Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Historia de la UGT en Cataluña. 1, Fundación

José Luis Martín Ramos

Iniciamos una introducción en cinco partes a la historia del sindicato socialista Unión General de Trabajadores en la región catalana desde su fundación a finales del siglo XIX hasta el final de la dictadura franquista en los años setenta.

1

La revolución de 1868 y el subsiguiente Sexenio Democrático (1868-1873), con el impulso de la movilización popular y, muy singularmente, de las clases trabajadoras y el reconocimiento pleno, por vez primera en España, del derecho de asociación supuso un gran salto del incipiente movimiento obrero en nuestro país. Un salto que se manifestó en el crecimiento de las sociedades obreras –en la época sociedades de oficio– y se consolidó con la constitución de la sección española de la Primera Internacional, la Federación Regional Española, en 1870; aunque al propio tiempo la legislación contra «las maquinaciones para alterar el precio de las cosas» impuso un freno a las actividades de las organizaciones obreras, que quedaron ya desde entonces al arbitrio de los jueces y las autoridades gubernativas, hasta que la Ley de huelgas y coaliciones de 1909 regularía el horizonte legal de la actividad sindical. El golpe de Pavía, del 3 de enero de 1874, que acabó con la República democrática, significó un período de represión del movimiento obrero; iniciado de manera inmediata con la disolución de la Federación Regional Española y todas las sociedades que se habían adherido, proseguido por la política de los primeros gobiernos de la monarquía –restaurada en diciembre de 1874– encabezados por el conservador Cánovas del Castillo. Ese período represivo se cerró a partir de 1881 cuando accedió a la jefatura del gobierno español el liberal Sagasta, quien permitió la reorganización legal de los grupos republicanos y de las asociaciones obreras, y emprendió una moderada reforma política del régimen monárquico, señalada con la Ley de Imprenta de 1883, la Ley de Asociaciones de 1887 y la instauración del sufragio masculino universal, en 1890. Aunque todo ello no modificó sustancialmente la orientación conservadora del régimen monárquico, ni las correlaciones sociales y políticas existentes –hay que recordar, entre otros aspectos, la perversión sistemática del ejercicio del sufragio que significaban su desnaturalización como mecanismo de representatividad– estableció un nuevo marco legal en el que las sociedades obreras pudieron rehacerse de los años de persecución y enlazar con la nueva dinámica general del movimiento obrero europeo que en el último cuarto del siglo XIX avanzó en dos direcciones principales: por un lado la constitución de partidos políticos obreros y por el otro la de estructuras sindicales estatales, que inicialmente partieron de las sociedades de oficios existentes para evolucionar hacia formas organizativas de industria y actividades múltiples que no sólo contemplaron la reivindicación económica sino también el papel de promotores y agentes de políticas de protección social. En el terreno sindical, la Unión General de Trabajadores fue una de las primeras manifestaciones de ese avance. El escenario inicial de la constitución en España de ese nuevo sindicalismo obrero, unificador de todos los oficios y de dimensión estatal, fue doble: por un lado Madrid y por otro Cataluña. Una dualidad materializada por sus protagonistas: en la capital del estado, el grupo marxista de la Nueva Federación Madrileña de la Primera Internacional, en el ámbito político, y en el sindical la Asociación del Arte de Imprimir; en Cataluña, respectivamente para cada ámbito, el grupo «posibilista» del periódico El Obrero y el sindicato de Las Tres Clases del Vapor, que ya había integrado a los diversos trabajadores del textil por encima del oficio, a los tejedores, los hiladores y los jornaleros de la industria cuya accionada por motores de vapor.

