Los «dones» no existen
Lucien Sève
Artículo publicado inicialmente en L’École et la Nation, en 1964.
«La escuela única y el tronco común, aplicados de forma demasiado estricta,
darían lugar a una masa informe de la que los alumnos bien dotados nunca saldrían.»
Christian Fouchet,
Ministro de Educación Nacional,
en respuesta a una pregunta de Georges Cogniot,
ante la Comisión de Asuntos Culturales del Senado,
el 16 de abril de 1963.
«De todos los procedimientos vulgares que se emplean
para dispensarse de examinar la influencia de los factores sociales y morales sobre el espíritu humano, el más vulgar consiste en atribuir la diversidad de los comportamientos y los caracteres a diferencias naturales innatas.»
John Stuart Mill,
Principios de economía política, Boston, 1848.
«Su hijo no está dotado»
La frase cae como un hachazo. Resuena como el «no hay nada que hacer» del cirujano al salir del quirófano. Para el profesor, es una constatación de impotencia, una confesión de fracaso, a veces un drama de conciencia. Para los padres, significa angustia: «¿qué vamos a hacer con él? ¿Dónde vamos a poder meterlo?» —y, a menudo, la ruina de las esperanzas y los sacrificios de toda una vida. Ante este doble drama, quizá demasiado joven para comprenderlo, pero no para presentirlo, el niño vislumbra la suma de resignación que va a generar esa extraña discapacidad que se le descubre, esa carencia irreparable, la «falta de dones». Así es. Nadie puede hacer nada al respecto, nadie tiene la culpa. Algunos rebosan de «dones», la mayoría carece de ellos. Siempre ha sido así y siempre será así.
Esto es lo que admite un número aún enorme de personas. Algunas hacen más que admitirlo: no admiten que se lo cuestione. Se enfadan. Negar los «dones» es negar lo evidente. ¿Insiste? ¿Discute? Es usted un utópico, un soñador, un filósofo perdido en las nubes. ¿Sostiene que la responsabilidad del fracaso escolar de la mayoría no recae en la naturaleza, sino en las desigualdades de un mundo social, reforzadas por la política de un poder totalmente en manos de las grandes finanzas? La manía de politizarlo todo y la pasión partidista le ciegan.
Y sin embargo, en este viejo edificio aún imponente de la creencia en los «dones» intelectuales desiguales, las grietas se multiplican y se profundizan. No se trata solo de hechos parciales o aislados y sin embargo ya inquietantes —aquel mal alumno, aquel «zoquete» que se encuentra, diez o veinte años después, intelectualmente metamorfoseado— son datos masivos e irrebatibles los que se acumulan. En 1900, alrededor del 2% de los niños que salían de la enseñanza de primer grado entraban en la clase de 6ème (1º de secundaria). ¿Quién entonces habría creído posible, incluso al precio de las peores concesiones, elevar esta tasa al 10%? La naturaleza solo concedía a una minoría ínfima el «don» necesario para los estudios secundarios. Sin embargo, hoy, a pesar de todas las barreras y dificultades que subsisten —y que la política gaullista agrava— el porcentaje alcanza el 40%. ¿Expansión fulgurante de los «dones»? Hechos análogos son legión. Las mujeres, como bien se sabe desde hace siglos, no están «dotadas» para el pensamiento racional. Pero desde que las desigualdades sociales y escolares flagrantes entre la mujer y el hombre han retrocedido aquí, desaparecido allá, las mujeres demuestran cada vez más fuertemente que no ceden en nada a los hombres en este dominio. ¿Feminización misteriosa de los «dones»? Los rusos, como cualquier buen conocedor del «alma eslava» les dirá, son congénitamente ineptos para las técnicas y las organizaciones industriales modernas. Pero, desde que se limpiaron las cuadras de Augias del feudalismo, el capitalismo y el zarismo, ocupan irresistiblemente en los primeros puestos a este respecto. ¿Un cambio radical en la geografía de los «dones»? ¡Qué tonterías!
Los «dones»: ¿una mistificación?
Entonces comienza a asomar, en quien reflexiona, un gran interrogante: ¿y si esta creencia en los «dones» reposara sobre una apariencia falsa? ¿Si esta apariencia falsa fuera hábilmente aprovechada por aquellos que buscan perpetuar las desigualdades sociales presentándolas como desigualdades naturales? ¿Y si hay por tanto una farsa de los «dones», quiénes son los pardillos de esta farsa sino primero las masas populares, principales y eternas víctimas de la desigualdad de clases en materia escolar como en cualquier otra materia? Así, los príncipes que nos gobiernan hoy, y sus altos funcionarios, fijando autoritariamente a un tercio como máximo, como han dicho crudamente, el porcentaje de alumnos decretados suficientemente «dotados» para tener derecho a la enseñanza secundaria larga, a un tercio el porcentaje de alumnos reputados tan poco «dotados» por el contrario que deberían ser apartados incluso del ciclo de observación, ¿no invocarían una desigualdad de «dones» más que para recubrir la repugnante píldora de una política escolar dictada por los intereses del gran capital, el estado de sus necesidades en mano de obra calculada al mínimo, su preocupación de formar lo menos posible de ciudadanos conscientes, lo más posible de súbditos crédulos? Así, en el sentido más verdadero de la palabra, ¿habría que hablar de una gigantesca masacre de las inteligencias? ¿No sería solo la falta de locales, de maestros, de créditos, sino el principio mismo de la política escolar del gaullismo lo que debería suscitar la más intensa indignación y la más decisiva acción de las masas? ¿Y el plan Langevin-Wallon, frente a esta política, no sería por tanto solamente la visión generosa de demócratas auténticos, sino también, sino primero, el proyecto perfectamente realista de sabios lúcidos?
Sin embargo, apenas se plantea el problema, apenas se pone en tela de juicio la existencia de los «dones» intelectuales, es cuando surgen las preguntas más diversas y se manifiestan, incluso en los mejores espíritus, las resistencias más tenaces: si los «dones» no existen, ¿por qué hermanos y hermanas criados rigurosamente de la misma manera son muy desigualmente inteligentes? ¿Va a negar la evidente diversidad de las aptitudes? ¿Y la herencia, qué hace con ella? ¿Y los genios? ¿Y los idiotas? No todo el mundo tiene el mismo cerebro, ¡es un hecho probado! Y así sucesivamente. Me dedicaré en la medida de lo posible, en el curso de este estudio, a responder a todas las preguntas, a elucidar todos los puntos oscuros. Pero quisiera subrayar inmediatamente que no se trata aquí de negar o incluso de rechazar, en beneficio de alguna hipótesis aventurada, ningún hecho, como por ejemplo la diversidad cuantitativa y cualitativa de las aptitudes intelectuales constatables entre los individuos, o la diversidad de los datos biológicos al inicio o incluso la existencia de una cierta relación entre estos dos hechos. Lo que se trata de mostrar aquí, es que la diversidad de las aptitudes intelectuales no es en absoluto la consecuencia fatal de la diversidad de los datos biológicos y que, aunque estos datos biológicos tengan naturalmente una cierta incidencia sobre el desarrollo psíquico, son las condiciones sociales de este desarrollo las que deciden todo. Y se trata de mostrar que es esta tesis la que se conforma al conjunto de los hechos actualmente establecidos, mientras que la creencia en los «dones» les da la espalda. Sin duda para mostrarlo —es honesto advertir al lector— no se puede prescindir de abordar ciertas cuestiones teóricas bastante complejas. No habría que creer superfluos estos aparentes rodeos: en efecto pocos problemas teóricos en ciertos aspectos tan desinteresados están ligados de forma tan directa a cuestiones prácticas tan acuciantes. Y raramente habrá sido tan bien verificada esta idea de Marx, que la teoría se convierte ella misma en una fuerza material cuando se apodera de las masas. Porque si las masas toman clara conciencia de que, en cada niño normalmente constituido, un pleno desarrollo de la inteligencia es posible sin ninguna duda científica, de que hay por tanto un derecho fundamental de cada hombre a disponer de los medios de este pleno desarrollo intelectual, que la privación de este derecho para millones de individuos constituye uno de los crímenes más odiosos del capitalismo, entonces las luchas populares contra la política escolar del gaullismo y contra el régimen entero, se desarrollarán hasta volverse irresistibles. Es a esta gran obra que este estudio se propone aportar su contribución1.
En primer lugar, para evitar en la medida de lo posible los malentendidos, siempre temibles cuando el debate se centra en algo tan difuso y cambiante como una creencia, precisemos el contenido de esta creencia en los «dones» intelectuales. Lo resumiré así: está escrito hereditariamente en el cerebro de un niño que será tonto o inteligente, apto o inapto para tal o cual actividad intelectual. Por citar algunos ejemplos clásicos, se trata de la creencia en la «facilidad para las matemáticas»[1nde] o en el «don de los idiomas» o, dicho de forma más coloquial, la creencia en los «cerebritos» o en los «cerebros de pájaro».
Se me dirá quizás que existe gente que dice de un niño: «está dotado» o «no está dotado» sin querer por ello sostener en todos sus aspectos la tesis tal como acabo de definirla. En mi opinión, hay que decirles entonces que su pensamiento vale más que su vocabulario. Porque la palabra «don», y por su sentido etimológico evidente, y por el cortejo de imágenes e ideas del que es difícilmente separable, no puede sino arrojar confusión, incluso en su propio pensamiento2. Es un término tanto más peligroso cuanto que es cómodo, que es popular, y que parece no tener consecuencias. De un niño a quien se hace comenzar sin gran convicción estudios de latín, o de piano, se dirá corrientemente: «ya veremos si está dotado», y solo se quiere decir: si se interesa, si hace progresos, si es posible que continúe. Pero expresando estas ideas simples con la ayuda de un término impropio que quiere decir objetivamente mucho más, y otra cosa, uno se familiariza insidiosamente con la idea de que si fracasa, es una incapacidad natural e insuperable la que habrá que poner en causa3.
La cruel experiencia del fracaso
Así, mucha gente cree en los «dones» intelectuales —en los «dones» intelectuales desiguales— es decir en suma en una preformación de la inteligencia o al menos en una predisposición intelectual de esencia biológica y de origen hereditario. ¿De dónde viene la amplitud y la tenacidad de una tal creencia? Primero, me parece, de una experiencia general, de una constatación masiva, pero mal comprendida: de la masa inmensa y consternante de los fracasos de la educación, familiar y sobre todo escolar. Unos padres sueñan para sus hijos con un brillante porvenir intelectual; lo ponen todo en obra y consienten todos los sacrificios para que este sueño se realice: están apegados a ello por tantas más fibras cuanto que era el suyo, un sueño al que la dureza y las injusticias de nuestro mundo social les han obligado a renunciar, y cuyo cumplimiento por sus hijos sería para ellos como una gran felicidad póstuma: en resumen, unos padres que, según la fórmula de Stendhal, «quieren hacer la felicidad de sus hijos pero a su manera», un día se ven obligados a constatar «que no hay nada que hacer», que el niño es «totalmente inepto para los estudios», o para un cierto tipo de estudios, mientras que otros padres, por el contrario, que parece que no se ocupan mucho de él, ven a su hijo triunfar brillantemente sin fatigarse: hechos así, cuya masa y variedad son infinitas, suscitan en los espíritus con una fuerza extrema la idea de un «algo» previo e irremediable, que ninguna educación sabría modificar, y que sería el «don» o la ausencia de «don». Hay que subrayar este carácter de experiencia vivida, personal, a menudo dolorosa, de la creencia en los «dones»,4 y que explica sin duda por qué la discusión teórica sobre este problema tiende a menudo a tomar un aspecto algo pasional. «Digan de una vez que soy un incapaz», parece a veces pensar aquel, padre, enseñante, incluso estudiante, ante quien se niegan los «dones» – mientras que la cuestión no es esencialmente la de los errores pedagógicos individuales sino, en el fondo, la de una sociedad y una política.
Sin embargo, si la creencia en los «dones» reposa en general sobre una base espontánea, está considerablemente reforzada por consideraciones religiosas o, mucho más aún en la Francia de hoy, por justificaciones con cierta apariencia científica y materialista. Por lo que respecta a las primeras, sin duda poca gente tiene conciencia, cuando hablan de «don de lenguas», de emplear una fórmula cuya fuente es teológica? Sin embargo, el hecho es que en el origen, el «don de lenguas» designaba la «facultad» que Dios habría dado a los Apóstoles y a ciertos fieles de hablar todas las lenguas. La expresión se ha laicizado, se ha «desmarcado», pero conserva su carácter fundamentalmente irracional. En la teología católica, es la inteligencia misma la que es considerada como un «don», uno de los siete «dones del Espíritu Santo» hechos al hombre por Dios durante el sacramento de la confirmación.
Es toda esta irracionalidad de la concepción teológica del «don» llevada hasta el misticismo, lo que se encontramos en la famosa biografía de Pascal por su hermana mayor, la devota Mme Perrier, perfecto ejemplo la deformación idealista, ingenua y astuta a la vez, del problema de la precocidad y el genio intelectuales, cuyos estragos sobre innumerables alumnos nunca se denunciarán ni combatirán lo suficiente.5.
Una teoría de apariencia materialista
Pero mucho más importante aún hoy en día, porque hace ilusión a demasiados racionalistas, es el apoyo de una ideología de apariencia más o menos científica y materialista. De la frenología de Gall a la concepción de las localizaciones cerebrales de la escuela de Broca y a la tesis de Ribot sobre la herencia de la inteligencia, de la teoría del genio hereditario según Galton y del criminal-nato según Lombroso a la interpretación racista de la genética clásica, larga y múltiple es la tradición, del siglo XIX en particular, que parece avalar con la tesis justa según la cual el cerebro es el órgano del pensamiento, la tesis completamente diferente según la cual las aptitudes intelectuales estarían hereditariamente preformadas en el cerebro. Toda una literatura —y no solo de la mala— de las novelas de Zola al teatro de Brieux, ha popularizado hasta en los intelectuales avanzados la idea del carácter fatal de la herencia psicológica. Es una página esencial de la historia de las ideas, empezando por la nuestra, la que habría que retomar aquí. De Descartes a Cabanis, la gran idea materialista de la «influencia de lo físico sobre lo moral» ha jugado un papel en el progreso de la concepción científica del hombre y en la lucha contra los viejos prejuicios oscurantistas. Pero en la medida en que este materialismo burgués no ha logrado asimilar la dialéctica y desembocar en una concepción científica de la historia y de la sociedad, en la medida en que se ha encerrado progresivamente en el fisiologismo, el biologismo, es decir la incomprensión de la diferencia radical entre la especie humana y las especies animales, se ha convertido él mismo en el más temible de los prejuicios oscurantistas, paradójicamente adornado con las plumas de la ciencia. Así se ha incrustado en el pensamiento francés un materialismo vulgar que continúa viendo, en formas más o menos refinadas de la «protuberancia de las matemáticas», verdades inatacables6. E incluso en grandes sabios, este materialismo que sobreestima la herencia biológica en detrimento de la historia social conserva influencia, como se ve netamente en la obra de un Jean Rostand por ejemplo en su pequeño libro a menudo discutible sobre la herencia humana. Por lo demás no se trata de un fenómeno exclusivamente francés, ni mucho menos7. La ciencia americana en particular, a menudo parasitada por rezagos de racismo y trágicamente ignorante en general del materialismo histórico, cae ampliamente en este defecto, y el psicólogo francés R. Zazzo indicaba hace poco cómo, al inicio de sus trabajos sobre los gemelos, de los que volveré a hablar, había sin duda sido retenido por la «idea de las determinaciones hereditarias» bajo la influencia de psicólogos americanos como Gesell o Newman8.
Una coartada ideal para la reacción
Sin embargo, estas tradiciones ideológicas injertadas en tendencias espontáneas no bastarían, en mi opinión, para explicar la extensión y la tenacidad de la creencia: a todo ello se superpone el esfuerzo secular de todas las reacciones, que ven en la creencia en los «dones», por la que ellas mismas suelen ser engañadas, una excusa notable para sus discriminaciones de clase. Ya Gall, desde su frenología, llegaba a la conclusión de que «allí donde los hombres se dejan gobernar por la multitud, donde las normas, las decisiones y las leyes son fruto de la pluralidad de votos, la mediocridad prevalece sobre el genio»9.
Texto notable porque muestra bien que un vínculo lógico une la creencia en la «protuberancia matemática» y el desprecio del pueblo: que los demócratas lo reflexione n detenidamente.
