Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Los judíos bajo el bolchevismo

Edward H. Carr

            (*)

            Entre las enojosas cuestiones heredadas de la Rusia zarista y que la revolución de 1917 prometió erradicar, el antisemitismo ocupaba un lugar preeminente, Nada había de raro en ello. Con frecuencia se ha presentado la adhesión de gran número de judíos a la causal revolucionaria como justificante de los prejuicios contra ellos y las brutales medidas de represión a que se vieron sometidos. Después de la revolución, los rusos «blancos» y sus partidarios extranjeros, entre los que hay que incluir a un sector de la prensa británica, invocaron constantemente el antisemitismo, con el fin de desacre­ditar a un régimen que contaba entre sus dirigentes a varios judíos eminentes. Pero el antisemitismo era algo que estaba profundamente arraigado en las costumbres rusas tradicionales, especialmente en las zonas rurales; y en este aspecto, lo mismo que en muchos otros, los hábitos tradicionales cuestan de hacer desaparecer. La historia de los judíos en la Unión Soviética es un rosario de buenas inten­ciones gradualmente ahogadas por una praxis defectuosa y a veces malintencionada. Desde 1930, aproximadamente, los judíos ya no han vuelto a sentirse seguros en la Unión Soviética. Sin embargo, la única pregunta que, honradamente, debiéramos formularnos es sí, por lo menos en determinados períodos, su situación era más incier­ta que la de otros muchos sectores de la población.

        The jews in soviet Russia (1) es una colección de ensayos rigurosos, tanto desde el punto de vista histórico como analítico, elaborados por autores judíos y sobre diversos aspectos del problema. Tal con­centración sobre un único tema tiende a dar la impresión de una versión demasiado exhaustiva y unilateral. Pero no cabe duda de que cada uno de los autores se ha esforzado por mantener un alto nivel de objetividad y por evitar toda exageración. El profesor Schapiro, el autor de la introducción, marca la pauta al señalar que «ningún autor serio, de la talla de quienes han contribuido a estas páginas que siguen, osaría afirmar que la situación de los judíos en la Unión Soviética hoy en día es análoga a la que padecieron en la Rusia de 1883 o 1903», además de señalar que se entrevén «indicios para un optimismo moderado», incluso en la situación actual.

        Los bolcheviques, por dos razones íntimamente relacionadas, no consideraban que los judíos constituyeran una nación. En primer lugar porque aceptaban, más que el concepto alemán de nación, el concepto europeo-occidental, que definía la «nación» entre otras cosas, por la posesión de un territorio nacional. Esta carencia distin­guía a los judíos de las demás minorías nacionales de la Unión Soviética. En segundo lugar, porque les bolcheviques consideraban que las diferencias de carácter racial y religioso entre judíos y gen­tiles eran básicamente irrelevantes, y creían que el destino de los judíos era el de quedar asimilados por la población con la que con­vivían. Tal opinión era compartida por bolcheviques y mencheviques (que aún contaban con una mayor proporción de judíos entre sus filas que los bolcheviques ). Y, a principios del siglo XX, esta creencia la compartían la práctica totalidad de los liberales y muchísimos judíos influyentes de la Europa occidental.

         Esta opinión influyó en la«doctrina del partido desde sus prime­ros pasos. Al tiempo que se consideraba la existencia de minorías nacionales ucranianas o letonas en el seno del partido socialdemócrata como algo perfectamente normal, la asociación judía -el Bund­ provocaba celos y resentimientos, en parte porque competía con éxi­to con otras secciones del partido en la captación de miembros. Después de la revolución, cuando se disolvió el Bund, se creyó nece­saria o conveniente la creación de «secciones judías» (lo mismo que otras secciones nacionales) a distintos niveles, pero dentro de la organización del partido. Estas secciones se mantuvieron hasta 1930. Pero eran tratadas más bien con tolerancia que con entusiasmo, y ninguno de los dirigentes judíos del partido llegó a asociarse a ellas. Por extraño que parezca, la única figura de primera fila en la jerar­quía gubernamental que expresó públicamente sus simpatías por las aspiraciones nacionales judías fue el gentil Kalinin.

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La obra de E.H. Carr sobre la Rusia soviética

Pepe Gutiérrez-Álvarez

          Después de pasar por una época en la que parecía cobrar vida aquella pesadilla que describía Trotsky en su inacabado Stalin, y en la que se preguntaba sobre lo que podría haber ocurrido en el caso de que once de los doce apóstoles de Jesús hubieran tomado partido por Judas, no estará de más recordar que existieron ejemplos –y existirán sin duda- de conservadores que toman partido por le comunismo y la revolución…Estoy hablando de Edward Halleath Carr (1), quien además de ser un marxista tardío puede ser justamente considerado como  uno –sino el que más- de los historiadores más exhaustivos y riguroso sobre la compulsiva historia de la Rusia Soviética, tema al que dedicó buena parte de su vida, y que apareció publicada en castellano en la segunda mitad de los años setenta, en una fase en la que autores como Carr, se imponían tanto a la escuela de falsificaciones oficialistas que comenzó a instaurarse en la URSS después de la muerte de Lenin, y a la “sovietología” dedicada a descalificar una experiencia en la que querían ver el estigma totalitario como algo inherente a su propia existencia… 

        La monumental Historia de la Rusia Soviética, a la que el célebre historiador británico dedicó aproximadamente un tercio de su larga existencia (2). La última entrega se cerró con la edición del estudio sobre las relaciones exteriores de la Rusia soviética durante los años que van desde 1926 a 1929, concluye la entrega del cuarto apartado, cuyo título general es "Bases de una economía planificada". Sobre la importancia de esta obra escribió muy tempranamente (1954). Isaac Deutscher que fue posiblemente el crítico que más influyó sobre E.H. Carr: “El mérito notable de Carr consiste en que él ha sido el primer genuino historiador del régimen soviético, Ha emprendido una tarea de enorme alcance ya gran escala (,..) Contempla la escena con la imparcialidad del que está, si no au-dessus de la melée, al menos au-delá de la mêlée. Desea dejar a sus lectores la comprensión, y él mismo investiga los hechos y las tendencias, los árboles y el bosque. Es tan austeramente concienzudo y escrupuloso como penetrante y agudo. Tiene instinto especial para ver el esquema y orden de las cosas, y presenta sus hallazgos con lucidez. Su Historia tiene que ser estimada como un logro verdaderamente notable (3) .