La Asociación del Arte de Imprimir se había constituido en Madrid en noviembre de 1871, con un carácter inicial de espacio de encuentro entre patronos y obreros del sector; una orientación discutida por la Sección de Tipógrafos de la Federación Regional Española (AIT), liderados por Pablo Iglesias y Anselmo Lorenzo, quienes defendían una política de independencia de clase. El curso de los acontecimientos, con el progresivo desprecio de los patronos hacia la Asociación y la huelga de los tipógrafos de la primavera de 1873, inevitable por el rechazo patronal a las tarifas salariales presentadas por la Asociación, cambió la orientación de esta última. Pablo Iglesias ingresó en la Asociación en mayo de 1873 y lideró ese cambio, hasta el punto que un año más tarde fue elegido presidente de la Asociación del Arte de Imprimir. Para entonces Pablo Iglesias se había convertido ya, junto con el zapatero Francisco Mora y el también tipógrafo Antonio García Quejido, en el principal impulsor de un pequeño grupo adherido a las posiciones de Carlos Marx sobre la orientación de la AIT y la necesidad de una lucha política obrera; grupo que se organizó, después de ser expulsados de la sección madrileña de la AIT, en la denominada Nueva Federación Madrileña, en 1872. La Asociación del Arte Imprimir pudo salvarse de la oleada de proscripciones de organizaciones obreras que siguió al golpe de Pavía; aunque apenas pudo hacer otra cosa que sobrevivir, con un número decreciente de afiliados: de los 800 que había tenido en 1873 pasó a poco más de 250 en el verano de 1874; hasta finales de la década no empezó a recuperarse, de manera que en 1878 contaba ya de nuevo con algo más de seiscientos afiliados. Sin dejar de mantener la Asociación en las condiciones adversas de los primeros años de la Restauración, el incipiente grupo marxista madrileño empezó a recorrer un nuevo camino, el de la maduración de su posición ideológica, que dio lugar al acuerdo de promover un partido político obrero, en la reunión de la taberna Casa Labra, el 2 de mayo de 1873. En todo ese proceso intervino de una manera decisiva Paul Lafargue, nacido en Cuba pero de familia francesa, seguidor directo de Marx en Londres –se convirtió en su yerno– y participante en La Comuna de Paris, por lo que tuvo que exiliarse a España, y estableció su residencia en Madrid entre 1871 y 1873. Lafargue consolidó la orientación marxista de Iglesias y sus compañeros, aunque al propio tiempo lo hizo bajo la versión del socialismo francés, dirigido por Jules Guesde, que aportaba concepciones propias, como una sobrevaloración de la lucha por el poder político y la tendencia a considerar las luchas económicas de una manera subordinada y con un sentido fundamentalmente formativo. La propuesta de constitución de un partido obrero iba a desarrollarse en paralelo a la de la promoción de una organización obrera de carácter sindical, cuyos precedentes parciales sectoriales fueron las federaciones de trabajadores de toda España de determinados oficios, o grupos de oficios de un ramo industrial, como la Federación Tipográfica Española, impulsada por la Asociación del Arte de Imprimir en 1882, la Unión Nacional de las Sociedades y Secciones de Obreros en Hierro, fundada en 1884, y también la Federación de Oficiales Toneleros fundada durante el Sexenio. Esas propuestas no resultaron exclusivas del grupo marxista de Madrid. También se hicieron, aunque con una orientación ideológica distinta, entre determinados ambientes obreros de Barcelona y sobre todo en el seno del sindicato de los trabajadores de la industria mecánica algodonera, denominado las Tres Clases del Vapor, por medio de la influencia que en él pasó a ejercer el grupo que bajo la dirección de Josep Pamias, publicó a partir de diciembre de 1880 el periódico El Obrero. Las Tres Clases del Vapor se habían fundado en 1869 y llegó a ser el sindicato obrero más poderoso, en cuanto a afiliación, de la época: en 1870 contaba ya con 8.500 afiliados. Como la Asociación del Arte de Imprimir, pudo evitar su ilegalización en 1874, pero también experimento una caída de afiliación y actividad hasta su reactivación a partir de 1881, hasta el punto de llegar a los 30.000 afiliados en Cataluña a finales de la década. En esa segunda etapa la influencia ideológica mayoritaria en las Tres Clases del Vapor fue la de Pamias, originariamente zapatero como Mora. La estancia de Mora en Barcelona a finales de la década de los setenta facilitó el encuentro entre ambos núcleos, que en los primeros años ochenta coincidieron en sus proyectos organizativos generales, pero no en sus contenidos. Pamias y el grupo de El Obrero habían formado parte del sector «antiautoritario» durante los debates de la Primera Internacional, aunque luego no evolucionaron hacia el anarquismo. Si Lafargue fue la influencia fundamental del grupo de Madrid, en la de este núcleo catalán lo fue la de Paul Brousse. Communard como Lafargue y exiliado como él, residió temporalmente en Barcelona, en 1872 y estableció entonces contactos con el obrerismo catalán. Paul Brousse se opuso a las tesis de Marx y apoyó a Bakunin, pero a finales de la década del setenta rompió con el anarquismo y pasó a propugnar una variante del socialismo en la que se descartaba la posibilidad –hasta un futuro remoto– de ocupación del poder político central por las clases trabajadoras y se abogaba a favor de una lucha centrada en el ámbito local –con posibles acuerdos con los grupos republicanos avanzados– la lucha sindical y la promoción del cooperativismo. Calificó su propuesta como posibilista y lideró la Federación de Trabajadores Socialistas de Francia, fundada en 1880. Las propuestas de Brousse encajaron bien en un medio como el catalán, con la presencia de un republicanismo federal avanzado y un movimiento societario muy consolidado.

