Un punto de encuentro para las alternativas sociales

¿Porque somos robespierristas?

Albert Mathiez

Conferencia pronunciada en la Ecole des Hautes Etudes Sociales el 14 de enero de 1920

Me siento obligado a dar una explicación preliminar a todos aquellos de entre ustedes que sientan la tentación de creer que la única preocupación que tienen las conferencias que sobre Robespierre organizamos este año en esta Escuela que amablemente nos acoge es la de la oportunidad de la actualidad del tema. No hemos esperado la Gran Guerra, ni el bolchevismo, ni la “inencontrable Cámara”i, para dirigir nuestra atención hacia este líder tan calumniado de la Montaña. Nuestra Sociedad de Estudios Robespierrianos existe desde 1908. Es una sociedad histórica, un taller de investigación libre que continúa su labor, por decirlo así, sin más preocupación que la de la verdad. Son los resultados de esta investigación los que mis colaboradores y yo mismo tenemos hoy el honor de exponerles.

Nos parecía difícil admitir que el hombre de estado, que había gozado en vida de una popularidad inmensa, de tal magnitud que quizá no haya existido otra semejante, y cuya muerte dejó tan considerable vacío que la República quedó estremecida hasta en sus cimientos, no había sido sino un político mediocre y casi desprovisto de talento. Nos parecía imposible de creer que aquel a quien los sans-culottes llamaban el Incorruptible no hubiese sido sino un ambiciosos sin escrúpulos y no hubiese tenido otra virtud que el disimulo. Observábamos que los termidorianos mismos, desde Cambon hasta Barras, pasado por Barrere, había deplorado amargamente, en la época de la Restauración y del Imperio, la pesada falta que habían cometido al derribar con Robespierre la Republica honrada, la verdadera Republica. Tomábamos nota de sus mea culpa y constatábamos que todos los republicanos del periodo heroico, los que conocieron las prisiones y los cadalsos mas que los cargos y los honores, habían venerado la memoria de Robespierre como la de un gran patriota que nunca había renunciado a la victoria y que había sido el alma del glorioso Comité de Salud Publica, como la de un gran demócrata, víctima de su propia fe, del que se proclamaban discípulos y continuadores orgullosamente. Robespierrismo y Democracia fueron la misma cosa en el espíritu de nuestros padres hasta después de 1848. No podíamos llegar a comprender que los contemporáneos y sus sucesores inmediatos se hubiesen equivocado tan torpemente al considerar como un precursor y un profeta al hombre que hoy se nos presenta sin reservas como un político retrogrado e imbuido del espíritu del pasado.

Pero cuando apremiábamos la argumentación del adversario, descubrimos con sorpresa que se reducía, en suma, a tres reproches:

El primero, muy antiguo, recogida entre el barro de los termidorianos, consistía en arrojar sobre Robespierre, a la manera de chivo expiatorio, la responsabilidad exclusiva de la sangre vertida durante el Terror.

El segundo, herencia de un hebertismo atizado por Michelet y Quinet, consistía en acusar a Robespierre del crimen de haberse opuesto a la descristianización violenta y a la proscripción absoluta del catolicismo habiéndose constituido, a continuación, por fanatismo, en pontífice del Ser Supremo.

El tercer agravio finalmente, formulado con pasión y odio por un iluminado del positivismo, el doctor Robinet, era de orden personal y sentimental. No se perdonaba a Robespierre de haber tenido el valor de llevar a Danton ante el tribunal revolucionario.

No diré nada aquí del primero de los reproches, el del terrorista Robespierre, puesto que me propongo examinarlo a fondo ante ustedes en un posterior estudio especial.

Sobre el segundo punto, sobre el pretendido pontificado de Robespierre, creo que mis diferentes obras sobre los cultos revolucionarios, sobre la revolución y la Iglesia, han arrojado suficiente luz de manera que hoy no hay ningún historiador serio que se atreva a sostener que Robespierre intentaba un nuevo culto, cuando el sistema de festividades cívicas, que se limitó a coordinar, nacieron espontáneamente del ímpetu entusiasta de las Federaciones y de las necesidades de la propaganda revolucionaria. Creo que he confirmado, con pruebas, cuya refutación espero desde hace quince años, que la actitud de Robespierre ante el problema religioso fue la misma que la de la gran mayoría de los miembros de la Convencion y de Danton mismo. Al examinar su papel en la descristianizacion, creo haber demostrado que no le inspiraba mas que la preocupación por los intereses supremos de la patria y la republica y que su iniciativa fue no solamente legitima sino, además, de provecho. ¡Se acusa a Robespierre del crimen de no haber terminado con el catolicismo por la violencia! ¡Singular crimen de la pluma de los mismos escritores que le reprochan igualmente los pretendidos excesos terroristas¡ No voy y a insistir mas en ello de mis conclusiones, mi amigo M. Demongeot en su destacable trabajo sobre la descristianizacion en el Oise, ha dado justa cuenta ante ustedes de una leyenda tan absurda como malintencionada