Felices aún cuando las cosas no van más lejos, como con Galton10 en quien la relación es directa entre la tesis sobre el carácter hereditario del genio y la propaganda por la eugenesia, la cual, en nombre del mejoramiento de la especie por la selección de los reproductores, aporta una «justificación» a los peores crímenes del imperialismo11. Más ampliamente, hay que decir bien claro que, cualesquiera que puedan ser por lo demás sus reales méritos, el materialismo burgués de un Ribot, para quien «la nobleza (…) tiene causas naturales: nació de la desigualdad primitiva de los talentos y los caracteres»12, el conservadurismo religioso de un León XIII sosteniendo en la encíclica Rerum novarum que el socialismo es contra natura porque «la naturaleza ha dispuesto entre los hombres diferencias tan múltiples como profundas: diferencias de inteligencia, de talento, de habilidad, de salud, de fuerza: diferencias necesarias de donde nace espontáneamente la desigualdad de las condiciones».13. Un libro como El hombre, ese desconocido, cuya maldad nunca se podrá describir lo suficiente y cuya reciente reedición supone una ayuda directa a la propaganda de las ideas fascistas, ha hecho creer a cientos de miles de personas que «los que hoy son proletarios deben su situación a defectos hereditarios de su cuerpo y su mente».14 y que, científicamente hablando, «el ser estúpido, poco inteligente, incapaz de atención, disperso, no tiene derecho a una educación superior»15. Salvando el vocabulario, ¿qué diferencia hay, pregunto, entre esta última afirmación y la del Sr. Christian Fouchet declarando el 20 de junio de 1963 ante la Asamblea nacional: «La enseñanza superior no puede cumplir convenientemente su misión más que si los estudiantes que acoge son los elementos más dotados entre la joven generación»16? Esta ideología de la peor reacción social y política, para quien la teoría de los «dones» desiguales es el aliado de la explotación del hombre por el hombre y del malthusianismo de la inteligencia, se desarrolla impunemente e impúdicamente ante nuestros ojos. Hace unos meses, en un libro a la gloria de la siniestra L.V.F., esta Legión de Voluntarios Franceses que luchó hace veinte años al servicio de Hitler, el autor escribía tranquilamente que «las razas superiores dominan irresistiblemente a las razas inferiores por el juego de su cerebralización más avanzada»17. Al mismo tiempo, un boletín de extrema derecha titulado La Universidad Francesa, en su número de septiembre-octubre de 1963, bajo la firma de P. Grosclaude, reclamaba sin ambages que se pusiera «un término al aflujo inconsiderado de los alumnos poco dotados hacia el bachillerato y la enseñanza superior»18. Naturalmente, toda argumentación que apunte a establecer la inanidad de la creencia en los «dones» es atacada por estos mismos medios con furor19. Es en el mismo espíritu en suma que el Sr. Rueff, gran pensador del actual régimen, declaraba en La vie des métiers en marzo de 1963: «la diversidad de las facultades y de los dones plantea la cuestión del reclutamiento de los seres a los cuales será impartido el privilegio (sic) del desarrollo cultural» — o que el Sr. Capelle, director de la pedagogía bajo el Sr. Fouchet, defiende con ahínco el principio de las clases vertedero «destinadas a los alumnos menos dotados intelectualmente» (rueda de prensa del 4 de mayo de 1964). Todo este incansable lavado de cerebro da por resultado que por ejemplo, en un número no desdeñable de disertaciones filosóficas en el bachillerato, se pueden leer afirmaciones como estas, que he recogido personalmente en julio de 1963:
«El don no es adquirido (sic) sino innato, es un regalo de la naturaleza desigualmente repartido».
«Descartes dice que el buen sentido es la cosa del mundo mejor repartida, lo que implicaría que todos tenemos el mismo grado de inteligencia, ¡por tanto las mismas posibilidades! Desgraciadamente Descartes desconoce y no podía sin duda conocer la importancia de los factores hereditarios, a saber, que desde nuestro nacimiento poseemos un cierto nivel de inteligencia que conservamos toda nuestra vida».
«Hay gente que fisiológicamente está hecha (sic) para tomar decisiones rápidas. Estos hombres que saben decidirse están hechos para mandar, mientras que otros están constituidos para obedecer, para ser siervos a pesar de la abolición de la esclavitud».
El corazón se oprime cuando se leen cosas semejantes — de las que sin duda no sorprenderé al lector diciendo que, las más de las veces, se las encuentra en los exámenes de los alumnos de la enseñanza llamada «libre». Pero a la piedad se une la cólera contra aquellos que envenenan así los espíritus y el firme propósito de arrancarles la máscara científica de la que se disfrazan.
Porque es preciso que se sepa, y primero en los medios populares, principales víctimas de la desigualdad social de las oportunidades de desarrollo intelectual y de los charlatanes de la teoría de los «dones» desiguales: los dones no existen. Ninguno de los argumentos avanzados en favor de la creencia en los «dones» intelectuales es científicamente probatorio, y todos los hechos conocidos testimonian en sentido contrario.
Retomemos uno a uno los argumentos de dicha creencia. Y primero ¿es negable la realidad masiva de los fracasos de la pedagogía? No solo no lo pretendo, sino que defiendo por el contrario la idea de que se trata ciertamente de fracasos, es decir de que podría, debería haber —y hay efectivamente— éxito en condiciones sociales, políticas y pedagógicas completamente diferentes. ¿Qué nos dicen exactamente? Más o menos esto:
« — Este niño no es “dotado”, no es inteligente, hay que aceptarlo.
—¿En qué lo ve?
— En su evidente incapacidad para tal o cual actividad intelectual, ¡en sus fracasos!
— Muy bien, pero ¿ por qué cree que fracasa y es incapaz?
– Ya se lo he dicho: es porque no es “dotado”, porque no es inteligente».
¿Cómo no sorprenderse ante el círculo vicioso de este razonamiento? Este niño no es «dotado», es decir, no tiene éxito, ¿y por qué no lo tiene? Porque no es «dotado». ¿Qué diferencia fundamental hay entre esta concepción y la de la escolástica medieval cuando «explica» que el opio hace dormir «porque tiene una virtud somnífera»? Ninguna, salvo esta: el contenido de la expresión «falta de dotes» es la constatación de un fracaso, pero además es el maquillaje fraudulento de esta constatación en una afirmación —sin pruebas— de una incapacidad natural, hereditaria y fatal. Todo el engaño de la teoría de los «dones» consiste, en primer lugar, en este deslizamiento subrepticio, y que pasa desapercibido para muchos, de una simple descripción a una «explicación» y una condena, carentes de bases serias.
¿Qué valen los tests de inteligencia?
Y es justamente en ello que consiste también la mistificación de un cierto uso pseudo-científico de los tests de inteligencia, uso que los marxistas han denunciado a menudo y con razón20. Existe en ciertos medios, e incluso en ciertos intelectuales, una especie de fetichismo de los tests, del famoso C.I. (el «cociente intelectual»), como si este C.I. fuera la evaluación indiscutible de la cantidad de inteligencia hereditaria devuelta a un niño, como si esta cantidad de inteligencia, para tomar una imagen, fuera para el niño aproximadamente lo que la cilindrada es para un automóvil. Habría que estar primero seguro de que los tests retenidos son de naturaleza realmente científica, que tienen un buen valor discriminativo, y que son utilizados por gente competente y desprovista de segundas intenciones. Pues no es siempre el caso.
«De hecho, -puede escribir Brian Simon en el estudio citado y escrito sobre la base de un vasto examen crítico de la manera en que los tests de inteligencia eran, recientemente aún, elaborados y aplicados en Inglaterra-, de hecho, cuando un experimentador se ponía a establecer un test compuesto de un cierto número de preguntas, no tenía ningún criterio científico que pudiera guiarle: lo único que podía hacer era elegir el género de preguntas de las que él mismo pensaba que eran buenos medios de juzgar lo que él pensaba que era «la inteligencia». Así los métodos estadísticos mismos empleados reflejaban ciertas hipótesis sobre la naturaleza y el reparto de «la inteligencia» que nada justificaba a nivel científico. La mayoría de los hechos supuestamente establecidos concernientes a «la inteligencia» no eran por tanto hechos científicos: no eran más que hipótesis introducidas en los tests al partir por los experimentadores, luego exhibidas al final como nuevos descubrimientos. Puesto que los tests han sido establecidos de esta manera en el marco de un sistema de enseñanza fundado sobre la división de la sociedad en clases, la concepción de «la inteligencia» en su conjunto no puede ser más que una concepción de clase: se sigue inevitablemente que los tests «de inteligencia» indican que la burguesía tiende a ser «inteligente» mientras que la clase obrera tiende a ser estúpida»21.
Es en efecto fácil de comprender que si, por ejemplo, a la edad de la entrada en sexto, se juzga la inteligencia de los niños en función de sus resultados en lengua francesa, los hijos de burgueses acomodados, cultos, teniendo los medios, en todos los sentidos del término, de facilitar a sus hijos la asimilación de su lengua materna, tienen muchas más probabilidades de ser juzgados «inteligentes» que los hijos de obreros —incluidos de obreros más o menos recientemente inmigrados— en quienes muchos de estos medios faltan cruelmente. En cambio, si se juzgara la inteligencia de estos mismos niños por la calidad de la ayuda que son capaces de aportar a sus hermanos y hermanas y a sus padres en las diversas tareas de la vida familiar, es permisible pensar que el juicio sería bien diferente.
Se me objetará sin duda que los tests de inteligencia apuntan precisamente a superar este nivel donde la diversidad de las condiciones sociales falsea los resultados, a alcanzar una inteligencia «pura» cuya medida no estaría ya perturbada por el medio. Pero ya no hay psicólogos profesionales serios para creer en la existencia de tales tests. Como dice el profesor Oléron: «cuando se evalúan las posibilidades intelectuales de los niños de nuestra civilización, se encuentra normal que estén muy familiarizados con las invenciones técnicas propias de nuestra civilización. Los niños poseen en efecto juguetes mecánicos como el automóvil e incluso el sputnik. Esto crea una atmósfera de la que el niño se impregna. Y cuando se compara a estos niños con niños criados en condiciones ajenas a esta forma de civilización mecánica, la diferencia es muy grande en lo que concierne a la atmósfera de vida. Se imagina uno que utilizando solo pruebas que no requieren el uso del lenguaje, se eliminan también los factores culturales22, y uno se sorprende de que los niños de otra civilización tengan dificultades en estas pruebas. El psicólogo suizo Rey observó que, en pruebas mecánicas, los niños del norte de África estaban en desventaja con respecto a los niños de Ginebra. En pruebas del tipo «Matrices progresivas» de Raven, pruebas no verbales que no contienen ni una sola palabra en su material, los niños norteafricanos dan respuestas que no carecen de sentido, pero que están más orientadas hacia lo estético que hacia lo lógico. Estos niños viven en una atmósfera cultural donde los elementos lógicos no están favorecidos»23. Ahora bien, lo que es válido de civilización a civilización ¿no es válido de clase a clase, de medio social a medio social? Se conoce a este respecto el percance del psicólogo S.L. Pressey, relatado en su libro de 1933, Psychology and the never education. Se había propuesto testar el C.I. de niños americanos que vivían en una región no escolarizada de Kentucky. A un niño de 12 años, le plantea esta pregunta, que forma parte del test: «Si vas a comprar seis céntimos de caramelos a la tienda entonces que tienes diez céntimos, ¿cuánto te quedará?» Respuesta: «Nunca he tenido diez céntimos y si los hubiera tenido, no los habría gastado en caramelos, mi madre los hace». El psicólogo modifica el enunciado de su pregunta: «Si has llevado a pastar diez vacas pertenecientes a tu padre y que seis se han extraviado, ¿cuántas llevarás de vuelta al establo?» Respuesta: «No tenemos vacas, pero si las tuviéramos y dejo extraviar seis, nunca me atrevería a volver a casa». Obstinado, el psicólogo insiste aún «Si en una escuela hay diez alumnos y que seis de entre ellos están ausentes porque tienen el sarampión, ¿cuántos alumnos habrá en clase?» Respuesta: «Ninguno, porque los otros tendrían demasiado miedo de pillar también el sarampión». Lo que esta anécdota —extrema— hace sentir bien, es hasta qué punto la respuesta al test, es decir la manifestación artificial de una aptitud intelectual, está ya determinada en parte, no solo por la pregunta, sino por la manera misma de plantear la pregunta, y por la relación entre esta manera y la forma en que las aptitudes intelectuales del individuo testado se manifiestan naturalmente. Lejos por tanto de que los tests midan objetivamente una «inteligencia pura» de la que cada niño estaría más o menos «dotado», se puede decir por el contrario que lo que los fetichistas del C.I. llaman «inteligencia» es, hablando rigurosamente, lo que miden su test24.
Reencontramos por tanto ahí, típicamente, el círculo vicioso denunciado más arriba. Y se comprende que Brian Simon pueda escribir al final de su estudio que demasiados psicólogos «… dicen: nuestros tests son extremadamente útiles — pero no se preguntan ¿para quién? Ciertamente no para la clase obrera»25.
¿Fracaso del alumno o fracaso de la escuela?
Pero hay que ir aún más lejos en el análisis crítico. Se ha visto que el caldo de cultivo sobre el que crece y rebrota sin cesar la creencia en los «dones» es la experiencia masiva de los fracasos de la educación, de donde surge con fuerza la ilusión de que cada uno poseería, de forma hereditaria e irrevocable, una cantidad y una calidad definidas de inteligencia. Ahora bien, no basta con mostrar que la constatación de fracaso, aunque se exprese en el lenguaje numérico de los resultados de un test, no es otra cosa que una constatación, y que por sí misma no nos da ni la posibilidad de determinar las causas reales del fracaso ni el derecho de afirmar que es definitivo – hay que preguntarse también, más profundamente, hasta qué punto el fracaso mismo es realmente un fracaso, hasta qué punto estamos en presencia de una «inteligencia» – en otras palabras, y esto es primordial, qué puede significar en última instancia la palabra «inteligencia». Ahora bien, por mucho que se le dé vueltas a la cuestión, se estará obligado a convenir que la inteligencia es una cierta manera de hacer algo, de efectuar ciertas tareas, de resolver ciertos problemas. En otros términos, si se piensa bien, no tiene ningún sentido concebir la inteligencia como una «facultad» en sí, que existiría en alguna parte del individuo en cantidad y calidad determinadas, independientemente de los actos en los que se manifiesta. La inteligencia es un aspecto de la actividad del hombre, de modo que no puede ser concebida como una cosa, una sustancia, una facultad, sino como una relación – una relación entre el individuo y su mundo social. Como decía Henri Wallon, «con demasiada frecuencia se ha considerado al niño como si tuviera aptitudes capaces de desarrollarse por sí mismas y para sí mismas (…): pues bien, no hay organismo que sea explicable sin el medio. No hay aptitudes que se puedan definir sin un objeto propio de esas aptitudes (…) No podemos hablar de un niño en estado puro, de un niño que tendría aptitudes absolutas, de un niño al que habría que dejar desarrollarse pura y simplemente: cuando queremos hablar de las aptitudes del niño, debemos hablar de aptitudes que tienen un cierto objeto»26.
Pero si esto es así, se percibe inmediatamente que todo fracaso de un niño durante su educación, lejos de ser una indicación sobre él solo – «le falta don» … – es al mismo tiempo una indicación sobre la tarea propuesta, o impuesta, sobre el sistema educativo que define esa tarea, sobre el mundo social que sustenta ese sistema educativo. El fracaso es una indicación sobre la relación entre el individuo y la sociedad, y no se ve por qué debería, antes del más mínimo examen, ser considerado como el fracaso del individuo más que como el fracaso de la sociedad. Así, por ejemplo, se oye decir a menudo de un alumno que no es absolutamente «dotado» porque resulta inepto para los estudios secundarios, pero sin siquiera plantear por el momento la cuestión de saber en qué condiciones sociales ha sido – o no ha sido – preparado para ese tipo de trabajo, ¿no habría que preguntarse también por qué los estudios secundarios tal como funcionan, o más bien tal como no funcionan en la Francia de hoy, son ineptos para desarrollar la inteligencia de ese individuo? ¿Por qué el fracaso escolar debería ser considerado como el fracaso del alumno, y no como el fracaso de la escuela, es decir, de la sociedad y de la política que hacen de la escuela francesa lo que es hoy en día?
La escuela según la gran banca
Estas observaciones ponen directamente en entredicho un cierto número de cosas que la muy cómoda teoría de los «dones» permite exculpar: la falta de locales, de maestros cualificados, de créditos. Pero ponen en entredicho algo aún más fundamental, a saber, el objetivo mismo que el capitalismo de los monopolios asigna al conjunto del proceso educativo. No solo este objetivo no es el que formula el plan Langevin-Wallon cuando proclama el derecho igual de todos los niños al «desarrollo máximo que su personalidad comporta», sino que, al contrario, como se ha dicho, consiste en dar, dentro de los límites de las necesidades y los intereses del capital, el mínimo de cultura al mínimo de gente. En estas condiciones, los fracasos escolares, lejos de ser una sorpresa de la naturaleza, son precisamente el resultado social buscado. Tomo un ejemplo. Todo el mundo sabe, como escribe Piéron, que no hay una sola forma de inteligencia: «Si empleamos la misma palabra inteligencia para designar la aptitud para resolver problemas, hay que darse cuenta bien, bajo este término, de que el funcionamiento mental puede ser singularmente diferente según la naturaleza de los problemas a resolver, como bajo un término común de vigor atlético, difiere el funcionamiento neuromuscular según la naturaleza de las pruebas – salto con pértiga, lanzamiento de disco, carrera de velocidad, carrera de fondo, etc. Hay en realidad múltiples formas de inteligencias que cubren fórmulas mentales bien diferentes»27. Pero mientras que una escuela verdaderamente democrática, sobre la base de una observación activa de los alumnos, y gracias a una pedagogía diferenciada, se apoyaría en esta diversidad tanto para orientar como, puesto que todos los caminos conducen a la cultura, para hacer florecer a cada individuo, la escuela según la gran banca, debe otorgar la etiqueta «inteligencia», y reconocer el derecho a la cultura, solo a aquellos en quienes reconoce su propia imagen, y buscar sistemáticamente el descerebramiento de la mayoría28.
Con mayor razón esta capa dirigente que ya tiene un pie en la tumba, es totalmente incapaz de pensar y resolver con audacia el problema de la formación de las inteligencias no tales como las reclama la sociedad de 1964, sino tales como las reclamará la de 1984. Es Brian Simon aún quien escribe: «¿Qué psicometristas son capaces de indicar qué tareas futuras se fijará la humanidad, si estas serán realizadas con éxito y por cuántas personas? La desgracia es que ellos no pueden considerar las cosas bajo esta perspectiva. Son prisioneros de un campo de estudios limitado y reducen la materia rica y variada de la vida social a esa medida. De hecho, solo conciben la inteligencia humana en función del éxito obtenido en el examen (…) en las condiciones de competencia actuales»29.
