero; no puedo pagarle ninguna parte.

(Se enciende más violeta, pero, ahora, desde la batería)

VIAJANTE ¡No puede ser! ¡Si todo el pueblo se asombró de su cosecha!

JOSÉ La cosecha fue buena, pero he tenido muchos gastos.

VIAJANTE (Se adelanta y se apoya en el velador, al cual está acodado José) Don José, no es sólo opinión mía, lo dice todo el mundo. Usted está perdiendo el tiempo porque hace cosas innecesarias. Innecesarias, ésa es la palabra.

JOSÉ No puedo pagarle nada.

VIAJANTE Allá cada cual para hacer cosas raras, pero usted las hace raras y mal: no sirven para nada. Dio usted el huerto del álamo a Bernardo, que era un vicioso, sólo porque no tenía ningún trabajo, según decía usted; Bernardo vendió el huerto a la condesa y hoy sigue siendo un borrachín, sólo que en la ciudad. (Se inclina hacia José) Vendió usted barata la cosecha de trigo a los señores banqueros, porque la condesa quería vender cara la suya y el pan subiría este invierno. ¿Sabe usted lo que han hecho con la cosecha los señores banqueros?

JOSÉ No.

VIAJANTE Sí que lo sabe. Sí que lo sabe: los han deshecho; han deshecho a ustedes, los de Salamanca, y a todos los campesinos de Valladolid. Los señores banqueros empezaron a vender la cosecha de usted todavía más barata; perdieron un montón de duros, pero los demás campesinos, los hermanos de usted, don José acabaron casi regalándoles las cosechas, a cambio de un pan cocido y un vaso de vino. Y usted sabe también, don José, que la única persona que ha resistido la operación de los señores banqueros ha sido, precisamente, la condesa. (Se incorpora el viajante y pasea.) Usted hace muchas cosas inútiles, don José (Deteniéndose.) En fin, no quiero molestarle más; estoy autorizado para aceptarle cualquier forma de pago que usted proponga. En contrapartida, me permito aconsejarle que no haga usted más cosas… inútiles. La gente las llama locuras, don José. Usted lo pase bien.

(Se va. Al salir, por el boquete de la pared, se cruza con el administrador de la condesa, que entra en la habitación por el mismo sitio. Va vestido a la modas de 1920, elegante y con empaque)

ADMOR Buenos días.

JOSÉ No demasiado.

ADMOR Buenos, a pesar de todo. Seguramente mejores de lo que a usted le corresponde. (Pausa.) Le traigo una proposición de la señora condesa.

JOSÉ No tengo nada que ver con ella ni con usted.

ADMOR Mucho más de lo que cree. Su situación es muy clara: está usted perdido y condenado.

JOSÉ Yo no he hecho nada malo.

ADMOR. Según se considere. Mire usted: uno es criminal o no lo es, según lo que diga la ley y lo que diga el juez. Y la ley da mucha importancia a cosas en las que usted no para mientes: el tráfico mercantil, la fides comercial, las firmas que se ponen al pie de un pagaré… La ley piensa, y piensa muy bien, que un hombre como usted, que deja de pagar sus deudas Y que no reverencia a la autoridad social y moral, es más peligroso que un asesino. Un asesino, al fin y al cabo, sólo produce pequeños desarreglos: una muerte, dos, tres. Pero un hombre como usted desarregla toda la sociedad de arriba a abajo, y con intención, reconózcalo usted. La ley no le va a castigar, aparentemente, porque usted soliviante a pandillas de muertos de hambre con sus discursos y su falta de respeto para con la sociedad, sino sólo por no pagar sus deudas. Pero, créame, eso es sólo elegancia de la ley; aplastándole por no cumplir sus obligaciones, le hará pagar su furia contra el buen orden. (Pausa.) Le confieso que la misión que me ha encomendado la señora condesa me disgusta; sólo en la excesiva generosidad de la señora cabe una propuesta como la que le traigo. En resolución: la señora condesa sabe que mañana puede ejecutar en sus bienes, y que sus bienes no cubren lo que usted adeuda, pero, en un exceso de cristiana caridad, le ofrece el empleo de director de explotación de sus fincas, las suyas de siempre y las que desde mañana pasará a su propiedad. Si acepta usted, empleará noblemente su vida en hacer fructificar las tierras que aró y sembró desde niño.

JOSÉ No acepto.

ADMOR Ya lo suponía. Ni su mujer ni su hijo pueden tanto como su orgullo rebelde, de pagano que no acepta que el poder y la nobleza vienen de Dios.

(Luisa se ha levantado, quedando en la cama un bulto de su apariencia. Luisa tiene ahora el pelo negro. Se acerca a José por la espalda y le pone las manos en os hombros.)

LUISA No aceptamos.

ADMOR (Yéndose.) El hijo no puede tanto como la ambición y la rebeldía.

LUISA Ni como la esperanza.

(Se va el administrador. Pausa.)

Ahora, José iremos a la ciudad, donde hay jardines y fuentes, cines y teatros… Los domingos saldremos todos juntos… Y, seguramente, allí encontrarás amigos, hombres que se te parezcan

JOSÉ (Se mira las manos.) Tengo buenas manos para trabajar, Luisa.

LUISA ¡Claro que las tienes!

JOSÉ Si sé manejar un hacha y enderezar un arado, tengo que saber cualquier cosa.

LUISA Claro que sí. Muchas más cosas de las que pueda hacer la gente de la ciudad. El niño estudiará

(Pausa. Luisa permanece en su posición, apoyada en los hombros de José. Éste, al cabo de un momento, se mira de nuevo las manos.)