      La Historia del profesor Carr cobró en su momento nuevos relieves en un momento como el presente en el que con la reedición de la "guerra fría", la cuestión del comunismo y de la URSS ha recobrado sus añejas con­notaciones demoníacas, y en la que -como ya ocurrió en los años cincuenta­ una hornada de antiguos liberales izquier­distas renegados se citan a la hora de des­calificar como "muy sospechosa" una obra como la suya en la que se ve el perverso deseo de justificar la URSS, la actuación de un falso demócrata y científico a la manera de los viejos "compañeros de viaje" (cate­goría de la que formaron a veces la peor parte algunos de los anticomunistas más furibundos de la época), y lo en el mejor de los casos, de un "ingenuo optimista" ante las conquistas del sistema soviéticos. El propio Carr en una de sus contadas decla­raciones públicas ha replicado con vigor estas acusaciones y ha subrayado su tras fondo (4).

        Uno de los méritos incuestionables de Carr es de por sí la propia obra. Se trata, sin lugar a dudas, del trabajo más documentado y riguroso que se ha escrito hasta el momento sobre la formación de la URSS y su publicación marca un antes y un des­pués en una bibliografía que por su ampli­tud sobrepasa a cualquier otro aconteci­miento del siglo, y dentro de la cual el capítulo de los que merecen el olvido es muy superior a los títulos imperecederos. El mérito siguiente radica en el equilibrio ana­lítico del autor, tiene su capacidad para no ceder a más presiones que las exigidas de su propia y exhaustiva investigación. Se puede hablar en este sentido de un tour de force gigantesco no sólo por la extrema amplitud de la empresa cuya complejidad desbordó el proyecto inicial de ocho volú­menes, sino también del esquema mental de un hombre que empezó su viaje como un conservador opuesto a la utopía revolu­cionaria y lo concluyó dominando una con­cepción de la historia renovada tal como se manifiesta en su obra teórica ¿Qué es la his­toria?, que "representó en su época un valiente ataque contra las ortodoxias de la "guerra fría" y durante dos decenios ha gozado de merecido renombre por ser la crítica más radical y accesible de los su­puestos que subyacen en la práctica histó­rica ortodoxa. Es una mezcla rara de ele­gancia de viejo estilo y compromiso con el cambio revolucionario"(5).

       El propio Carr estima en el prefacio de uno de sus volúmenes que todavía queda mucho por hacer, particularmente en lo que se refiere a los problemas de la política exterior soviética ( no en vano su obra pós­tuma tiene como eje el VII Congreso del Komintern), sobre la que existe una inmensa documentación dispersa en los archivos de numerosos países (por ejem­plo, todavía se está por escribir un estudio serio sobre el papel de la URSS en la España de los años treinta), sobre todo en los soviéticos que, como es sabido, tienen bloqueado su acceso. Esto último ha obli­gado a Carr a investigar en base a un material por lo general ya conocido, proble­ma que en opinión de expertos como Isaac Deutscher, Carr ha resuelto, pudiendo afir­mar que ((es dudoso que los archivos, cuando sean abiertos, obliguen al historia­dor a revisar fundamentalmente el cuadro que ahora puede formar sobre la base de los materiales ya publicados (6). En otro de sus prefacios Carr hace constar las incon­veniencias pero también las ventajas que conlleva analizar un tiempo históricamente tan próximo: en pocas vicisitudes históricas se reflexionó tanto y tan abiertamente sobre los hechos, y nunca una dirección revolucionaria ha poseído una conciencia histórica tan extremadamente desarrollada como la tuvo la élite militante y dirigente del bolchevismo y del primer comunismo internacional.

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Siglo XX Grácil, amargo, áspero, tres anotaciones sobre una autobiografía

Rossana Rossanda

Quería la luna, de Pietro Ingrao. Retrato privado de un hombre público. De la clandestinidad antifascista a la larga militancia en el grupo dirigente comunista. De los recuerdos sobre su amada Laura a las preguntas sobre el fallecimiento del PCI.

Cuando Pietro Ingrao publicó en 1986, su primer libro de poesía (La duda de los vencedores, Ed. Mondadori) más de uno quedó confundido: cómo podía ser aquéllo; era el dirigente comunista más querido, el más firme, el seguro punto de referencia en la crisis del partido, y de repente revelaba una dimensión personal propia tumultuosa e inquietante, que pugnaba por encontrar un espacio en la forma, era como si dijese: no os pertenezco por entero a vosotros, mi comunidad política. Hoy, al volver sobre su vida, (Quería la luna, Einaudi, pp. 376, 18,75 €) aparta de sí nuevamente el icono de líder del pueblo y padre de la patria, de una pieza, el que en la sobrecubierta habla a las masas, de rostro aseverativo y mano levantada en ademán de exhortación. El icono –según dicen sus páginas-, es la cristalización forzosa de una trayectoria, interior y pública, de la cual, en el momento de hacer cuentas, se reordenan prioridades y pesos, y corre un gran riesgo de parecer vanidad. Ingrao sabe que es un hombre público, y se atiene a ello, incluso si acepta ceder algo al halago, pero sopesa sus logros y admite sus errores. Es una vida auténtica. El propio título abre un interrogante. ¿Quería lo inalcanzable o simplemente aquello que quería se ha quedado lejos? La respuesta queda en el aire. Pienso en los versos de Eluard: “Et s’il était à refaire, je referais ce chemin”. Sí, si hubiera que volver a hacerlo, volvería a recorrer este camino”. Con algo menos de ilusión o de arrogancia comunista.¿Y con qué resultado? Su actual camarada de partido, Fausto Bertinotti, no cesa de citar los versos de Kavafis en Itaca: lo importante no es el destino, sino el viaje. Pero el destino da sentido al viaje. El destino de Ingrao es que la revolución de los oprimidos contra la opresión, que está por realizarse, será distinta de como él la imaginó durante su anterior militancia y el sujeto de la misma será múltiple. Como camino, permanece, con todos sus escombros, el leninismo – estalinismo, pareja de sustantivos a los que todavía no se había enfrentado. Y la violencia