Y se llega incluso a preguntarse si en el límite y en ciertos casos la ineptitud de un «zoquete» para interesarse por una enseñanza de este tipo no es precisamente una marca de inteligencia, que la teoría de los «dones» hace ignorar totalmente cuando se trataría de desarrollarla gracias a un tipo de enseñanza radicalmente modificado. Sea como fuere, puede decirse que, en su gran masa, estos niños a los que se dice tontos son en realidad lisiados mentales de una sociedad cuya armadura está podrida. Es decir, que en última instancia la multitud de fracasos escolares, lejos de probar que la falta de inteligencia es por naturaleza y para siempre el lote de la gran mayoría, hace estallar por el contrario la decadencia y la maldad de esa delgada capa social que gestiona hoy la nación como si fuera su bien propio, masacrando promesas de inteligencia de las que sabe bien que mañana, convertidas en realidad, se volverían contra su dominación.
Una superstición
Pero si la masa de los fracasos de la educación se vuelve contra la creencia en los «dones», ¿quizás sus argumentos teóricos tengan más consistencia? En lo que respecta a las justificaciones religiosas, se me concederá que no resisten un instante al examen. Basta con plantear esta pregunta de sentido común: si hubiera que considerar la inteligencia como un regalo de Dios hecho al hombre, ¿cómo entender que por un capricho inconcebible, en total contradicción con las cualidades que le atribuye por ejemplo la teología católica, dé mucho a unos pocos y poco a la gran mayoría? Es evidente que, a fin de cuentas, el punto de vista de Descartes, para quien la inteligencia es un don divino, pero «el mejor repartido del mundo», sin ser en absoluto más claro en su principio, es increíblemente más coherente que la creencia en la desigualdad de los «dones», la cual, asociada a la fe en un Dios justo, es un verdadero monstruo ideológico30. En el fondo, la «verdad» del punto de vista cartesiano sobre la igual existencia del «buen sentido» en cada hombre, es que con el cerebro por un lado y el mundo social por otro, todo ser normalmente constituido tiene en potencia la aptitud para un desarrollo intelectual normal. Pero con una tal concepción de las cosas, nos salimos completamente de la creencia en los «dones». Sin duda conviene detenerse más tiempo en los intentos de justificación científica y materialista. No es, como se va a ver, que sean más sólidos en su fondo. Pero el hecho es que engañan aún a mucha gente. El hecho es que «el cultivo metódico del espíritu crítico», que el plan Langevin-Wallon considera una tarea fundamental de la democracia, es hoy saboteado abiertamente por la clase dirigente, cuya preocupación no es elevar el nivel científico de la población, sino poner todos los medios modernos al servicio del principio que ya condenaba Quinte-Curce: «La superstición es el medio más seguro al que se puede recurrir para gobernar a las masas». Ahora bien, en el sentido amplio de la palabra, se trata efectivamente de superstición, detrás de las apariencias de «materialismo científico» con las que algunos quieren adornar la creencia en los «dones». En efecto, que el cerebro sea el órgano del pensamiento, nada más cierto. Pero ¿se deduce de ello inmediatamente, como se cree a menudo, que a cerebros diferentes corresponden «dones» intelectuales diferentes? De ninguna manera. Y primero porque la fórmula «a cerebros diferentes», que puede parecer simple y clara, no tiene en absoluto el sentido que se le atribuye ordinariamente. En su forma más ingenua31 consiste en creer que un cerebro grande conlleva una gran inteligencia y un cerebro pequeño una inteligencia mediocre. Pero aparte de ciertos casos patológicos, sobre los que volveré más adelante, nunca se ha encontrado nada que venga a confirmar esta hipótesis de una relación entre el volumen del cerebro – o la superficie, o tal o cual otra característica de este orden – y la inteligencia. Se conocen casos de grandes intelectuales, como Anatole France, cuyo cerebro era excepcionalmente pequeño. En resumen, puede decirse que estas grandes diferencias visibles entre cerebros están privadas de todo papel causal en las diferencias de desarrollo de la inteligencia. Pero quizás, se dirá, ¿existen diferencias íntimas de estructura y funcionamiento, inadvertidas hasta el presente, y que podrían un día aparecer como teniendo una influencia sobre las diferencias de inteligencia? Evidentemente, no hay ningún medio ni ninguna razón para afirmar que no. Pero ¿no estamos ahí, típicamente, ante una de esas «hipótesis de repliegue» que toda creencia en perdición inventa con prodigalidad para reservarse una puerta de salida? Ante tales hipótesis, se dirá, con Diderot: «Una hipótesis no es un hecho» – y en el estado actual de nuestros conocimientos, no hay un solo hecho que venga a apoyar esta hipótesis. La situación es la siguiente: hay diferencias visibles entre los cerebros, pero (casos patológicos aparte) no tienen ningún vínculo conocido con las diferencias de inteligencia. En cuanto a las diferencias «invisibles», lo son tan bien que por el momento es imposible detectarlas. Esto es lo que resume el neurobiólogo P. Chauchard cuando escribe, subrayando la inanidad de las concepciones materialistas vulgares de la relación entre el cerebro y la inteligencia: «Se escrutó en vano el cerebro de los grandes hombres y de los asesinos: todos los cerebros se parecen, y las variaciones individuales no muestran ningún paralelismo con la inteligencia»32.
¿Como la cilindrada de un coche o como la mano del pianista?
Hay más. Supongamos efectivamente por un instante que los progresos de la fisiología del cerebro nos revelen un día la existencia de diferencias íntimas de estructura y funcionamiento entre los cerebros humanos: eso mismo no cambiaría casi nada en la cuestión que nos ocupa, porque de todos modos la actividad intelectual no está determinada directamente por estos datos biológicos. En el fondo, las concepciones materialistas vulgares reposan sobre comparaciones explícitas o implícitas extremamente toscas, y falsas en su base, entre el cerebro y objetos técnicos familiares como un coche o un aparato de radio, o incluso una central telefónica. Y así como las prestaciones del coche están determinadas por ejemplo por su cilindrada, las del aparato de radio por el número de sus lámparas, las de la central telefónica por el número de circuitos que pueden ser interconectados, muchos de aquellos que creen en los «dones» – las conversaciones un poco profundas que se puede tener con ellos sobre este tema lo muestran bien – se imaginan que, del mismo modo, las «prestaciones intelectuales» de un cerebro humano deben depender directamente de sus particularidades anatómicas y fisiológicas. Es no comprender un hecho absolutamente esencial, que Chauchard expresa así: «Considerado desde el punto de vista de su estructura anatómica, el cerebro no es más que un conjunto de posibilidades que solo se revelarán mediante la activación: el desvío y la interacción de las ondas de impulsos nerviosos en los distintos sectores de la red neuronal».33. Y no son los datos biológicos en el nacimiento, es el conjunto de la actividad social del individuo lo que determina esta activación.
Sin duda, estas posibilidades, que solo se revelan por activación, reposan sobre la base anatómica de un órgano cuya corteza gris cuenta con unas cien mil millones de neuronas todas susceptibles de ser conectadas. Pero precisamente esto representa una sobreabundancia de neuronas tal que «En los seres humanos, se ha podido extirpar todo el hemisferio derecho de una persona diestra sin afectar su inteligencia: en los niños pequeños, antes de que adquieran el lenguaje, se puede extirpar el hemisferio del lenguaje y seguirán hablando gracias al otro hemisferio». El cerebro humano comporta márgenes de seguridad biológica extraordinariamente elevados, constituidos por masas enormes de células que no hacen nada, pero que pueden ponerse a jugar un papel determinado, si son solicitadas.
En otros términos, la más vasta inteligencia está muy lejos de agotar las posibilidades funcionales de ese órgano «grandioso», según la palabra de Pavlov, que es el cerebro. Y es por lo que Chauchard puede escribir: «Hay que comprender bien que el cerebro es sobreabundante en neuronas en el hombre, lo que permite todo el progreso cultural: el más grande sabio y el más primitivo indígena australiano tienen el mismo cerebro.»34 Frase clave, que mucha gente tiene dificultad en comprender y admitir. Es sin embargo una verdad capital – y de la que se verán más adelante confirmaciones experimentales sorprendentes – no porque entre esos dos cerebros no habría ninguna diferencia, ciertamente, sino en el sentido de que la diferencia de inteligencia entre esos dos individuos debe ser atribuida, en el estado actual de nuestros conocimientos, a la diferencia de las condiciones en las que una parte de las posibilidades inmensas del cerebro han sido activadas.
Si se quiere una comparación extremadamente simple – y por consiguiente peligrosa, como toda comparación, si se empuja la analogía más allá de lo que puede ayudar a captar – la relación entre la inteligencia y el cerebro no es del mismo orden que la relación entre el rendimiento de un coche y su cilindrada, sino del mismo orden que la relación entre las características biológicas de las manos de un pianista y la calidad de su interpretación. Aunque no pueda haber interpretación sin manos y que las manos puedan ser consideradas como «el órgano» de la interpretación, no son las características biológicas de las manos las que hacen que un pianista sea un principiante torpe o un virtuoso, ni que interprete a Chopin como Richter más bien que como Cziffra. Se ve por tanto hasta qué punto está desprovista de sentido, en su misma base, la fórmula «A cerebros diferentes, inteligencias diferentes». Por lo demás, incluso observaciones elementales permiten convencerse de ello. Se sabe bien, por ejemplo, que el nivel de inteligencia de un individuo, lejos de permanecer constante a lo largo de su vida, es susceptible de modificaciones de una amplitud a veces espectacular, y ello, incluso mucho después de que el cerebro haya llegado, hacia la edad de siete años, a su culminación anatómica. Todo el mundo conoce ejemplos – y los enseñantes sin duda más que nadie – de alumnos que, de un semestre a otro, de un año a otro si repiten curso, se metamorfosean literalmente desde el punto de vista intelectual. E incluso en los adultos, el nivel de inteligencia está en perpetuo cambio: unos se anquilosan y regresan mientras que otros se ponen a progresar rápidamente en condiciones nuevas35. ¿Cómo se podrían explicar estas modificaciones perpetuas y de vasta amplitud, si se imaginara que la inteligencia está inscrita en la anatomía de un órgano culminado a la edad de siete años, y cuyas células ni siquiera se renuevan ya durante toda la duración de la vida?
En familia y sin familia
Sin embargo, se dirá quizás algún lector, ¿no hay muchos casos flagrantes de herencia de la inteligencia, muchos ejemplos impresionantes de familias donde parece transmitirse de padre a hijo tal o cual aptitud? Es lo que creen efectivamente muchas personas, ahí también siguiendo a numerosos sabios del siglo XIX que lo creyeron firmemente ellos mismos. Pero cuando se examina con un mínimo de espíritu crítico los trabajos reputados más serios, cuando se estudia por ejemplo las listas de «familias de músicos» o de «familias de hombres de guerra» establecidas por Ribot en su grueso libro sobre la herencia psicológica, así como los comentarios con que las acompaña, se queda confundido por la mezcla de dogmatismo y de necedad en la que puede caer un sabio tan estimable cuando está cegado por el prejuicio. En primer lugar, lo que choca en estas listas es, junto a algunos nombres célebres que figuran en ellas, la masa de nombres igualmente célebres que no figuran, que no pueden figurar, porque ni sus ascendientes ni sus descendientes, cuando los han tenido, han manifestado de manera alguna el pretendido «don». Por ejemplo, a propósito de los músicos, Ribot cita evidentemente la célebre familia de los Bach – olvidando la no menos célebre familia de los Couperin – y el caso de Beethoven y de Mozart. Para el resto, alarga sobre todo su lista con músicos de segunda o tercera fila, por la buena razón de que no puede citar ni a Haendel, hijo de barbero devenido cirujano, ni a Haydn, hijo de un carretero y de una cocinera, ni a Glück, hijo de un guardabosques, ni a Berlioz, hijo de un médico, ni a Chopin, hijo de un profesor de francés, ni a Schumann, hijo de un librero, ni a Liszt, hijo de un administrador de dominio, ni a Wagner, hijo de un escribano de policía, ni a muchos otros – para quedarnos aquí en los músicos en los que se podía pensar en 1873, fecha de la publicación del libro de Ribot. Eso no impide a Ribot escribir con un aplomo desconcertante en un sabio: «Entre los grandes músicos que hacen excepción a la ley de la herencia, no encuentro más que a Bellini, Donizetti, Rossini, Halevy.»
Pero eso no es todo, pues cuanto más se reflexiona, más se ven aparecer contra-verdades, paralogismos y necedades en la tesis en cuestión. Así se nos dice que Mozart confirma la «ley de la herencia» puesto que su padre ya era músico. Pero se evita señalar que el padre de Mozart, él, vino a romper con la tradición de una familia donde, de padre en hijo desde generaciones, se había sido albañil, luego encuadernador. ¿Qué pasa, a nivel del abuelo, con la «ley de la herencia»? Se nos dice de Beethoven que confirma la «ley de la herencia» porque su padre era músico de la Corte. Pero no se nos dice nada de su madre, que era hija de un jefe de cocina y viuda de un ayuda de cámara. ¿Qué papel ha jugado ella en la «ley de la herencia»36? Se nos cita – o se podría citarnos – el caso de Purcell, hijo de un jefe de coros en la abadía de Westminster, de Rameau, hijo de un organista de Dijon, de Brahms, hijo de un músico de orquesta, etc. Pero no se hace el menor esfuerzo por preguntarse en qué medida la proporción relativamente elevada de grandes músicos de los que un pariente, o incluso toda la familia, hacía música o incluso vivía de ella, no se explicaría simplemente por el exceso de oportunidades que eso representa para la formación precoz del oído o para la elección de la profesión musical, en los niños – sobre todo en las sociedades y en épocas donde el oficio de músico se transmite normalmente de padre a hijo como cualquier otro oficio artesanal o liberal. De una manera general, en Ribot como en todos los otros partidarios de la herencia intelectual, la ignorancia de las condiciones sociales, en el sentido más amplio de la expresión, es propiamente pasmosa. Se nos citan «familias de hombres de guerra» sin decir una palabra de los generales de la Revolución, y se encuentra así el medio de escamotear este hecho clamoroso de que a la sola excepción, relativa, de Desaix, todos son originarios de familias profundamente ajenas a la casta nobiliaria y militar, Hoche era hijo de un palafrenero, Marceau de un escribano, Carnot de un notario, Ney de un tonelero, Augereau era el hijo natural de un doméstico y de una frutera, etc. Aquí se toca con el dedo el vínculo que existe entre la tesis de la herencia de los «dones» y los prejuicios políticos más reaccionarios: lo que se quiere hacernos tomar por un dato biológico en el caso de una familia como los Von Bulow, que cuenta veinte generales, es crudamente el sistema social en el que el privilegio del nacimiento reina como amo, y la teoría «materialista» y «científica» de la herencia intelectual aparece como la simple transposición de la vieja ideología nobiliaria de la «sangre»37.
Contradicciones inextricables
Para tener una idea de las inextricables contradicciones en las que se enredan todos aquellos que defienden o simplemente no rechazan del todo la tesis de la herencia de la inteligencia, que se reflexione un instante también sobre la actitud adoptada por Jean Rostand en su libro: La herencia humana. En él reconoce en varios pasajes la gran importancia de los «factores morales y sociales»38, pero sostiene que las aptitudes matemáticas o musicales dependen de la herencia y escribe: «Ninguna duda de que hay, en la salida, diferencias genéticas en cuanto a la amplitud y la especialización de las potencialidades intelectuales, y la existencia de familias de individuos bien dotados (familias de músicos, de matemáticos etc.) habla en este sentido»39.
Habría por tanto genes portadores del «don» musical o del «don» matemático. Pero ¿de dónde vienen estos genes y los «dones» que portan? Jean Rostand descarta «categóricamente» la explicación por la transmisión de lo adquirido: «Todo pasa, escribe, como si la historia individual de los padres fuera perfectamente negligible frente a la personalidad genética del niño (…). El padre (…) no le transmite nada de lo que el ejercicio de su saber o la práctica de su arte ha podido hacer de esas aptitudes»40.
Pero entonces, ¿qué explicación queda? Porque, ¡estos genes y estos «dones» no han existido siempre! ¿Existían en la época del hombre de las cavernas? ¿En la época en que el hombre no existía? Jean Rostand, no pudiendo eludir totalmente el problema, que no es nada menos que un abismo abierto en la teoría esboza en una nota relativa a las enfermedades hereditarias una hipótesis muy curiosa: «Han debido, un día u otro, ser adquiridas, sin lo cual nos veríamos obligados a admitir que el hombre primitivo las poseía todas, al menos virtualmente, en su patrimonio hereditario. Sea, fueron adquiridas, pero por la sustancia germinal, y ahí está toda la diferencia, porque este carácter adquirido es un carácter adquirido por el cuerpo (o soma) del individuo»41. Así, en lo que concierne al origen de las aptitudes musicales o matemáticas, la explicación «científica» que nos queda es que habrían sido adquiridas… por la sustancia germinal. Dónde y cómo, es lo que sería indiscreto preguntar. ¿Estamos tan lejos, por desgracia, de la «virtud dormitiva» del opio? Y es siempre y nuevamente a las mismas conclusiones a las que somos conducidos si examinamos el problema particularmente significativo de los gemelos verdaderos42. Si la tesis de la herencia psicológica fuera exacta, si la concepción materialista vulgar de las relaciones entre el cerebro y el pensamiento fuera correcta, debería esperarse evidentemente que los gemelos verdaderos fueran psicológica e intelectualmente indiscernibles cuando son criados juntos, y al menos muy semejantes, si son criados separadamente. Pues bien, el estudio científico de la cuestión ha hecho aparecer resultados muy otros. Resumiendo las conclusiones de sus trabajos, R. Zazzo escribe: «A pesar de esta identidad hereditaria perfecta (tan perfecta que los gemelos idénticos suelen ser físicamente indistinguibles) y de que se crían en el mismo entorno, los gemelos se convierten en personas, en individuos distintos. De las 453 parejas de gemelos idénticos que he examinado, no hay ni una sola en la que los dos miembros no sean diferentes. Los gemelos idénticos nunca son psicológicamente idénticos: la identidad psicológica, la identidad de las personas, no existe.»43. Y sin embargo, el autor no había partido de tal idea, había abordado la cuestión desde el punto de vista inverso: «Yo postulaba, como todos los autores que habían trabajado en este campo antes que yo, que los gemelos idénticos eran psicológicamente idénticos (…). Pero un día mi visión de las cosas se invirtió, por así decirlo. Fueron las diferencias las que llamaron mi atención, la paradoja, el escándalo de las diferencias entre gemelos idénticos lo que me impactó. Como consecuencia, tuve que revisar todas mis elaboraciones anteriores, todas las fórmulas estadísticas empleadas, así como los conceptos mismos de herencia y entorno que me habían guiado hasta entonces, ya que la hipótesis de partida era falsa.»44.