JOSÉ Luisa; tengo las manos cada vez más torpes.

LUISA (Pasea.) Sí (Se para, está un momento quieta y luego vuelve a José como antes.) Sí; pronto Numantino te quitará el trabajo. (Le abraza. José repara en las manos de Luisa.)

JOSÉ Y tú ya ni tienes manos. ¿Para quién has lavado hoy?

LUISA ¡Ah! Muy buen trabajo. Mandan la ropa casi limpia. No tienes más que mojarla. Y perfumada. (Saca un pañuelo.)

JOSÉ No es tuyo.

LUISA Mañana se lo daré a la planchadora.

(Pausa. Luisa vuelve a colocarse a la espalda de José)

LUISA José no te preocupes, el chico encontrará trabajo.

(Pausa. José se levanta.)

JOSÉ Luisa; tengo las cien pesetas para el traspaso. Pero iremos de noche; luego lo verá al sol.

LUISA ¡Qué tontería! ¡Si Montjuic es tan bonito! Se ve el mar. (Rompe a llorar. José la abraza y permanecen así)

JOSÉ Luisa; Numantino hizo bien marchándose a la guerra, porque él creyó que hacía bien. No se lo reprocharemos.

LUISA No.

JOSÉ El día que venga se acabará todo esto. No irá más con el tabaco.

LUISA Ni tú irás al puerto. O sí, iremos los tres. O a lo mejor cuatro, y luego, más…

JOSÉ A lo mejor…

LUISA. Ale, que luego hay que madrugar…

(Se acuestan, mientras va apagándose la luz morada. Cuando se apaga por completo, empieza a encenderse la luz blanca. Aparece el tabernero y va al teléfono. Al ruido de la puerta los viejos se despiertan.)

JOSÉ Buenos días, Luisa.

LUISA Buenos días.

TABERNERO (Al teléfono.) ¿Lucas? No se olvide de mi rubio. Bueno, antes de las doce.

(Cuelga. Mira a la puerta de los viejos, vacila y, por fin, sale. Al cabo de un momento entra violentamente un hombre en el pasillo. Los viejos se sobresaltan. El hombre marca un número en el teléfono.)

HOMBRE. (Al teléfono.) Todo bien. No puedo hablar. Los tres, sí La C. G. nada.

LUISA ¡No puede hablar! ¡Abre!

(José abre precipitadamente la puerta.)

HOMBRE (Asustado.) Ya se lo contaré luego.

(José cierra.)

JOSÉ No es. (El hombre se va. Pausa. José enciende la bombilla.). Luisa, ¿tú tienes miedo de que no vuelva?

LUISA No; volverá

JOSÉ ¿Y si no vuelve? ¡Si no vuelve, Luisa! ¡Toda la vida trayéndote hasta aquí eso es todo lo que he hecho, desde nuestros veinte años!

LUISA Volverá

JOSÉ Volverá… (Pausa.)

LUISA Y si no vuelve, tampoco será verdad eso que has dicho, José.

JOSÉ Si no vuelve, he dicho la realidad, Luisa. Es así. Todo lo hicimos siempre pensando en tener razón el día de mañana. Siempre vivimos así y fui yo quien lo decidí de esa manera. Y si no vuelve Numantino, ni siquiera habrá mañana, Luisa, yo no os habré dejado vivir ni un día.

LUISA También era una manera de vivir nuestros días. Aunque no vuelva Numantino, igual habrá sido todo, José. Igual habremos hecho y dejado de hacer. Igual habrá hecho las buenas cosas que hiciste allá… Igual habremos estado aquella noche en la era.

JOSÉ Entonces, Luisa, igual estamos aquí sin saber siquiera donde vamos a morirnos.

LUISA Igual. (Pausa.) José has dicho aquí

(José se levanta y se sienta en la cama, al lado de Luisa. Está un momento en silencio. José nervioso; Luisa, tranquila.)

JOSÉ ¿En qué piensas?

LUISA En nada.

JOSÉ En algo pensará.

LUISA En nada. Espero. (Pausa.)

JOSÉ ¿En qué esperas?

LUISA José los dos esperamos lo mismo.

JOSÉ No lo sé

LUISA Nada… (Pausa.) ¿Por qué no apagas la luz?

(Se levanta José para apagar la luz. Pero antes de hacerlo se oye llamar a un cierre metálico.)

TABERNERO (Fuera del espacio dramático, sin actitud dramática. A su lado está ya Numantino en la misma actitud. Hablan sin mirarse. Numantino lleva un mono caqui en harapos, que deja ver un vendaje sangriento por pecho y espalda. Lleva una pistola en la mano.) ¿Quién es?

NUMANTINO ¡Soy Numantino, Pepe, soy Numantino! ¡Date prisa!

(Atraviesa la línea del telón.).

Están aquí ¿verdad? ¡Están aquí!

TABERNERO (Luego de una vacilación.) ¡Ven!

(El tabernero lleva a Numantino a la habitación. Luisa y José le abrazan. Él se deja caer en la cama y la pistola cae al suelo.)

LUISA ¡Hijo! ¿Qué tienes? ¡José!

NUMANTINO ¡He matado a uno! Les he matado a uno. ¡Me encontrarán!

(Llamadas en el cierre.)

TABERNERO i Vete!

NUMANTINO ¡Arrancadme la venda! Les he matado a uno…

LUISA ¡No !

NUMANTINO ¡Sí! Prefiero aquí. Será suave: no he comido hace mucho tiempo. (Más llamadas.)

¡Quitádmela!

(El tabernero sale. José se agacha y empieza a deshacer el vendaje. Luisa se arrodilla y se abraza llorando a la cabeza de Numantino. Se oye levantarse el cierre.)

