Somos testigos de una clara tendencia al aumento de la burocratización de las sociedades contemporáneas, independientemente de sus estructuras sociales y políticas. Los teóricos y occidente nos aseguran que el ímpetu de la burocratización es tal, que vivimos ya bajo un sistema managerial que ha llegado a reemplazar casi imperceptiblemente al capitalismo. Por otro lado, tenemos el enorme, asombroso crecimiento de la burocracia en las sociedades post-capitalistas del bloque soviético, y especialmente en la Unión Soviética. Nos asiste toda la razón al tratar de elaborar alguna teoría de la burocracia que sea más completa y satisfactoria que el cliché tan de moda como en gran medida sin sentido de «sociedad managerial». Sin embargo, no es fácil abordar el problema de la burocracia; en esencia este problema es tan viejo como la civilización misma, aunque la intensidad con que ha aparecido a la vista de los hombres ha variado grandemente según las épocas.
Si he decidido hablar sobre las raíces de la burocracia, es por la razón de que, a mi entender hay que calar muy hondo para hallar las causas más profundas las causas primeras de la burocracia, al objeto de ver cómo y por qué esta lacra de civilización humana ha alcanzado proporciones tan aterradoras. Dentro del problema de la burocracia, del cual el problema del Estado constituye un paralelo aproximado, se concentra buena parte de esa relación entre individuo y sociedad, entre hombre y hombre, que ahora se ha convertido en moda calificar de “alienación”.
El término sugiere el dominio del «bureau», del aparato, de algo impersonal y hostil que ha adquirido vida y poder sobre los seres humanos… En el lenguaje diario, también hablamos de los burócratas sin alma refiriéndonos a los hombres que integran ese mecanismo. Los seres humanos que gobiernan el Estado parece como si carecieran de alma, como si fueran meros dientes del engranaje. En otras palabras, nos enfrentamos aquí, de lleno y directamente, con la reificación de las relaciones entre seres humanos, con la aparición de vida en mecanismos, en cosas. Lo cual nos lleva inmediatamente a la memoria, por supuesto, el gran complejo del fetichismo: en todos los ámbitos de nuestra economía de mercado, el hombre parece hallarse a merced de las cosas, de las mercancías, incluso del dinero. Las relaciones humanas y sociales se objetivan, en tanto que los objetos parecen adquirir la fuerza y el poder de las cosas vivas. La semejanza entre la alienación del hombre respecto al Estado y a los representantes del Estado, la burocracia, y la alienación del hombre respecto a los productos de su propia economía, es evidentemente muy estrecha, estando las dos clases de alienación parecidamente interrelacionadas. Existe una gran dificultad en pasar de las meras apariencias a la entraña misma de la relación entre sociedad y Estado, entre el aparato que gobierna la vida de una comunidad y la comunidad misma. La dificultad estriba en lo siguiente: la apariencia no es sólo apariencia, sino también parte de una realidad. El fetichismo del Estado y la mercancía está, por así decirlo, «incrustado» en el propio mecanismo de funcionamiento del Estado y el mercado. La sociedad se siente enajenada del Estado, a la vez que inseparable de él. El Estado es la carga que oprime a la sociedad, y también es el ángel protector de la sociedad, sin el cual no puede vivir.
De nuevo, algunos de los más oscuros y complejos aspectos de la relación entre sociedad y Estado se reflejan clara y curiosamente en nuestro lenguaje corriente. Cuando decimos «ellos», refiriéndonos a los burócratas que nos gobiernan, «ellos» que gravan con impuestos, que hacen las guerras, que realizan toda serie de cosas en las que la vida de todos nosotros se halla comprometida, expresamos un sentimiento de impotencia, de enajenación del Estado; pero somos asimismo conscientes de que sin el Estado no habría vida social, desarrollo social ni historia. La dificultad en distinguir la apariencia de la realidad estriba en esto: la burocracia desempeña ciertas funciones que son obviamente necesarias e indispensables para la vida social; sin embargo, también desempeña funciones que teoréticamente pueden calificarse de superfluas.
Los aspectos contradictorios de la burocracia han conducido, por supuesto, a dos concepciones filosóficas, históricas y sociológicas del problema, contradictorias y diametralmente opuestas. Aparte de muchos matices intermedios se dan tradicionalmente dos enfoques básicos sobre la cuestión de la burocracia y el Estado: el burocrático y el anarquista. Recordarán ustedes que a los Webbs(1) les gustaba dividir a la gente en aquellos que apreciaban los problemas políticos desde un punto de vista burocrático, o anarquista. Lo cual es, desde luego una simplificación, aunque sin embargo hay razones que abonan esta división. El enfoque burocrático ha tenido sus grandes filósofos, sus grandes profetas y sus sociólogos célebres. Con toda probabilidad el mayor apologista filosófico del Estado fue Hegel, así como el mayor apoloIogista sociológico del Estado fue Max Weber.
No cabe duda de que la vieja Prusia fue el paraíso de la burocracia y que, por consiguiente, no es algo puramente accidental el que los mayores apologistas del Estado y la burocracia procedieran de Prusia. De hecho, Hegel y Weber, cada cual a su manera y a niveles distintos de pensamiento teorético, son los metafísicos de la burocracia prusiana que generalizan partiendo de la experiencia de dicha burocracia prusiana y proyectan esa experiencia sobre la escena de la historia mundial. Por tanto, es necesario tener presente los postulados básicos de esta escuela de pensamiento. Para Hegel el Estado y la burocracia eran ambos el reflejo y la realidad de la idea moral, esto es, el reflejo y la realidad de la razón suprema, la realidad del Weltgeist, la manifestación de Dios en la historia: Max Weber, que en cierto modo es un descendiente, un nieto de Hegel (un nieto pigmeo quizás) incluyó la misma idea en el catálogo típicamente prusiano de las virtudes de Ia burocracia.
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