El método de los gemelos
En la medida en que ha sido estudiada seriamente la cuestión crucial de los gemelos verdaderos criados separadamente, los resultados van exactamente en el mismo sentido. En 1937, los americanos Newman, Freeman y Holzinger estudiaron 50 casos de gemelos verdaderos criados juntos y 19 casos de gemelos verdaderos criados separadamente. Comparando sus cocientes intelectuales, encuentran que las diferencias medias de C.I. son de 5,9 entre hermanos y hermanas criados juntos, y de 9,8 entre gemelos verdaderos criados separadamente. Estas cifras muestran elocuentemente el papel de las diferencias de medio45. Y sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho muy importante de que los gemelos verdaderos estudiados no fueron separados desde el nacimiento, sino a veces después de varios años, de modo que las condiciones sociales de las primeras fases del desarrollo, que juegan un papel tan importante, eran comunes. Hay que tener en cuenta también el hecho no menos esencial de que, en general, los gemelos verdaderos criados separadamente no son criados en medios totalmente diferentes, sino a menudo, por ejemplo, en casa de diversos miembros de una familia que tienen niveles de vida y de cultura más o menos semejantes. Pues bien, naturalmente, como dice Piéron, «hay que notar que la influencia de las diferencias de medio es proporcional a la grandeza de estas diferencias»46. Es por lo demás extremadamente interesante constatar que todos estos resultados concuerdan con los de los estudios hechos sobre los hermanos y hermanas adoptados y criados separadamente, por ejemplo los estudios de Freeman, Holzinger y Mitchell en 1928. Resumiendo sus conclusiones, P. Oléron dice notablemente: «La edad de la separación parece jugar un papel: se han constituido dos grupos, uno con niños separados después de la edad de cinco años, otro con niños separados antes de esta edad. La correlación es de 49 en el primer grupo, de 32 en el segundo47. Esto es en favor del papel del medio»48. «Los niños colocados en medios superiores tienden a tener un C.I. superior: algunos niños colocados en adopción eran hijos de padres débiles mentales. Se podía por tanto temer la debilidad para estos niños, pero no se constata, entre ellos, ningún caso de nivel mental especialmente bajo»49. Y P. Oléron, aunque mostrando que ciertas otras conclusiones son más contestables, y a pesar de la prudencia generalmente extrema de sus propios juicios, no puede por menos de evocar aquí «la potencia del medio para hacer progresar o paralizar el desarrollo mental».
Atención al argumento de autoridad
Creo que es necesario, al término de esta discusión, advertir muy enfáticamente al lector contra la tendencia, comprensible pero terrible, de tomar por moneda contante y sonante tal o cual afirmación a favor de la herencia de la inteligencia so pretexto de que se presenta bajo una forma científica, o incluso de que está firmada por un gran sabio. Hay que comprender bien que en una materia así, dado el peso enorme de ciertas tradiciones ideológicas, como el materialismo vulgar, la extrema ignorancia del materialismo histórico, del método dialéctico, e incluso de la teoría científica del conocimiento de la que son víctimas demasiados sabios, la extensión y la fuerza de los prejuicios de clase en investigadores de origen burgués que no han sido conducidos a tomar conciencia de las anteojeras que ello implica, no es raro que de buena fe50 un sabio, y a veces un gran sabio, enuncie contraverdades con un tono perentorio. Cuando se estudia por ejemplo la bibliografía científica anglosajona51 sobre estos problemas, uno se estremece ante la idea de que muchas tonterías hayan podido ser y sean aún tomadas por verdades inatacables por innumerables personas honradas. Hay «trabajos» de Galton, de Pearson, de Cattell, cuyo primitivismo científico es pasmoso, por ejemplo los de Galton que en su libro de 1883 Inquiries into human faculty, razona sobre gemelos sin distinguir los verdaderos de los falsos, o los de Cattell, que en 1938, en el British journal of Psychology, lanzaba un grito de alarma: la nación inglesa pierde un punto de C.I. cada diez años porque «los individuos menos dotados tienden a reproducirse más»52.
Pero estas afirmaciones discutibles son particularmente funestas cuando son retomadas por sabios cuya obra merece en su conjunto la estima y la confianza. Así, en las conclusiones de su notable estudio, Raza y psicología, publicado en la recopilación de la UNESCO, El racismo ante la ciencia, estudio donde refuta con gran fuerza de convicción las elucubraciones de los racistas, el profesor Klineberg escribe: «Una última precisión. Los psicólogos y los sabios en general no niegan que la herencia pueda explicar, en parte, las diferencias psicológicas. No todos los individuos y todas las familias tienen los mismos dones naturales: heredan facultades intelectuales superiores o inferiores. Este es un hecho confirmado por innumerables ejemplos y que nadie puede negar. No es cierto, en cambio, que las razas o los grupos étnicos presenten diferencias psicológicas hereditarias»53. Es cuando menos sorprendente ver zanjar a la vez tan ligera y tan categóricamente una cuestión de la que el autor no ha dicho absolutamente nada en el cuerpo de su estudio. Pero además, es completamente contradictorio sostener la existencia de una herencia de la inteligencia a nivel de los individuos y de las familias y negarla a nivel de las razas, y primero, por la simple razón de que si fuera pensable en el primer caso, lo sería con mayor razón en el segundo: si se pudieran encontrar argumentos para justificar y explicar la existencia de «dones» intelectuales desiguales de familia a familia, todos estos argumentos valdrían con mayor razón de etnia a etnia, y se daría la razón al racismo. La razón de esta contradicción es a mi entender que el hábito de analizar los problemas psicológicos en términos de clases sociales – hábito que solo el marxismo permite elevar a un nivel científico – es absolutamente indispensable para disipar la mistificación de la creencia en los «dones» individuales desiguales, mientras que la formación sociológica y etnológica tradicional basta a duras penas, si no para comprender la génesis de los errores del racismo, al menos para refutarlo, que es a lo que se limita el estudio del profesor Klineberg. Y es lo que muestra que, sobre estas cuestiones, menos que sobre ninguna otra, no es aceptable abdicar la reflexión crítica personal ante el argumento de autoridad.
« El viejo prejuicio salvaje… »
Resumo lo que digo: la creencia en los «dones», decía al principio de este estudio, es suscitada espontáneamente por la experiencia vivida de los fracasos de la educación, es reforzada ideológicamente por justificaciones teóricas diversas, es defendida con enormes medios por las fuerzas sociales y políticas reaccionarias a quienes les sirve de coartada. Acabamos de ver que ni los fracasos de la educación ni las justificaciones teóricas constituyen la menor prueba a favor de la creencia en los «dones». En cuanto a las visiones políticas que esta creencia favorece, no necesitan ser refutadas: se acusan ellas mismas. En el fondo, la crítica de la creencia en los «dones» intelectuales desiguales consiste en establecer que erige una inmensa injusticia social en ley natural, una impotencia en teoría, lo que está en contradicción radical con el espíritu de la ciencia como de la democracia. Decir de un niño que no es dotado, es decir en términos pseudo-científicos que no se sabe lo que habría que hacer – o que no se quiere hacer nada – para desarrollar su inteligencia. Es por tanto la coartada soñada para una política escolar fundada en el malthusianismo de la inteligencia. Pero hay más aún, mucho más. En el fondo, la creencia en los «dones» sirve de coartada más central en la política del actual poder, el de los monopolios, es decir el esfuerzo por acostumbrar a los ciudadanos a desposeerse de sus propios asuntos en manos de un hombre «genial», del más «dotado» de los hombres54. «No intenten pensar, hay gente más dotada que ustedes que se encarga de ello» tal es en resumen la divisa del gaullismo, es decir, de uno de los sistemas políticos más profundamente opuestos a la democracia que Francia haya conocido. La creencia en los «dones» es la coartada soñada para todos los cultos de la personalidad. Y es una razón capital por la cual el marxismo la combate sin concesiones. Porque el objetivo de los marxistas, como no cesó de repetir Lenin, es enseñar a cada cocinera a gobernar el Estado, hacer participar prácticamente a todos los pobres sin excepción en el gobierno del país. «Hay que, escribía en enero de 1918, destruir a toda costa el viejo prejuicio absurdo, salvaje, infame y abominable, según el cual solo las ‘clases superiores’, solo los ricos o aquellos que han pasado por la escuela de las clases ricas pueden administrar el Estado, organizar la construcción de la sociedad socialista. Ese es un prejuicio. Es mantenido por una rutina viciada, endurecida, por los hábitos de esclavitud, y, más aún, por la codicia sórdida de los capitalistas que tienen interés en administrar saqueando y en saquear administrando (…). El trabajo organizador es también accesible al común de los obreros y campesinos que sepan leer y escribir, que conozcan a los hombres y estén provistos de experiencia práctica. Tales hombres son legión en la ‘plebe’ de la que los intelectuales burgueses hablan con altivez y desdén. De estos talentos, la clase obrera y el campesinado poseen una fuente inmensa, inagotable»55. El ejemplo vivo de la Unión Soviética ha probado de manera extraordinaria la verdad profunda de estas palabras de Lenin. Sin duda, el ejemplo de Francia lo probará mañana a su vez.
Muy bien, dirá quizás el lector, los «dones» no existen. Pero ¿usted reconoce la diversidad cuantitativa y cualitativa de las aptitudes? ¿A qué se debe? ¿Y cómo explicar las diferencias de inteligencia – evidentes, incontestables – entre los individuos? ¿Por la «educación», por el «medio social»? La fórmula es vaga. ¿Se puede dar cuenta del asunto de forma clara y convincente? Es lo que me gustaría intentar esbozar ahora.
¿Qué es la educación?
Y primero, es indispensable acabar con algunos malentendidos frecuentes, empezando por el malentendido de lo que hay que entender por educación. «Reconozcan que a este niño le falta un ‘algo’ innato, puesto que la educación ha fracasado completamente»: así se expresa frecuentemente quien cree en los «dones». Pero ¿qué entiende aquí por educación? Ante todo, e incluso únicamente, los sermones de los padres y las lecciones de los enseñantes. Ahora bien, no solo la educación no se reduce a eso, sino que no es raro que eso constituya su parte menos importante. Si se quiere acceder a una comprensión científica del desarrollo intelectual, hay que establecer como principio que el proceso educativo está constituido por la totalidad de lo que le ocurre al individuo cada día de su vida y 24 horas al día. Y en esta totalidad, lo que a menudo se considera como detalles, en los que ni siquiera se piensa, puede jugar un papel de primer plano. Por eso es ingenua – aunque extendida y tenaz – la creencia de que dos hermanos, y con mayor razón dos gemelos, estarían en muchos casos «educados exactamente de la misma manera», fórmula que no tiene ningún sentido, como subraya R. Zazzo: «dos individuos, aunque sean gemelos, y estos gemelos sean dos seres de potencialidades perfectamente idénticas, no pueden tener la cadena idéntica de las mismas sensaciones, las mismas emociones, los mismos pensamientos. La estructura fina de este alimento sensorial, sentimental, espiritual, da a cada uno, en un medio pretendidamente homogéneo, la originalidad»56. Si se trata, para tomar un ejemplo simple, de dos hermanos no gemelos, el solo hecho de que uno sea el mayor y el otro el menor basta para diferenciar radicalmente la manera en que cada evento ejerce sobre cada uno de ellos su acción «educativa» y la manera en que cada uno reacciona a ella, porque la educación no es una impresión mecánica como la de un sello en la cera, sino una relación activa y dialéctica entre el ser y su medio. Por otra parte, en la educación en el sentido ordinario y estrecho de la palabra, es esencial saber distinguir entre la paja de las palabras y el grano de las cosas57. Se dice, por ejemplo, que un niño tiene «mal carácter» (no tiene el «don» moral…) porque sus padres, burgueses honrados, le han «dado siempre buen ejemplo» y le han «inculcado buenos principios», y sin embargo se ha convertido en un granuja. Pero si, por ejemplo, esa vida de «trabajo honrado» se basa en realidad en el trabajo de otros, si los «buenos principios» han sido más impuestos que elegidos, y el niño lo ha comprendido, o al menos lo ha intuido, si, en general, ha sentido que en el mundo social que ha visto ante sus ojos, el bien mal adquirido beneficia más que el otro porque suele ser mayor y que el cinturón dorado es mejor que la buena reputación, ya que incluso permite comprarla, en resumen, si más allá de una virtud aparente y de sermones verbosos, el niño ha recibido de sus padres, en la realidad de la vida, esta lección fundamentalmente inmoral, ¿hay que sorprenderse de que se convierta en un granuja? En el sentido superficial de la palabra parecerse, los niños pueden muy bien no parecerse psicológicamente a sus padres. Pero, al mirarlo mejor, son siempre en parte una imagen, o si se quiere una radiografía, de la estructura psicológica y moral profunda de sus padres y de la pareja que han formado – tan profunda que a menudo a los padres les cuesta reconocer en sus hijos la verdad de su imagen, en bien como en mal58. En resumen, si se da a la palabra educación no un sentido superficial y mecanicista, sino un sentido profundo y dialéctico, digamos que el papel de la educación en el desarrollo de la personalidad empieza a aclararse.
La aptitud para formar aptitudes
El otro malentendido fundamental del que es absolutamente indispensable deshacerse, si se quiere poder responder de manera científica a la pregunta planteada, es el que concierne a la naturaleza de las relaciones entre el cerebro y la inteligencia. He dicho más arriba lo que no son. Se trata ahora de precisar lo que son. Ninguna fórmula lo permite mejor que la que emplea el gran psicólogo soviético A. Léontiev cuando escribe: «El cerebro contiene virtualmente no tal o cual aptitud, sino solo la aptitud para la formación de estas aptitudes»59. Esto quiere decir que las aptitudes y las funciones psicológicas no están inscritas desde el principio en estructuras del cerebro como la música en el surco de un disco, sino que dependen de la formación, en el curso del desarrollo del individuo, de verdaderos órganos funcionales del cerebro, es decir, de sistemas de actos complejos que reposan sobre el establecimiento de conexiones funcionales determinadas entre las células del cerebro. Una vez formados, estos sistemas funcionan como un todo, lo que da la ilusión de que se trataría de aptitudes elementales innatas. No es así: las aptitudes son por esencia el resultado de un proceso educativo, proceso que consiste en la asimilación y la apropiación del saber práctico y teórico humano a través de una serie de actividades sociales. No se trata de una idea abstracta, sino del resultado científico más sólido de todo el desarrollo moderno de las ciencias del hombre. Las investigaciones etnológicas, por ejemplo, nos dan dos pruebas sorprendentes, que desarrolla H. Piéron en una obra clásica. He aquí la primera: «Hay en Paraguay indígenas, los Guayaquís, que pertenecen a una de las civilizaciones más atrasadas que se conocen. Su civilización es llamada la ‘de la miel’, porque uno de sus medios de vida es encontrar la miel de las abejas silvestres. No tienen ninguna actividad particular: no hay cerámica, no hay metal (…). Una vez, en un campamento abandonado, se encontró a una niña de unos dos años. Es un etnógrafo francés que vive en Perú, M. Vellard, quien la encontró. Esta niña, se la confió a su madre, su madre la crió como habría criado a una niña francesa. ‘En la actualidad, (…), no se la distingue en absoluto de una europea. En lo físico, sí, no tiene la misma fisonomía, pero es culta, habla tres lenguas, francés, español, portugués, ha hecho estudios etnográficos. He aquí cómo las incitaciones funcionales pueden provocar cambios extraordinarios’»60. Así, el «cerebro guayaquí» no es diferente por sí mismo del cerebro de un etnólogo francés. Todo está en las condiciones sociales del proceso educativo en el curso del cual se forman los órganos funcionales del cerebro. Y he aquí la contraprueba: en 1920, en la India, se descubrió a dos niñas que habían sido criadas por una loba61. Parecían tener respectivamente un año y medio y ocho años. «Eran niñas que, por así decirlo, estaban completamente lupizadas, transformadas en pequeñas lobas, corriendo a cuatro patas, lamiendo, aullando por la noche, temerosas de los hombres, comportándose de manera muy similar a los lobos jóvenes. La pequeña (…) lamentablemente solo vivió un año, pero se había desarrollado con bastante facilidad en el sentido de la humanización. En particular, al cabo de un año tenía un vocabulario de 50 palabras». En cambio, su hermana no murió hasta la edad de diecisiete años y pudo verse en qué medida era educable: «Se la humanizó en cierta medida: se le enseñó a no beber más a lengüetadas, cesó de aullar por la noche, dejó de huir de los hombres, llegó a tener un comportamiento afectivo más o menos normal. Pero en cuanto al lenguaje, fue casi nulo: a los 17 años, no había podido adquirir más que 40 palabras, representando el esfuerzo de 9 años (…). Esta experiencia muestra, por consiguiente, que la falta completa de incitaciones funcionales para la adquisición del lenguaje en esa época crítica de los primeros años antes de los 8 años es decisiva. Pasada esta época, la adquisición del lenguaje se vuelve extremadamente difícil»62.
Así, el cerebro humano solo engendra una inteligencia humana si el individuo se desarrolla en el mundo social humano. Lo que subraya de manera irrecusable que la inteligencia no es «dada» con el cerebro. Lo que también es muy importante destacar, es que el cerebro no es apto en cualquier momento para formar cualquier aptitud. Prácticamente, esto quiere decir que si las condiciones sociales en las que la inteligencia de un niño se ha desarrollado durante sus siete u ocho primeros años han sido muy desfavorables, podrán subsistir en él de manera duradera carencias intelectuales que la educación fracasará luego en superar, lo que hará creer en una «falta de dones», cuando son injusticias sociales las que lo causan.