Un retiro sin aspavientos

A diferencia de su último trabajo de investigación, Anotaciones finiseculares (manifestolibri) en el que se interrogaba en primer lugar sobre la precarización del trabajo, Quería la luna, recorre, a partir de su propia experiencia personal cincuenta años de historia del siglo XX. Desde su infancia en el seno de una familia meridional de señores pobres, contradicción relevante, a su formación intelectual y política, ya de joven, en la (grácil) resistencia romana, y a la larga militancia en la cúpula del PCI, que se convierte en la posguerra en enfrentamiento (áspero) con la arrogancia del estamento dominante y con los campos en los que el mundo quedó dividido. Después vendrá la (amarga) división en el partido, preludio de una derrota mucho mayor, hasta la muerte de Moro.¿Por qué la muerte de Moro? Ingrao no había sido un incondicional del compromiso histórico, conocía suficientemente a la Democracia cristiana como para dudar del mismo, se lo había dicho a Berlinguer, no había sido escuchado y se había mantenido al margen. La razón es interior: desde aquel año no volverá a aceptar cargo alguno en el PCI, comenzando por la presidencia de la cámara que el partido quería encomendarle por segunda vez, después de habérsela encargado anteriormente para quitárselo de encima en la sede Botteghe Oscure. Siente “la necesidad de reflexionar sobre el fracaso de la estrategia del PCI en Italia”, sobre Europa, sobre el mundo que cambia. Quiere estudiar, investigar, comprender. Se trata de hacer política, pero ya no de “hacer de político”. Ingrao siempre ha abrigado dudas sobre la “febrilidad del hacer”, y no se ha hecho nunca ilusiones sobre lo que sea o deje de ser hacer de político. Se retira sin aspavientos. En el libro se trata esto en tan solo unos pocos, secos, renglones, antes de concluir con la figura solitaria y emblemática del Disperso de Marburgo, según el relato de Nuto Revelli. No abandonaba la militancia activa a causa de la edad; tiene en esa época alrededor de sesenta años y, por otra parte, aún no hace un par de años se incorporaba a una manifestación atravesando una Roma atascada en el sillín posterior de una moto. La dejaba a consecuencia de sus dudas, sobre las que había meditado largamente, respecto de la capacidad del partido para entender la evolución de los acontecimientos y de hacerles frente. En aquel momento se mantuvo en silencio al respecto, y en la actualidad no le achaca la responsabilidad de ello a éste o aquél. Y, a mi juicio, no porque haya llegado a la conclusión de que, desde el comienzo, el intento comunista estaba llamado a fracasar, porque su fruto estaba agusanado. En el crepúsculo de la izquierda que también fue la suya, siempre estuvo atento al despuntar de aquéllos que él ha sido el primero en llamar “los nuevos sujetos”. Pero en buena medida debe haber dejado de creer que el PCI lo comprendiese, y tampoco cree que ninguno otro lo haya entendido mejor. Vano, cuando no peligroso, debe haberle parecido el tormento padecido durante los años setenta. El adjetivo que más frecuentemente surge de su pluma ahora es “amargo”. Pero sin resentimientos. También él ha fallado, se ha equivocado. ¿En qué? En la supeditación al modo de ser del partido. Ésta le pesa mucho más que los errores de análisis y de previsión, de los cuales aquél es una causa. Si en la actualidad no propone una lectura diferente del cambio en las relaciones de fuerza, acaecido de los años sesenta en adelante, es por la complejidad del envite, no se le escapa la envergadura de la misma, y es una firme convicción suya que tan sólo un gran partido –no un totum revolutum de opiniones, sino un “intelectual colectivo”- hubiera podido hacerle frente. Pero, ni siquiera él mismo, recalca, ha podido apuntar preguntas y respuestas. Es demasiado severo consigo mismo. Muchos de nosotros sabemos que estaba mucho más atento que los otros dirigentes al cambio de las cosas, y que sobre ello ha pensado y escrito mucho. Aunque nunca se resolviera a extraer las consecuencias de ello cuando el partido no las extraía, Ingrao estuvo siempre un poco fuera y más allá de la línea del partido, pero estaba convencido de que no se hace política en solitario. Como si dentro de él resonase el brechtiano: “Camarada, no existe razón al margen de nosotros”

Tanto más cuanto existe una íntima consonancia entre su formación y la de la cúpula comunista italiana, la propia de su generación: una fuerte impronta moral antifascista, nacional – popular más que marxista, una aguda sensibilidad en favor de los oprimidos más que por los explotados, más por los vejámenes infligidos por los patrones o por el aparato represivo del estado que por el mecanismo capitalista de producción, que se le antoja abstracto, e incluso casi no humano. Humanismo contra “economicismo” es la “vía italiana”, y siempre me ha reprochado ser economicista. Este talante moral al que se ha plegado (porque se plegaba también) incluso Gramsci, y que en el debate interno, ha sido convertido inadecuadamente en la disputa entre meridionalistas nacional – populares y septentrionales – cosmopolitas, ha sido dentro del PCI, mucho más decisivo que la obediencia a la Vulgata marxista leninista de la URSS. En Ingrao se encuentra reforzado por aquel “historicismo absoluto”, que es lo contrario del determinismo (los poperianos jamás lo entendieron) y que procede del poshegelianismo filtrado a través del tamiz de Labriola y Gramsci. El descubrimiento cálido del abuelo garibaldino confluye con una Weltanschaung caracterizada por el entrelazamiento entre Risorgimento, antifascismo, democracia y opresiones del presente.