Queda el tercer reproche: Danton. Si yo tuviese que reprochar algo a Robespierre no seria el haber consentido por fin en abandonar a un demagogo ávido de beneficios que se había vendido al mejor postor, desde la Corte hasta Lameth, tanto de partidarios como de contrarrevolucionarios. Un mal francés que dudaba de la victoria y que preparaba en la sombra una paz vergonzosa con el enemigo, un revolucionario hipócrita que se había convertido en la mayor esperanza del partido monárquico. No. Yo reprocharía mas bien a Robespierre de haber esperado demasiado y de haber arriesgando, por haber tenido una excesiva indulgencia, explicable por el recuerdo de una camaradería política, haber arriesgado digo, por sus contemplaciones y sus vacilaciones, en dar tiempo a la conjura del derrotismo y de la corrupción para madurar y estallar. Recordemos, que la Convención termidoriana misma, por muy ajena que le fuese la virtud, rehusó integrar a Danton y a sus cómplices en la larga lista de sus miembros victimas del terror que rehabilitó solemnemente en bloque el 11 vendimiario del año IV. Ningún amigo de Danton, en una asamblea en la que se encontraban varios de ellos, se atrevió a protestar lo mas mínimo ante esta nueva injuria, pero aun que la del tribunal revolucionario. No fue sino mucho mas tarde, cuando los sobrevivientes de la época gloriosa habían desaparecido, uno tras otro, cuando la causa de Danton encontró por fin defensores. Su leyenda- y he aportado sobre este asunto textos que no dejan lugar a dudas -fue obra de sus hijos y de un sobrino lejano que ocupaba un alto ago en el Ministerio de Instrucción Publica bajo el gobierno de Julio y bajo el Segundo Impero. La defensa de la familia Danton despistaron a historiadores de la categoría de Villiaume y Michelet. Encontraron una ayuda inesperada en la parroquia positivista que contemplaba con fe religiosa al vividor de Danton como si fuera un hijo intelectual de Diderot y un precursor de Augusto Comte. La campaña de mentira y falsificación consiguió hacerse con la opinión después de 1870 por razones múltiples pero sobre todo por el papel jugado por un interés partidista. De todo aquello que he llegado a verificar de archivos y alegaciones de los propagadores de la leyenda, nada se sustenta. Mi “Danton y la Paz”, mis dos primeras series de estudios robespieristas sobre la cuestión no han tenido replica alguna.

Hemos derribado la leyenda dantoniana para erigir en su lugar otra. Nos es preciso justificar la admiración que profesamos a Robespierre, a sus ideas y a su obra. Estamos obligados actualmente a redibujar su papel histórico, enumerar sus aportaciones, hacer entender en definitiva el valor de su ejemplo, un ejemplo que creemos que es útil invocar en los momentos por los que pasamos, situaron marcada por el destino histórico de la reconstrucción de nuestra querida Francia, la cual queremos, igual que él lo quiso, mas fuerte, más justa y más fraterna.

Si los discursos de Robespierre han sido durante tres cuartos de siglo, el breviario de los demócratas, es porque éstos podían beber en ellos, como si de una fuente viva se tratase, el elevado ideal de la política cuya grandiosa teoría había formulado J.J.Rousseau. Los discursos de Robespierre eran los principios el Contrato Social en vías de realización, luchando contra las dificultades y los obstáculos, era la teoría que bajaba del Cielo a la tierra, era la lucha épica del espíritu contra las cosas, en el momento más trágico de nuestra historia, cuando Francia se jugaba su existencia para salvar su libertad.

Profundizando en el pensamiento de J.J. Rousseau, Robespierre no creía que la democracia residiese totalmente y exclusivamente en las formas políticas. Proclamó, desde la Constituyente, que la democracia o era social o no era democracia. Se hubiera con facilidad acomodado con una monarquía, con tal de que el monarca no fuese más que una especie de presidente hereditario, sin poder alguno e decisión ni en política interior ni en política exterior. Cuando los girondinos le reprocharon, bajo la Legislativa, su poco entusiasmo por la forma republicana, les replicó que “Había luchado, solo durante tres años contra una asamblea todopoderosa para oponerse al excesivo poder de la autoridad real” y les recodaría que tras Varennes se había atrevido, casi en solitario, a reclamar que Luis XVI fuese juzgado y la nación consultada sobre su permanencia en el trono; y añadiendo finalmente: “¿Es únicamente en la palabra república o monarquía donde reside la solución al gran problema social?”