NUMANTINO Bueno…. bueno… Ya está.., será fácil… ¡Vienen!

(En un movimiento rápido, Numantino coge la pistola del suelo y vuelve a caer en la cama, disparándose un tiro. Luisa cae al suelo. José va a ella lentamente y la incorpora, llevándola hacia la silla.)

(Entran policías con el tabernero. Uno se lanza a la cama.)

POLICÍA Está muerto.

(José sienta a Luisa, que empieza a llorar muy silenciosamente.)

JEFE No lo toquen. Lo levantará el Juez. (A José) Documentación.

JOSÉ No…

LUISA (Sin dejar de llorar.) José tu contrato de trabajo.

JEFE ¿Dónde trabaja’?

JOSÉ (Entregando un papel.) Ya no.

JEFE ¿Domicilio?

JOSÉ Tampoco.

JEFE Tendrá que acompañarme. ¿La señora se encuentra mal?

(Se acerca a Luisa. La levantan entre él y José. Aparece el tabernero con vasos y una botella.)

TABERNERO Los señores querrán refrescar…

JEFE Gracias, nos vamos. García, usted se queda.

GARCÍA (Cogiendo la botella.) Yo me quedo.

JOSÉ Vamos, Luisa.

(Van saliendo. Al salir al pasillo, Luisa vacila. El Jefe y José la sostienen.)

JEFE García, deme una copa. (Se la da, y la ofrece a Luisa.) Tenga, abuela, anímese.

LUISA (Sin beber.) Gracias, ya se me pasa.

(Van saliendo. De repente José se para, angustiado.)

JOSÉ Luisa, ¿es verdad ha sido todo igual?

LUISA Todo; no importa. (Se apoya en José) Vamos.

Van saliendo en línea recta hacia la sala, tanto cuanto permita el

T E L Ó N

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7. España: el teatro bajo la tutela del Régimen

Artículo sobre la situación del teatro en la posguerra española publicado en la revista alemana Dokumente. Zeitschrift im Dienst übernationaler Zusammenarbeit, Agosto 1954, pp. 319-323, con el título: «Spanien: Bühne unter den Fittichen des Regimes [España: El teatro bajo la tutela del Régimen]». Sacristán lo firmó como ‘Juan Manuel Mauri’, un pseudónimo que había usado anteriormente en textos escritos al alimón con su amigo Juan Carlos García Borrón.

En carta de 14 de agosto de 1954, H. Ostertag, responsable de la editorial Herder de Barcelona, agradecía su colaboración en los siguientes términos:

Muy señor mío:

Me es muy grato enviarle dos ejemplares del número 4 de Dokumente (mes de agosto) que contiene su artículo sobre el teatro español.

Al hacer la traducción he introducido muy pocos cambios y puedo decirle que su artículo ha encontrado gran interés en la Redacción de la revista y seguramente lo encontrará también entre sus lectores.

En cuanto a los honorarios, quedamos tal como habíamos dicho; es decir, que he depositado en Alemania la cantidad de 50 (cincuenta) marcos –unas 500 pesetas– a disposición de Vd. para invertirla en la compra de los libros que desee. En cuanto me indique los títulos, yo me preocuparé de que lleguen a sus manos.

Le reitero mi agradecimiento por su colaboración y me ofrezco de Vd. afmo. amigo y s. s.

La traducción castellana de la edición alemana (no hemos podido localizar el texto original, que no se encuentra entre la documentación depositada en BFEEUB) es de Marisol Sacristán y Alejandro Pérez. Vera Sacristán Adinolfi fue quien encontró este artículo largamente buscado.

Quien hoy desea escribir abiertamente sobre el teatro español moderno tiene que contar con que va a exponerse al fuego cruzado de una discusión encarnizada y va a ser víctima de duros ataques. Ya poco después de la guerra civil empezaron las disputas sobre el teatro en tono sorprendentemente mordaz. Expresiones como «la crisis del teatro español» o «el triste final de nuestra tradición teatral» forman parte del vocabulario cotidiano de todos aquellos que quieren defender la herencia de Calderón o Lope. Unos consideran que desde 1939 no ha habido en España ningún autor dramático de importancia, y que con ayuda estatal habría que empezar a descubrir nuevos talentos. Otros atacan la sociedad española actual o el régimen imperante, a los que acusan de obstruir el desarrollo de los verdaderamente capaces. Todo aquel que en esta confusa situación quiere emitir un juicio medianamente objetivo va a parar –lo quiera o no– a uno u otro de los bandos enfrentados.

Los viejos autores

El año 1939 transcurrió sin que en España destacara un nuevo autor teatral de categoría. Los «viejos» dominaban aún el teatro, por lo menos en tanto que la guerra civil los hubiera sorprendido en la zona gobernada por Franco y siempre y cuando se les considerara leales políticamente. Una excepción en el aspecto político fue la constituida por Jacinto Benavente, Premio Nobel fallecido hace poco1, el cual durante la lucha vivió en la zona roja y escribió para quienes dominaban en ella piezas filocomunistas. Ello no le impidió, sin embargo, ofrecer para su representación tras la victoria de Franco la comedia Aves y pájaros, una especie de drama reconciliador que permitió al escritor recuperar, también dentro del nuevo régimen, su especial posición entre los dramaturgos vivos. El hecho de que –mirándolo bien– la pieza fuera claramente mala se atribuyó entonces a las condiciones bajo las cuales había nacido. Hoy sabe todo el mundo que Aves y pájaros representa el primer síntoma claro del declive irrefrenable de un gran talento dramático. También las siguientes obras teatrales de Benavente –incluso la pieza Y amargaba, que tuvo gran éxito– no son más que etapas de ese declive.