El cuerpo y la sangre del partido

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¿Hay que linchar a Lenin?

Pepe Gutiérrez-Álvarez

          El centenario del nacimiento del bolchevismo,  el cincuentenario de la muerte de Stalin (1953) o los ecos de la revolución húngara de 1956, por no hablar de las diferentes polémicas, por ejemplo en KAOS, pueden ocasiones tan buenas como cualquier otra para  volver a reconsiderar la posible vigencia de Lenin.

        Históricamente, Lenin fue  de  las  figuras  mayores del  Partenón  de  las izquierdas hasta 1989, y  actualmente duramente maltratada incluso desde la izquierda transformada, todo en aras de la “corrección política” impuesta por la restauración conservadora. Se puede decir que el derrumbamiento de sus (odiosas)  efigies se ha convertido  en uno de los emblemas de la época como daría fe (con la presencia de sus enormes estatuas erigidas tras su muerte por su instrumentalización "religiosa" efectuada por el estalinismo, ahora desguazadas a consecuencia del desplome del régimen soviético) fílmicamente La mirada de Ulises  (To Vlemma   tou Odyssea, Theo Angelopoulus, Grecia, 1995); al igual que antes, desde un ángulo muy diferente lo fueron, entre otros muchos (1), respectivamente, el retrato tan "providencial" de su llegada a la Estación de Finlandia tomado de las crónicas de John Reed desarrollado en Octubre ("Oktiabr",  S.M.  Eisenstein,  URSS,  1927, y que tanta impresión causó sobre varias generaciones o sobre mentes en principio tan excépticas como la de André Gide,  o desde un enfoque disidente su (presumible) llanto con ocasión de la intervención de los tanques rusos para  poner fin a la  "primavera  de Praga", imagen reproducida  La  Confesión  (L’Aveu,  C. Costa-Gavras,  Francia-Italia, 1979). Estas dos imágenes vistas desde la izquierda de Lenin resultarían actualmente "inaceptables" en los ámbitos del pensamiento único, no solamente en el conservador tradicional sin también en los códigos del socialiberalismo (2). 

      Al mismo tiempo en que se daban grandes pasos en la concentración de las riquezas en unas pocas manos, y se incrementaba el mal social,  se imponía una moda en la que las tentativas de alternativa al capitalismo (incluyendo las más recientes como la revolución sandinistas) aparecían como culpables de "totalitarismo", y Lenin ocupaba el lugar de Stalin, para personalizar toda la aventura revolucionaria del siglo XX, o sea no ya la deformación de un revolución, sino el carácter intrínsecamente perverso de ésta. En este tiempo "linchar" moralmente a Lenin se convirtió en una seña de identidad, no solamente de los anticomunistas sino también de buena parte de la "intelligentzia" instalada cuyo furor restauracionista llegaría hasta juzgar a los representantes de mayor del 68, de sospechosos de antiimperialismo trasnochados, cuando no sueño utópicos que (irreversiblemente) llevan al abismo totalitario.

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Mi vida, de León Trotsky, una obra de encargo

Pepe Gutiérrez-Álvarez

      Acaba de aparecer en las librerías la reedición de Mi vida de Trotsky, un ensayo autobiográfico que fue el primer libro escrito por Trotsky en su tercer (y definitivo) exilio. No fue una idea propia sino que le fuer propuesto por un editor alemán, el director de la Fischer Verlag, que viajó expresamente a Constantinopla con dicha finalidad, y supo ser lo suficientemente persuasivo para llevarse el visto bueno de Trotsky, por entonces considerado poco menos que un “caballo muerto” por Stalin, de no ser así no lo hubiera dejado marchar. Trotsky nunca había escrito nada parecido, era un escritor al que según confesión propia, le costaba mucho escribir, lo que no fue obstáculo para que en sus ya copiosas Obras (que se habían empezado a editar como tales en Moscú por la mitad de la década), figuraban toda suerte de escritos, desde el ensayo teórico hasta la historia (de 1905) pasando por los más diversos artículos sin olvidar excursiones en el ámbito biográfico entre los que cabe situar sus Perfiles del socialismo y sus trabajos sobre Lenin.   

        Pero una cosa eran aquellos retratos de los que era tan amantes y otra entrar en el suyo propio, lo que a pesar de sus confesadas reticencias tuvo empero que hacer cuando la “troika” compuesta por Zinoviev, Kamenev y un tal Stalin (con el soporte de Bujarin), comenzaron a contraponer su antiguo menchevismo con la codificación de algo llamado “marxismo-leninismo”  del que nadie había hablado seriamente en vida de Lenin. Una y otra vez tuvo que poner sobre el papel  la defensa de su actuación, y ahí están textos del alcance de Las lecciones de Octubre o de La revolución desfigurada, de manera que, por más que en aquel momento su principal obsesión pasaba por la construcción de una Oposición de Izquierda internacional, aceptó la propuesta como un desafío literario, pero también como un servicio a la causa, ofreciendo una visión alternativa a la denigratoria que se estaba forjando, y lo cierto es que el libro pasó a ser un auténtico best-seller, y el mejor arma propagandística del incipiente “trotskismo”, un concepto que por aquel entonces todavía no tendría las connotaciones que tendría solamente unos pocos años después.  