“El gran problema social”. Ningún otro revolucionario hablaba ese lenguaje. La igualdad civil, la igualdad política, la igualdad social, fueron, desde el primer día de su vida pública hasta el último, su preocupación esencial. Rechazaba el comunismo, “la ley agraria”, que consideraba como una quimera, pero entendía que toda acción política debía aplicarse para prevenir y, si era necesario, para reprimir, los abusos de la riqueza. La plutocracia no encontró un adversario mas determinado y convencido: “las granes riquezas- decía el 7 de abril de 1791- corrompen a los que las poseen y a los que las desean”. En los países corrompidos por el lujo, no se contempla la virtud y el honor, el talento incluso, como un medio útil a la patria sino como un medio de adquirir fortuna. En esa situación, la libertad no es sino una vana quimera, las leyes no son sino instrumento de opresión. Nada hacéis por la felicidad pública si todas vuestras instituciones no se orientan a destruir la excesiva desigualdad de fortunas…. El hombre ¿puede disponer de la tierra que cultiva cuando él mismo es reducido a polvo? No, la propiedad del hombre, tras su muerte, debe volver al dominio público de la sociedad. No es sino por interés público por primer propietario. Pues bien, el interés publico es la igualdad.”

Los socialistas no pueden añadir más contra la herencia y el derecho de propiedad. Para Robespierre, es evidente que la revolución política no era nada, o poca cosa, si no desembocaba en una revolución social.

No se limitó a tomar partido, en todas las ocasiones, por la defensa de los desheredados, los judíos, los comediantes, los esclavos, no se limitó a preocuparse apasionadamente por las miserias de los soldados y de sus familias, sobre los que sostenía que la nación tenia contraído una deuda sagrada. Se rebeló, con una clarividencia asombrosa, contra la nueva oligarquía que terminó por confiscar la Revolución en su beneficio propio. Su celebre declaración de derechos, tantas veces reeditada por los socialistas desde 1830 a 1848 proclamaba el derecho a la educación, el derecho al trabajo, el derecho a la asistencia, a la vez que planteaba limitaciones al derecho de propiedad. En las notas personales en que resumía su pensamiento en privado, escribió: “El pueblo,… ¿que obstáculo existe para la educación del pueblo? La Miseria. ¿Cuando el pueblo puede ser ilustrado? Cuando tenga pan y cuando los ricos y su gobierno cesen de sobornar a las plumas y las lenguas pérfidas para engañarlo y su interés sea el mismo que el interés del pueblo,… ¿Y cuando será su interés el mismo que el del pueblo? ¡Nunca!” Lo repito, ningún revolucionario ha tenido una visión parecida del problema social, ninguno a hallado en su corazón acentos tan profundos y emocionados para expresar el cariño por las multitudes ignorantes y sometidas. En su último discurso, lanzaba una vez mas a los escépticos este soberbio grito: “ Existe, y de ello soy testigo, almas sensibles y puras, existe esa pasión, tierna, imperiosa, irresistible, tormento y gloria de los corazones generosos, es ese aborrecimiento profundo a la tiranía , ese celo solidario con los oprimidos, ese amor sagrado por la patria, ese amor por lo mas sublime y santo de la humanidad, sin lo cual toda gran revolución no es más que el estallido de un crimen que destruye otro crimen. Existe esa generosa ambición de fundar sobre la tierra la primera república del mundo, ese egoísmo de los hombres no degradados que encuentra una felicidad celestial en la tranquilidad de una conciencia pura y en el espectáculo radiante de la felicidad pública. Se siente la emoción que arde en el alma, lo siento en la mía” Esta emoción no engaña. Ha atravesado el siglo después de resonar profundamente en las conciencia de los sans-culottes.

Robespierre se sabía devorado, literalmente, por la pasión del bien público. Pero este gran demócrata- señalémoslo- no se hacia la mas mínima ilusión sobre los méritos propios del régimen democrático. No creía en absoluto que el parlamentarismo fuese la panacea. Nadie como él ha denunciado sus vicios, sus imperfecciones y sus peligros. En esto, su pensamiento continúa particularmente vivo.

Constata, desde la Consituyente, que los representantes se separan rápidamente de sus mandatarios, que les esconden las verdaderas razones de sus decisiones con el fin de apartarles de los asuntos públicos. Denuncia desde ese momento la oligarquía de los políticos con acritud como la oligarquía de los ricos con los que tan frecuentemente se confunde: “Está en la naturaleza de las cosas que los hombres prefieran su interés personal al interés publico cuando pueden hacerlo impunemente. En consecuencia, el pueblo se encuentra oprimido cuando sus mandatarios son absolutamente independientes de él. Si la nación no ha recogido aun los frutos de la revolución, si los intrigante se suceden unos a otros, si una tiranía legal parece haber sustituido al antiguo despotismo, no busquéis la causa en otra razón más que en el privilegio que se han atribuido los mandatarios del pueblo de poder manejar impunemente los derechos de aquellos a los que han halagado rastreramente durante las elecciones”

En aquella aurora del régimen parlamentario, Robespierre ya había descubierto sus aguas estancadas: “¿Acaso reconocéis como legisladores a esos hombres mas preocupados por su cantón que por la patria, más por si mismos que por sus representados? Seducidos por la esperanza de prolongar la duración de sus poderes, comparten su solicitud entre esa preocupación y la de la cosa pública. Así, contemplamos a representantes del pueblo desviados del gran objetivo de su misión, dominados por la envidia y la rivalidad, por la intriga, ocupados casi únicamente, en gritarse unos a otros para hacerse con los conciudadanos”. ¿No es ese panorama de una aguda actualidad?