También Federico García Lorca, prematuramente arrebatado a su pueblo en 1936 por su trágica muerte, figura entre los «viejos». Y eso no sólo por sus datos biográficos, sino también por el estilo de sus obras, tanto por el «ruralismo» de sus primeros años como, al final, por el puritanismo que aparece en la severa forma de sus piezas tardías. Su último drama, La casa de Bernarda Alba –nunca representada en España, y hasta 1952, en que se publicó como libro2, no dada a conocer al público– es un ejemplo impresionante del más puro arte dramático, elaborado según normas formales que hoy nos parecen exageradamente severas. La influencia de García Lorca sobre los jóvenes dramaturgos españoles se ejerce en diversas maneras. Los autores de provincias y –en la medida en que permanecen fieles a las normas tradicionales– también los de la capital asumen el aliento cálido de su drama popular Yerma y sobre todo de Bodas de sangre. Pero la generación joven, que se propone ser moderna, sigue más bien la estilización severa de personas y motivos que puede encontrarse en La casa de Bernarda Alba.

Alejandro Casona, que emigró en 1939 a Sudamérica, no puede ser considerado bajo ningún concepto como de la generación de los «viejos». Aún se espera de él alguna novedad creativa, a pesar de que su última pieza dada a conocer en España, Los árboles mueren de pie3, queda muy por debajo de las obras escritas antes de la guerra civil. Es cierto que este drama muestra de nuevo a Casona como un técnico extraordinariamente hábil, pero ni por la forma ni por el contenido cabe esperar de él una influencia duradera sobre la generación joven de autores.

Hace tres años murió Eduardo Marquina, junto a Benavente el único dramaturgo entre los «viejos» al que la guerra civil no obligó a emigrar (como a Casona) ni tampoco, como a García Lorca o a Pedro Muñoz Seca, le llevó a la muerte. Marquina permaneció fiel a su cuidado teatro histórico-poético modernista, y aún después de 1939 estrenó dos piezas: La Santa Hermanad y El estudiante endiablado. No tuvieron más que un escaso éxito de crítica.

Los restantes «supervivientes» de esta generación de los «viejos» están hoy prácticamente olvidados. Junto a las insípidas comedias recientes del antes furiosamente aplaudido Carlos Arniches o del en su tiempo muy popular Antonio Paso –las peores comedias que se han representado en España, triste degradación de la rica tradición del país– están el necio teatro de un Torrado o el pseudoarte monumental de un Pemán.

El presidente de la Academia de la Lengua, José María Pemán, es hoy el principal protagonista de la vida literaria oficial de España. Poeta sin demasiada sensibilidad poética y hábil escritor sin talento creativo, ocupa esta importante posición gracias sobre todo a su probada postura católico-conservadora en las controversias político-culturales. En el terreno dramático, se ha presentado últimamente con unas adaptaciones de las grandes tragedias griegas, cuidadosamente trabajadas lingüísticamente, pero pobres desde el punto de vista teatral. La crítica oficial ha acogido con entusiasmo este tipo de «sucedáneo de teatro» para la alta burguesía, como muestra meritoria de «cristianización» de las obras paganas de la Antigüedad.

Aún en este contexto merece mención especial el novelista y dramaturgo humorístico-satírico Enrique Jardiel Poncela, muerto en 1952. Sus piezas no siempre son un modelo de perfección formal, pero por su filosofía de la vida están llenas de ingeniosa ironía, son originales, están concebidas de forma muy personal y señalan nuevas vías. Entre los «viejos» Jardiel Poncela podría ser uno de los pocos que por lo menos desde el punto de vista literario pudiera decir algo a la generación más joven de dramaturgos españoles.

La decepcionada generación intermedia

Todavía en 1943 uno de los más conocidos críticos del país, Rodríguez de Castellanis, contaba a autores como Calvo Sotelo, Ruiz de la Fuente o Buero Vallejo entre los modernos autores de teatro. Hoy tal clasificación apenas se justifica, ya que por todas partes empiezan a moverse fuerzas más jóvenes. En todo caso, podría designarse a los citados dramaturgos –entre los cuales habría que contar también a López Rubio, Juan Ignacio Luca de Tena y sobre todo Miguel Mihura– como de la «generación intermedia», como grupo de elementos mediadores entre «viejos» y «jóvenes». Todos tienen entre cuarenta y cincuenta años, han vivido la guerra civil a menudo en las primeras filas, a su regreso se han sentido con frecuencia injustamente ignorados y marginados, y hoy se aferran a la resignación de los desilusionados. Sólo pocas obras de esos autores llegaron a representarse, casi todas sin éxito notable y sin causar impresión en el público. Podrían mencionarse Celos del aire, de López Rubio, hábil y vivaz en la forma pero sin fondo temático; El cóndor sin alas, de Ignacio Luca de Tena, una pieza tendenciosa que minimiza los trágicos sucesos de la guerra civil y que ha sido muy alabada por la crítica oficial; Cuando llegue la noche, de Joaquín Calvo Sotelo, y El gran minué, de Víctor Ruiz Iriarte, ambas de fina sensibilidad lingüística y hechas con un buen olfato dramático. Sólo dos representantes de esta generación intermedia, Miguel Mihura y Antonio Buero Vallejo, produjeron obras que servirían más tarde de estímulo y modelo a los «jóvenes».