El grupo marxista de Madrid y el «posibilista» de Barcelona intercambiaron, en la primera mitad de la década del ochenta, proyectos de programa y denominación del futuro partido, que para unos había de denominarse Socialista Obrero Español y para otros Democrático Socialista Obrero Español, lo que implicaba un significativo matiz diferenciador de las posiciones ideológicas de cada uno. Y también cooperaron en el impulso de una organización obrera general en todo el estado. Un primer resultado de esa cooperación fue el «Congreso Obrero Nacional», convocado por el Centre Federal de Societats Obreres de Barcelona, en la capital catalana, en agosto de 1882. Los más de 120 delegados que asistieron representaban a unos 14.500 trabajadores organizados, de los cuales 8.000 pertenecían a las Tres Clases del Vapor. El congreso acordó constituir una Asociación –o Federación– Nacional de los Trabajadores de España, destinada a ser rival de la anarquista Federación de Trabajadores de la Región Española, constituida, también en Barcelona, un año antes; pero la ANTE no llegó a tener existencia práctica y el hecho se limitó a ser un antecedente de lo que habría de producirse seis años más tarde. Ambos grupos no solo intercambiaron ideas y proyectos, sino también militancias; la más importante fue la de Toribio Reoyo, tipógrafo madrileño que había tenido que ir a Barcelona para sortear las represalias patronales y que fue elegido director de El Obrero, en enero de 1886. No obstante, la buena relación, dentro de las diferencias, entre ambos grupos se rompió pocos meses después, cuando una crisis industrial llevó a la dirección de las Tres Clases del Vapor a optar por una solución táctica de negociación y acuerdo con la patronal, sobre la base de un programa proteccionista e industrialista; por el contrario con la publicación de El Socialista, a partir de marzo del mismo 1886, la posición del grupo de Madrid se manifestó plenamente en contra de esa orientación y a favor, por otra parte, de romper todos los puentes con el republicanismo, por avanzado que fuere, algo que caracterizaba las posiciones y las prácticas de buena parte del obrerismo catalán, que compartía historias pasadas y espacios de presente con el republicanismo federal. Reoyo abandonó la dirección de El Obrero y aunque todavía en 1886 y comienzos de 1887 ambos colectivos siguieron colaborando en la perspectiva de celebrar procesos constituyentes de un partido y un sindicato, como entidades autónomas una de otra, ya no llegaron juntos al tramo final, en 1888; no obstante, una parte minoritaria de las Tres Clases del Vapor y de las sociedades obreras que se habían ido incorporando a la dinámica conjunta optaron por dar su apoyo a las posiciones de El Socialista y de su principal dirigente y editor, Pablo Iglesias. Más allá de los problemas que generaba –y lo habría seguido haciendo– la discrepancia ideológica y la heterogeneidad de situaciones política y societaria entre el grupo madrileño y el catalán, la base de masas del nuevo proyecto se vio gravemente afectada. Cataluña era, de lejos, la principal región industrial de España; el obrerismo catalán, el más potente, en participación e incidencia social y política; y el sindicato de las Tres Clases del Vapor, con sus 30.000 afiliados representaba, él solo, la cuarta parte de total de trabajadores de la industria textil de toda España y casi el cuarenta por ciento de los de Cataluña. Ese traspiés en el proceso constituyente se habría de agravar en la última década de siglo produciendo en suma uno de los principales déficits del socialismo político y sindical en España, su débil presencia en Cataluña; déficit que no empezaría a remontarse hasta los tiempos de la Segunda República.