Robespierre, a quien tantas veces se presenta como un hombre abstracto y quimérico, no es ningún iluso .Está al corriente del secreto de los políticos conversos: “Aquel que se pretendía republicano antes de la República, cesa de serlo cuando la República llega. Quería rebajar todo lo que estaba por encima de él, pero, no quiere bajarse del lugar donde él mismo se ha subido. Ama las revoluciones solo cuando él es el héroe, no ve más que desorden y anarquía donde él no gobierna”. ¿Quien se atrevería a pretender que este retrato digno de la Bruyère, ha perdido actualidad? Escuchemos una vez mas como dibuja con trazos vengadores a los tartufos de la democracia: “El falso revoluciono se opone a las medias enérgicas y les exaspera cuando no puede impedirlas. Inflamado por las grandes resoluciones que nada significan, muy apegado, como los beatos, a practicas externas, le gustaría mas ponerse cien gorros frigios rojos que realizar una buena acción”. Y añadía con la misma expresión brillante: “Los barones demócratas son hermanos del marques de Coblenza y con frecuencia, los gorros rojos están mas cerca de los tacones rojos de lo que se cree”. Desgraciadamente la raza de los barones demócratas no ha desaparecido y ya no está Robespierre para desenmascararlos.

Sabiendo los vicios del parlamentarismo, Robespierre preconizó para prevenirlos unos remedios genéricos: Las elecciones deberían ser frecuentes, los representantes no podrían ser reelegidos más que después de un plazo prolongado, no podrían ejercer ministerios ni función alguna en el ejecutivo. De esta manera no caerían en la tentación de hacer de su mandato un oficio. El político profesional le parece la plaga de la democracia. “Si, entre nosotros, las funciones de una administración revolucionaria no se toma como un deber sino como objeto de privilegio, la República está perdida”. En apoyo de la brevedad del mandato legislativo denunciaba la situación que confunde el interés propio con el del pueblo, para lo que se hacia necesario que con frecuencia vuelva el representante a la situación de integrarse él mismo en el pueblo. “Poneos en el lugar del simple ciudadano y preguntaos que es la ley que preferiríais recibir, o bien de aquel que tiene la certeza seguros que en breve no será sino un ciudadano mas, o la de aquel que tiene la esperanza e perpetuarse en el poder?”. Para que la democracia exista verdaderamente es necesario, en efecto, que el parlamentario no se distinga, que los diputados supiesen que se iban a reintegrar a la vida privada después de cada legislatura, ¿asistiríamos esa carrera desvergonzada que desmoraliza a un país?

Robespierre desprecia a los hombres de Estado cuya sabiduría consiste en alcanzar el poder y mantenerse a toda costa. “No me gusta- exclama el 17 de mayo de 1791, en memorable discurso contra la reelección de los constituyentes-, esa nueva ciencia que se usa como táctica en las asambleas, se parece demasiado a una intriga, y solamente la verdad y la razón deben reinar en las asambleas legislativas”. A causa de su desdén por las maniobras de pasillos les fue muy fácil a sus enemigos preparar en la sombra el golpe del 9 termidor.

Nadie ha tenido una idea más elevada de los deberes de un hombre público. Nadie los ha cumplido mejor. “He preferido- respondía a Brissot el 27 de abril de 1792- provocar murmuraciones con honor honorables que obtener aplausos con vergüenza, he considerado como un éxito personal el que resuene la voz de la verdad incluso cuando yo mismo estaba convencido que no seria aceptada. He alzado mi mirada mas allá del reducido ámbito del santuario de la legislación, cuando dirigía la palabra al cuerpo representativo, siendo mi objetivo que me escuchase la nación entera y la humanidad. He querido despertar sin cesar en el ánimo de los ciudadanos ese sentimiento de dignidad del hombre y esos principios eternos que definen los derechos de los pueblos contra el error o los caprichos del legislador mismo”. Y añadía: “La grandeza de un representante del pueblo no consiste en acariciar la opinión momentánea que excita, consiste en luchar solo, con su propia conciencia, contra un torrente de prejuicios y de facciones” (18 diciembre de 1971)

Sus mismos adversarios le hacen justicia a este respecto. Mirabeau decía de él: “Ira lejos, cree en todo lo que dice”. Su periódico Le Courier de Provence añadía: “Todos los partidos están de acuerdo en que Robespierre nunca ha renegado los principios de la libertad y no hay muchos a los que se pueda hacer el mismo elogio”. Camille Desmoulins decía de Robespierre que era “el comentario viviente de la declararon de derechos”. Adrien Duport, que ocupó ininterrumpidamente en la Constituyente una “cátedra de derecho natural”. Barère, que “era siempre implacable con los principios y la razón”. Dubois-Crance, que “nunca sus mayores detractores pudieron reprocharle ni un instante de desviación”, que “tal como fue al principio, se mantuvo hasta el fin”, que “las calumnias y los ultrajes no le hacían mella. Le he visto enfrenarse a la Asamblea entera y pedir, como un hombre digno, que el Presidente le llamase al orden”, Dubois-Crancé dice además que “Robespierre fue una roca inexpugnable”. Los adaptados, los resignados y conformistas de la época denominaban orgullo y empecinamiento esta inflexibilidad, pero el pueblo se agarraba a esa roca inexpugnable.

