Leninismo climático y transición revolucionaria
Kai Heron y Jodi Dean
Por muy inspiradoras que sean las visiones del futuro que tiene la izquierda, se suele evadir el problema clave de la transición hacia un futuro poscapitalista.
El problema de nuestra época es la transición. Transiciones energéticas, transiciones tecnológicas, transiciones verdes, transiciones políticas, transiciones justas… revolución. Cuando nuevas variantes de la COVID-19 matan a millones, cuando hábitats y especies desaparecen de la faz de la tierra, cuando hogares enteros se ven barridos o son pasto de las llamas, cuando no se dan las cosechas y cuando decenas de miles de refugiados se ahogan en el Canal de la Mancha o mueren de insolación en los desiertos de México, nadie puede ignorar que las cosas no podrán seguir así. Sean cuales fueren nuestras convicciones políticas, la cuestión de la transición es insoslayable.
Como es bien sabido, Marx y Engels llamaron comunismo «al movimiento real que anula y supera el actual estado de cosas[1]». En cuanto tal movimiento, comunismo significa transición. Comunismo es la abolición de la relación salarial, de la forma valor, de la propiedad privada, del Estado y de los regímenes racializados y de género de la violencia en que el sistema halla su sostén. Nada de lo cual desaparece de la noche a la mañana. «Entre la sociedad capitalista y la comunista —escribe Marx en otro lado— se extiende un período de transformación revolucionaria de la una en la otra. A ello corresponde también un período de transición política en que el Estado no puede ser otra cosa que la dictadura revolucionaria del proletariado[2].»
Transición es revolución. Los empujes y tirones de la transición, sus retrocesos y sus avances, ocupan un lugar central en las tradiciones revolucionarias marxistas y no marxistas. Y, sin embargo, movimientos y teóricos de hoy en día rara vez prestan al asunto suficiente atención. La transición es una caja negra que se encuentra entre el presente y nuestras visiones idealizadas del futuro, trátese de un radical Green New Deal, de comunismo o de un futuro de decrecimiento. En un extremo, algunos han rechazado por entero la cuestión de la transición y se han dado a concebir la posibilidad de implantar de manera inmediata el comunismo por medio de «medidas comunizantes». En el otro, la transición se pospone en favor del objetivo en apariencia más urgente de luchar por la supervivencia en el capitalismo.
Por muy inspiradoras que sean las visiones que del futuro tiene la izquierda anticapitalista, por mucho que queramos apocar el problema de la transición a la adopción de medidas inmediatas y por muy comprensible que sea priorizar la inmediatez de la supervivencia, en los tres casos se evade el problema de la transición, se rechaza su duración o se reniega del hecho de que la transición es comunismo en ciernes. La forma en que salgamos del capitalismo determinará nuestro destino. Porque tenemos que salir del capitalismo.
Un laboratorio de la transición
Al igual que en las anteriores veinticinco conferencias de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, se esperaba que la Conferencia de Glasgow (COP26) se convirtiera en el foro en que líderes de todo el mundo encontrarían soluciones políticas aceptables para la catástrofe ecológica. A ese respecto, la cumbre fracasó. Sin embargo, en otro sentido, la COP26 fue un éxito. Mostró cómo el pensamiento capitalista marcha muy por delante de la izquierda a la hora de pensar la transición. Una aproximación dialéctica a la COP26, que preste atención a su forma al mismo tiempo que elimine su contenido capitalista, nos ayudará a abordar el problema de la transición revolucionaria hoy.
En lugar de orientarse hacia una transición justa, la COP26 perpetuó los intereses del capitalismo imperialista y fósil. En primer lugar, el acuerdo de Glasgow hizo hincapié en la «reducción progresiva» del carbón cuando esta debería haberse hecho extensiva al trío de combustibles fósiles del carbón, el petróleo y el gas. El carbón sigue siendo esencial para economías como la de China y la India, que se recuperan de siglos de subyugación colonial, pero no para los Estados Unidos, principal productor mundial de gas y de petróleo. La transición geopolítica y energética que imagina la COP26 beneficia a las potencias imperialistas, no a la mayoría del planeta. Los productores de petróleo y de gas y los Estados en deuda con el capital fósil «compensarán» sus emisiones mediante «soluciones basadas en la naturaleza», mientras se hace intervenir en el proceso a las llamadas energías renovables, sin por ello sustituir los combustibles fósiles a tiempo para evitar el desastre del calentamiento.
En segundo lugar, los Estados Unidos, la Unión Europea, el Reino Unido y Australia suprimieron del texto final del acuerdo de Glasgow toda referencia al servicio de financiación por pérdidas y daños. Propuesto por la totalidad de los 138 países en desarrollo, ese servicio es la ayuda financiera que los países más ricos deben a los más pobres. Los países «desarrollados» suprimieron igualmente del acuerdo final toda referencia a un servicio similar por pérdidas y daños exigido por los países insulares, ante el temor de que tales cláusulas pudieran dar lugar a responsabilidades jurídicas por pasadas emisiones y abrir puertas a solicitudes de reparación.
En cuanto a la adopción de medidas para ponerle freno al calentamiento global y mantener bajo tierra los combustibles fósiles y a las cuestiones relacionadas con la justicia global, la COP26 fue un completo fracaso. No obstante, algunos elementos de las deliberaciones de la COP26 apuntan más allá de su contenido capitalista hacia un horizonte comunista: dan cuerpo a una teoría de la transición verde a la escala pertinente. El reconocimiento por la COP26 de que se necesita un proyecto a gran escala de restauración del paisaje terrestre y marino y un giro hacia prácticas agrícolas ecológicamente saludables para sustentar la vida en la Tierra es un paso de avance.