Lo que se esconde en la «protuberancia de las matemáticas»
A partir de estas dos observaciones, sobre el sentido que conviene dar a la noción de educación y la manera en que hay que comprender las relaciones entre el cerebro y la inteligencia, es posible dar cuenta de las desigualdades de desarrollo intelectual entre los individuos. Es lo que A. Léontiev ha hecho, por ejemplo, de manera notable, en su estudio ya citado, a propósito de la asimilación de las matemáticas. Hay pocos dominios escolares respecto a los cuales la creencia en los «dones» – en la «protuberancia de las matemáticas» – sea tan fuerte, entre nosotros, porque hay pocos dominios donde los fracasos de la educación sean tan numerosos, tan netos, y a menudo tan inexplicables en apariencia. Pero en realidad, ¿qué es la asimilación de las matemáticas? Muy esquemáticamente, es la formación por el cerebro de la aptitud para la operación de adición mental de los números sobre la base del conteo con los dedos. Se comprenderá sin dificultad que, desde los primeros rudimentos de cálculo hasta las matemáticas superiores, se trata de una cadena muy larga de operaciones mentales que hay que hacer formar por el cerebro, una cadena en la que la formación correcta de cada eslabón es la condición de la formación del eslabón lógicamente siguiente. Así, por ejemplo, es evidentemente imposible hacer divisiones si no se ha aprendido antes a hacer multiplicaciones y restas. Ahora bien, puede ocurrir que en tal o cual momento en tal o cual niño, un eslabón de esta cadena, una operación mental, no se forme correctamente. Esto puede ocurrir por las razones más diversas y más fortuitas, por ejemplo una ausencia del niño no recuperada, y a veces las más indirectas, como una carencia afectiva que se traduce en una pérdida del interés y de la atención escolares. Esto ocurre de forma masiva, inexorablemente, en la escuela de la era gaullista, debido a las clases sobrecargadas, a la falta de personal cualificado. Esto tiene más probabilidades de ocurrir a los niños de medios pobres en la medida en que tienen malas condiciones generales de vida y de trabajo, en que no pueden ser ayudados en casa, ni recuperados con lecciones particulares. Ahora bien, ¿qué pasa si una operación mental no se forma correctamente? Resulta que los eslabones siguientes tampoco pueden formarse correctamente, o incluso no se forman en absoluto: que poco a poco los resultados del niño en esa materia declinan: que deja de interesarse por ella puesto que ya no comprende y ya no tiene éxito: en resumen, es el fracaso. Pero este fracaso no es inevitable y tampoco es irremediable. Como escribe A. Léontiev a propósito de los niños que así pierden pie en un momento dado, «para hacerles avanzar no hay que conducirlos más lejos sino al contrario devolverlos a la etapa inicial» y formar correctamente el eslabón mental deficiente. «Las investigaciones muestran que se puede lograr esta reorganización incluso en niños con retraso mental bastante marcado. Lo que es particularmente importante, es que en el caso de un retraso leve, esto permite eliminarlo completamente»63. Así, la teoría de los «dones» no es solo estúpida: es criminal, como sería criminal el hecho de condenar y abandonar a su suerte a un enfermo que una operación clásica y segura salvaría ciertamente. El poder gaullista es culpable, a una escala inmensa, del crimen de no asistencia a inteligencia en peligro. La premeditación es manifiesta.
El hombre no es un animal
Sin duda, ahora es posible ofrecer una primera visión general sobre la cuestión. El error más importante de la teoría de los «dones» es que no entiende nada de la naturaleza del ser humano, al que confunde con un animal. En los animales, como escribe A. Leontiev, «los progresos se fijan en forma de modificaciones de su propia organización biológica en el desarrollo de su cerebro»64. Las adquisiciones de la especie están fundamentalmente contenidas en un patrimonio biológico, transmitido hereditariamente, y una parte a menudo muy importante del comportamiento es innata en el individuo, lo que es particularmente evidente en los insectos. Por el contrario, en el ser humano, los progresos, incomparablemente más rápidos, no se fijan y no podrían fijarse en forma de modificación biológica transmitida hereditariamente, porque su ritmo y «el ritmo al que se desarrollan las exigencias que la vida social impone a las capacidades del ser humano no se corresponden con el ritmo mucho más lento de la fijación biológica de la experiencia».65. Que se reflexione, por ejemplo, sobre la amplitud extraordinaria de los progresos intelectuales de la humanidad durante los cinco últimos siglos, y se comprenderá inmediatamente hasta qué punto es imposible que las aptitudes mentales totalmente nuevas que estos progresos han engendrado y exigido a la vez hayan podido fijarse en «dones» hereditarios del cerebro66. En el hombre, no es pues en un patrimonio biológico donde se fijan los progresos de la especie, sino – y he ahí una diferencia capital con los animales – en un patrimonio social (instrumentos de producción, instituciones, lenguaje, cultura, etc.), a partir del cual cada individuo, que no es al principio más que un candidato a la humanidad, hace lo esencial de su aprendizaje de hombre. «El proceso esencial en el desarrollo del niño, dice Léontiev, proceso ausente en el animal, es la asimilación o ‘apropiación’ de la experiencia acumulada por la humanidad en el curso de la historia de la ‘sociedad’»67. El papel decisivo de esta apropiación social es particularmente evidente durante la adquisición del lenguaje, este segundo sistema de señalización, según la fórmula de Pavlov, que cava un abismo entre las posibilidades del animal y las del hombre. Ahora bien, todo el mundo sabe que la posesión de una lengua no es en ningún grado innata, y que incluso un niño nacido en una familia donde se habla una lengua desde muchas generaciones no presenta ninguna disposición congénita para aprender esa lengua más que otra. Con mayor razón todas las funciones psíquicas que dependen de la adquisición del segundo sistema de señalización, como la aptitud para el pensamiento, comparten su carácter de adquisición social.
Se puede expresar aún esta diferencia esencial entre el hombre y el animal diciendo que uno de los rasgos específicos del hombre es nacer absolutamente prematuro desde el punto de vista psíquico, y no poder llegar a ser un hombre adulto más que gracias a una muy larga infancia social. Pero esta diferencia esencial, la creencia en los «dones» la desconoce completamente.
Creer en los «dones» intelectuales, es en resumen confundir la inteligencia humana con el instinto del insecto, es no comprender la esencia profunda del ser humano de la que Marx decía genialmente en sus tesis sobre Feuerbach que está constituida por un conjunto de relaciones sociales. Esto es tan cierto, que mientras que, en el animal incluso lo social tiene una base esencialmente biológica68, en el hombre, al contrario, incluso lo biológico se ha vuelto esencialmente social. La observación vale para rasgos fisiológicos como la talla y el peso. Según los resultados de una reciente encuesta hecha por el Instituto de Estudios Demográficos, y que abarca a 5700 niños de 5 a 14 años, «los niños de los obreros de industria y agrícolas miden de 2 a 4 cm menos y pesan de 1 a 3 kilos menos que aquellos de la misma edad cuyos padres ejercen una profesión liberal»69. Vale también para la patología del desarrollo del cerebro. «Hans Berger, a quien posteriormente se le atribuye el descubrimiento del encefalograma, llevó a cabo un experimento realmente crucial, que no se ha tenido suficientemente en cuenta. Hans Berger cosió los párpados de un cachorro al nacer, de tal manera que la luz no pudiera penetrar en el ojo. Al cabo de unos meses, lo sacrificó y examinó su cerebro, así como el de los perros de control de la misma camada que habían vivido con normalidad. En el perro al que se le habían cosido los párpados, los centros de la región visual no se habían desarrollado. Las células habían permanecido en estado embrionario, las comunicaciones entre estas células no se habían producido, por lo que el pequeño perro era prácticamente ciego.». Así concluye H. Piéron, «el desarrollo cerebral es función de las incitaciones funcionales: este es un punto absolutamente esencial»70. Esto significa que muchas deficiencias que se tendería a atribuir a la herencia son en realidad el producto de condiciones sociales particularmente desastrosas, y no están dadas en absoluto al principio, sino adquiridas en el curso del desarrollo infantil. Además, todo lo congénito no es hereditario. Muchas deficiencias intelectuales definitivas o en todo caso difíciles de corregir que se manifiestan desde el nacimiento se deben a accidentes ocurridos durante el parto o a incidentes diversos ocurridos durante el embarazo de la madre, y que no son fenómenos biológicos naturales sino fenómenos sociales perfectamente evitables71. Además, una parte muy importante de las deficiencias intelectuales denominadas hereditarias son, en última instancia, de naturaleza social, en el sentido de que la causa, por ejemplo, la sífilis contraída por la madre, es una enfermedad cuya propagación tiene causas fundamentalmente sociales y que podría erradicarse mediante transformaciones sociales. Así, en la medida misma en que existen deficiencias intelectuales de orden patológico y de naturaleza biológica, su esencia verdadera es aún social en la gran mayoría de los casos. Es tan cierto que, en el hombre, el carácter social juega un papel universalmente determinante.
Los «dones» y el socialismo
Aclaremos, pues, la razón más profunda por la que la inteligencia no puede ser en absoluto «otorgada»: se trata de una actividad social. Mientras se conciba la inteligencia como una cosa, una facultad, se puede imaginar que podría ser objeto de una especie de regalo recibido pasivamente. Pero cuando comprendemos que la inteligencia humana, producto de la actividad social, es en sí misma una actividad social, comprendemos al mismo tiempo que no tiene sentido hablar de «don» en relación con ella. Si te enseño el idioma chino —su vocabulario, su sintaxis, sus producciones literarias—, no te he dado nada útil, porque aún tienes que aprenderlo. Y ahí radica, en el fondo, toda la refutación de la concepción religiosa de la creación del hombre: en realidad, es el hombre quien se hace a sí mismo en el trabajo, más o menos bien según lo permita el mundo social. Esta idea fundamental pertenece a lo mejor de la gran tradición materialista y humanista francesa, no la que se inclina hacia el materialismo biológico y reaccionario, sino la que se inclina hacia el materialismo histórico y socialista. «Es la educación y no la organización lo que marca la diferencia entre los hombres: y los hombres salen de las manos de la naturaleza, todos casi igualmente aptos para todo», escribía Helvetius72.
Aunque teniendo una clara conciencia de los límites del pensamiento materialista burgués, Marx tenía en alta estima esta concepción y anotaba:
«Cuando se estudian las enseñanzas del materialismo sobre la bondad original y sobre los dones intelectuales iguales de los hombres, sobre la omnipotencia de la experiencia, del hábito, de la educación, sobre la influencia de las circunstancias exteriores sobre el hombre, sobre la alta significación de la industria, sobre la legitimidad del goce, etc., no se necesita una gran sagacidad para descubrir lo que la liga necesariamente al comunismo y al socialismo»73.
Y Marx resume así el vínculo entre los dos: «Si el hombre es formado por las circunstancias, hay que formar las circunstancias humanamente.». En otras palabras, la desigualdad intelectual entre los individuos que una sociedad fundada en la desigualdad engendra, una sociedad curada de esta desigualdad podrá suprimirla. Ese es el corazón mismo del humanismo marxista.
No se trata de una visión generosa pero utópica. Ya ha recibido una verificación histórica de una amplitud impresionante, notablemente con las realizaciones de la escuela soviética. Al término de su estudio ya citado, donde refuta de manera radical la creencia en los «dones» desiguales, A. Léontiev escribe: «Se me podrá reprochar un optimismo psicológico y pedagógico excesivo. No temo este reproche porque mi optimismo se apoya en datos científicos objetivos y se encuentra enteramente confirmado por la práctica más avanzada.» No son palabras vacías. La Unión Soviética está completando la generalización de la enseñanza secundaria hasta los 18 años, y en condiciones tales que el alumno «irrecuperable» se ha convertido, incluso en los últimos cursos, en una excepción muy rara. El Sr. Guncharov, vicepresidente de la Academia de Ciencias Pedagógicas de la República Federativa de Rusia, decía en 1960: «Una vez generalizada la enseñanza secundaria, no nos detendremos ahí, sino que pasaremos a generalizar la enseñanza superior».74. Así, del mismo modo que Makarenko hizo la prueba de que no existen niños de los que se pueda decir que son moralmente ineducables, la escuela soviética demuestra que no hay – ciertos casos patológicos aparte – niños definitivamente ineptos para tal o cual disciplina intelectual. Esta demostración confirma con brillantez todas las tesis del materialismo dialéctico sobre el hombre, y este juicio de Pavlov: «La impresión capital, la más fuerte y la más constante, que se lleva del estudio de la actividad nerviosa superior por nuestro método es la plasticidad extrema de esta actividad, sus posibilidades inmensas: nada queda inmóvil, nada queda inflexible, cualquier cosa puede siempre ser alcanzada o mejorada, con tal de que se cumplan ciertas condiciones necesarias»75. Y es una demostración tanto más impresionante cuanto que es dada por un país donde las cuatro quintas partes de la población eran analfabetas hace no cincuenta años, y también que la generalización de la enseñanza secundaria, lejos de haber conducido a un abajamiento catastrófico del nivel de los estudios, ha ido a la par, porque ha sido hecha en las condiciones del socialismo, con progresos extraordinarios de este nivel. Es precisamente por eso que el régimen gaullista hace todo lo posible por silenciar los logros de la escuela soviética: para él, son una condena implacable.
Herencia y medio
«¿Todo esto significa que volvemos a la idea de que el hombre es una tabula rasa?76. No, responde A. Léontiev, porque todo lo dicho más arriba excluye la oposición metafísica entre la herencia y el medio»77. Este punto también es esencial. Demasiada gente se imagina que la negación resuelta de la creencia en «dones» desiguales significaría que se sostiene la creencia en «dones» iguales en todos y la posibilidad de hacer cualquier cosa con cualquier persona: sería permanecer prisionero de una creencia anti-científica. Los «dones» no existen, y no más «dones» iguales que «dones» desiguales. De hecho, al nacer, los niños no son ni absolutamente idénticos ni absolutamente diferentes —es fundamental no olvidarlo nunca—, en el sentido de que todos pertenecen a la misma especie biológica y poseen las extraordinarias potencialidades de desarrollo psicofisiológico. Todos pueden convertirse en hombres realizados. Sin embargo, tampoco son absolutamente idénticos ni pueden serlo. No son una cera virgen y anónima. Científicamente hablando, esto es evidente. Filosóficamente, habría que ser extremadamente ingenuo para imaginar que los individuos humanos pueden expresar la esencia universal del ser humano de otra manera que no sea particular de cada ser humano. Los hombres siempre han sido y siempre serán diferentes entre sí por su constitución biológica hereditaria78 —y en particular por su tipo nervioso, en el sentido que Pavlov da a esta expresión, tipo que, en principio, es indiscutiblemente innato— y por su historia personal, es decir, por la innumerable cantidad de acontecimientos particulares que marcan su vida fetal, sus experiencias tempranas, cuya importancia todo el mundo reconoce, y luego toda su vida como adolescentes y adultos; en resumen, por el carácter necesariamente único de su desarrollo.. No solo las diferencias de aptitudes que resultan entre los individuos no son susceptibles de desaparecer, sino que todo permite pensar que al contrario se desplegarán cada vez más ampliamente en el mundo social de mañana. Es la miseria, la opresión, la incultura lo que uniformiza, mientras que el bienestar, la libertad, la cultura diversifican. Al avanzar hacia el comunismo, la humanidad no se dirige hacia el termitero, sino que, a través de la revolución social, hacia el fin del atrofiamiento de los individuos, moldeados más o menos todos del mismo modo, hacia el pleno desarrollo de personalidades infinitamente diversas.
Pero – ahí está el corazón de la cuestión, la idea en la que se resume toda su solución – esta diferencia cuantitativa y cualitativa de las aptitudes intelectuales de los individuos no es en absoluto la consecuencia fatal de las diferencias existentes al principio en los datos biológicos, aunque esté ligada a ellas. Hay que comprenderlo con toda claridad: es el desarrollo social del individuo el que forma progresivamente sus aptitudes, no independientemente de los datos biológicos, sino superándolos y si es necesario compensándolos radicalmente. En otras palabras, negar los «dones» intelectuales no equivale en absoluto, contrariamente a lo que se suele creer, a «subestimar» la herencia genética o a «no tener en cuenta» los datos biológicos. En términos generales, no hay que considerar las relaciones entre la herencia biológica y el entorno social como relaciones mecánicas entre factores independientes, sobre cuya «parte» respectiva se podría discutir, sino como relaciones dialécticas entre niveles de desarrollo. En cierto sentido, toda la vida del individuo, en todos sus aspectos, está marcada por los datos iniciales. Es una evidencia. Toda su vida está marcada por ello, pero nada está decidido por ello, ya que lo que decide, en última instancia, es siempre el desarrollo posterior, es decir, la historia social. Como Pavlov lo subrayaba, el tipo nervioso de un individuo, por ejemplo, no implica ninguna predestinación obligatoria. La personalidad intelectual de un individuo no está más determinada fatalmente por su tipo nervioso – aunque también lleve su marca – que el juego de un pianista está determinado por la anatomía especial de su mano – aunque esta anatomía juegue también su papel. Y si los datos biológicos no pueden determinar nada por sí mismos, insistamos una vez más, es no solo porque ellos mismos son ya sociales, como se ha visto más arriba, sino sobre todo porque las funciones psicológicas específicamente humanas son en su esencia misma adquisiciones sociales, y no productos directos de la herencia orgánica79. Toda carencia psicológica puede ser paliada, ciertos casos patológicos aparte, todo desequilibrio compensado, y si esto no ocurre, no es la naturaleza, es la sociedad la que está en causa. En resumen, la verdadera fuente de las diferencias de aptitudes intelectuales entre los hombres, no es la naturaleza biológica con sus particularidades, es el mundo social con su división del trabajo. Lo que hace ver bien cómo la creencia en los «dones» es una ideología mistificadora y reaccionaria: al tomar las diferencias de aptitudes por diferencias de «dones», disfraza las diferencias de clase en desigualdades naturales.