      Se puede decir pues que Mi vida sería algo así como el principio de una batalla por la verdad histórica y por una memoria revolucionaria cada vez más groseramente deformada por un escuela de falsificación estaliniana de la que, afortunadamente, ya apenas si quedan defensores. Pero también es mucho más que eso, es una obra literaria que figura entre las mejores de su género, comparable a la de verdaderos clásicos de todos los tiempos y sin apenas parangón en el terreno de la política.  Sus primeros capítulos dedicados a la infancia, al contexto familiar,  los años escolares, a los inicios de la aventura militante, su encuentro con los círculos socialistas y los obreros de Nikoláiev, su descripción de ambientes y personajes, detalles como su pasión por la lectura y por el libre debate, retratos como los del marinero Markin o Rakovsky, son verdaderamente deslumbrantes. Su autorretrato se convierte en un punto de mira desde el que ofrece una panorámica del movimiento obrero y de la revolución rusa desde los primeros pasos hasta el presente, con brillantes disquisiciones sobre su primer y segundo exilio, capítulos sobre los que Trotsky fue dejando su profunda huella, baste recordar el retrato entre analítico y costumbristas que ofreció en su opúsculo Mis peripecias en España, por no hablar de las peripecias francesas o norteamericanas, que fueron mucho más trascendentes de lo que nos dice al autor. 

      Su edición española tiene –además- una historia propia. Apareció en la primera fase –la trotskiana de Juan Andrade- de la editorial Cenit en 1930, y la tradujo del alemán Wenceslao Roces, quien protagonizaría la segunda fase de Cenit, y plenamente estaliniana. Personaje harto complejo, Roces se adaptó tan profundamente al estalinismo que se le ha llegado a imputar (sin que nadie lo haya negado, ni tan siquiera él mismo) la responsabilidad del libelo (cuya reedición está prevista en Espuela de Plata, Sevilla, con prólogo de Pelai Pagès) titulado Espionaje en España, firmado con el seudónimo de Max Rieger y avalado por un prólogo del peor José Bergamín, que sirvió como arma propagandística en la tentativa de trasladar los “procesos de Moscú” a España, con el POUM como principal “chivo expiatorio”; todavía en 1938 se editará en Barcelona otro texto similar, La alianza del trotskismo y el fascismo contra el socialismo y la paz, esta vez con la firma de P. Lang (¿Pedro Laín?). 

       Esto significa también que la presente reedición como todas las habidas desde la muy popular de Zero-ZYX de 1972, no recoge la lectura y las correcciones que Trotsky efectuó antes de ser asesinado para la edición francesa que no llegaría a concretarse hasta 1953, en una edición de Gallimard preparada por Alfred Rosmer quien además añadió un apéndice sobre la trayectoria de Trotsky desde que redactó el prólogo (Prinkipo, 14 de septiembre de 1929) hasta su muerte, un detalle que sí incorpora la edición de Tebas de 1979 y a cargo de Jaime Pastor que también contribuyó a preparar una edición revisada de la Historia de la revolución rusa, posiblemente la siguiente reedición de este gran clásico del socialismo cuyas memorias fascinaron a personajes muy lejanos, por no decir totalmente opuestos, a su ideario, entre ellos François Mauriac (cuyo texto se puede encontrar en www.fundanin.org). De hecho, la lista de reseñas entusiastas es muy amplia, por ejemplo, hay una de Juan Carlos Mariátegui que un día de esto habrá que dar a conocer.  

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Sobre el memorandum anticomunista.

Mikis Theodorakis

Document nº 1

Mikis Theodorakis, sobre el memorandum anticomunista.

Declaración del célebre compositor griego, Mikis Theodorakis, sobre el memorandum anticomunista

Los héroes comparados con los criminales

El Consejo de Europa ha decidido cambiar la historia. Quiere deformarla confundiendo a los agresores con las victimas, a los héroes con los criminales, a los liberadores con los conquistadores, a los comunistas con los nazis.

Considera que los más grandes enemigos del nazismo, es decir los comunistas, son criminales, ¡que incluso igualan a los nazis!. Y se inquieta y protesta hoy porque, mientras que los hitlerianos han sido condenados por la comunidad internacional, esto no ha pasado aún con los comunistas. Es por esto, por lo que propone que esta condena tenga lugar durante la sesión plenaria de la asamblea parlamentaria del Consejo de Europa que tendrá lugar del 24 al 27 de enero próximos.

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Un Fantasma que no deja de incomodar. Crítica al «Libro negro del comunismo» ANTICOMUNISMO NECROFÍLICO

Wolfgang Wippermann

En tiempos de creciente „malestar“ en la Europa del “bienestar”, donde partidos políticos se sirven de hechos históricos para legitimarse y afirmarse ante los tímidos vaivenes en las preferencias del electorado, se pareciera querer asestar el golpe de gracia a un antiguo fantasma: al ideal comunista. A fines del año pasado aparece en París “El Libro Negro del Comunismo. Crímenes, Terror, Opresión”, en el que bajo la labor compiladora del historiador Stéphane Courtois se reúne una serie de ensayos que pretenden documentar los crímenes de los llamados sistemas y movimientos comunistas y hacer una evaluación ética de los mismos. Su leitmotiv es satanizar toda práctica política que haya tenido como emblema el ideal de Marx. “El Libro …” no sólo ha generado airadas protestas, como la del Primer Ministro de Francia, Lionel Jospin, sino que ha motivado una fuerte polémica entre historiadores, básicamente en Francia y en Alemania. En Alemania, este libro ha sido recibido con beneplácito no solamente por la mayoría de historiadores, sino por amplios sectores del quehacer político y de la opinión pública: qué mejor manera de absolver los crímenes propios o los de padres y abuelos que consolándose con que otros fueron peores que los nuestros. La discusión en torno al “Libro…” trae consigo, pues, cuestionar el procesamiento histórico, político y ético del holocausto en la Alemania nazi; un país que se ufana de sus sólidas estructuras democráticas y donde sin embargo refugiados bosnios son sacados a la fuerza de sus alojamientos durante la madrugada y embarcados en aviones sin retorno. Ejemplo solamente de un pasado con una solución de continuidad hasta el presente. Hay quienes, sin embargo, rechazan estas expresiones de propaganda ideológica. Entre ellos se encuentra el autor del artículo que sigue a continuación, Wolfgang Wippermann, profesor de Historia Moderna en la Universidad Libre de Berlín, reconocido investigador del nacionalsocialismo, y quien a pesar de su filiación socialdemócrata es un crítico radical de los crímenes del nazismo. Es asimismo tenaz opositor de la llamada „Teoría del Totalitarismo“, que relativiza los crímenes del fascismo equiparándolos con los pretendidamente cometidos por „dictaduras comunistas“, omitiendo todo análisis de las estructuras ideológicas y políticas, y restando importancia a las particularidades de la ideología rascista -sustentando con ello su continuidad en nuestra época-. Con ello lo que se persigue es condenar toda forma de “dictadura”, buscando legitimar la democracia liberal, obviando cualquier crítica a sus fundamentos teóricos y prácticos sin mencionar, por ejemplo, que (se) sustenta (en) la desigualdad del libre mercado o que en su nombre se comete crímenes de lesa humanidad (ver Vietnam o la Cantuta). (*)

