Sorgo y acero: el régimen socialista de desarrollo y la forja de China (VI y última)
Chuang (colectivo comunista chino crítico)
El colectivo Chuang está publicando en la revista de mismo título una serie de artículos sobre la historia contemporánea económica china. De momento llevan publicadas las dos primeras secciones de las tres previstas, respectivamente en los números 1 (2016 y 2019) y 2 (2019) de la revista. Publicamos a continuación la primera serie, lo que los autores denominan «régimen socialista de desarrollo» que datan aproximadamente entre la creación de la República Popular en 1949 y principios de los años 70, cuando consideran que se produce la transición al capitalismo. Dada su extensión presentaremos los textos en las siguientes 6 entradas separadas:
I: Introducción
II: 1 – Precedentes
III: 2 – Desarrollo
IV: 3 – Anquilosamiento
V: 4 – Perdición
VI: Conclusión – Desligamiento
DESLIGAMIENTO
El año 1969 significó el desligamiento del socialismo en China. El sistema se mantuvo unido unos años más solamente por una extrema extensión del estado, bajo la forma del ejército, en todos los campos de la coordinación económica, la producción y la distribución, y por una amplificación desesperada de la ideología gobernante en todos los ámbitos de la vida. Cuando incluso esto no fue suficiente, el colapso catastrófico se evitó solo por las maniobras discretas de una clase dirigente ahora unificada de «ingenieros rojos» cuya dinastía política sigue hasta hoy.
Aquí hemos destacado la escala nacional del fenómeno, centrándonos en la lenta fusión de «China» como una entidad económica congruente. Este foco local tiene sentido, pues la era socialista vería buena parte del territorio continental del Este de Asia fuera de los circuitos globales de acumulación de capital. China fue el nombre para esta retirada –un intento de autonomía realizado a lo largo de un territorio gigantesco y poblado por un segmento enorme de la población mundial. La interacción con el mundo exterior vía comercio, migración o transmisión cultural se ralentizó hasta acabar en un goteo, limitado a un exiguo contacto con un conjunto determinado de países del «Tercer Mundo» una vez rotas las relaciones sino-soviéticas. Esta retirada finalmente fracasó, y los siguientes cincuenta años verían al territorio continental del este de Asia y su ente reincorporándose lentamente a los mismos circuitos de valor de donde se habían autoarrancado.
Pero esto no quiere decir que la era socialista no tuviese una dimensión global. Fue la mayor de una ola de revoluciones socialistas mundiales, que eran ellas mismas simplemente el último pico de un movimiento de trabajadores fundado en Europa. Aunque su mitología guía surgió de los núcleos industriales del mundo capitalista, todas estas revoluciones fueron el producto de un campesinado politizado, llevado a luchar tanto contra regímenes nuevos como viejos. En China, la mitología industrial del movimiento de los trabajadores se fusionaría con la realidad de la revolución rural de una manera más fluida que en la Unión Soviética. El producto fue una cultura socialista en la que la escatología marxista se fundió con siglos de milenarismo campesino. Esta combinación se demostró capaz de prender uno de los mayores estallidos de desarrollo en la historia humana.
Los límites e incentivos con los que se enfrentó este proyecto eran también globales por naturaleza. A medida que los Qing declinaban, la una vez poderosa región fue lanzada a un siglo de violenta desunión justo cuando un nuevo imperio estaba surgiendo en Europa. En solo unas pocas generaciones, una de las partes más ricas del mundo se había convertido repentinamente en una de las más pobres. Esto llevó a la invención de «China» como un nombre antiguo para la región, unificador, por parte de los nacionalistas de educación occidental que buscaban una «restauración» del poder respecto a Europa y sus satélites. Como la continuada pobreza del área era en gran parte un producto del ascenso de Europa, el proceso revolucionario tendría un carácter «antiimperialista».
Al mismo tiempo, la amenaza misma de los proyectos imperiales europeos estableció los estándares del desarrollo chino. En este periodo no podía haber una revitalización de las viejas utopías campesinas, ya que esto hubiese supuesto el estancamiento del desarrollo, haciendo que la región fuese incapaz de resistir las ambiciones coloniales de Europa y Japón. Tras la capitulación de los Qing y el GMD a las potencias extranjeras, quedó cada vez más claro que el desarrollo de la región no se podía conseguir mediante una alianza entre una nueva burguesía industrial y las viejas élites, como había sucedido en países de «desarrollo tardío» como Alemania. Por el contrario, el viejo régimen tenía que ser completamente destruido, junto con los capitalistas nacionales dependientes del comercio portuario con el oeste.