Con tales convicciones, Robespierre nunca pudo plegarse a una disciplina estrecha de un partido. En la que se sentaban en la Asamblea en las primeras líneas no se reunían con anterioridad a las sesiones. No había entre ellos más que lazos espirituales. De esos lazos mismos, aunque fuesen tenues, Robespierre también se despegaba cuando su conciencia hablaba con más fuerza que la táctica o la amistad. Se separó de la Montaña y votó con los Girondinos, sus peores enemigos, cuando éstos reclamaron el destierro de Philipe –Egalité. Ya, bajo la Constituyente se había apartado varias veces con ruido del pequeño grupo de demócratas que se agrupaban a su lado desde la extrema izquierda. Así el 10 de junio de 1791, cuando voto solo el despido de los oficiales del ejército realista, así cuando se opuso a las primeras leyes de excepción contra los sacerdotes y contra los emigrados. Gracias a esos ejemplos de independencia y de valentía cívica se imponía en el aprecio de todos.

El incorruptible no tenia nada de demagogo. Amaba demasiado al pueblo para adularle. Sabía que su capacidad política era aún demasiado restringida para que pudiera establecerse de golpe y sin riesgo el gobierno directo que es quizás la consecuencia final lógica de la democracia. Entretanto, no pierde de vista la realidad: lo que es posible y lo que no lo es. Temía las exageraciones y repetía gustosamente con Marat que una forma de perder la revolución era exagerar sus principios. “No se nos colgará más que por lo alto”- decía Marat. “La democracia- decía Robespierre- no es un Estado en el que el pueblo, continuamente reunido, regule por si mismo todos los asuntos públicos, y aun menos donde cien mil facciones populares, por medio de medidas aisladas, precipitadas y contradictorias hayan de decidir dictado él mismo, hace por si mismo todo o que puede hacer y por delegados todo lo que no puede hacer” (17 pluvioso). Admirable formula que mantiene su virtud.

Pero por muy enemigo que fuese del desorden Robespierre no se dejaba engañar por esos conservadores sociales que llamaban anarquía a la justicia y que no hablan de paz más que para legitimar el abuso de la fuerza: “Llaman orden a todo sistema que convenga a sus manejos. Honran con el nombre de paz la tranquilidad de los cadáveres y el silencio de las tumbas” Y añadía: “la enfermedad mortal del cuerpo político no es la anarquía, sino la tiranía”.

Poco le importaba los sarcasmos y el desdén de la gente de bien. “Somos, los sans-culottes y la canalla” replicaba a los de la Gironde.

Adversario de la oclocracia y de la plutocracia, Robespierre es un hombre de orden, pero que quiere que el orden y la autoridad estén exclusivamente al servicio del bien común. Teme los abusos de los gobernantes sobre la libertad de los ciudadanos. Desconfía de la burocracia, invasora e incapaz por naturaleza. Teme cualquier despotismo porque le horroriza la arbitrariedad. Pero si se le obligaba a elegir, es contra el despotismo del gobierno contra el que se pronunciaba sin vacilar porque teniendo mayores medios a su disposición, ese despotismo es susceptible de ser mas opresivo que los demás. Se muestra, por lo tanto, resueltamente descentralizador: “Dejad a los departamentos, sometidos al pueblo, la porción de los tributos públicos que no sea necesario entregar en la caja general y que los gastos sean decididos por los del lugar en que hayan de aplicarse en la medida en que sea posible. Huid de la antigua manía de los gobiernos de querer gobernar demasiado, dejad a los individuos y a las familias el derecho de hacer lo que no perjudique a otro; dejad a los municipios la potestad de reglamentar ellos mismos sus propios asuntos y lo que no afecta directamente a la administración general de la Republica. En una palabra, dejad a la libertad individual todo lo que no pertenezca por su naturaleza a la autoridad publica y habréis impedido en la misma medida la posibilidad de la ambición y la arbitrariedad.” He aquí, que desgraciadamente sigue estando al orden del día.

Con el mismo ánimo y para remediar la arbitrariedad, Robespierre exige que las deliberaciones de los cuerpos constituyentes sean publicadas y que todos los funcionarios, electos o no, sean efectivamente responsables. La famosa separación de poderes, tan querida por Montesquieu, no le parece un medio suficiente para detener a los gobiernos en su inclinación al despotismo, cuenta mas con la descentralización y con la educación de la opinión publica.