Miguel Mihura, el escritor humorista más importante de España después de la guerra civil, demostró ser con su obra Tres sombreros de copa un maestro de la comedia satírica. La pieza se encara despiadadamente con el sentimentalismo romántico y la moral farisaica de la pequeña burguesía de las ciudades españolas; conocida durante muchos años únicamente por un pequeño círculo en torno al autor, no ha podido representarse en público hasta hace poco y ha obtenido un gran éxito.

Con sus dos obras, Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad, es Buero Vallejo el verdadero y único innovador del teatro español de estos últimos años. La primera, una obra de teatro social con fuertes efectos dramáticos, brillante escenificación y argumento acentuadamente sencillo, se concentra en la construcción psicológica de los personajes, que consigue ejemplarmente. Más profundidad de ideas ofrece la segunda obra de Buero, aunque desde el punto de vista teatral se halle muy por debajo de la Historia de una escalera. En la ardiente oscuridad es la historia de unos jóvenes ciegos que crecen en un asilo. Los directores de la institución consideran que su principal deber es despertar en sus pupilos el optimismo y la alegría de vivir. Procuran desembarazarse de todo lo que pudiera ser desagradable. Prohíben así a sus jóvenes toda conversación sobre los aspectos desagradables de la vida, sobre el crimen, la enfermedad y la muerte, y prohíben también bajo castigo pronunciar determinadas palabras, como por ejemplo «ceguera». Uno de los jóvenes que viven en el asilo, Ignacio, es demasiado sutil y firme de carácter para tomar parte en ese autoengaño decretando con la mejor intención. Llama a la resistencia contra las órdenes de la dirección y lucha por el reconocimiento de la desgracia en el mundo, desgracia que él considera que es la verdad de la vida. Su lucha infructuosa desemboca en un final trágico. Más tarde se hablará de la reacción en parte bastante significativa del público y de la prensa ante esta obra, llena de analogías con la situación política de España.

Los jóvenes lo tienen difícil

Los jurados de los principales premios de teatro españoles –Premio Calderón de la Barca y Premio Ciudad de Barcelona– tuvieron que examinar obras de más de noventa autores jóvenes. Apenas la mitad de estos jóvenes dramaturgos es mayor de treinta años; los menos llegarán a saber cómo se juzgó su pieza, y desde luego no podrán contar con que se represente o se publique. Para conocer esas obras habría que asistir a las lecturas que aquí y allá tienen lugar en los círculos de amigos de los jóvenes escritores, o bien habría que lograr ser admitido como asesor en uno de los citados jurados. Ambos caminos son fatigosos y además difícilmente pueden conducir a la finalidad perseguida, que es la de formarse una opinión objetiva.

Por lo demás, muchos de esos autores figuran entre los «jóvenes» sólo por su edad, no por el estilo de sus obras. En todo caso es notable que numerosos dramaturgos jóvenes de provincias se presentaran a los premios convocados aún completamente a la sombra de García Lorca o incluso de los hermanos Álvarez Quintero. Pero mucho más numeroso es un grupo de autores de vanguardia que con sus obras quieren renovar a fondo el teatro de su país. Se han desligado definitivamente de García Lorca y su ruralismo y rechazan vigorosamente tanto la anticuada comedia social al estilo de Benavente cuanto las piezas insípidas, rutineras y tendenciosas de la mayoría de los representantes de la «generación inmediata». Buscan sus modelos entre los dramaturgos contemporáneos europeos y americanos.

En este último grupo se encuentra hoy la gran esperanza del nuevo teatro español: Alfonso Sastre, de menos de treinta años de edad, cuya obra más reciente, Escuadra hacia la muerte, fue estrenada en 1950 por el Teatro Popular Universitario de Madrid. Aún antes de que este brillante grupo pudiera comenzar su gira por provincias ya programada, la censura estatal prohibió todas las demás representaciones de la pieza. Como además se ha prohibido no sólo el estreno de sus obras anteriores, sino también su publicación, el nombre del autor apenas es conocido más allá de los reducidos círculos universitarios madrileños. Este joven escritor de gran talento, que ha fundado en Madrid el club de teatro «La vaca flaca», sigue siendo uno de los autores más prometedores de su generación. Escuadra hacia la muerte, una pieza de aguda crítica contemporánea, alcanzó en sus pocas representaciones ante un público en su mayor parte de estudiantes y críticos jóvenes un éxito resonante.

El público

Una mirada a las salas de los teatros españoles, a la composición sociológica del público teatral, puede contribuir a redondear el panorama que aquí se esboza. Hay que constatar en primer lugar un hecho importante: el obrero español ha dejado de ir al teatro. Los toros, el fútbol o el cine han suplantado en su horizonte el teatro, a pesar de que los precios de las entradas son comparativamente mucho más altos. El movimiento de un teatro popular, creado por García Lorca a finales de los años veinte para hacer llegar el teatro a la población de provincias por medio de teatros ambulantes, fue poco duradero y hoy está prácticamente olvidado. Así es que hoy en día en las ciudades queda como masa que va el teatro –junto a unos pocos representantes snobs de «la sociedad»– únicamente la pequeña burguesía, la cual, sin capacidad crítica propia, en general hace suya por completo la opinión de los críticos de la prensa. Quizá una excepción la constituyen aquí y allá quienes frecuentan los «Teatros de cámara»4, pequeños teatros privados que tienen que luchar con grandes dificultades económicas y también a menudo se ven limitados en su libre programación. Los más activos de estos teatros, el teatro del sindicato universitario de Madrid y el teatro de cámara de Barcelona, han estrenado junto a numerosas obras de autores extranjeros –O’Neill, Sartre, Thornton Wilder, Tennessee Williams, Arthur Miller– también, aunque más raramente, piezas poco representadas de autores clásicos y de escritores jóvenes españoles. Su público, insignificante en número y proporción respecto del restante público de teatro, tiene casi siempre un alto nivel intelectual, tiene capacidad de entusiasmo sin ser con ello snob, y también ayuda económicamente en forma discreta. Los restantes teatros españoles apenas se atreven a intentar presentar a sus espectadores el teatro moderno de otros países. Los teatros estatales y municipales consideran en general cumplida su misión educadora con representaciones de los clásicos, sin duda loables, pero muy poco frecuentes.