El error del igualitarismo
Ahora bien, frente a lo que se podría llamar la ley tendencial de desarrollo desigual de las aptitudes, ¿cuál es la tendencia fundamental del capitalismo, y particularmente de los monopolios que dominan hoy directamente el Estado? Es la de dar misión a la escuela no de trabajar para superar y compensar, en un espíritu democrático y humanista, las desigualdades de aptitudes que las desigualdades sociales engendran masivamente, sino al contrario de consolidarlas, de institucionalizarlas, es decir en resumen, de contingentar estrictamente el desarrollo intelectual de los hijos del pueblo, ya desfavorecidos al principio, con el doble objetivo de formar una mano de obra adaptada a la búsqueda de la tasa de explotación máxima por el capital, y de reforzar la dominación política de las fuerzas reaccionarias por el embrutecimiento de las masas – política escolar de clase que no excluye, e incluso al contrario, la promoción individual de un pequeño número de hijos del pueblo particularmente inteligentes, lo que constituye a la vez un buen negocio y una coartada «democrática» – la teoría de los «dones» desiguales calcando y justificándolo todo, bautizado sin vergüenza «reforma democrática de la enseñanza».
Ciertamente, en la Francia de 1964, las cosas están lejos de pasar como querrían los hombres de los trusts y los ministros – que por lo demás son los mismos. Pero esto, no se lo debemos a los príncipes que nos gobiernan, se lo debemos a las tradiciones arraigadas entre nosotros de la democracia laica, al humanismo del cuerpo enseñante tomado en su conjunto, a las luchas populares, sobre todo, contra el plan gaullista. No por ello deja de ser cierto que la política escolar y cultural de hoy significa un despilfarro inmenso de las virtualidades humanas, una forma de expropiación particularmente revoltosa del pueblo: la de su derecho a un pleno desarrollo espiritual.
Ahora bien, oponer a esta política un programa verdaderamente democrático, no es en absoluto predicar el igualitarismo escolar, como tampoco cuestionar los «dones» desiguales es concebir el espíritu humano como una tabla rasa, como subraya Léontiev. En efecto, teóricamente, el igualitarismo es inconsistente, prácticamente, hace el juego de las desigualdades de clase. Es inconsistente teóricamente, porque sostener que los niños son todos idénticos al principio, es negar la evidencia. No lo son, se ha mostrado más arriba, y no pueden serlo, tanto en el plano de la constitución biológica hereditaria, como, lo que es aún más importante, en el plano de las condiciones y las oportunidades sociales que encuentran al nacer. La ficción igualitarista de una identidad absoluta entre los niños al principio – la ficción de la «tabla rasa» – escamotea pues la realidad de las desigualdades de clase notablemente, lo que basta para descalificarla como concepción teórica. Y como el escamoteo puramente especulativo de las desigualdades de clase no basta para suprimirlas en la vida real, en el plano práctico, el igualitarismo se transforma inevitablemente en su contrario: no puede más que consolidar las desigualdades cuantitativas y cualitativas entre las aptitudes intelectuales de los individuos en lugar de compensarlas.
En lo que respecta a las desigualdades cuantitativas – aquellas que se traducen por ejemplo en el adelanto o el retraso del desarrollo intelectual general, en la desigualdad de los resultados entre los alumnos para una misma prueba, etc. – la solución que se impone, tanto desde el punto de vista de la psicología científica como de la democracia escolar, es la organización de un esfuerzo sistemático y multiforme de recuperación de los fracasos y los retrasos. Es lo que prevé el plan Langevin-Wallon, lo que demuestran por ejemplo los trabajos de Léontiev sobre el aprendizaje del cálculo, lo que confirma la práctica pedagógica soviética, entre otras, en su eficacia entera. Pero esto supone que, en contradicción con la idea igualitarista pueril de dar a cada uno la misma enseñanza uniforme – lo que coincide por un lado precisamente con lo que la escuela infradotada y desbordada de la era gaullista tiende a hacer, y que agrava inevitablemente todas las desigualdades – se dé a cada uno la enseñanza que necesita para progresar como los demás.
En otras palabras, una verdadera igualdad de oportunidades de desarrollo intelectual entre niños desiguales exige una enseñanza ella misma desigual según los individuos, adaptada a cada caso para ser eficazmente compensadora. Y el igualitarismo, en materia escolar como en otras, Marx lo ha mostrado bien, cae en la vieja contradicción formulada por los romanos: «Summum jus, summa injuria» – cuanto más se es justo (en sentido igualitario), más se es injusto (en el sentido de la verdadera equidad).
En cuanto a las diferencias cualitativas de aptitudes intelectuales entre los individuos – por ejemplo aquellas que Pavlov definía por el predominio del segundo sistema de señalización sobre el primero o inversamente entre el tipo «pensador» y el tipo «artista» – ¿podría siquiera un igualitarista sostener que el objetivo debería ser trabajar para suprimirlas? Constituyen al contrario una inmensa riqueza para la humanidad, a la vez consecuencia y condición del necesariamente crecimiento del trabajo social. Lo importante, es que no se conviertan en el pretexto para una especialización limitada y una discriminación en última instancia social, que no sirvan de coartada para el sometimiento del hombre por la división capitalista del trabajo y el raquitismo de la personalidad. Las aptitudes especiales no impiden que cada individuo sea apto y tenga derecho a asimilar completamente los elementos universales y politécnicos de todo saber y de toda cultura. He ahí de nuevo todo el espíritu del plan Langevin-Wallon, con su doble eje de una misma enseñanza de alto valor cultural para todos y de una especialización tardía no impuesta arbitrariamente y sin apelación sino largamente deliberada y reversible – es decir, la igualdad real en la diversidad. Se ve pues, la negación de los «dones» no es la negación de la diversidad de las aptitudes, no tiene nada que ver con la utopía igualitarista, sino que es solidaria del humanismo avanzado para el cual la diversidad de las aptitudes debe cesar de ser la de individuos parcelarios y raquíticos por el sometimiento a la división del trabajo y de las clases, para volverse más tarde, en la división del trabajo de tipo superior que instaurará el comunismo, el aspecto sucesivo y multiforme del despliegue completo de las personalidades.
Los atrasados y los genios
Sin duda, antes de concluir, hay que, al menos brevemente, responder a algunas objeciones que se encuentran a menudo. En primer lugar, como he observado varias veces, los análisis que preceden encuentran su límite en un cierto número de casos patológicos. Estos casos patológicos no constituyen el menor aspecto de la miseria de nuestra escuela bajo el gaullismo. Como indica G. Cogniot: «Un esfuerzo considerable se impone al servicio de la infancia inadaptada. Prácticamente el diez por ciento de los alumnos deberían estar en clases especializadas. Se cuentan en Francia 440 000 niños deficientes: 175 000 deficientes mentales, 55 000 caracteriales, 40 000 deficientes sensoriales, 8 000 inválidos motores, 100 000 de salud deficiente, 55 000 casos sociales de extrema gravedad (mal entorno, barrios marginales, etc.). El plan Langevin-Wallon prevé en detalle todas las disposiciones útiles: establecimientos para los deficientes sensoriales, sección de readaptación para los niños de conductas irregulares o delincuentes»80. Ciertamente, la gran mayoría de estas deficiencias son directa o indirectamente de origen social. Ciertamente también, muchas de ellas, en el estado actual de las ciencias y las técnicas, son perfectamente curables, o al menos están lejos de ser enteramente incurables, de modo que ahí también, es la sociedad, y no la naturaleza, la responsable de su persistencia. Sin embargo, si se quiere tomar un ejemplo extremo, la microcefalia81 aparece bien como un obstáculo biológico radical – y del que no se vislumbra aún cómo podría ser un día superado – a todo desarrollo intelectual humano. Entonces, cabría preguntarse dónde está la línea divisoria —si es que realmente existe— entre los casos patológicos en los que la falta de «dotes» biológicas corresponde a una realidad y los casos en los que no corresponde a nada. La respuesta es clara: esta línea divisoria es a la vez muy precisa e históricamente relativa, en el sentido de que separa los casos en los que, en nuestro mundo social actual, se pueden compensar las discapacidades biológicas, de aquellos en los que aún no es posible. Pero, en principio, y para quienes contemplan el futuro con el optimismo fundamental que justifican los avances de la ciencia y del socialismo. No hay ningún caso patológico del que se pueda decir que sea en sí mismo un obstáculo biológico absoluto para el desarrollo de la inteligencia, una falta absoluta de «dotes». Si queremos retomar la comparación utilizada anteriormente entre la mano y el pianista, digamos que incluso la pérdida de la mano derecha no reduce al pianista al silencio, ya que siempre habrá compositores que sabrán escribir para él conciertos para la mano izquierda, y no serán conciertos de segunda categoría. Así, incluso en el ámbito específico de la patología de la inteligencia, el concepto de «falta de dotes» solo abarca una impotencia social provisional. Por el contrario, algunos se preguntan si la teoría de los «dones» no estaría justificada en el caso de los genios, considerados individuos «superdotados». Es imposible tratar en unas pocas líneas la cuestión excepcionalmente compleja del genio.82. Al menos se puede hacer observar que aquí como en otras partes, la «explicación» por los «dones» es tan vacía de contenido como la explicación de los efectos del opio por una virtud «dormitiva». Es en un sentido totalmente otro hacia donde hay que orientarse si se quiere intentar dar cuenta de ello de manera científica – de lo que no puede ser cuestión más que de esbozar algunos aspectos. En primer lugar, hay que desmitificar el fenómeno del genio, desembarazarlo de todos los elementos irracionales que desde siglos han proliferado alrededor de él, someter a una crítica radical el culto de la personalidad genial – no en absoluto en el sentido de la minimización de la importancia histórica de los genios o de las diferencias cualitativas existentes entre las formas geniales de la inteligencia y las formas ordinarias de la inteligencia, sino en el sentido de que se decide sacar todas las consecuencias metodológicas de este principio fundamental: los grandes hombres son hombres. Hay que tener en cuenta después el hecho de que si es bien cierto que el genio consiste en su esencia en una forma cualitativamente superior de la aptitud para la invención creadora, el secreto del genio, como de toda cualidad dialéctica nueva, está en una acumulación cuantitativa determinada que la ha preparado. Sin duda no se puede estar enteramente de acuerdo con Buffon diciendo que el genio es una larga paciencia. Desgraciadamente, hay mucha gente que ha «pacientado largamente» sin por ello alcanzar jamás el genio. No hay que ver solo la acumulación cuantitativa de los esfuerzos preparatorios, sino el salto cualitativo del golpe de genio. Pero lo esencial es que ese momento de genialidad nunca es la manifestación gratuita de un «don» inexplicable, sino más bien el resultado lógico de un largo proceso de maduración. Newton no descubrió la gravedad universal de repente al ver caer una manzana, sino tras pensar en ello sin cesar. Una vez más, la teoría de los «dones» simplemente oculta la realidad fundamental: el trabajo humano.
Y eso no es todo. Si, como he demostrado anteriormente, la inteligencia no es una entidad o una facultad en sí misma, sino un modo de relación activa entre el hombre y su entorno, la forma genial de la inteligencia debe analizarse no como un rasgo del individuo aislado, sino como una relación entre el individuo y el mundo social. Esto significa, en particular, que si se analiza detenidamente —y, lamentablemente, en demasiados casos la actitud supersticiosa hacia el genio ha impedido hasta ahora hacerlo—, la invención genial nunca surge en la mente del individuo hasta que no ha madurado en la sociedad. Un hallazgo genial es un hallazgo que responde a un problema objetivo que exige una solución genial, y esto se produce necesariamente en un momento en que los datos sociales proporcionan los medios para elaborar esta solución genial. No se trata, bien entendido, de quitar todo el mérito del genio al individuo para transferirlo a un mundo social anónimo, sino de comprender el genio como el encuentro – encuentro a la lógica profunda de la cual vienen además a añadirse azares – entre un punto cualitativamente extremo de la aptitud para la invención creadora en un individuo, y un punto cualitativamente extremo de la madurez de un problema objetivo dado. Es lo que explica que las grandes descubrimientos científicos, por ejemplo – cálculo infinitesimal o evolución de las especies – han sido hechos siempre simultáneamente por varios investigadores. Y el marxismo fue encontrado en su principio, por el obrero Joseph Dietzgen al mismo tiempo que Marx y Engels. Así, es una ilusión retrospectiva bien ingenua imaginarse que desde su nacimiento un individuo estaría «dotado» para ser un genio. La verdad es que el genio también es el fruto de las circunstancias como toda aptitud, y que en resumen toda época produce siempre los genios que necesita y que merece.
Sin duda, habría que ir más lejos aún y meditar esta idea de Marx, extremadamente profunda psicológicamente, de que la concentración extrema de la inteligencia en un pequeño número de hombres y su sofocación en las masas son un efecto de la división del trabajo social, de modo que el genio del gran hombre es la cristalización en un solo individuo de la inteligencia y del trabajo de las masas – lo que no disminuye en nada, todo lo contrario, la admiración y el conocimiento razonados que se debe al hombre genial, pero lo que hace soñar con el porvenir del genio, en una sociedad radicalmente democratizada. Sin duda, una concepción verdaderamente científica del genio no dará la razón, en este punto como en los otros, al igualitarismo: la sociedad comunista no hará, según una fórmula de Marx, que cada uno reemplace a Rafael, sino que cada uno que lleve en sí un Rafael pueda desarrollarlo libremente. No producirá los genios en serie – lo propio del genio es estar adelantado en un dominio determinado, y en este sentido ser único – sino que dará a cada uno la posibilidad de desarrollarse hasta expresar lo que hay de único, y en este sentido, de genial, en él.
La inteligencia y el pueblo
Otros, por fin, interpretando de manera esquemática el papel de las condiciones sociales en el desarrollo de la inteligencia, creen encontrar una contradicción entre la idea de que las desigualdades de clase colocan a la clase obrera en una situación de inferioridad intolerable respecto a la burguesía, desde el punto de vista de las oportunidades de desarrollo intelectual, y la afirmación de que la clase obrera, tanto y más que cualquier otra clase social, es un semillero de gente inteligente.
Es cierto que existe una contradicción entre estas dos ideas igualmente ciertas, pero no es una contradicción lógica, signo de falsedad del pensamiento, es una contradicción dialéctica que expresa una realidad objetiva, la misma que conoce prácticamente la clase obrera. De una parte, en efecto, el desarrollo de la inteligencia depende de una multiplicidad infinita de incitaciones funcionales, de las cuales algunas son más o menos completamente independientes de las diferencias de clase, de las cuales otras son mucho más ricas y numerosas en los medios populares que en la burguesía, en las familias de trabajadores que en las familias de ociosos. Todo enseñante sabe por experiencia que ciertas componentes muy preciosas de la inteligencia, como su vínculo concreto con la vida, se encuentran mucho más a menudo en los buenos alumnos de origen obrero que en aquellos de origen burgués. Pero al mismo tiempo, y de forma contradictoria, las condiciones de vida de la clase obrera, desde las condiciones de vivienda y alimentación hasta las dificultades que encuentran en el ámbito del ocio y la cultura, constituyen una desventaja flagrante, y a menudo decisiva, en la escolarización de los niños, escolarización que, por otra parte, se ve acortada en muchos casos porque los padres no tienen la posibilidad material de perseverar. Cuando un niño, como explica incansablemente G. Cogniot, no solo no puede recibir ayuda en casa para aprender sus lecciones, hacer sus deberes, asimilar más a fondo lo que no ha entendido bien, sino que además solo dispone de un rincón de la mesa de la cocina para trabajar, se puede afirmar que debe ser realmente inteligente para obtener unos resultados siquiera mediocres y que el desarrollo de su inteligencia se ve gravemente perjudicado por la desigualdad de clases. No solo es en interés de la clase trabajadora, sino de toda la nación, que se ponga fin sin demora a una política educativa y, en general, a un régimen que desperdicia la riqueza más esencial de un país: la inteligencia de su pueblo.
Conclusiones
La crítica radical de la creencia en los «dones» debe contribuir a ello. Porque al término de este estudio, el lector se habrá ciertamente apercibido de que, como decía al comenzar, este aparente desvío por cuestiones teóricas a veces arduas da a los objetivos de las luchas prácticas llevadas a cabo por los demócratas para la salvaguardia y la verdadera reforma de nuestra escuela una claridad, un relieve, una fuerza movilizadora considerablemente acrecentados. Cuando se tiene bien a la vista que los «dones» no existen y que las aptitudes intelectuales se forman socialmente, se está plenamente convencido de que son justas, y se está plenamente resuelto a luchar para que triunfen las disposiciones fundamentales del plan Langevin-Wallon:
- El aumento masivo de los créditos de la Educación Nacional, a fin notablemente de que ninguna clase supere en ninguna parte el efectivo máximo de 25 alumnos, condición capital para que la enseñanza pueda adaptarse a cada caso individual y recuperar así cada fracaso, cada retraso;
- El reclutamiento en número suficiente – lo que supone una revalorización sustancial de la función enseñante – y la formación de maestros altamente cualificados para todas las clases, provistos en todos los casos de una licenciatura que comporte una formación pedagógica de valor científico – condición esencial para que, desde la escuela maternal (e incluso desde la guardería), cuya importancia así como la de la enseñanza del primer grado, es fundamental, cada niño sea eficazmente ayudado a formar todas sus aptitudes intelectuales de base, a una edad en la que muchas cosas se deciden ya;
- La realización de un verdadero tronco común y la instauración de la escolaridad secundaria obligatoria para todos hasta los 18 años y dando acceso a la enseñanza superior – consecuencia directa y crucial del hecho de que cada niño es apto y tiene derecho a un desarrollo intelectual normal y a la adquisición de una sólida cultura general;
- El aplazamiento hasta los 15 años de la elección de una sección especial, elección que se prepara durante mucho tiempo mediante una observación racional y activa, y que puede corregirse continuamente gracias a la existencia de numerosos puentes y a una amplia parte cultural común entre las secciones, consecuencia necesaria del hecho de que las aptitudes especiales no son «dones» innatos y exclusivos, sino adquisiciones sociales a veces tardías y siempre compatibles con la apertura a lo que tiene valor universal;
- La generalización de los esfuerzos de recuperación sistemática y multiforme, incluso para los deficientes, los retrasados, los atrasados – teniendo en cuenta el hecho de que no existe casi ninguna insuficiencia de los datos biológicos que no pueda ser compensada por un esfuerzo pedagógico adecuado;
- El desarrollo considerable de la ayuda a las familias y a los estudiantes bajo forma de becas, presalarios, etc., no según el falso principio igualitario: «a todos», sino según el justo principio democrático: «a todos aquellos que lo necesitan» – lo que justifica evidentemente el análisis de las causas sociales de la desigualdad de las aptitudes intelectuales.