Nadie ha denunciado con tanta clarividencia y tenacidad el peligro que representa para la democracia un ejército de oficio, un estado mayor de pretorianos. Decía, el 27 de abril de 1791, en la Constituyente: “Es cierto que allí donde el poder de un jefe de una fuerza militar considerable existe sin contrapeso alguno, el pueblo no es libre. ¿Qué contrapeso es ese? la Guardia Nacional”. Al soldado profesional oponía como correctivo, el soldado-ciudadano. Y para que la guardia nacional misma, es decir la nación en armas, no se convirtiese en instrumento de clase quería que estuviese abierta a todos lo ciudadanos, tanto a pobres como a ricos. Estaba convencido que el espíritu de despotismo y dominación es connatural en los militares de todas partes. Por eso proponía que los oficiales de la guardia nacional estuviesen sometidos a elecciones frecuentes. Nadie mejor que él se apercibió del peligro del espíritu corporativo. Era un adversario de las condecoraciones, esos juguetes vanidosos que emplean los gobiernos como pago de la entrega de sus devotos. Considera que como mucho sirven para “a dar a luz un espíritu de orgullo y de vanidad y para humillar al pueblo”. En cuanto a un ejército regular, hubiera deseado renovarlo totalmente para que se fundiese con la nación. En el año II, cuando entra en el gobierno, buscará los nuevos jefes, que serán los que han de vencer a Europa, entre las filas más anónimas. Incluso temía que aquellos recién llegados olvidasen pronto sus orígenes y advertía a Barrere que no elogiase demasiado sus victorias. Repetía con convencimiento: “El poder militar ha sido siempre el mas temible obstáculo para la libertad”

Nadie me preguntará, creo yo, como puede ser que este antimilitarista convencido fuese, tanto en la oposición como en el poder, el patriota más ferviente e intransigente. Practicando al pie de la letra la consigna de vencer o morir, oponiéndose resueltamente a toda transacción con el enemigo, reprimiendo con rigor las tentaciones derrotistas, convenciendo a la Convencion, que inicialmente era hostil, para que se arrestase a los elementos que se emboscaban, en plena guerra, en todas las administraciones.

Robespiere era consciente de servir no solamente a Francia sino a la humanidad. Este hijo del siglo XVIII encontraba que todos los hombres son solidarios: Nuestra suerte- decía el 29 de julio de 1792- esta ligada a la de todas las naciones” “Franceses, no olvidéis- exclamaba el 10 de agosto- que tenéis entre vuestras manos depositado el destino del Universo” Su magnánimo corazón se compadecía de los sufrimientos de sus mismos enemigos. El, que llevara la guerra con un rigor implacable, deseaba con toda su alma la sustitución de los horrores fraticidas por la reconciliación de todos los pueblos. Unció literalmente la organización de una Sociedad de naciones y propuso incluso codificarlo en cuatro artículos que la Convención estimó demasiado osados:

“1. Los hombres de todos los países son hermanos y los diferentes pueblos deben ayudarse mutuamente, según sus posibilidades, como ciudadanos de un mismo Estado.

“2. Aquel que oprima a una nación, será declarado enemigo de todas las otras.

“3. Los que hagan la guerra a un pueblo para detener el progreso de la libertad y aniquilar los derechos del hombre deben ser perseguidos por todos, no como enemigos ordinarios sino como asesinos y bandidos rebeldes.”

“4. Los reyes, los aristócratas y tiranos, de toda clase, son como esclavos rebelándose contra el único soberano de la tierra, que es el género humano y contra el legislador del universo, que es la naturaleza.”

En estos artículos que fundamentan la existencia de una Sociedad de naciones en una condición básica, el derrocamiento de los tronos y el establecimiento de una democracia universal, nos sirven aún hoy día de reflexión, incluso tras los discursos del Presidente Wilson que tienen el defecto de no situar el problema en su verdadera ámbito. Antes que Wilson, lo hizo Robespierre, sin apelar a ninguna diplomacia secreta que es la fuente envenenada de los intrigantes, los incapaces o de empíricos que disponen a su antojo de la sangre y de la riqueza de los pueblos. En estos, como en todos los casos, Robespierre también hacia coincidir actos y palabras. Dirigió la política exterior del Comité de Salud Publica, a la luz del día.

Desde lo alto de la tribuna leía las instrucciones que dirigía a los agentes diplomáticos, desde lo alto de la tribuna, él o Barrere respondían igualmente a las proposiciones de paz de los coaligados, daba a conocer a todo el mundo los objetivos .Gracias a esta franqueza, que en política es la suprema habilidad, por mucho que piensen lo contrario nuestros mezquinos empíricos, Robespierre tuvo tras de si a toda la parte sana de la nación. Francia sabia porqué luchaba u dónde se la conducía y sentía multiplicar sus fuerzas, haciéndose invencible.