Bajo nivel de crítica

Con razón una y otra vez se hace responsables a los críticos de teatro de los diarios españoles de la pereza mental y la falta de capacidad crítica de los espectadores, que cada vez está más extendida. Pero no es justo buscar la causa de ello sólo en la tutela estatal de la prensa. El bajo nivel de la crítica periodística hay que atribuirlo en su mayor parte a la persona misma de los críticos, periodistas de segunda o tercera clase que, sobrecargados de trabajo, tienen que despachar «de paso», entre la información sobre cine, toros y fútbol, también el teatro, y que a menudo por falta de cualificación especial o por miedo de traicionar la línea política cometen errores grotescos de juicio. Así pudo leerse hace poco en un periódico de provincias sobre O’Neill que era un «masón degenerado» y sobre Thornton Wilder que era un «bolchevique cultural y neurótico». En otro diario un crítico calificaba la ingeniosa composición de Sartre Sociedad privada de «porquería a carretadas». Como estos «observadores del arte» a menudo ni siquiera conocen la rica tradición teatral española, son incapaces de juzgar correctamente el valor o la falta de valor de todos los intentos de innovación dramática que de tiempo en tiempo llegan a estrenarse con mucho ruido –y que en general no representan más que una explotación estéril de temas y motivos clásicos acreditados. Nadie discutirá que una crítica que trabaja de forma tan irresponsable es la principal culpable de que hoy el espectador de teatro rechace de antemano cualquier otra que no le prometa de entrada un entretenimiento ligero, atontamiento o distracción, teniendo siempre preparada para sí la excusa fácil de que «demasiado se ha sufrido» y de que se va al teatro a distraerse. La burguesía española va viviendo hoy en, por decirlo así, una voluntaria ignorancia de los principales problemas contemporáneos, incluso una y otra vez se tropieza uno con defensores enérgicos de esta forma de vida quietista, por ejemplo cuando un autor de teatro se atreve a atacarla. Así ocurrió durante el estreno barcelonés de la ya citada obra de Buero Vallejo En la ardiente oscuridad, lo que llevó a un escándalo teatral muy notable. Durante la representación los ciegos acogidos en un asilo municipal empezaron a protestar estrepitosamente con gritos como «ateos», «estafadores», «bolcheviques», e impidieron que el personaje de Ignacio siguiera hablando.

En la prensa española se lee mucho sobre la crisis económica e intelectual del teatro español. Las opiniones sobre las causas de esta crisis son a menudo muy dispares, sin atreverse los autores de tales artículos a hacer responsable de gran parte de las dificultades a la censura estatal, con su silenciamiento sistemático de los autores jóvenes. El autor del presente artículo no puede detenerse aquí en las causas económicas o sociológicas de que el teatro sea hoy un mal negocio. Pero cabe saber por qué existen sólo pocos autores españoles de categoría y por qué apenas se estrenan nuevas obras. Tres factores principalmente son responsables de ello: la censura, el gusto deteriorado del público teatral a causa de la crítica de baja calidad y, por último, el comportamiento de los empresarios teatrales, que sacan sus consecuencias de todo ello y ya sólo estrenan lo que promete de antemano cajas llenas. Sólo un genio capaz de combinar armoniosamente el impulso creador con el cálculo sensato de todas las posibilidades económicas podría conseguir volver a elevar a su grandeza de antaño el teatro, hundido en el polvo, de los Lope, Calderón o García Lorca.

Notas de edición

1 14 de julio de 1954, Premio Nobel de Literatura en 1922.

2 Editorial Losada. La segunda representación de la obra en 1964 fue dirigida por Juan Antonio Bardem. Julieta Serrano fue una de las actrices.

3 En «Un mes de Barcelona», Laye 12, marzo de 1951, pp. 58-59, comentaba Sacristán:

Pero recorramos el sumario de esta nonnata causa por injurias o calumnias: Con motivo de la lectura en la Universidad de la última obra de Alejandro Casona –Los árboles mueren de pie– se produce, primero, una reacción insultante contra este señor, autor (a juzgar por el tenor de los ataques) de crímenes nefandos y sin cuento. En esto no entra el cronista. Sale.

Pero de inmediato casi, la ofensiva, se enriquece con hermosos epítetos aplicados ya, sin distinción alguna, a los llamados Teatros de Cámara…

El Barcelonés Ingenuo quedó aterrorizado. «¿Qué clase de monstruos serán esos hombres de los teatros de cámara?». Y el Barcelonés Ingenuo pensó que no tenía más remedio que cerciorarse por sí mismo de aquellas aberraciones, para que, conociendo el mal, pudiera preservarse de la tentación.

Y empezó por el principio. Vamos a ver, se dijo, las herejías nefandas que contienen la asquerosa podredumbre putrefacta en tres actos Los árboles mueren de pie, del conocido salteador de caminos Alejandro Casona. Leyó la obra. Y anotó en un cuadernillo que se compró exclusivamente para el asunto: Los árboles mueren de pie: obra en la que se sostiene la tesis de que nadie en la vida puede eludir el trago de las tristezas que desuellan la garganta. Es muestra de buen corazón engañar a alguien piadosamente, ocultándole su desgracia. Pero ese engaño no llega nunca a surtir efecto y los hombres, como los árboles, tienen que morir de pie, cara a cara con la inestabilidad del bien en la vida. La obra es teatralmente muy buena y muy fina literariamente.