Crítica al «Libro negro del comunismo»

ANTICOMUNISMO NECROFÍLICO

Por: Wolfgang Wippermann

"¡Todos los caminos del marxismo llevan a Moscú!"- se podía leer en los años 50, en una propaganda de la CDU (Unión Democrático Cristiana). Y en el "Libro negro del comunismo" se lee que "la URSS de Lenin y Stalin" era "la matriz del comunismo moderno". ¿Qué es el comunismo? ¿No hubo ninguna diferencia entre Stalin y Gorbachov, y entre Dubcek y Pol Pot? ¿No hay que distinguir entre el comunismo al que se aspira y el "socialismo realmente existente"?. Tales diferencias o les son desconocidas, a los autores del "Libro negro…", o les da igual. No quieren reconocer que en otros análisis se diferencia con precisión entre "bolchevismo", "stalinismo", "trotskismo", "titoísmo", "maoísmo", "eurocomunismo", "reformismo", etcétera. En vez de esto, parten de la existencia de un comunismo único. Este es su primer error.

Los trucos baratos de Courtois

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In memoriam de Cristopher Hill

Joaquín Miras Albarrán, Joan Tafalla

“Si cuando nuestros cuerpos de barro reposen en la tumba, hay niños en nuestro lugar, será señal de que luchamos por la verdad, la paz y la libertad de nuestros días”

Gerardo Winstanley

Nuestro camarada Christopher Hill murió el pasado 26 de febrero de 2003. La desaparición de uno de los grandes historiadores del siglo XX, perteneciente al grupo conocido como “historiadores marxistas británicos” que ha revolucionado la historiografía mundial, sin embargo, ha pasado por completo desapercibida. Por ello, a pesar del retraso, creemos oportuno redactar esta breve semblanza intelectual, que recuerde su obra y que, quizá sirva como presentación y como invitación a la lectura para algún lector de las generaciones jóvenes.

Christopher Hill nació en York en 1912. Fue decano del Balliol College d’ Oxford y miembro de la Academia británica. De 1934 a 1938 fue fellow del All Souls College d’Oxford, y de 1936 a 1938 profesor ayudante de Historia Moderna en el University College de Cardiff. Fue felllow y tutor de Historia Moderna en el Balliol College de Oxford de 1938 a 1965, y profesor invitado de Historia Inglesa de los siglos XVI y XVII en la Universidad de Oxford entre 1958 a 1965. Christopher Hill y la historiografía marxista británica.

Hill ingresó en el Partido Comunista de la Gran Bretaña en 1937, tras una visita de un año a la Unión Soviética donde conoció a historiadores soviéticos que habían estudiado, aplicando criterios marxistas, la revolución inglesa del siglo XVII. Los autores de esta nota ignoramos los nombres de estos historiadores, pero conociendo la contribución de historiadores soviéticos a la historia de las rebeliones campesinas en la Francia del mismo siglo o a la vida de Babeuf, podemos comprender la profunda huella que imprimieron en la inteligencia del joven historiador inglés. Ya en fecha tan temprana como 1940 Christopher Hill publicó un ensayo sobre “La revolución inglesa de 1640”, en el que, frente a la predominante “tesis Gardiner” que interpretaba aquella revolución en clave de lucha religiosa, como “revolución puritana”, Hill desarrollaba una interpretación alternativa de la misma, basada en la lucha de clases a partir de tres fuentes de inspiración: la obra de R.H. Tawney, las indicaciones de historiadores soviéticos y la concepción sustentada por Marx y Engels. A partir de esta interpretación, ya no se verá el siglo XVII en clave de enfrentamiento religioso sino en clave de lucha de clases.

Entre 1945 y 1957 Christopher Hill perteneció a la Agrupación de Historiadores del PCGB. Aunque la parte más importante de su obra es posterior a 1957, Hill consideraba que el formidable equipo de historiadores reunido en aquella agrupación constituyó el fermento intelectual cuyas discusiones e intercambios intelectuales le permitieron desarrollar sus concepciones, puesto que su adhesión al grupo coincide con “debates que fueron el mayor estímulo que he conocido” (Harvey j. Kaye, 1989). Hill pertenece a una tradición teórica, historiográfica, a cuya creación él contribuye decisivamente, junto con otros tres grandes colosos: Rodney Hilton, Eric Hobsbawm, y Edward Palmer Thompson. Todos ellos comparten una problemática común, que es, sin duda, resultado de su experiencia política y que replica a los pseudo teoremas doctrinales que dominaban en el movimiento obrero organizado tras la segunda guerra mundial y cuyas consecuencias políticas experimentaron en carne propia. Hobsbawm, hablando del legado de aquellos historiadores ha dicho: “ (una) ventaja de nuestro marxismo – que debemos en gran manera a Hill…- fue que nunca redujimos la historia a mero interés económico o a un determinismo de “intereses de clase” ni devaluamos la política ni la ideología … ( y) la dedicación formal a la ideología plebeya – teoría que subyace a las acciones de los movimientos sociales- todavía se identifica en gran manera con las historiadores de este origen, porque la historia social de las ideas fue siempre ( en especial gracias a Hill) una de nuestras preocupaciones primordiales” (Hobsbawm, 1974)

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Héctor P. Agosti, introductor de Gramsci en América Latina

Néstor Kohan

El poder protege, difunde y promociona a sus intelectuales predilectos. Los críticos corren otra suerte. Cuando no los asesinan (Rodolfo Walsh, Silvio Frondizi, Raymundo Gleyzer, etc.), quedan sepultados por el polvo gris del olvido o el desconocimiento de las nuevas generaciones.