Así, las soluciones a la crisis climática «basadas en la naturaleza» tuvieron una presencia destacada en la cumbre. Cuarenta y cinco gobiernos convinieron en redoblar sus esfuerzos para proteger la naturaleza no humana y avanzar hacia prácticas agrícolas sostenibles. En total, «se prometieron más de 4.000 millones de libras en nuevas inversiones en el sector público para la innovación agrícola, en particular en cultivos resistentes al clima y en soluciones regenerativas para mejorar la salud del suelo» con el objetivo de que esas prácticas sean costeables para «cientos de millones de agricultores». Los ecosistemas restaurados y la agricultura regenerativa pueden aumentar la biodiversidad, reparar los suelos deteriorados, aumentar la retención de agua en el suelo, reducir las inundaciones, reducir los insumos no agrícolas, aumentar el rendimiento, fortalecer la resiliencia climática y empoderar a agricultores y comunidades agrícolas. Desde luego, en el marco de la COP26, «agricultura sostenible» y «cultivos resistentes al clima» también pueden significar cultivos genéticamente modificados patentados e insumos no agrícolas que desempoderan a los agricultores empujándolos hacia sistemas de agricultura verticalmente integrada que acumulan rentas o generan valor para las agroindustrias globales. Y, lo que es peor, como han subrayado líderes de comunidades indígenas y de pastoreo, las «soluciones basadas en la naturaleza» podrían otorgar mayor peso a prácticas de conservación que terminen desplazando de sus tierras a esas comunidades en nombre de la protección de una idea eurocéntrica de la «naturaleza» como algo prístino y ontológicamente independiente de nosotros.
Estamos ya en presencia de los elementos necesarios para una transición hacia un futuro poscapitalista, comunista, como quedó demostrado incluso en la imperialista COP26. Habida cuenta de que las temperaturas en la Tierra se elevan ya a más de un grado centígrado por encima de los niveles preindustriales y de que los recortes previstos son insuficientes para reducir las emisiones de carbono a los niveles necesarios, la única respuesta adecuada son la nacionalización, la regulación y la prohibición de los combustibles fósiles dentro de un marco global en que los países imperialistas acepten su responsabilidad por el cambio climático y proporcionen todo el apoyo financiero necesario que requieren los países pobres. Lo cual resulta obvio y no es particularmente complicado si no se está encadenado por leyes y suposiciones relativas a la propiedad privada.
El imperialismo ha puesto en marcha un futuro que aumenta la deuda y la dependencia de los pueblos colonizados y descolonizados y que intensifica la miseria y la explotación en todo el mundo. Los gobiernos del capital fósil no tienen compromiso alguno con ninguna solución basada en la naturaleza que exija respetar la soberanía de los pueblos indígenas. Los objetivos de los imperialistas son el dinero y el poder, el capital y el control. El movimiento climático no puede seguir adelante como si nuestro objetivo fuera persuadir a esos gobiernos de que es hora de pasar a la acción.
La revolución es, pues, una respuesta práctica y mesurada a la catástrofe climática que se despliega ante nuestros ojos. Tras décadas de incapacidad capitalista para transformar la producción cuando todavía estábamos a tiempo de evitar que las temperaturas aumentasen más de un grado por encima de los niveles preindustriales, la revolución ha pasado de ser una respuesta posible a las crisis ramificadas del mundo a ser la respuesta más probable. La convulsión social revolucionaria será resultado de la migración en masa de quienes huyan de las inundaciones, los incendios y las sequías, de quienes se amotinen para conseguir alimentos, refugio y energía y de quienes se apoderen de lo que por derecho propio les pertenece. Será resultado de reaccionarios armados, indignados y racistas, hartos de las «extralimitaciones» de los gobiernos y dispuestos a tomar el poder en sus propias manos en legítima defensa. La cuestión es la dirección que tomarán las revoluciones: hacia la abolición del eco-apartheid y el establecimiento de sociedades equitativas y habitables o hacia el afianzamiento del autoritarismo, el fascismo y el neofeudalismo. El hecho de que sea esa la cuestión hace de la transición política el principal problema a que nos enfrentamos en la izquierda.
Política de la transición
Hace una década, en Tropic of Chaos, Christian Parenti resaltaba el hecho de que la crisis climática era una crisis política. Mientras otros presentaban —y siguen presentando— el cambio climático en términos morales y ontológicos, Parenti reconocía la necesidad imperiosa de generar la voluntad política necesaria para enfrentarse al sistema capitalista que sirve de motor del calentamiento global y derrotarlo[3]. Partiendo de ese reconocimiento, Parenti pudo nombrar la contradicción subyacente. Tenemos necesidad de una izquierda poderosa, capaz de utilizar el poder del Estado para afrontar y reparar los efectos flagrante y globalmente desiguales del cambio climático, pero no tenemos tiempo para construirla.
Los propios problemas estructurales que nuestros sistemas políticos plantean a la hora de abordar el cambio climático erigen otras tantas barreras a la hora de construir un sólido contrapoder de izquierda. Los enormes recursos financieros de que dispone el sector de los combustibles fósiles sirven para echarse en el bolsillo a no pocos políticos. Pocos funcionarios electos confían en que la preocupación expresa de sus electores por la catástrofe ambiental en curso refleje a su vez un apoyo al sacrificio o al cambio, especialmente tras décadas de imposición de la austeridad y de redistribución de la riqueza hacia las clases más favorecidas. Para la mayoría de las campañas políticas, el cambio climático no es un tema ganador. No es de extrañar, entonces, que el único enfoque de la transición tolerado por la clase política estadounidense sea el más afín al capitalismo fósil y a los propios intereses geopolíticos de los Estados Unidos; al igual que las élites de otros países del núcleo capitalista, las de los Estados Unidos planean defenderse de lo peor del calentamiento global sin dejar de reforzar sus fronteras contra la inevitable ola de refugiados climáticos. Vivimos en un mundo de eco-apartheid: un régimen imperialista de acumulación de capital basado en la explotación de la naturaleza no humana y de los pueblos racializados en zonas de sacrificio que se extienden desde las periferias hasta los centros.
Dados los obstáculos que interpone la política electoral, las manifestaciones de masas y la desobediencia civil parecen una vía prometedora de cambio. Por muy satisfactorias que por un momento puedan ser esas actividades, no hacen hincapié en el problema mismo que las convierte en alternativas: el fracaso de las democracias capitalistas. Las manifestaciones de masas son eficaces cuando logran influir en la adopción de decisiones políticas. Ello, sin embargo, presupone la presencia de personas con capacidad de decisión dispuestas a adoptar decisiones difíciles y potencialmente impopulares, lo cual nos lleva de regreso al estancamiento político general. ¿De qué sirven los llamamientos al cambio si nadie que pueda hacer que cambien las cosas los escucha?