4 También en «Un mes de Barcelona (marzo de 1951)» , Laye 12, p. 61, comentaba críticamente Sacristán:

Querido Barcelonés Ingenuo: Usted no lo entiende, ¿verdad?. Usted no entiende que se insulte a unos hombres, por hacernos ver maravillas como La piel de nuestros dientes (Teatro de Cámara), piezas tan exquisitas como Mi corazón está en las montañas (Teatro Yorick), tan fundamentales para nosotros como La dama boba (T.E.U.), tan sabia y finalmente teatrales como El fuego mal avivado (Teatro Club). No entiende que se odie -no se puede insultar tan acremente sin odiar, porque Cristo ha supuesto que el que llama raca a su prójimo le odia- a quienes nos muestran lo que el teatro de verdad es hoy por el mundo, mientras cualquier revista en que lo inmoral se suma a lo antiestético y a lo oligofrénico permanece en cartel sin que nadie se meta con ella, realizando concienzudamente su doble trabajo de demolición del sentido estético y del sentido moral. Usted no entiende que se prohíba la representación de la Ardèle de Anouilh y que se permita a los efebos de los cabarets engañar a los extranjeros sobre lo que es el espíritu del pueblo español. ¿Verdad que no lo entiende usted?

Pues yo tampoco, querido…

Aunque, ahora que pienso…. ¿Ha oído usted hablar de los fariseos?

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8. Carta abierta (de Jacobo Muñoz) a José Mª Carandell a propósito de la obra teatral de Peter Weiss (más una carta de Alfonso Sastre y una nota de Francisco Fernández Buey)

Fechada en Valencia, el 18 de mayo de 1969, Jacobo Muñoz fue el autor de esta carta abierta, escrita a propósito de los comentarios de Carandell sobre la traducción de Sacristán del Marat-Sade de Weiss.

Obsérvese que, 15 años después de la desaparición de Laye, la afición por el teatro de Sacristán no se había extinguido.

Mi estimado amigo:

He tenido la oportunidad de leer en el reciente número 1.650 del seminario DESTINO su artículo titulado «Peter Weiss, traducido». En él somete Vd. a consideración crítica las dos piezas teatrales de Weiss hasta la fecha publicadas en traducción castellana, es decir, el Marat-Sade y La indagación. En su opinión, la versión de Manuel Sacristán, si bien «fidelísima y correctísima» respecto del texto alemán, adolece de infidelidad a las «especiales exigencias» del teatro. De ahí que haya tenido que ser sustituida por la de Alfonso Sastre, hombre de oficio, a la hora de llevarle a la escena. Mi versión de La indignación se le antoja a Vd., por otra parte, no menos desacertada. El lenguaje castellano utilizado le parece duro e inadecuado; la traducción en sí, en exceso literal, y el conjunto de la versión, por último, difícilmente representable.

Parte Vd. en su argumentación del supuesto previo de que el teatro de Weiss es «estilísticamente sencillo», como corresponde a su esencial vocación de denuncia social y de agitación política. Puede que eso sea, efectivamente, el caso de La indagación o el del Centro del fantoche lusitano, por ejemplo; pero en absoluto el de Marat-Sade. No pretendo, por supuesto, negar el fuerte acento político de la pieza. Pero este acento viene asumido, como Vd. mismo ha visto muy bien en su penetrante libro sobre Weiss, en ese total discurso poético en el que, en definitiva, consiste esta gran obra literaria. «En las dos horas y media de la representación –cito sus propias palabras– hay amor, lujuria, rezos, baños, duchas, latigazos, asesinatos, guillotina, bailes de acróbatas, canto de juglar, pantomima, golpes, risas, juegos de cartas, aplausos, gritos, camisas de fuerza… Y hay también discusiones políticas, filosóficas, sociales, biográficas, sobre el amor, sobre la muerte, sobre religión, sobre el hombre, sobre la sociedad, sobre el dolor y el sufrimiento, sobre la locura, sobre la normalidad. Como ha escrito un crítico, el Marat-Sade es teatro absoluto, total.»

Efectivamente. Ocurre, tan sólo, que la versión de Manuel Sacristán es, en su estricta atención al texto alemán, mucho más fiel al carácter plurisenso, extremada y múltiplemente «abierto» del discurso poético de Marat-Sade. El arreglo de Sastre es, sobre todo, un «arreglo». Aparte de introducir cambios superfluos (donde Sacristán escribe «bastón», Sastre escribe «puntero», o «podium» en lugar de «podio», o «toilette» en lugar de «vestido», «vegetales» en vez de «hojas», y así sucesivamente), elimina pasajes enteros del texto alemán, introduce varios inexistentes en el original, abusa de los giros pretendidamente castizos, y, desde luego, de las rimas halagüeñas. Puede que ello dé como resultado una versión castellana muy adecuada a las especiales características de nuestra escena (en cuyo análisis, por fortuna, no vamos a entrar aquí). Pero da también como resultado un texto mucho más diluido y «fácil» que el de Sacristán, incluso políticamente hablando. Todo esto es, desde luego, materia opinable. Y como tal, opinión que me permito oponerla a la por Vd. expuesta en su citado artículo.