Héctor Pablo Agosti [1911-1984] fue un intelectual crítico. El rescate de su memoria, a 20 años de su muerte, invita a reflexionar sobre su obra: El hombre prisionero [1938]; Emilio Zola [1941]; Literatura francesa [1944]; Defensa del realismo [1945]; Ingenieros, ciudadano de la juventud [1945]; Cuaderno de bitácora [1949]; Echeverría [1951]; Para una política de la cultura [1956]; Nación y cultura [1959]; El mito liberal [1959]; Tántalo recobrado [1964]; La milicia literaria [1969]; Aníbal Ponce. Memoria y presencia [1974]; Las condiciones del realismo [1975]; Ideología y cultura [1978]; Cantar opinando [1982]; Mirar hacia delante [1983]; Correspondencia con Enrique Amorin [s/fecha].

Agosti fue uno de los teóricos del Partido Comunista en Argentina. Si bien muchísimos intelectuales pasaron por sus filas, algunos hicieron época. Como él, Aníbal Norberto Ponce [1898-1938], Rodolfo Puiggrós [1906-1980], Ernesto Giudici [1907-1991] y, sin ser un teórico, el poeta Raúl González Tuñón [1905-1974]. Ponce tuvo que exiliarse tempranamente en México. Allí, antes de morir, revisó su liberalismo sarmientino. Puiggrós cuestionó el antiperonismo y rompió con el PC en 1946. Giudici, disidente desde años atrás, renunció al PC en 1973. El único teórico que se mantuvo fiel hasta el último día, a pesar del dogmatismo de una dirección que no ocultaba sus simpatías por Stalin, fue Agosti. El joven discípulo de Ponce En 1927 Agosti se suma al PCA. Tiene 16 años. Queda fascinado por Aníbal Ponce. En 1929 ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras. Con otros jóvenes funda la agrupación Insurrexit, homónima de otra anterior. En 1933, siguiendo las sugerencias de Ponce, el joven Agosti publica Crítica de la Reforma Universitaria (en la revista Cursos y Conferencias). Ese año aparece un folleto furioso: "Quince años de derrotas bajo el signo de la Reforma" (probablemente redactado por Ernesto Sábato, compañero de Agosti en Insurrexit). Durante la década infame Agosti es encarcelado varios años (hasta 1937). Al salir revaloriza la Reforma de 1918. En la cárcel nace su primer libro, El hombre prisionero, publicado en 1938. En él escribe: "En nuestra América sólo dos grandes figuras ejemplifican al verdadero intelectual revolucionario. Una es Mariátegui, el magnífico escritor que desde su sillón de inválido promueve la organización del proletariado peruano. La otra es Mella". Adviértase que no menciona ni a Victorio Codovilla [1894-1970] ni a Rodolfo Ghioldi [1897-1985], principales dirigentes del PCA, quienes habían enfrentado a Mariátegui y a Mella. Los Cuadernos de Cultura No obstante el stalinismo extremo de Codovilla y Ghioldi, Agosti logra al interior del PC un espacio de reflexión autónoma que se condensa en las revistas culturales Expresión y Cuadernos de Cultura. A ésta la fundan Roberto Salama e Isidoro Flaumbaun. Agosti comienza a dirigirla a los pocos números, convirtiéndose en su guía inspirador desde 1951 hasta 1976. Cuadernos de Cultura fue posible gracias a una "división del trabajo". Como alguna vez describió al PC brasileño Carlos Nelson Coutinho, los intelectuales se ocupaban de la cultura pero no interferían con la política partidaria. En el PCA sucedía lo mismo. Agosti se daba el lujo de explorar la cultura marxista, apartándose de las "autoridades" soviéticas… siempre y cuando no se metiera con la política de Codovilla y Ghioldi, quienes vibraban al ritmo de Moscú. Abría el juego en la teoría, pero aceptando esa disciplina, incluso a costa de su propio desarrollo intelectual. El reconocimiento de Henri Lefebvre Por ejemplo, el 4 de febrero de 1955 el filósofo francés Henri Lefebvre [1905-1991], uno de los pensadores más importantes del marxismo occidental, le envía una carta a Agosti: "Desde que recibí su trabajo Defensa del realismo llamo la atención de mis amigos franceses sobre lo que ocurre en la Argentina desde el punto de vista cultural […] Pocos textos se han escrito más serios, más profundos que esas líneas. Le confesaré que se adelantaban a casi todo cuanto se escribía en Francia por esa época (1949-50) […] Hemos conducido, usted y yo, conociéndonos muy poco, y de manera independiente, la misma lucha por la objetividad profundizada del arte nuevo". Era una consagración. Agosti, orgulloso, la incluye como prólogo en la segunda edición de Defensa del realismo [1955]. Pero en 1956 la URSS invade Hungría. Lefebvre no lo soporta y cuestiona. Lo expulsan del PCF. En la tercera edición de 1963, Agosti elimina aquel prólogo de su libro. Ese gesto, autoflagelante, resume su acatamiento de la disciplina.

Introducción de Gramsci Agosti es el introductor de Antonio Gramsci [1891-1937] en Argentina y América Latina. Su difusión es pionera en todo el mundo. Gracias a Agosti, el pensamiento de Gramsci es conocido antes en Argentina que en Inglaterra, Francia, Alemania o EEUU. Edita las cartas del italiano en 1950 y los Cuadernos de la cárcel entre 1958 y 1962. Más allá de estas traducciones, la recepción productiva de Gramsci comienza con el Echeverría [1951] de Agosti. Distante del revisionismo histórico, rosista-peronista, y del liberalismo antiperonista, este libro no glosa a Gramsci ni es un manual introductorio. En él, Agosti utiliza sus categorías para comprender la cultura nacional del siglo XIX y "la impotencia política de la burguesía argentina", en el XX. Concluye que "se agotó el papel histórico de la burguesía argentina", pues "esta clase nace desvalida de impulsos desde antes de emprender la marcha".