Ante ese estancamiento político, no pocas movilizaciones climáticas tratan de dirigirse a los agentes del mercado, ya sean consumidores, bancos, instituciones sin ánimo de lucro o empresas. El objetivo de dirigirse, por ejemplo, a los conductores de vehículos devoradores de gasolina es generar cambios en el modo de vida. Ese tipo de acciones y otras similares, orientadas a los consumidores, se proponen objetivos loables. Aun así, en los Estados Unidos los gastos en consumo per cápita no han dejado de aumentar desde la década de 1970 (a pesar del pronunciado declive y de la rápida recuperación en 2020 durante la pandemia). A falta de cambios en la producción y las políticas, los esfuerzos centrados en el objetivo de propiciar cambios voluntarios en las pautas de consumo seguirán siendo inadecuados.
Otra de las estrategias que ha emergido de algunos de los movimientos es la desinversión: algunos activistas ejercen presión en universidades y museos para que vendan sus inversiones en empresas de petróleo y de gas. Ese movimiento se anotó una victoria visible en septiembre de 2021, cuando la Universidad de Harvard anunció que cesaría sus inversiones indirectas en el sector de los combustibles fósiles, tras antes haberlo hecho con sus inversiones directas. Sin embargo, los críticos de la desinversión como estrategia señalan su falta de impacto en el mundo real. No sólo porque avergonzar a las instituciones para que desinviertan no impide que las empresas de combustible fósil obtengan capital, sino porque además, como estrategia, ello presupone la existencia de un cuerpo social unido en torno a valores comunes, como si no hubiera gente motivada por la perspectiva de que se encuentre más petróleo y se hagan más perforaciones. Por cada escolar que deja de ir los viernes a la escuela, hay otros tantos aislacionistas preocupados por la independencia energética y otros tantos conductores para quienes su libertad va de la mano con el motor de sus vehículos. Cuando la división llega hasta el fondo, la presuposición de valores comunes es incapaz de sostenerse; de hecho, es precisamente en la ausencia de esos valores comunes que radica el problema que hace que las democracias capitalistas se atasquen y que la revolución sea tan probable como necesaria. No es posible avergonzar a políticos desvergonzados que ni están aislados ni están solos y a cuyas bases electorales no les preocupan ni la explotación y la desigualdad capitalistas ni el cambio climático.
En 2011, Parenti arrostró sin titubeos el problema político que el cambio climático suponía para las democracias capitalistas:
Lo cierto es que, en lo que respecta al clima, se nos ha agotado el tiempo. O el capitalismo resuelve la crisis o acabará por destruir la civilización. O el capitalismo se da ahora mismo a la tarea de encarar la crisis, o tendremos que hacer frente al colapso de la civilización desde estos inicios del nuevo siglo. No podemos esperar por una revolución socialista, o comunista, o anarquista, o de ecología profunda, neoprimitiva; ni por una conversión localista y nostálgica que nos lleve de vuelta a la mítica economía provinciana de unos Estados Unidos preindustriales, como algunos ya proponen[4].
Hace una década ya se nos había acabado el tiempo. Pero incluso entonces Parenti era demasiado optimista. Hasta cuando su análisis describe las formas en que el imperialismo agudiza el impacto mortal del cambio climático en toda la gama de países eviscerados por el colonialismo y el militarismo, en última instancia Parenti cree que el capitalismo en que estamos atrapados puede ayudar a resolver algunos de los problemas, especialmente si ello estuviese acompañado del reconocimiento de la necesidad de que el Estado adopte las medidas necesarias y de que se logren avances tecnológicos en captura de carbono[5]. Parenti da a entender que existe una disyuntiva entre el capitalismo, por un lado, y el colapso de la civilización, por otro, como si el propio capitalismo no destruyera culturas y comunidades, como si su continuación no fuera la fuerza motriz del colapso. No anda errado Parenti cuando nos dice que se ha agotado el tiempo. Ni cuando, en sentido más amplio, arguye sobre la necesidad del Estado. Ni tampoco cuando afirma que hay elementos del sistema actual que pueden y deben desplegarse en una transición comunista verde. Parenti se queda corto, sin embargo, cuando renuncia al proyecto de una toma socialista del poder del Estado y de reconstrucción de la sociedad.
Es una fantasía imaginar que el capitalismo pueda gestionar una transición de los combustibles fósiles a las llamadas «energías renovables» de una manera que no suponga la muerte y la catástrofe para incontables millones de vidas humanas y no humanas. La Alianza Financiera de Glasgow para las Cero Emisiones Netas (GFANZ), anunciada en la COP26, se comprometió a recaudar hasta 130 billones de dólares para financiar la transición respecto de los combustibles fósiles. Del análisis que hace Whitney Webb sale a la luz la depredación imperialista que subyace a esa iniciativa. Integrada por los bancos más poderosos del planeta, la GFANZ está creando «una arquitectura financiera internacional» que invertirá enormes sumas de capital en proyectos de países específicos. Los bancos multilaterales de desarrollo, como el Banco Mundial, desempeñarán un papel fundamental en la orientación de esas inversiones. Los países en desarrollo se verán atrapados en la deuda, su deuda se utilizará para obligarlos a «desregular los mercados (específicamente los mercados financieros), privatizar activos del Estado y aplicar políticas de austeridad impopulares». El cambio climático es la nueva justificación para imponer políticas a los países en desarrollo, políticas que benefician al capital, al mismo tiempo que desmantelan a los sectores públicos y empobrecen a las poblaciones. La respuesta capitalista al cambio climático es un imperialismo verde depredador intensificado. El capitalismo como colapso de la civilización.
La industria de los combustibles fósiles y los mayores productores de petróleo y de gas del mundo se resistirán por todos los medios a cualquier recorte real de la producción. Los acuerdos internacionales y los cambios de política no han servido hasta ahora para alterar el equilibrio de fuerzas. En los días inmediatamente posteriores a la COP26, Bernard Looney, Director Ejecutivo de BP, se mostraba imperturbable ante los acuerdos para alcanzar el objetivo de cero emisiones netas. «Puede que no sea popular decir que el petróleo y el gas van a seguir siendo durante décadas parte del sistema energético, pero la realidad es esa»—dijo en declaraciones a la CNBC. A menos que se produzca una revolución, las próximas dos décadas se definirán por una lucha entre capitales en pugna —el capital fósil por un lado, el capital «verde» por otro, mientras el capital financiero les saca a ambos su tajada—, que se disputarán entre sí una cuota más grande del uso cada vez mayor y cada vez más insostenible de la energía en el mundo. De acuerdo con las proyecciones de la Administración de Información Energética (EIA) de los Estados Unidos, para 2050 el consumo mundial de energía habrá aumentado en un 50 %, algo que, según nos muestran los estudiosos del decrecimiento, apenas podemos permitirnos, aunque una mayor parte de ese consumo proviniera de las llamadas energías renovables.