El caso de La indignación es bien distinto. Este sí que es una obra consistente, en última instancia, en un montaje de monólogos interrelacionados (Aunque, desde luego, no pueda estar conforme con la afirmación suya de que tanto en su estructura como en su contenido carezca de dialéctica dramática). Montaje de monólogos interrelacionados que de manera paradigmática desemboca en un teatro documental por completo ascético, polémico e implacable. Y este es el teatro al que he pretendido ser rigurosamente fiel en mi versión. Un teatro consumado en un texto que no es, en definitiva, sino la suma de unas actas judiciales, ajeno, en consecuencia, a toda posible concesión a cualquier clase de efectismos teatrales, a todo lo que no incida directamente en la lucidez y en la fuerza de la denuncia. Denuncia, como señala Vd. mismo, de este orden nuestro y no solo de su radicalización nazi.

El texto original de las obras teatrales de Weiss carece, efectivamente, de puntuación. Habrá visto Vd. que tanto Sacristán como Sastre no permanecen fieles en sus respectivas versiones del Marat-Sade a esta peculiaridad del gran dramaturgo. Por mi parte no he pretendido sino hacer más cómoda la lectura de los parlamentos más dilatados, bien lejos, por supuesto, de cualquier temor de que «el lector español sea incapaz de comprender cosa tan sencilla como esa.»

Atentamente suyo, Jacobo Muñoz

Dos cartas complementarias

Carta de Alfonso Sastre (1926-2021) fechada el 19 de enero de 2011:

Querido amigo:

Evita [Eva Sastre] me transmite tu propuesta de una entrevista sobre la obra de Manuel Sacristán. Ello me da ocasión para hacerme, en esta carta, una autocrítica que no he incluido en mi artículo de Gara «Los traductores también piensan».

El hecho es que yo mismo no leía de él más que sus traducciones. No tendría, pues, ningún sentido tal entrevista, en la que yo sólo podría decir algunas vaguedades y recuerdos, aunque lo sitúo, claro está, en una postura de puesta al día del marxismo, de recuperarlo de su anquilosamiento y burocratización durante el estalinismo, del cual él mismo se había recuperado, pues yo también recuerdo haberle oído decir tiempo atrás a Javier Pradera, quizás advirtiendo el comunismo a la violeta de este, algo así como que fuera del Partido no había pensamiento.

Cuando te hablo de posibles recuerdos, entre ellos está que Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio y yo le publicamos una obra teatral en el número 5 de Revista Española, que nos patrocinaba Antonio Rodríguez Moñino y de la que llegaron a salir seis números. Aquella obra se titula El pasillo y mí me pareció interesante.

En el campo de lo anecdótico, he de recordar lo que sucedió con su versión de la obra dramática de Peter Weiss Marat/Sade, que él había publicado –¡una vez más, una traducción!– en Grijalbo. El caso es que Adolfo Marsillach me pidió que yo le hiciera una versión porque tenía el proyecto de estrenarla en España. Esto fue en el año 1968, si no recuerdo mal. Yo quise informarle –y lo hice– de que existía la versión de Sacristán y que ello me impedía aceptar su encargo; pero Marsillach me dijo que él ya conocía aquella versión y que le parecía irrepresentable por el carácter rígido de sus diálogos, que él no dudaba que fueran fieles al texto original pero que eran «indecibles» para los actores. Como yo insistiera en mi negativa, él me dijo que buscaría quien le hiciera una versión dramáticamente buena para el escenario; y que él, en fin, nunca haría la de Sacristán. Ante esa situación, acepté el encargo y puse en el trabajo mucha pasión. Para entonces yo había dado a conocer en España la existencia de tan gran autor, y lo hice, por cierto, en un artículo de la tercera página del diario ABC. Pero el salto al escenario fue un acontecimiento memorable. A mí me había descubierto la obra y al autor Francisco J. Uriz, que entonces vivía en Estocolmo, y yo había quedado prendado de ella. (Por cierto que ahora se va a hacer en el Palacio de la Virreina de Barcelona, una exposición a propósito de otra magna obra, esta narrativa, de Peter Weiss: Estética de la resistencia, hace años publicada por Hiru).

Lo único triste de todo aquello es que Sacristán se enfadó porque yo hubiera aceptado aquel trabajo, y de tal manera –según me contó mi gran amigo José María Castellet– que yo ya no pude explicarle todo esto que acabo de contarte a ti.

Naturalmente todo esto no tiene ningún interés público pero, si tú fueras de otra opinión, yo no tengo inconveniente alguno en que publiques esta carta.

Sigo con mucho interés tu gran presencia en El Viejo Topo. ¡Mis felicitaciones! (En general, hace mucho bien esa revista en el campo yermo de la cultura española, y así es desde hace años).

Un fuerte y cordial abrazo

Alfonso Sastre

El comentario de Francisco Fernández Buey, de 22 de enero de 2011:

Querido Salva,

He leído con mucho interés la carta de Alfonso Sastre, que esta vez, sí, es una sorpresa.

Recuerdo muy bien el enfado de Manolo en aquella oportunidad y su argumento de que Sastre no sabía alemán para traducir aquello… La explicación que da ahora Alfonso es muy plausible (e interesante). Yo siempre he pensado que aquel lío se podía haber solucionado con un acuerdo de este tipo: basándose en la traducción literal de Manolo se podía, por así decirlo, poner a Weiss en verso para el teatro. Eso se ha hecho otras veces con traducciones del alemán en las que colaboraron dos personas: una que sabía alemán de verdad y otra que lo «poetizaba» en castellano… Dicho a mi manera: con una llamada telefónica seguramente se habría evitado el cabreo…

Te agradezco mucho el envío.

Un abrazo,

Paco

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