En términos más generales, la comprensión científica de la cuestión de los «dones» y las aptitudes proporciona a los profesores, padres, alumnos y estudiantes, en definitiva, a las masas, una conciencia mucho más aguda de sus responsabilidades, pero también de sus posibilidades. Acaba con la actitud, aún demasiado extendida, de resignación ante el fracaso escolar y la estupidez, y promueve en todos un optimismo conquistador y, en el sentido más amplio de la palabra, revolucionario.
No, los «dones» no existen. Parcialmente espontánea, como toda ideología —el racismo, por ejemplo, con el que no deja de tener relación—, la creencia en los «dones» es alimentada sobre todo por la clase a la que sirve, la burguesía monopolista. Es esencial y urgente emprender una amplia batalla de ideas para desmitificar la opinión sobre este punto: para desarrollar en la clase obrera, en las masas populares —añadiendo a la magnitud del perjuicio intelectual que se les causa la conciencia aguda de dicha magnitud— la voluntad de pedir cuentas al poder por cada inteligencia abandonada o mutilada: para que todos comprendan plenamente que el plan Langevin-Wallon no es solo un plan democrático, sino también científico; no solo un plan generoso, sino también realista; y para que se vea más claramente, más allá incluso de la etapa democrática que supondrá su aplicación, el futuro apasionante de la enseñanza politécnica y el pleno desarrollo de cada personalidad humana que logran el socialismo y el comunismo.
La experiencia demuestra de manera contundente que este problema de los «dones» apasiona literalmente a quienes se enfrentan a él. Apasiona porque lo plantea la propia vida y la experiencia de las masas, en la etapa actual de nuestra historia. Será en la vida y a través de la acción de las masas donde se resolverá. Todo depende de ustedes, de nosotros. Padres que queréis a vuestros hijos, trabajadores que aceptáis todos los sacrificios personales para que puedan estudiar y tener así una vida mejor que la vuestra, vuestro amor no tiene fuerza y vuestros sacrificios son en vano si no ganamos la gran batalla por la escuela. Cualquier solución individual es insignificante: ¿creéis que, con vuestras manos desnudas, podéis preservar para vuestros hijos un pequeño rincón de escuela satisfactorio, cuando el poder gaullista está destruyendo todo el edificio con una excavadora? Vuestra participación personal en la lucha de las fuerzas democráticas por una solución nacional al problema de la escuela es el único camino que conduce a la solución de vuestro problema personal, el de vuestros hijos. Hay que acabar sin perder un solo día con un régimen que practica un auténtico genocidio intelectual. Hay que construir una escuela democrática. La victoria tampoco será un «regalo». Será el fruto de nuestra acción.
Notas
1 En el número de noviembre de 1962 de L’École et la Nation, que trataba el tema: «Padres, ¿cómo juzgar a los maestros de sus hijos?», abordé muy brevemente y de forma somera el tema de los «dones». Este pasaje del artículo le valió a la revista un abundante e instructivo correo, lo que puso de manifiesto hasta qué punto el tema apasiona, tanto por sus incidencias prácticas como por su aspecto teórico. L’École et la Nation publicó mes tras mes estas cartas de los lectores. En junio de 1963, retomé el problema de forma un poco más desarrollada, aunque aún esquemática en algunos puntos, bajo el título: «Nuevas reflexiones». Nuevos lectores escribieron a la revista. Se organizaron debates, en los que tuvieron a bien participar especialistas en cuestiones psicofisiológicas y pedagógicas. Y es disponiendo de este dosier tan rico como he escrito las páginas que siguen, de modo que pueden considerarse como el resultado de un trabajo colectivo en parte. Aprovecho la ocasión para agradecer calurosamente su valiosa aportación crítica a todos estos lectores y amigos de L’École et la Nation. En el momento en que este artículo está a punto de ser publicado, el Sr. Christian Fouchet acaba de anunciar su «plan» para la enseñanza. Este plan, que apunta a limitar drásticamente el acceso a la enseñanza secundaria larga y a reforzar la selección social desde la escuela primaria, confirma trágicamente el análisis que sigue.
2 El «don» –todos los diccionarios, empezando por el Littré, confirman el sentimiento común– es «lo que se ha recibido sin haber hecho nada para obtenerlo». Por definición, sería una ventaja innata por oposición a lo adquirido. Así, la palabra don no es en absoluto sinónimo de aptitud, y nada justifica la costumbre, desgraciadamente extendida, que consiste en utilizarla en su lugar. Porque la palabra aptitud se limita a constatar un hecho actual: tal individuo es por el momento apto o inepto para tal o cual tarea. Por el contrario, hablar de «don» o de «falta de don» no es sólo constatar una aptitud o una inaptitud, sino que es, de entrada, vincular esta constatación con la afirmación de un diagnóstico (esta aptitud, esta inaptitud es innata), e incluso, en consecuencia, de un pronóstico contra este rasgo de naturaleza (todos los esfuerzos educativos serán vanos, al menos en parte); diagnóstico y pronóstico que son en realidad puras hipótesis pero que, bajo la falaz unidad de la palabra «don», toman el aire objetivo e indiscutible del único hecho constatado: la aptitud y la inaptitud. Cf. el estudio de G. Mialaret, Le Vocabulaire de l’éducation, P.U.F., 1963, p. 45 y ss.
3 Un ejemplo: en junio de 1963, L’Éducation Nationale, bajo el prometedor título «¿Retrasados o maltratados?», publicó un número especial dedicado a los problemas de la enseñanza práctica terminal. ¿Por qué será que ya en el primer artículo, R. Dottrens califica a estos niños de «menos dotados», para explicar en una nota: «entendemos por este término a los niños de inteligencia media o inferior a la media, a excepción de los débiles mentales y los caracteriales –siendo este juicio establecido en vista de sus resultados escolares»? (p. 3). ¿Por qué, entonces, llamarlos «menos dotados» si se quiere simplemente registrar el hecho de que terminan en la enseñanza terminal? Mientras que en el mismo número, un inspector de primaria, basándose en la experiencia y evocando otras condiciones sociales y escolares, puede escribir «¿por qué no este eslogan: todos a 6º?». ¿Qué razón impulsa a un interlocutor anónimo a objetar: «¿No cree que es un poco demasiado optimista? ¿Existen alumnos muy poco dotados?» (p. 25). A ello responde de manera convincente otro estudio interesante, el de P. Idier, consejero de OSP, que, a excepción de una serie de patologías, la «falta de dons» invocada resulta ser, tras el análisis, la falta de condiciones sociales y escolares necesarias para un desarrollo intelectual normal. Sobre este punto, ver las observaciones pertinentes de H. Wallon en Les Origines de la pensée chez l’enfant, P.U.F., 1945, t. I, p. 10.
4 Por lo demás, es un carácter más general de este tipo de creencias. A los argumentos que desarrolla ante él el antirracista, llega casi siempre un momento en que el racista responde sarcásticamente: «¡Ah, usted no los conoce…». Los que creen en los «dones» tienen frecuentemente la convicción de que las refutaciones científicas de esta creencia conciernen quizás al caso general, pero no a su caso particular. Cf. el testimonio conmovedor de un padre de familia obrera, citado por M. et R. Laffitte en L’École et la Nation, n° 102, p. 36.
5 Desgraciadamente, no puedo desarrollar aquí un análisis crítico de este texto. Baste con indicar que, escrita después de la muerte de Pascal, ocurrida en 1662, esta biografía relata episodios de la infancia de Pascal que se remontan a más de treinta años atrás, y ello, en un siglo, y por parte de una mujer, sin tener ninguna idea de las exigencias elementales de una observación científica en materia de psicología infantil. En realidad, este texto fue escrito enteramente con el proyecto preconcebido de hacer aparecer la vida de Pascal como la obra de «la Providencia de Dios» –lo que, dicho sea de paso, conduce a la caritativa Sra. Périer a ser muy ingrata con el notable educador que fue el padre de Pascal, y el suyo propio. Sobre la biografía de Pascal por Mme Perrier, ver el análisis de L. Goldmann en Le Dieu caché, Gallimard, 1955, p. 350 y ss.
6 A principios del siglo XIX, el médico alemán Gall, fundador de la frenología, partiendo de una concepción ingenua de las localizaciones cerebrales, creía poder palpar en el cráneo, no sólo la «protuberancia» correspondiente a un desarrollo supranormal de la sede del «don matemático», sino también las protuberancias de la alegría, del orgullo o de la veneración. Tal es el origen de la expresión popular: «tener la protuberancia» de esto o aquello. Sobre la historia de la frenología y de las teorías de las localizaciones cerebrales, ver el libro de G. Lanteri-Laura, Histoire de la phrénologie, P.U.F., 1970.
7 En la ciencia europea de la segunda mitad del siglo XIX, la presión científica de este dogma de la herencia intelectual era tal que incluso un pensador de la talla de Engels se dejó llevar, en algunas notas no destinadas a la publicación, a escribir: «Formas del pensamiento también adquiridas hereditariamente por evolución (evidencia, por ejemplo, de los axiomas matemáticos para los europeos, ciertamente no para los bosquimanos y los negros de Australia)». (Anti-Dühring. Ed. Sociales. 1950, p. 379. cf. también: pp. 454 y 455). Toda la obra teórica de Marx y del propio Engels, como se verá más adelante, desmiente esta [excepcional en el autor del Anti-Dühring, que supo analizar tan bien el papel decisivo del trabajo social en el paso del mono al hombre y en todo el desarrollo del conocimiento –lo que confirma que estas pocas notas no tuvieron incidencia en las concepciones de conjunto. Sobre la persistencia de estas ideas en los Estados Unidos, ver el libro de R. Hofstadter, Social Darwinism in American Thought, Beacon Press, 1955.
8 R. Zazzo. La dialéctica de la personalidad. La Pensée. N° 93, sept-oct 1960, p. 54. R. Zazzo, Les Jumeaux, le couple et la personne, P.U.F., 1960, t. I, p. 12.
9 Citado por Y. Calefret. Esquisse de la préhistoire de la neurophysiologie cérébrale. Les cahiers rationalistes. N° 214, oct-nov 1963. P. 190. F.J. Gall, Sur les fonctions du cerveau, t. I, p. 253.
10 Primo de Darwin, el inglés Galton nació en 1822 y murió en 1911. Su obra fue escrita esencialmente durante el último tercio del siglo XIX. F. Galton, Hereditary Genius, Macmillan, 1869.
11 Lamentablemente, se constata que Jean Rostand, cuya obra científica y filosófica inspira por muchos otros lados simpatía y confianza, embrolla a gusto los caminos sobre esta cuestión de la eugenesia, de la que declara que su ideal es «incontestablemente bien fundado» (La herencia humana. P.U.F. 1962. P. 119) después de haber escrito que «no está prohibido pensar que ciertas razas están, por su equipamiento genético, mejor provistas que otras en lo que respecta a las facultades más apreciadas por la civilización occidental». (p. 107). Cita sin desaprobación visible una proposición de Charles Richet que dará una idea del nivel del «pensamiento» eugenista: «Para apartar del matrimonio a los sujetos enclenques, obligar a cada uno de los dos esposos a atravesar un gran río a nado y ello sin que haya ningún barco para prestar socorro. Peor para los débiles que serán arrastrados por la corriente». (p. 119). Sobre la eugenesia y sus relaciones con el imperialismo, ver el libro de M. et R. Laffitte, L’École et la Nation, n° 102, p. 42.
12 Th. Ribot. La herencia. Ladrange. 1873. P. 513. T. Ribot, L’Hérédité psychologique, Alcan, 1873, p. 456.
13 León XIII. Rerum Novarum… Ed. Spes 1947, p. 25. Mucho más recientemente aún, hablando de su encíclica Mater et Magistra a unos peregrinos españoles, Juan XXIII les decía: «no puede haber una igualdad absoluta entre los hombres, porque el Señor no nos ha hecho a todos iguales». (Le Monde, 24 de agosto de 1961). En este punto como en otros muchos, la encíclica Pacem in Terris marca una evolución extremadamente interesante de considerar, por ejemplo cuando afirma en el punto IV, que «no puede ciertamente existir seres humanos superiores a otros por naturaleza». León XIII, encíclica Rerum novarum, 1891, § 14.
14 A. Carrel. El hombre, ese desconocido. Plon, 1953. p. 361. A. Carrel, L’Homme, cet inconnu, Plon, 1935, p. 300
15 p. 328 Ibid., p. 302.
16 L’Éducation Nationale. N° 23 bis, 27 de junio de 1963, p. 4. Christian Fouchet, declaración ante la Asamblea nacional, 20 de junio de 1963.
17 Citado en France Nouvelle. N° 942, 6 al 12 de noviembre de 1963, p. 10. J. Mabire, La Legion des volontaires français, Éditions de l’Homme libre, 1963, p. 45.
18 El carácter confidencial de tal boletín no impide que ideas de este orden, cuesta escribirlo, penetren en algunos enseñantes. Así se entera uno, leyendo el número de agosto-septiembre de la revista de la enseñanza filosófica, que en el curso de una reunión de profesores de filosofía en París, un profesor calificaba a su clase de «revoltijo de pequeños cretinos». Tales juicios se vuelven contra los que los pronuncian. La desgracia es que el profesor que relata este hecho criticándolo firmemente, afirma él mismo seis páginas más adelante: «no todos los alumnos están igualmente dotados». ¡Qué conclusión! P. Grosclaude, L’Université française, n° de septiembre-octubre de 1963, p. 12.
19 Mis artículos de L’École et la Nation, por ejemplo, han sido criticados, ya sea en Rivarol o en los Cahiers Universitaires de junio-julio de 1963, con una acritud que sólo iguala la indigencia conmovedora de la argumentación. En cuanto a la Federación de Estudiantes Nacionalistas, fiel al pensamiento del fascista Alexis Carrel, nos reprocha en un panfleto «no reconocer el papel preponderante de los factores hereditarios» y preparar así «el embrutecimiento servil de la Universidad» al querer crear las condiciones para que puedan entrar en ella los hijos de los trabajadores. Gracias, señores, por confirmar tan complacientemente el sentido de clase del debate entablado. Ver, por ejemplo, los ataques contra el plan Langevin-Wallon en Le Monde del 15 de marzo de 1964.
20 No podría recomendar demasiado, sobre este punto, la lectura del estudio de Brian Simon titulado Tests de inteligencia y escuela única, publicado en el n° 28 de Recherches internationales à la lumière du marxisme, dedicado a los problemas de la educación. Naturalmente, nadie piensa en contestar la utilidad de los tests en la medida en que dan del estado actual de tal o cual aptitud del niño una descripción y una evaluación correcta y más precisa que las que se obtienen por procedimientos empíricos. Lo importante es no equivocarse sobre la naturaleza de lo que se observa y de lo que se mide, y no confundir, además, esta medida y esta observación con una explicación del estado presente de las cosas ni con un pronóstico del estado futuro. Ver, entre otros, el estudio de Brian Simon, Intelligence, Psychology and Education, Lawrence & Wishart, 1971.
21 Recherches internationales à la lumière du marxisme. N° 28, 1961. La Educación. P. 185. Brian Simon, op. cit., p. 56.
22 Este término debe entenderse en el sentido muy amplio en que se opone a «natural» para designar todo lo que es social. Sobre la ilusión de los tests «no verbales», ver el libro de A.R. Luria, The Nature of Human Conflicts, Liveright, 1932.
23 P. Oléron. Los factores del desarrollo mental. Bulletin de psychologie n° 187, enero 1961, p. 385. P. Oléron, L’Intelligence, P.U.F., 1963, p. 78.
24 A veces se atribuye esta fórmula; «la inteligencia es lo que mide mi test» –y la mistificación que contiene– al psicólogo Binet. Es un error. Ver sobre este punto Homenaje a Binet desconocido por R. Zazzo. La Raison n°19, 1957. Sobre la crítica de los tests de inteligencia, ver también el libro de L. M. Terman y M. A. Merrill, Measuring Intelligence, Houghton Mifflin, 1937, que, a pesar de su orientación general favorable a los tests, reconoce muchas de sus limitaciones.
25 Obra citada. P. 196. Brian Simon, op. cit., p. 89.
26 Citado por la Sra. F. Siclet-Riou. L’École et la Nation. Nov 1963. P. 59. Consultar también el n°112 de La Pensée (dic. 1963) que está en gran parte dedicado a la gran obra de H. Wallon.