Sin embargo, al menos en una cuestión estamos de acuerdo con los capitalistas verdes, los empresarios tecnológicos y los gobernantes imperialistas de todo el mundo que sueñan con una transición sin fricciones hacia sistemas de energía renovable, granjas verticales de alto rendimiento, carnes de laboratorio y disociación entre el «crecimiento» (acumulación de capital) y el rendimiento material: algún tipo de transición es ineludible. Nunca se insistirá demasiado en ello. La transición se ha convertido en la cuestión de nuestra época, tanto para el capitalismo —a medida que las crisis ecológicas agravadas empiezan a corroer la ficción de la compatibilidad del capital con el florecimiento humano y no humano— como para los movimientos radicales y los revolucionarios.
Una, dos, muchas renegaciones de la transición
El problema de la transición se hace sentir en la proliferación de imaginarios poscapitalistas. Colectivamente, hemos imaginado Green New Deals, futuros de decrecimiento, pactos rojos, futuros de pequeñas granjas, comunismos de lujo totalmente automatizados, socialismos en la mitad de la Tierra, horizontes feministas descolonizados, matrices agroecológicas, y más. Sin embargo, cada uno de esos imaginarios se salta, esquiva o pospone el problema de la transición. ¿Cómo llegamos de aquí, de un mundo en llamas, a allí, a un mundo que se regenere lenta pero inexorablemente de siglos de violencia, saqueo y explotación? ¿Cuál es nuestra estrategia? ¿Cuáles son nuestras tácticas inmediatas? Es ese un problema que no se puede eludir.
En Corona, Climate, Chronic Emergency[6], Andreas Malm sostiene que ni el horizontalismo anarquista ni la socialdemocracia son capaces de descarbonizar la sociedad con suficiente rapidez como para evitar las nefastas consecuencias del colapso ecológico. Malm repite una conocida crítica marxista del anarquismo, que considera a esa tradición demasiado descentralizada, demasiado opuesta a los programas, a la disciplina y a las posibilidades del Estado como instrumento de transición revolucionaria. La socialdemocracia resulta igualmente inadecuada para la crisis por su incapacidad para actuar de manera rápida y resuelta. «La socialdemocracia —escribe Malm— opera bajo el supuesto de que el tiempo está de nuestro lado, de que nos debe de quedar tiempo de sobra.» El problema —y en esto Malm lleva razón— es que el tiempo no está de nuestro lado. Incluso en el supuesto de que en el próximo ciclo electoral apareciera otro Bernie Sanders u otro Jeremy Corbyn, e incluso en el supuesto de que fueran elegidos por una mayoría aplastante, un sistema social democrático con un progresista al frente tendría que ir más allá de sí mismo para poder responder a tiempo a la crisis ecológica. Tendría que aplicar medidas extraordinarias. Tendría que actuar con una premura que no se ha visto en las socialdemocracias salvo en períodos de guerra.
Si ni el anarquismo ni la socialdemocracia están a la altura de las circunstancias, ¿qué nos queda? La respuesta de Malm quiere ser provocadora: eco-leninismo y comunismo de guerra. Inspirándose en la movilización de masas de la Rusia revolucionaria entre 1918 y 1921, Malm propone un proyecto de rápida nacionalización, disolución de las clases y los privilegios y redistribución de la tierra y la riqueza. Todo esto —dice Malm— lo consiguieron los bolcheviques y los campesinos y trabajadores rusos en las circunstancias más inhóspitas tras la Primera Guerra Mundial, sin acceso a recursos esenciales y en medio de una invasión imperialista contrarrevolucionaria. ¿Podría ser posible lograr algo similar en las inhóspitas circunstancias actuales y contra nuestras propias fuerzas reaccionarias? ¿Podemos dejar de imaginar una respuesta comunista de guerra al colapso ecológico? Para Malm, el comunismo de guerra funciona como un mapa cognitivo, una manera de que los movimientos anticapitalistas de hoy se orienten en un mundo de inevitables trastornos, revolución y contrarrevolución.
Desde nuestra perspectiva, la propuesta de Malm evade el problema de la transición revolucionaria. El comunismo de guerra es un plan para lo que viene después de que un movimiento revolucionario haya tomado el poder o después de que, lo cual parece improbable, los movimientos sociales, por medio de una campaña coordinada de desobediencia civil masiva y sabotaje (como sostiene Malm en Cómo dinamitar un oleoducto[7]), hayan persuadido a los Estados capitalistas de pasar a la acción. Lo que necesitamos es construir de algún modo nuestras fuerzas y capacidades políticas en el presente, apoyarnos a nosotros mismos por entre las catástrofes que se avecinan y conquistar un futuro comunista. Se supone que el comunismo de guerra sea un espejo de nuestra difícil situación y que, con ello, nos muestre la distancia que nos queda por recorrer. Pero necesitamos algo más que espejos; necesitamos una política capaz de obrar en las condiciones materiales de lucha a que nos enfrentamos, no una que tome distancia de ellas. Necesitamos una política de transición revolucionaria.
En el ensayo Disaster Communism, de Out of the Woods Collective (OWC), las tareas de la supervivencia diaria se convierten en medios de construir esa política[8]. OWC se adentra en la caótica realidad del colapso ecológico, inspirándose en el estudio de Rebecca Solnit sobre las «comunidades de desastre» y las relaciones temporales de ayuda mutua y solidaridad que surgen tras desastres socio-naturales como el huracán Katrina o la COVID-19. Los estudios de Solnit muestran que, inmediatamente después de un desastre, la gente tiende a dejar de lado diferencias y sus propios intereses, en lugar de caer en situaciones a lo Mad Max. Las cocinas comunitarias, las donaciones, los fondos de solidaridad y el préstamo de artículos esenciales para sobrevivir y reconstruir crean un sentido más profundo de colectividad y sociabilidad.