No se funda nada grande, nada duradero si no es en las conciencias. Los políticos empíricos menosprecian al pueblo creyéndolo incapaz o lo tratan como a un menor de edad. Robespierre no tenía ese desdén ni ese escepticismo. Confiaba en la gente del campo y del taller. Creía en su buen sentido. Por eso fue grande, por eso las consecuencias de sus actos fue inmensa.

Su pensamiento y su ejemplo no han acabado. Fue el primer maestro de escuela de la democracia, un maestro severo, de los que no escamotean la verdad, las advertencias, ni siquiera las reprimendas. Su programa de acción es siempre de una actualidad sorprendente. Somos sus hijos intelectuales. Lo adoptamos como guía y como bandera.

Queremos a Robespierre porque concibió y practicó el arte de gobernar- esa política tan desprestigia en nuestros días- como un sacerdocio. “En política, no hay nada justo si no es honrado, nada útil si no es justo” (9 de mayo 1791). Hubiera deseado que la política fuese moral en acción. Evidentemente no le podían entender los grandes hombres de la república, sus camaradas.

Queremos a Robespierre porque no ha tenido miedo de enfrenarse, cuando era necesario, a los prejuicios. Le queremos porque nunca tuvo miedo del ridículo, porque repetía sin cansarse, una verdad que aprendió de Jean Jacques y de Montesquieu, a saber: que de todas las formas de gobierno, la democracia es la más difícil de practicar, puesto que se necesita entrega al bien común, es decir la virtud, y él la predicó con su ejemplo.

A aquellos de entre ustedes que quieran saber como cumplía sus deberes en el Comité de Salud Publica, les aconsejo que lean el carnet donde anotaba por escrito, día a día, los asuntos que debía plantear, las aclaraciones que iba a exigir, las soluciones que se proponía defender. Nada se escapaba a su atención rigurosa y celosa. No se ocupaba únicamente, como se ha dicho a veces, de política general, del espíritu publico que hay que educar y revivir, de complots que hay que denunciar o reprimir, se mantiene atento a todas las ramas de la administración, de la diplomacia, tanto del ejercito como de los servicios administrativos, lo mismo sobre justicia que sobre aprovisionamientos, sobre hombres y sobre cosas. Abarca, con una amplia y certera perspectiva todo el campo del combate revolucionario, en vanguardia y en retaguardia, en Francia y en el extranjero. Es un controlador universal perpetuamente despierto. Atiende lo mismo a los delegados en misión como a los generales y hasta a los más humildes mensajeros que le traen despachos. Nada se le escapa, y, cuando descubre un abuso, un defecto, de inmediato indica el remedio y toma la decisión que se impone. Ninguna vacilación, ningún retraso. Francia no puede esperar.

Ese hombre, que se le dice teórico, posee, en la espontaneidad de sus notas diarias, un espíritu eminentemente concreto, eminentemente francés. Es infinitamente más realista que los empíricos que se creen positivos porque no tienen ni ideal ni ideas. Los bromistas de la historia que se ríen de su virtud nunca han entendido que una república entregada a los empíricos y a los filisteos, una república sin virtud pero llena de vicios es quizás el peor de los regímenes porque es aquel en que una avalancha de egoísmos se desencadena con el mínimo esfuerzo.

En la época en que la república era hermosa- esa época está lejos pero volverá- aquello eran verdades elementales. Quid legis sine moribus? Los republicanos, antes, conocían sus canciones. Aprendían la política en la escuela de Montesquieu, de Rousseau, de los antiguos. No la habían aprendido en las antecámaras de los ministerios, ni en los consejos de administración de las grandes compañías, ni en los pasillos de los teatros subvencionados, ni en los círculos lujosos donde se cena bajo la efigie de Marianne.

Queremos a Robespierre porque ha encarnado lo que la Francia revolucionaria tenia de más noble, de más generoso, de más sincero. Le queremos por la enseñanza de su vida y el símbolo de su muerte. Ha sucumbido a los golpes de los granujas. La leyenda, astutamente forjada por sus enemigos, que son los mismos enemigos el progreso social, ha engañado hasta a los republicanos que no le conocen y que le venerarían como un santo si le conociesen. Esa injusticia nos hace apreciarlo más.

Queremos a Robespierre porque su nombre, maldito por los mismos a los que él quiso emancipar, resume todas las iniquidades sociales que queremos que desaparezcan. Consagrando nuestros esfuerzos y nuestros desvelos a rehabilitar su memoria creemos servir no solamente a la verdad histórica. Estamos seguros de hacer algo por esa Francia que debería continuar siendo lo que era en la época de Robespierre, la campeona de los derechos, la esperanza de los oprimidos, el temor de los opresores, la antorcha de la humanidad.