27 H. Piéron, Psicología diferencial. P.U.F., 1949, p. 46.
28 Por lo demás, como señalaba E. Verley en una discusión organizada a este respecto, toda pedagogía –a la que estamos tan acostumbrados que acabamos por no verla– fundada en la composición y el concurso, donde el puesto prima sobre la nota, y donde la regla de oro es que por principio habrá pocos elegidos, es a la vez el reflejo directo de una concepción burguesa de la escuela, considerada como teniendo por misión desprender «élites» del «magma», y una fuente evidente, en muchos alumnos, de estancamiento, desaliento y fracaso. Y la idea misma de una «medida» de la inteligencia (el C.I.) con los postulados que implica sobre la existencia de una inteligencia repartida de forma desigual, puede considerarse como perteneciente aún a esta misma óptica, al menos en parte. En el fondo, ¿la reducción de todas las formas concretas de inteligencia a una inteligencia abstracta que sirve de unidad de medida no refleja la esencia de una sociedad fundada sobre la producción mercantil, la ley del valor, y la reducción de todos los trabajos sociales concretos a un trabajo abstracto, como muestra tan profundamente Marx desde el principio de El Capital?
Naturalmente, esto no justifica en nada la campaña oficiosa y oficial que está en su apogeo, del escándalo del concurso de entrada a la ENS, de la reforma del bachillerato, contra el sistema actual de exámenes y concursos, porque toda esta campaña no tiene más que un objetivo: sustituirlo por un sistema mucho menos democrático. Lo que está justificado, por el contrario, es la disposición del plan Langevin-Wallon que prevé la refundición de este sistema en un sentido diametralmente opuesto, es decir, más democrático y más científico a la vez, según el principio siguiente: «Por medio de sondeos múltiples, se tratará de explorar el conjunto de las adquisiciones y de las aptitudes eliminando en lo posible el azar». Ahí está evidentemente la solución de futuro a los problemas de los exámenes.
Que se tenga cuidado también de no confundir la justa idea, formulada en el texto de Piéron, y también en el plan Langevin-Wallon, de la igual dignidad y valor de todas las formas de inteligencia –idea que conduce lógica y democráticamente a prever para todos, en formas adaptadas, una escolaridad secundaria completa (hasta los 18 años) y la posibilidad de acceder a la enseñanza superior– con la exaltación paternalista y repugnante de la «inteligencia concreta» y de las «aptitudes prácticas» que pretende, por el contrario, justificar el hacinamiento de los hijos del pueblo en una enseñanza corta, material y culturalmente rebajada, y que no desemboca en la superior. Es así como en el curso de un reciente almuerzo-debate, el 11 de marzo de 1964, el Sr. A. Boulloche, encargado de presentar al primer ministro un proyecto de reforma de las grandes escuelas, después de haber pedido «no considerar ya como única inteligencia la capaz de abstracción y de ideas generales» y predicho «que se descubrirá en el futuro la nobleza» de formas de inteligencia más concretas y técnicas concluía cínicamente: «los niños dotados no deben ya ser sistemáticamente orientados hacia la enseñanza superior, es a este precio que será posible formar a numerosos técnicos». Después de lo cual, el Sr. Ponte, presidente director general de uno de los mayores negocios de la Francia gaullista, la C.S.F., abogó elocuentemente por «la rehabilitación del estado de técnico»… se ve lo que hablar quiere decir.
29 Obra citada. P. 189.
30 Monstruo ideológico, pero realidad histórica seguritaria y tenaz. Es simplemente el aspecto de la fusión muy pronto realizada entre el universalismo ideal del cristianismo y la estructura desigualitaria de la sociedad real a la que su suerte se ha ligado. La encíclica Pacem in Terris testimonia que la aquiescencia de la iglesia católica a esta monstruosidad ideológica podría estar cerca de su fin.
31 Pero es una forma que tuvo su hora en ciertos sabios del siglo XIX, y ha dejado huellas profundas, hasta en muchas expresiones populares, como «cabezas pequeñas», «frente de pensador», «cerebro rizado», etc.
32 P. Chauchard. El cerebro humano. P.U.F. 1958 p. 35.
33 P. 37.
34 P. 36.
35 El gran dramaturgo irlandés Sean O’Casey, hijo de una mujer de la limpieza, no sabía ni leer ni escribir a los trece años. A los diecisiete años escribía su primera obra. No es excepcional.
36 Como hacía observar muy juiciosamente el profesor Robert Weil en los Cahiers Rationalistes de diciembre de 1959 dedicados a los Problemas de la herencia: «se olvida a las mujeres por la buena razón de que, hasta la época actual, las mujeres no tenían la costumbre de llevar una vida profesional o social que pudiera mostrar sus aptitudes para el éxito. ¿Cuál era el aporte genético de todas las veinte damas Von Bulow cuyo marido era general? Quizás no tenían muchos dotes militares pero no lo sabremos nunca y por causa. Pero querer hacer genética olvidando sistemáticamente todos los aportes maternos, es evidentemente una imposibilidad total.» (p. 279). Se lamenta tanto más que en este estudio, no todo sea tan indiscutible como esta observación.
37 Ribot, sintiendo bien la debilidad que representaba para su tesis la ausencia de todos los grandes generales de la Revolución en su lista de las «familias de hombres de guerra», trata de escamotearla con una mala fe desarmante: «Si, en lo que toca a los grandes generales, los casos de herencia parecen más raros que en otras partes, no hay por qué asombrarse. Muchos, dotados de grandes talentos naturales, han debido perecer, antes de llegar a la gloria o de haber fundado una familia.» (p. 149). ¡Pero los que no han tenido hijos han tenido sin embargo padres! ¿Por qué no se nos habla de ellos?
38 P. 109.
39 P. 66.
40 P. 112.
41 P. 113. [1.
42 «Los falsos gemelos, explica R. Zazzo, provienen de dos óvulos y son en consecuencia dos seres tan diferentes el uno del otro como pueden serlo hermanos ordinarios. Los verdaderos gemelos provienen de un solo óvulo que, algún tiempo después de la fecundación, se ha escindido en dos. De modo que se puede decir de dos verdaderos gemelos que son un solo ser en dos ejemplares.» (La Pensée n° 93, sept-oct 1960. P. 51).
43 P. 51. R. Zazzo explica cómo esta diferenciación se opera sobre la base de una «situación de pareja» en la que los gemelos juegan necesariamente roles distintos.
44 P. 51.
45 Cifras citadas por P. Oléron. Los factores del desarrollo mental. Bulletin de psychologie n° 195 abril 1961. P. 700. En Psicología diferencial, Piéron cita también una cifra altamente significativa: el índice de correlación entre los C.I. (obtenidos con el test de Binet) de los verdaderos gemelos criados juntos y estudiados por Newmann, Freeman y Hoizinger era de 0,91 contra 0,67 solamente entre sus verdaderos gemelos criados separadamente. Naturalmente, no se trata de negar las grandes semejanzas psicológicas existentes en conjunto entre verdaderos gemelos, ni siquiera de negar toda relación entre estas semejanzas y la identidad genética, sino de comprender esta relación de una manera totalmente diferente a la de los partidarios de la herencia, como se explica más adelante.
46 Obra citada. P. 21. Piéron indica en nota: «En un caso (…) había 24 puntos de diferencia en el C.I., pero las diferencias educativas eran enormes. (13 años de diferencia en la duración total de la escolaridad)» (P. 19. [1). ¿No es un hecho extraordinariamente probante?
47 Una correlación de 100 es una correlación que existe en 100 casos sobre 100, una correlación de 0 en 50 casos sobre 100, una correlación de -100 en 0 casos sobre 100.
48 Bulletin de psychologie n° 195, mayo 1961 p. 929.
49 P. 928.
50 No hablemos de lo que pasa cuando el autor no es de entera buena fe, lo que desgraciadamente no carece de ejemplos.
51 Casi la única que fue dada por el profesor Oléron hace tres años en su curso en la Sorbona sobre estos problemas. Parecerá algo asombroso que puedan ser ignorados tan completamente los trabajos esenciales de la escuela de Henri Wallon o los trabajos soviéticos.
52 Citados por Oléron. Bulletin de psychologie n° 195 abril 1961, p. 933. En el fondo, esta observación de Cattell viene a reconocer el hecho de la pauperización cultural absoluta de las masas laboriosas. Pero en lugar de comprender el fenómeno como tal y de acusar al verdadero responsable, es decir, el capitalismo, Cattell se asusta ante lo que le aparece como un flagelo biológico.
53 Obra citada. Pp. 490 y 491.
54 La observación fue hecha por Maurice Loi, el autor de El desastre escolar, en L’École et la Nation de noviembre de 1963, p. 35. Esta investigación va lejos, más lejos de lo que es posible seguirla en los límites de un folleto.
55 Lenin: Cómo organizar la emulación.
56 R. Zazzo: El método de los gemelos. L’Année psychologique. 1940–1941. Pp. 227 y siguientes.
57 Ninguna obra sin duda ayuda más a hacerlo que la, admirable y aún demasiado desconocida entre nosotros, de Makarenko. Pienso no sólo en el célebre Poema pedagógico, sino también y sobre esta cuestión, más aún, en el Libro de los padres.
58 Se ve el papel de coartada que la creencia en la «falta de dotes» de un niño puede también jugar en un tal caso.
59 Recherches internationales, n° 28. 1961. La educación, p. 23. Hay que leer todo el estudio de A. Leontiev, Educación y desarrollo psíquico, cuya importancia para la cuestión que nos preocupa es fundamental.
60 Piéron: «De la actinia al hombre». P.U.F. T 2 p. 225. No podría recomendar demasiado la lectura de la 4ª parte de esta obra a todos aquellos a quienes interesen estos problemas. Comprenderán mejor los fundamentos científicos del plan Langevin-Wallon, del que H. Piéron fue uno de los autores.
61 Hay 52 casos conocidos de niños salvajes. La mayoría han sido criados por animales, la mayoría de las veces lobas.
62 H. Piéron: «De la actinia al hombre». T 2. pp. 253 y 254. Sobre esta apasionante cuestión de los niños salvajes, no podría recomendar demasiado la lectura del pequeño libro de Lucien Malson: Los niños salvajes, mito y realidad, seguido de dos famosos informes, y hasta ahora imposibles de encontrar, del médico francés Jean Itard, escritos en 1801 y 1806, sobre un niño salvaje al que había emprendido educar: Víctor de l’Aveyron (colección 10/18). Tomo conocimiento del estudio de L. Malson, que recapitula todos los casos conocidos de niños salvajes y pone en evidencia lo que su estudio nos enseña en el momento en que corrijo las pruebas: la concordancia de los análisis y conclusiones del autor y las del presente estudio no es por ello menos sorprendente. No, los «dones» no existen, tal es en resumen la tesis que todo el apasionante estudio de L. Malson desprende de los hechos con una gran fuerza de convicción. Sin embargo, el autor no se apoya en la concepción marxista del hombre como conjunto de relaciones sociales, sino en la idea existencialista de que «el hombre no tiene esencia». Idea con la que en el límite no se puede estar de acuerdo. Cuando Malson escribe (p. 40): «la expresión naturaleza humana está absolutamente vacía de sentido», parece no contar para nada, ni el conjunto de datos biológicos comunes que aseguran la unidad real de la especie humana y su diferencia cualitativa con los animales, ni el conjunto de datos sociales objetivos, que en un lugar y en un tiempo dado, determinan la esencia de las personalidades humanas que se forman en su seno. Hay por lo tanto ahí, a mi entender, un error teórico importante de tipo fenomenista, y que puede entrañar graves consecuencias. Pero es bien cierto que esta esencia objetiva del hombre no es en ningún grado metafísica, es de cabo a rabo histórica y por consiguiente social, incluso en sus aspectos biológicos. En este sentido no se puede sino estar de acuerdo con el pequeño estudio de Malson: «en el hombre, el concepto de herencia psíquica (…) pierde todo significado conveniente (p. 10) … El hombre es una historia» (p. 7).
63 A. Leontiev, «Educación y desarrollo psíquico». Recherches internationales. n° 28, 1961. La Educación, p. 32.
64 P. 28.
65 P. 27.
66 Mientras que el progreso de los vertebrados superiores se manifiesta notablemente por el desarrollo constante del cerebro, este aspecto pasa a un segundo plano a partir del hombre de Neandertal. «Mientras que en los antropoides superiores, un gorila por ejemplo, la caja craneana es de unos 600 cm3, en el Neandertal, se encuentra la misma capacidad que en el Homo Sapiens; ya el salto está completamente hecho. Se llega en el Neandertal clásico, el hombre de La Chapelle-aux-Saints, a encontrar 1600 cm3, lo que es más que el parisino medio que tiene alrededor de 1560.» (H. Piéron: «De la actinia al hombre». T 1). pp. 213-214. Ciertamente el cerebro ha continuado evolucionando a lo largo de las últimas decenas de miles de años, notablemente su lóbulo frontal, pero cada vez más el lugar decisivo del progreso está en otra parte, está fuera del organismo, en el mundo social.
67 Obra citada. P. 27.
68 Así la «división del trabajo» en la colmena, sobre la que se han escrito innumerables tonterías, es esencialmente una división en capas de edad, es decir, reposa sobre la maduración biológica.
69 Citado en L’Humanité. 15 de febrero de 1963. P. 7.
70 H. Piéron: «De la actinia al hombre». T 2. p. 250.
71 Con ocasión de una emisión dedicada a los nueve primeros meses de la vida (emisión del 23 de septiembre de 1963), un especialista podía afirmar que más de un niño disminuido cerebral a título definitivo es en realidad una víctima de la gran miseria de nuestros hospitales, que hace imposibles ciertas intervenciones en los plazos deseados. La «naturaleza» tiene buena espalda.
72 Citado por Guy Besse. Helvétius, Del Espíritu. Ed. Sociales 1959, p. 33. Sobre los méritos y también los límites de la concepción que se hacía Helvétius de la omnipotencia de la educación (omitía preguntarse según la fórmula de Marx, «quién educa a los educadores», es decir, que olvidaba analizar las relaciones sociales fundamentales. Hay que leer el muy convincente análisis de Guy Besse en las páginas 41 a 43 de su introducción.
73 Marx y Engels. La Sagrada Familia. Pasaje citado en Études philosophiques. Ed. Sociales, 1951, p. 116. Los miembros de frases subrayados lo están por mí. En Miseria de la filosofía, Marx alaba a Adam Smith por haber comprendido que las diferencias entre los individuos «no son tanto la causa que el efecto de la división del trabajo» y añade: «en principio un cargador se diferencia menos de un filósofo que un mastín de un lebrel. Es la división del trabajo la que ha puesto un abismo entre uno y otro.» (Ed. Sociales 1947 p. 102). Ver sobre este punto esencial, Laicidad y reforma democrática de la enseñanza de Georges Cogniot, Ed. Sociales, 1963, capítulo VII: Nuestro ideal, la escuela socialista.
74 Citado por M. Loi. El desastre escolar. Ed. Sociales, 1962, p. 265. Todo el capítulo titulado El malthusianismo y la inteligencia, es de una importancia fundamental. Se notará que incluso en la Francia de 1964, es decir, en condiciones sin ninguna relación con las condiciones de la escuela soviética, las pruebas prácticas abundan en que es posible recuperar a niños cuyo futuro parece irremediablemente comprometido. Marguerite Ollier lo mostraba en L’École et la Nation (mayo de 1963) relatando la experiencia de un curso elemental segundo año bautizado como débil donde sobre treinta alumnos, 20 leían muy mal y 10 no sabían prácticamente leer: la solicitud y la experiencia pedagógica de algunos enseñantes obstinados en su tarea dieron por resultado que al final del segundo trimestre, los 20 niños que leían muy mal han adquirido casi todos una lectura expresiva y los 10 otros que no sabían leer, están en muy buen camino de llegar a ello a final de año. Que se juzgue lo que sería posible en una Francia verdaderamente democrática.
75 Pavlov: Obras Escogidas, Moscú, 1954, p. 467.
76 Una «tabla rasa» sobre la que se podría construir cualquier cosa, idea frecuente en el pensamiento del siglo XVIII.
77 Obra citada, p. 23.
78 «En la lotería de la herencia, el mismo número no sale nunca dos veces», escribe de forma sugestiva Jean Rostand. (La Herencia humana, p. 99).
79 P. Oléron: «No hay hereditario más que lo que es orgánico. La herencia psíquica es una metáfora» (Bulletin psychologique n° 187, enero 1961, p. 388).
80 Georges Cogniot: Laicidad y reforma democrática de la enseñanza. p. 226.
81 Pequeñez congénita del cráneo y del cerebro que conlleva la idiocia, es decir, un retraso extremo de la inteligencia. Un microcéfalo puede ser psicológicamente inferior a un perro, por ejemplo.
82 Sobre esta cuestión, se puede consultar notablemente textos fundamentales de Marx y Engels (algunos pasajes de La Ideología Alemana, la carta de Engels a Starkenburg del 25 de enero de 1894, etc. –citados en Fréville. Textos escogidos de Marx y Engels sobre la literatura y sobre el arte. Ed. Sociales. 1954, pp. 162 a 165, 175 y 176, etc.), el estudio de Plejánov, «El papel del individuo en la historia», en Las cuestiones fundamentales del marxismo. Ed. Sociales. 1947, los artículos de G. Cogniot, Objeciones a una teoría subjetiva del genio. La pensée, n° 75 y 76 de septiembre-octubre y noviembre-diciembre de 1957.
Nota de edición
[1] La expresión que utiliza Lucien Sève es «bosse des maths» que se puede traducir por «protuberancia matemática», término que tiene su origen en el siglo XIX, en una pseudociencia llamada «frenología». Fundada por el neurólogo alemán Franz Joseph Gall, sostiene que las capacidades cerebrales se distribuyen en zonas bien definidas del cerebro y que la forma del cráneo refleja estas capacidades. Según él, el cerebro ocupa todo el espacio de la caja craneal, lo que permite ver, según sus relieves, qué zonas están más o menos desarrolladas. Así, las personas con aptitudes para las matemáticas tendrían una «protuberancia» visible, o excrecencia situada detrás de las órbitas, lo que les daría unos ojos prominentes, ya que es ahí donde se encontraría la zona correspondiente. [NdT]
Traducción de Joaquín Arriola.
Fuente: Carnets rouges, 29 de enero de 2021 (https://carnetsrouges.fr/les-dons-nexistent-pas/)