Pero las comunidades de desastre son efímeras. El Estado capitalista, orientado a la protección de la propiedad privada, la forma salarial y la jerarquía de raza y de género, invariablemente interviene para reimponer su orden a la vez que la emprende contra la autoorganización y la solidaridad. La cuestión del colectivo se convierte, por tanto, en la cuestión de cómo «desmantelar los órdenes sociales que hacen que los desastres sean tan desastrosos, al mismo tiempo que hacen que se vuelva ordinario el comportamiento extraordinario que suscitan». ¿Cómo ir más allá de las efímeras comunidades de desastre para hacer realidad un «comunismo de desastre» que perdure? El colectivo no insinúa que sean necesarios más desastres para incitar al comunismo de desastre; OWC apuesta más bien a que las comunidades de desastre se conviertan en desastres para el capitalismo. Lo que se necesita —escribe— es un «proceso revolucionario de desarrollo de nuestra capacidad colectiva de perdurar y florecer que surja de esas luchas. El comunismo de desastre es un movimiento dentro, en contra y más allá del desastre capitalista en curso».
La insistencia de OWC en la cuestión de cómo abrir un espacio más allá del capitalismo dentro del capitalismo es esencial. Es la cuestión que plantean los organizadores sindicales cada vez que los trabajadores se disponen a declararse en huelga: ¿cómo podemos crear solidaridad a partir de la competencia cuando la supervivencia está en juego? Al mismo tiempo, las propuestas prácticas de OWC siguen siendo impresionistas. Llama a «apoderarse de los medios de reproducción social», a prestarse ayuda mutua y a ampliar y sostener los momentos de colectividad y abundancia comunitaria. «El comunismo de desastre —escribe— es una movilización transgresora y transformadora.» Pero deja sin abordar cuestiones como quién se ocupará de la movilización, con qué formas de organización y cómo.
Algunos podrán pensar que es injusto esperar respuestas a esas preguntas. La autoorganización de las clases trabajadoras habrá de darles respuesta en la lucha y a través de ella. Sin embargo, la consabida postración ante el hecho de que la revolución produce sus propias formas de lucha sitúa a la revolución a distancia de nosotros, como si fuéramos observadores en lugar de participantes en las luchas de nuestra época. Y da a entender que, de alguna manera, no es a nosotros a quienes nos corresponde actuar, tomar partido, correr riesgos, nombrar movimientos, sujetos y formas organizativas que puedan hoy llevar a cabo la transición revolucionaria. Es esa una distancia que no podemos permitirnos en una época de catástrofe socio-ecológica generalizada.
En los últimos años, la construcción de bases se ha convertido en otra respuesta popular a esas preguntas[9].La construcción de bases acierta en ver las limitaciones de saltarse el problema de la transición. Sus partidarios abogan por que en lugar de proyectar nuestros imaginarios en futuros distantes desafiemos al capital «por medio de sindicatos industriales o sindicatos de inquilinos, asociaciones de ayuda mutua y cooperativas para construir un ‘poder dual’ contra el Estado capitalista, creando una sociedad de trabajadores de organizaciones de masas que sean independientes de cualquier partido político capitalista». Se esfuman de ese modo las lagunas antes observadas en el pensamiento de Malm y OWC sobre la transición. ¿Quién lleva a cabo la movilización? «Un grupo pequeño y comprometido de personas con una idea común de socialismo y construcción de bases debe estar dispuesto a unirse y consagrarse a la tarea de construir bases socialistas.» ¿Qué tipo de movilización se requiere? «Organizar a los no organizados» mediante la prestación de ayuda mutua, sindicatos de inquilinos, campañas de proselitismo, programas de distribución de alimentos, y otros medios.
Sin embargo, por muy importante que sea esa labor, los constructores de bases tienen una visión definitivamente difusa respecto de la cuestión de cómo satisfacer las necesidades materiales inmediatas de los trabajadores y las comunidades en las transiciones del capitalismo a la lucha revolucionaria. Habida cuenta de la devastación causada por treinta años de austeridad neoliberal, ¿cómo pueden los esfuerzos para hacer frente a los problemas reales de la gente transitar hacia una política que reconozca al capitalismo como la causa subyacente?
Los constructores de bases tienen consciencia de ello. En un artículo publicado en Regeneration, Teresa Kalisz, del ya desaparecido Marxist Center, señala que la construcción de bases no es una táctica intrínsecamente revolucionaria; es un objetivo estratégico que «deberá hacer suyo toda organización política saludable, ya sea comunista, socialista o anarquista; hasta grupos liberales a menudo se dedican a la construcción de bases». El problema es que, «al no ir más allá de esas tácticas y vincularlas con una visión política», la izquierda marxista «corre el riesgo más que real de proyectarse y participar en nuestra movilización de manera apolítica». Se pospone así la transición, dejada de lado en medio de interminables exigencias dictadas por incesantes necesidades cotidianas. «¡Solidaridad, no caridad!» es el grito de guerra de los constructores de bases, pero en la práctica no siempre es fácil definir la línea que separa solidaridad y caridad y, por tanto, lo que la construcción de bases gana con respecto a Malm y OWC, por un lado, lo pierde por otro. La construcción de bases reconoce los límites de saltarse el problema de la transición, sólo para después tener que lidiar con el aplazamiento de la transición desde la dirección opuesta.
Saltos y rupturas
El reto ineludible de la transición, de pasar de donde estamos a donde necesitamos estar, es un reto político. Como ha esgrimido Christian Zeller, el «nosotros» tiene que producirse, generarse, construirse, perdurar más allá de las semanas y los meses iniciales del desastre y extenderse más allá de los vecindarios, las relaciones personales y los miembros de una comunidad que se comprometan con la prestación de ayuda mutua (obsérvese, de paso, cómo el lenguaje de la comunidad oscurece las divisiones, especialmente las de clase: propietarios y dueños no tienen necesidad de compartir). El «nosotros” necesario para un enfoque antimperialista del cambio climático, para una transición justa, comunista, debe tener conciencia de sí mismo en cuanto ese «nosotros».
Es más, esa conciencia debe estar vinculada con una comprensión común de dónde estamos y dónde tenemos que estar y a un reconocimiento de que podemos llegar a donde tenemos que estar sólo mediante una acción organizada y colectiva. Ese «nosotros» debe ser legible para sí mismo y para los demás como una unidad práctica. Por último, además de satisfacer esas necesidades de perdurabilidad, de escala y de conciencia colectiva, ese «nosotros» debe tener la voluntad y la capacidad de actuar colectivamente, como un todo, desafío que compele a producir el nosotros que el propio desafío presupone. Nos unimos porque sólo así podremos triunfar. Y tenemos que triunfar: el florecimiento de las personas y del planeta depende de que superemos el reto de una transición justa.