Robespierre y sus amigos fueron grandes porque comprendieron que su acción de gobierno, por muy decidida que saliese de sus manos sería, no obstante, impotente para galvanizar las energías del pueblo francés si no asociaban a ese pueblo, directamente con el cumplimiento de las leyes por medio de una política de confianza y de claridad. Es hora de que los hombres de Estado, que tienen hoy la temible misión de curar las heridas de la patria, se inspiren en sus ejemplos.

Pero el partido republicano se ha dormido en el poder. Se ha deslizado a un moderantismo del justo medio que le ha oscurecido la visión clara de sus orígenes, de los que no se reivindicaba más que por una especie de costumbre ritual y rutinaria. Las leyendas más contrarrevolucionarias han encontrado acogida incluso entre sus dirigentes. Una buena parte de ellos se han convertido en admiradores de aquellos que durante la Revolución Francesa fueron el equivoco, la debilidad, los negocios o la traición. Les han levantado estatuas. Y los grandes hacedores de la democracia, los que no conseguían victorias pírricas, los que construyeron Francia con un abandono y total sacrificio de su interés y su trabajo, de sus amigos, su reputación y su vida, los entregados e incorruptibles, los enérgicos, clarividentes, los que sometieron a la Europa monárquica y reprimieron las Vendés interiores, los que levantaron sobre sus propios cuerpos la República traspasando el umbral de un nuevo mundo,… esos fueron calumniados y ridiculizados a capricho. Se ensució su tumba y se rechazó como inoportuno su recuerdo.

Por una consecuencia lógica, a medida que la mentira y la ingratitud prosperaban, a medida que el partido republicano se alejaba de sus verdaderos fundadores, se filtraba en nuestras costumbres, no se qué viento de mezquindad y cálculo, qué indulgente escepticismo hacia todas las mas graves renuncias, qué repugnancia instintiva hacia los compromisos claros, las resoluciones vigorosas, qué hábitos de desidia y de apatía, que compromisos insanos disfrazados con el nombre de adaptación, pacificación, habilidad, sabiduría, paulatinamente se ha corroído en los hombres públicos el sentido y la necesidad de responsabilidad, se ha desarmado en ellos la energía moral, la fuerza de los principios, el afán de claridad que han hecho la grandeza de antiguos ministros del antiguo régimen tanto como sus émulos del Comité de Salud Publica. El calculo interesado, el espíritu de partido y de intriga, las costumbres feudales de la clientela han reemplazado el noble y necesario estimulo del servicio al bien común sin el que los Estados perecen, La confianza popular, inevitablemente, se ha retirado de un parlamento que no confiaba en la nación.

Lo que Robespierre quería conjurar se ha realizado. La República se ha convertido en presa de las facciones, estas, a su vez, dominadas por intereses causa de estos males, que se hacen evidentes hoy incluso para los más ciegos, Francia ha estado a punto de perecer. ¡Ni siquiera, está curada! Pero si queremos que su convalecencia sea breve, su curación completa, apliquémosle el elixir Robespierre. Y no nos retrasemos demasiado que no queda muco tiempo.

No sé si les habré convencido, pero al menos les habré dicho sin reticencias lo que somos y lo que queremos. Creemos que nuestra Sociedad ha servido desde 1908 con valentía y desinterés, no tanto a la cusa de un hombre, no tanto a la causa de un partido, sino a la causa de Francia, de la Francia moderna que seguirá fiel a sus tradiciones. Creemos que nuestra Sociedad, que ha luchado sin descanso contra la indiferencia, contra la ignorancia, el desdén, incluso contra la hostilidad, no ha trabajado en vano ni en el dominio de la ciencia, ni en el de la acción. Estamos orgullosos al pensar que hemos contribuido indirectamente, a la crisis moral, que, con una guerra por medio, terminará por purificar la atmósfera en la que nuestras instituciones están marchitándose y pereciendo. Creeos que nuestra investigación independiente y nuestro combate de ideas preparan el advenimiento de esa nueva república a la que tantos corazones sinceros están apelando. Esperamos que desde el fondo del abismo que bordeamos surja por fin una democracia viva y organizada, una democracia invencible porque será justa y fraternal, será esa ciudad de igualdad por la que Robespierre y Saint-Just murieron, esa ciudad de libertad por la que tantos millones de anónimos héroes han vertido tanta sangre generosa.

Estas son las razones, Señoras y Señores, las razones, lejanas y cercanas a la vez, científicas y prácticas por las cuales nos proclamamos robespierristas.

i La Chambre introuvable (en español: Cámara inencontrable) es el apodo dado a la cámara baja de Francia salida de las elecciones generales de los 14 y 22 de agosto de 1815, durante la segunda fase de la Restauración borbónica en Francia. La expresión es atribuida a Luis XVIII de la se vio enfrentada rápidamente con un parlamento «más realista que el rey», que intentó poner su poder a prueba y basó su acción en la aprobación de leyes represivas. La sesión parlamentaria se inauguró el 7 de octubre de 1815, dando inicio a un episodio político breve pero muy intenso hasta su disolución el 5 de septiembre de 1816.

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