La fusión del milenarismo campesino con la teleología del movimiento obrero parecía ofrecer un modelo de desarrollo alternativo. Pero ausentes los agentes «normales» de este desarrollo (la burguesía ascendente o una alianza «acero y centeno» entre viejas y nuevas élites), el proyecto podía avanzar solamente mediante fases de industrialización de «gran impulso». En los países capitalistas, este tipo de industrialización fue llevado a cabo en los extremos de crisis económicas globales, cuando los anclajes de la producción de valor parecían romperse. En los países socialistas, el desarrollo tuvo que se realizado como si la economía estuviese perpetuamente en un estado de crisis, porque los sistemas existían sin este anclaje.
Esto implicaba que el periodo socialista en China también viese al régimen de desarrollo suplantar el proyecto comunista a medida que se sacrificaba más y más a la línea de fondo de construcción de una economía nacional. Era esto un fracaso definido por la época. La mitología del movimiento obrero ayudó a hacer posible este error, pues tendía a mezclar la expansión de la producción y el empleo industrial con el avance histórico de la sociedad hacia el comunismo de una manera teleológica. Al empezar con una pobreza tan extrema, es duro culpar a los primeros comunistas por enfatizar el desarrollo. Para cuando una nueva generación intentó ampliar este horizonte comunista, sin embargo, aquellos primeros comunistas habian quedado irreparablemente unidos a la máquina de su fe.
El espacio para este proyecto de desarrollo se abrió solo por una crisis global en la economía capitalista. Desde 1910 hasta el fin de la guerra de Corea y las recesiones posteriores a la 2ª Guerra Mundial, la economía global parecía estar balanceándose en el borde del olvido. Este balanceo tomó la forma de medio siglo de guerra, depresión y extrema imprevisibilidad. La economía globlal se fragmentó a medida que los países establecían tarifas, enfatizaban el comercio nacional de circuito cerrado e iniciaban proyectos de industrialización de alcance nacional, a menudo con un fuerte carácter militar. Fue solo en este contexto de un enclaustramiento general global de producción que los proyectos socialistas pudieron tener lugar a una escala tan enorme, cubriendo finalmente la mayor parte del continente euroasiático. No es coincidencia que las dos mayores revoluciones socialistas tuvieran lugar aproximadamente al mismo tiempo que las dos guerras mundiales, pues estas guerras representaban dos picos de este enclaustramiento.
De la misma forma, el proyecto socialista chino pudo surgir solo dentro del contexto del movimiento obrero global y el periodo de expansión industrial que lo condicionó. Esta expansión general del empleo industrial y manufacturero hizo que los chinos heredasen al menos una rudimentaria estructura industrial (en Manchuria), y que los países occidentales estuviesen todavía centrados en el desarrollo interno, más que en buscar activamente lugares para la producción. Había pocos incentivos fuertes para «abrir» China en este periodo, e intentar hacerlo parecía simplemente una receta para extender la guerra mundial otra década. La Guerra Fría fue una tregua en la que el socialismo chino fue puesto simplemente en cuarentena y se le permitió seguir su curso.
Todas estas condiciones cambiarían a principios de los años 70 cuando el relativo enclaustramiento de principios del siglo XX dio paso a una serie de ofensivas expansionistas bajo un nuevo hegemon mundial. Al mismo tiempo, los avances tecnológicos disminuyeron la necesidad de caros trabajadores industriales y permitieron la extensión de las cadenas de suministro a regiones remotas del mundo. El aumento del desempleo, la baja de los salarios y la caída de los beneficios en Occidente crearon la necesidad de fuentes de producción más baratas a medida que se generalizaba la desindustrialización. El traslado de fábricas a lugares como Corea del Sur y Taiwan permitió a las empresas volver a ganar rentabilidad ofreciendo a la vez precios más baratos para los consumidores occidentales, ayudando a enmudecer los efectos internos de la ralentización económica.
Fue el cambio de estas condiciones lo que animaría pronto a la «apertura» de China. Pero esta apertura sería aceptada por los chinos solo debido a los fracasos del régimen socialista de desarrollo, e incluso entonces, lentamente. Más arriba, hemos detallado la historia local del fracaso del proyecto comunista en China. En el próximo número de Chuang volveremos a la integración global que siguió a este fracaso, a medida que China se abría al comercio mundial e iniciaba su transición al capitalismo en los años 70.
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