Las políticas globales sobre el cambio climático se ven enfrentadas a problemas de escala y coordinación. Es fácil comprender la magnitud de la escala: necesitamos formas de lucha que sean más que asambleas de vecinos y comunidades experimentales de resistencia. Necesitamos enfoques organizativos que operen a escala nacional e internacional y que sean capaces de adoptar perspectivas y estrategias nacionales e internacionales.
¿Cómo adoptamos decisiones sobre estrategias, tácticas y prioridades a escala nacional e internacional? ¿Qué presupuestos sirven de guía a nuestras deliberaciones a esas escalas más grandes? Es ahí donde valores compartidos y principios comunes revisten una importancia enorme. Es ahí donde entra en juego la cuestión de nuestra política: ¿cuál es la línea que sostenemos en común, los principios por los que nos comprometemos a luchar? Todos sabemos que a medida que se intensifique la catástrofe climática, también lo harán los etno-nacionalismos. Necesitamos ya establecer un compromiso internacional antimperialista irrevocable que dé prioridad a las regiones y los pueblos más inmediata e intensamente afectados por el cambio climático. Para ello, por supuesto, habrá que dar acogida a refugiados climáticos y proporcionar todo el apoyo material y financiero necesario para una transición justa.
Por consiguiente, el reto de la transición nos empuja hacia esa forma de organización política que sea capaz de perdurar, operar a la escala adecuada, sostener una conciencia colectiva y propiciar acciones coordinadas. La teoría y la práctica de Lenin apuntan a esa forma: el partido. La forma partido es una respuesta concreta a un desafío concreto; a saber, el imperativo de prepararse para una situación que jamás se podrá ni predecir ni determinar a plenitud. La izquierda no estaba preparada para la crisis financiera y la Gran Recesión de 2008. No estaba preparada para sus éxitos en 2011 y, por tanto, no fue capaz de defenderlos y ampliarlos. No estaba preparada para la pandemia de COVID, crisis ecológica planetaria a partir de la cual ninguna fuerza de izquierda estaba en condiciones de construir nada. No podemos ya darnos el lujo de la espontaneidad. Para que el cambio climático no intensifique la opresión y acelere la extinción, tenemos que construir y unirnos a organizaciones capaces de responder como es debido al reto de pensar la transición y llevarla a vías de hecho.
El imperativo de la forma partido surge del análisis de nuestra coyuntura: ¿cómo perdurar, operar a la escala adecuada y elaborar estrategias? ¿Cómo alzarnos con la victoria? No podemos esperar que las manifestaciones de masas ejerzan suficiente presión para conseguir que los gobiernos promulguen los cambios necesarios para una transición justa. Esas manifestaciones pueden empujar a los gobiernos a hacer algo, pero ese algo protegerá la propiedad y las ganancias de las clases dominantes y promoverá los intereses de las potencias imperialistas. Dada la inevitabilidad de los incendios, las inundaciones, las sequías, las hambrunas y las migraciones en masa, es de esperar que cambien los gobiernos. Habrá insurrecciones. La revolución está sobre el tapete. Tenemos que construir el poder organizativo capaz de aprovechar esas oportunidades para apoderarnos del Estado y encauzar la reestructuración de la energía, la producción y la sociedad. En eso al menos, Malm y el Colectivo Zetkin[10] aciertan cuando subrayan que el próximo período será de una polarización y una confrontación cada vez más intensas. La política de la extrema derecha en lo que respecta al cambio climático debería hacer trizas cualquier ilusión que pudiera quedar de que es posible renunciar a los combustibles fósiles por medio de algún tipo de transición gradual y coherente. El hecho de ese conflicto significa que debemos prepararnos para una transición caótica, incierta y revolucionaria.
En una manifestación de Extinction Rebellion en noviembre de 2021, el ecologista y locutor canadiense David Suzuki anunció que «habrá oleoductos dinamitados si nuestros dirigentes no prestan atención a lo que está ocurriendo». Y tiene razón; los habrá. Pero ese hecho no da nombre a ninguna política; no señala ninguna línea política. ¿Qué se desprende de esos actos aparte de la intensificación inmediata de la violencia y la represión por el Estado? ¿Rechazarán de inmediato ciudadanos y observadores el uso de la fuerza por el Estado o se dejarán influir por décadas de propaganda contra el terrorismo? ¿Responderán algunos imitando la táctica y propagando el descontento? ¿Sacarán otros entonces sus arsenales de fusiles de asalto en legítima defensa?
El leninismo climático nos conmina a prepararnos políticamente para tales acontecimientos, a concebirlos como tácticas aplicadas por un partido tras un análisis de la correlación de fuerzas. Se deberá adoptar la perspectiva de la revolución como punto de observación desde el cual evaluar los medios y los fines, las estrategias y las tácticas, evaluación que tendrá que llevar a cabo una organización con la capacidad de ejecutarla. Debemos asumir la actualidad de la revolución y prepararnos para su eventualidad. Insistamos, no obstante, en que no podemos saber cuándo y dónde estallará la revolución y cómo habrá de desenvolverse. Sin embargo, al igual que las agencias de inteligencia y los grupos de reflexión de las potencias imperialistas, también nosotros tenemos que contar con el hecho de que el cambio climático provocará extraordinarias convulsiones sociales. Ya lo ha hecho, como nos lo demuestra más de una década de crisis de refugiados y guerras por los recursos.
Leninismo climático es, por tanto, el nombre que damos a la política necesaria en esta coyuntura de imperialismo y emergencia climática. El partido revolucionario es su premisa básica. A ese respecto, anticipémonos a una objeción conocida: la construcción de un partido revolucionario —especialmente en un contexto de generalizado anticomunismo— llevará demasiado tiempo (como dirá cualquier número de partidarios decepcionados).
Por un lado, ello es cierto. La construcción de partidos puede ser un trabajo lento, el reclutamiento de a uno y de a dos cuando lo que se necesita son millones. Por otro lado, el cambio se produce a tropezones. La historia —como, tras los pasos de Lenin, dice Daniel Bensaïd—, avanza por medio de saltos y rupturas[11]. Nadie, antes del verano de 2019, habría podido predecir que los Estados Unidos serían escenario de las mayores protestas de masas de su historia (más de 35 millones de personas) a raíz del asesinato de George Floyd.