Ese análisis coincide con el "prusianismo" que le atribuía Ernesto Giudici, el otro intelectual comunista de relieve. Ambas descripciones sociológicas discrepaban implícitamente con la voz oficial del PCA, que otorgaba un papel absolutamente positivo a la "burguesía nacional" en el frente democrático. Sin embargo, Agosti nunca se animó a extraer todas las consecuencias políticas que se derivaban de su estudio. Dejó picando la pelota. Sólo sus discípulos se atreverían a lidiar -rompiendo con el PC- con esa tesis explosiva. Según Agosti, Echeverría representaba una tradición democrática, nacional-popular, diferente a Rosas, Mitre y Roca. Una tesis que reaparecerá, pulida y desarrollada, en Nación y cultura y El mito liberal, sus dos libros de 1959. Sus mejores libros En ambos textos, Agosti reconstruye el linaje de la tradición de izquierda, enfrentando al liberalismo y al nacionalismo cultural. Encontrar un camino socialista autónomo frente a las dos caras de la cultura dominante argentina impregna una búsqueda que seguramente todavía no ha concluido. En Nación y cultura reaparece Gramsci, en señal de alarma. En medio del nacimiento de la nueva izquierda, Agosti advierte: o se "moderniza" la cultura comunista, uniéndose al pueblo-nación, o se corre el riesgo de perder la hegemonía en la izquierda (lo que finalmente ocurre). Ese año la revolución cubana trastoca todo el andamiaje político y cultural del marxismo latinoamericano. El 1 de agosto de 1959 Agosti, aunque fiel a la URSS, le escribe a Enrique Amorin: "Mirá lo que pasa en Cuba. No quiero en esto pecar de ese optimismo exagerado de que siempre me acusás, pero a mí me entusiasman los episodios de Cuba". De la mano de Gramsci, y con el trasfondo de Cuba, Agosti reexamina la supuesta continuidad entre el comunismo del siglo XX y el liberalismo del XIX, tan cara a historiadores y ensayistas del PCA como Juan José Real, Álvaro Yunque, Leonardo Paso o incluso el joven Puiggrós. En 1959 esa afinidad había estallado. Ese año, Agosti pretende dar un curso sobre Gramsci (quizás el primero en Argentina), pero Frondizi clausura la Casa de la Cultura, en un adelanto de lo que vendría después. Los discípulos "herejes" y la nueva izquierda Con sus escritos y la ayuda de Gramsci, Agosti impulsa una corriente culturalmente renovadora dentro del PCA, en la que se inspiran sus discípulos José Aricó [1931-1991] y Juan Carlos Portantiero. Ambos, junto con Oscar del Barco, se animan a dar el paso que Agosti eludió: desobedecer a la dirección del PC. Prolongar la divergencia cultural al campo político. Así nace Pasado y Presente, primero como revista y luego como editorial. Lo mismo sucede con La Rosa Blindada de José Luis Mangieri, Andrés Rivera y Juan Gelman (aunque éstos estaban más vinculados a González Tuñón que a Agosti). En un informe -inédito- de 1965, después de la fractura de Pasado y Presente y La Rosa Blindada, Agosti reconoce su límite: "Creo que cuando enunciamos los principios de ‘tolerancia’ y ‘libre emulación’ estamos diciendo que, en las cuestiones no referidas a la línea política del Partido [El subrayado me pertenece. N.K.], el sólo método admisible es el de la confrontación (y aun la confrontación pública) de las diversas opiniones, sometidas por lo mismo a la prueba de la práctica, sin que ninguna de ellas aparezca investida con los caracteres de ‘escuela única’". Se puede discutir todo en teoría (en filosofía menciona a León Rozitchner, en historiografía a José Chiaramonte), pero el límite de la amplitud llega hasta… la política. Eso no se puede tocar. Al romper con el PC, Portantiero y Aricó pueden abocarse a la luz del día a las "herejías" que Agosti transitaba en puntas de pie y a escondidas, para no chocar con la línea partidaria. Pero hay una diferencia entre el maestro y los discípulos. Si bien Agosti se mantiene obediente, sin animarse a desafiar a la ortodoxia -seguramente su mayor debilidad-, cabe reconocerle una virtud. Nunca sigue la corriente. Se mantiene firme, aunque eso le cueste no pocas humillaciones en su rol de intelectual frente al rígido control de Codovilla y Ghioldi. Aricó y Portantiero, en cambio, se permiten romper. Así ganan prestigio en el campo cultural y pueden encarar una editorial como Pasado y Presente que, sin duda, quedará en la historia. Pero, a diferencia de Agosti, terminan navegando siempre con la ola del momento: stalinistas en los ’50, castristas y gramscianos en los ’60, montoneros en los ’70, alfonsinistas en los ’80, socialdemócratas de la "tercera vía" en los ’90 y así de corrido… Lo que se ganó en libertad intelectual se perdió en coherencia ético-política. Balance provisorio Agosti fue brillante, precursor y original. Asumió un compromiso. Estuvo preso. Fue lúcido y leal. No se acomodó. No tuvo miedo de contradecir la cultura oficial argentina. Ejerció un pensamiento propio, a contramano de las modas. Eso es lo mejor de Agosti, lo más rico, actual y perdurable. Sin embargo, al aceptar la "división del trabajo", terminó subordinando su reflexión a la vigilancia de Codovilla y a la implacable disciplina sectaria de su aparato. De este modo, sacrificó lo mucho que había en él de creador en aras de los moldes trillados, asfixiantes y rudimentarios del stalinismo. Ese fue su límite y su drama.

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