Cuando se establece una sólida base partidista y se inicia un período de convulsión política, el crecimiento puede ser rápido y espectacular. El número de bolcheviques aumentó diez veces entre febrero y septiembre de 1917 (de 20.000 a 200.000 miembros). Una vez reconocido el hecho de que el tiempo político no es lineal, podremos aceptar la necesidad de utilizar los reflujos del movimiento y las épocas de inactividad política para construir y prepararnos, para adquirir las habilidades y establecer los vínculos que nos permitan aprovechar las oportunidades en cuanto se presenten. Ese reconocimiento nos permite formular el leninismo climático de forma más precisa como preparación más no-linealidad en las condiciones materiales existentes; en otras palabras, la organización de una colectividad con la capacidad de responder a la emergencia climática.
¿De qué manera vincular entonces la construcción de partidos con la catástrofe climática o, a la luz de los debates antes evocados, cómo combinar las mejores ideas de Malm, Out of the Woods Collective y los constructores de bases? Dicho de otro modo, ¿cómo la labor de construcción de partidos se encarga al mismo tiempo de la tarea de luchar contra el cambio climático o cómo convertimos las prácticas de los movimientos en avances en dos frentes, la construcción de partidos y la militancia climática?
Formular esas preguntas nos conduce a los lugares en que surgirán las respuestas. El arsenal de tácticas que dominan los actores de los movimientos —bloqueos, ocupaciones, marchas, concentraciones— se convierte en un medio para reclutar cuadros partidistas, construir alianzas coherentes y tejer un hilo rojo a través de los movimientos. Del mismo modo, los experimentos en agricultura, horticultura urbana y microiniciativas similares orientadas a la supervivencia pueden hacerse extensivos al repertorio de prácticas de los partidos, tratadas como oportunidades para crear aptitudes y fomentar la camaradería. En cada caso, actividades antes separadas —un bloqueo aquí, un mecanismo de ayuda mutua allá— se integran conscientemente en una teoría y un plan más amplios a fin de construir el poder necesario para llevar a cabo una transición justa.
La transición política, económica, energética y social requiere una planificación centralizada. Así lo reconocen los capitalistas. En un artículo de Financial Times, por ejemplo, se abogaba por que un organismo de planificación central formulara planes para la transición en materia de energía, transporte, edificaciones, industria y agricultura, ya que «el mecanismo de los precios tiene dificultades para coordinar una transformación rápida a semejante escala». Una transición justa, antimperialista y orientada a las luchas de los oprimidos, exige todavía más coordinación y planificación: tenemos a un enemigo capitalista que derrotar y una hegemonía que deshacer.
Por esa razón, es indispensable que haya partidos revolucionarios organizados y conectados entre sí. Esos partidos facilitan la formación y la coordinación; aprendemos unos de otros. Es la misma labor de coordinación que se necesita para responder a la crisis climática. Construir organizaciones políticas para luchar por una transición justa es también construir las capacidades y las infraestructuras humanas y organizativas que necesitamos para llevarla a cabo. Centralizar en un partido las luchas climáticas, antirracistas, antimperialistas y otras hacen de la preparación y el análisis disciplinados la escuela de planificación que se necesita para aplicar las medidas que requiere la transición justa. En resumen, el partido es una forma de construir alianzas a largo plazo y de formar cuadros, requisitos para cualquier política en respuesta al cambio climático que reconozca la actualidad de la revolución.
La construcción de bases y las comunidades de supervivencia no logran operar a la escala adecuada, pues su foco de atención es local; trabajan con ahínco por resolver problemas locales. Un partido —y una Internacional— ven las cosas desde perspectivas más amplias: la nacional, la regional y la global. Esas perspectivas más amplias son las que nos impone la crisis climática. Y son vitalmente necesarias para librar una lucha política que nos prepare para los retos que tenemos por delante.
Coalición internacional de los oprimidos
La exhortación a construir un partido revolucionario podría asemejarse a la respuesta demasiado familiar que suele darse a los atolladeros de la democracia capitalista. Pero el leninismo climático no puede aplicar mecánicamente las prescripciones políticas de Lenin. El leninismo climático debe significar algo más amplio. Debe situarse en el interior de toda la tradición de lucha y pensamiento revolucionarios que se ha posicionado como continuación de la Revolución Rusa y apoyarse en esa tradición, que también abarca a revolucionarios anticoloniales que, en palabras de Fanon, descubrieron que debían «estirar» a Lenin y las lecciones de la revolución, reconfigurándolas para su época y su contexto propios: intelectuales y organizadores como Walter Rodney, Amilcar Cabral, Samir Amin, José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci, A. M. Babu, Harry Haywood, Sam Moyo y Rossana Rossanda. Y que abarca además las luchas en China, Viet Nam, Guinea Bissau, Angola, la isla de Irlanda, Burkina Faso y Cuba, entre otros. Lo que une a esos pensadores y movimientos por encima de sus diferencias es el conocimiento de la necesidad de la revolución, la toma del poder del Estado y el papel de los campesinos, los trabajadores, las mujeres y las minorías nacionales. La propia Revolución Rusa habría sido imposible sin el desarrollo de esa «coalición de los oprimidos», como la llamó Lenin.
Esas coaliciones no pueden darse por sentadas. Deben componerse en las luchas comunes y a través de ellas, de actos de solidaridad y de construcción de partidos. El leninismo climático requiere la construcción de coaliciones entre pueblos indígenas, trabajadores del Norte Global, pastores y pequeños agricultores, mujeres, comunidades racializadas y otros grupos oprimidos y explotados en cuestiones de importancia ecológica, económica y política.
El leninismo climático nos recuerda que no podemos —como hacen numerosos marxistas— fetichizar a los trabajadores industrializados y sindicalizados del Norte Global o aplicar programas nacionales de transición verde sin tener en cuenta sus repercusiones en las tierras y la mano de obra en el Sur Global. Como ha revelado un reciente informe, la resistencia de los pueblos indígenas ha prevenido el 25 % de las emisiones anuales previstas en los Estados Unidos y el Canadá, lo que equivale aproximadamente a cuatrocientas nuevas centrales eléctricas alimentadas con carbón. Se calcula que los pueblos indígenas, que representan aproximadamente el 5 % de la población mundial, defienden el 80 % de la biodiversidad del planeta. El leninista peruano José Carlos Mariátegui comprendió bien las luchas de los pueblos indígenas y su importancia para la revolución. Los pueblos indígenas —sostuvo— no podían remediar su opresión ni ver resarcido el robo de sus tierras mediante reformas legislativas o exhortaciones morales. Sólo la socialización total de los sistemas agrarios y alimentarios, guiada por el «socialismo práctico» directamente experimentado por los pueblos indígenas, sería suficiente para lograr ese objetivo.
Del mismo modo, los pastores y los pequeños agricultores del Sur Global producen alrededor de un tercio de los alimentos del mundo, con insumos de combustibles fósiles y emisiones de carbono mucho menores que la agricultura industrializada y a pesar de décadas de intervenciones económicas destinadas a erosionar sus modos de vida, sus conocimientos ecológicos tradicionales y el lugar que les corresponde. Thomas Sankara reconoció el papel revolucionario de los pequeños agricultores. Inmediatamente después de llegar al poder, Sankara proclamó la creación del Consejo Nacional de la Revolución y llamó a los campesinos y trabajadores a formar Comités Populares. Los primeros surgieron en barrios pobres de la capital de Burkina Faso antes de propagarse a otras ciudades y vecindarios rurales. Se estableció una relación de rendición de cuentas y de luchas comunes entre el partido y organizaciones democráticas locales. Se formó una dialéctica de la transición. En su discurso El imperialismo es el pirómano de nuestros incendios y sabanas, Sankara muestra cómo la lucha antimperialista y la lucha ecológica son una y la misma cosa. En poco más de un mes, el Gobierno de Sankara impartió cursos básicos de gestión económica y ambiental a más de 35.000 campesinos. En época de Sankara, también se plantaron millones de árboles en Burkina Faso para hacer retroceder la amenaza de desertificación, se realizó una exitosa campaña de vacunación y alfabetización y se lograron enormes aumentos en términos de productividad agrícola y regadío. Todo ello fue posible porque el partido y el pueblo trabajaron a la escala adecuada para llevar a cabo una transición revolucionaria.
Hoy, el leninismo climático debería inspirarse en esas luchas. Debería escuchar a los firmantes del Acuerdo de los Pueblos suscrito en Cochabamba y solidarizarse con los llamamientos a la soberanía económica y alimentaria que hacen movimientos campesinos como La Vía Campesina y el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra del Brasil, así como con los llamamientos a la libre determinación nacional y a la devolución de tierras que hacen pueblos indígenas y colonizados de todo el mundo. Esas luchas y sus demandas de desvinculación de las divisiones globales del trabajo establecidas por el capital deben ser el punto de partida de una política climática anticapitalista radical en el Norte y en el Sur. Al igual que lo han hecho pensadores como Max Ajl y Keston Perry, el leninismo climático debería poner en el centro de su internacionalismo las reparaciones climáticas y las transferencias de tecnología.
En un reciente boletín de investigación de la Red Agraria del Sur, Paris Yeros propuso que los movimientos anticapitalistas del mundo lucharan por una nueva conferencia de Bandung que fuera «un frente de solidaridad internacional de los campesinos, los trabajadores y los pueblos» y que pusiera sus miras en el objetivo de «reiniciar y reforzar una transición socialista mundial en la primera mitad del siglo XXI». El propósito sería «establecer un marco para el diálogo sistemático entre movimientos y partidos y proporcionar apoyo ideológico, político y logístico a las luchas a medida que evolucionen». Yeros lanza un ambicioso llamado a celebrar una reunión internacional de representantes de partidos socialistas, movimientos de liberación nacional, movimientos sociales de campesinos, trabajadores y pueblos indígenas y otros pueblos tradicionales en 2025, «que coincida con la conmemoración del septuagésimo aniversario de la conferencia afroasiática de Bandung».
Se trata de un llamamiento urgente, que encierra una teoría climática leninista de la transición revolucionaria: construcción de partidos, antimperialismo y una coalición global de los oprimidos. Una COP26 para antimperialistas. La misma forma —transiciones planetarias, aspiraciones planetarias— con un contenido diferente, revolucionario.
Publicado originalmente en inglés en Spectre Journal.
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Notas
[1] [Karl] Marx, [Friedrich] Engels, La ideología alemana (trad. Wenceslao Roces), Ediciones Pueblos Unidos (Montevideo) y Ediciones Grijalbo (Barcelona), 1974 (quinta edición), p. 37.
[2] Crítica del Programa de Gotha, escrita por Marx en 1875, pero cuya primera edición no apareció hasta 1890-91.
[3] Christian Parenti, Tropic of Chaos. Climate Change and the New Geography of Violence, Bold Type Books, 2012, p. 226.
[4] Parenti, Tropic of Chaos, p. 241.
[5] Christian Parenti, «Left Defence of Carbon Dioxide Removal: The State Must be Forced to Deploy Civilization-Saving Technology», en Has It Come to This?, J. P. Sapinski, Holly Jean Buck y Andreas Malm (ed.), New Brunswick, Rutgers University Press, pp. 130-143.
[6] Andreas Malm, Corona, Climate, Chronic Emergency. War Communism in the Twenty-First Century, Verso, 2020.
[7] Andreas Malm, How to Blow Up a Pipeline. Learning to Fight in a World on Fire, Verso, 2021. [Ed. esp.: Cómo dinamitar un oleoducto. Nuevas luchas para un mundo en llamas (trad. David Muñoz Mateo), Madrid, Errata Naturae, 2022.]
[8] Out of the Woods Collective, «The Uses of Disaster», Commune, 22 de octubre de 2018.
[9] Véase Derek Wall, Climate Strike: The Practical Politics of the Climate Crisis, Londres, The Merlin Press, 2020.
[10] Zetkin Collective, White Skin, Black Fuel: On the Danger of Fossil Fascism, Verso, 2021, p. xvii.
[11] Daniel Bensaïd, «“Leaps! Leaps! Leaps!”», en Sebastian Budgen, Stathis Kouvelakis y Slavoj Zizek (ed.), Lenin Reloaded: Toward a Politics of Truth (trad. David Fernbach), Durham, Duke University Press ([sic] series, vii), 2007, pp. 148 – 163.
Traducción: Rolando Prats
Fuente: Jacobin (https://jacobinlat.com/2022/08/14/leninismo-climatico-y-transicion-revolucionaria/)