2

En ese marco de diferencias y divisiones, el Centro Obrero de Mataró instó al de Barcelona, en agosto de 1886, para que tomara la iniciativa de convocar un congreso de todas las clases trabajadoras de España, para abordar la situación de crisis y unir fuerzas ante ella. El Centro Obrero de Barcelona, en el que ya dominaba el grupo socialista de orientación marxista, recogió la propuesta y la relanzó en octubre precisando el objetivo de «constituir una Confederación Nacional Obrera». La propuesta del congreso fue apoyada por la Federación Tipográfica, la Unión de Trabajadores en Hierro y demás Metales, en la que tenía un presencia destacada la sociedad de cerrajeros de Barcelona, la sociedad de Obreros del Arte Fabril del Distrito IV de las Tres Clases del Vapor, que comprendía las zonas de Vic y Manlleu y diversas sociedades obreras de Barcelona. En febrero de 1888 se constituyó una comisión organizadora encabezada por Toribio Reoyo, en la que figuraban ya algunos de los primeros cuadros de la UGT en Cataluña, como el marmolista Basilio Martín Rodríguez o el tejedor mecánico Salvador Ferrer, este último uno de los firmantes del manifiesto del Partido Democrático Socialista Obrero Español, publicado por El Obrero en 1881. El congreso, finalmente se celebró en Barcelona, en el Teatro Jovellanos, entre los días 12 y 14 de agosto, con asistencia de representantes de 46 sociedades obreras, que sumaban algo más de 5.100 afiliados; una representación que, en coherencia con el proceso anterior y con el peso del movimiento obrero catalán, correspondía en sus tres cuartas partes a sociedades y afiliados de Cataluña. Destacaban de manera particular la sección de las Tres Clases del Vapor de Mataró, con 600 afiliados; el Centro obrero de Manresa, que incluía la sección local de las Tres Clases del Vapor, con más de 280 afiliados; diferentes sociedades de oficios de la industria textil de Barcelona, con 1.200 afiliados; y la Federación Tipográfica, con casi 1.400 afiliados, de los que 210 correspondían a su sección en la capital catalana. A su término el congreso acordó constituir y dar nombre al nuevo sindicato: Unión General de Trabajadores; también establecer la sede de su organismo de dirección, el Comité Nacional, en Barcelona, elegido y sustentado –como era tradicional en los comportamientos del movimiento obrero de la época– por las sociedades locales del sindicato, así como convocar su próximo congreso al cabo de dos años, e impulsar una publicación periódica propia, que habría de ser su portavoz, La Unión Obrera. El proceso fundacional se completó el 28 de octubre cuando las sociedades obreras que integraban la UGT barcelonesa eligieron el primer Comité Nacional; la presidencia correspondió a Antonio García Quejido, figura fundamental en esta primera etapa de la Unión, la vicepresidencia a Salvador Ferrer, y Basilio Martín Rodríguez formaba parte asimismo como vocal; este último, junto con Toribio Reoyo habían de ser los principales promotores y figuras públicas del sindicato.

Por otra parte el congreso de agosto aprobó el primer documento en el que se definía la concepción sindical de la nueva organización y una consideración sobre sus instrumentos de acción, que habría de perdurar, en lo sustancial, durante decenios. La concepción de la UGT se fundamentaba en considerar que las sociedades obreras, los sindicatos, habían de circunscribirse a la mejoras de las condiciones de trabajo de la clase obrera, sin pretender ser un instrumentos de cambio social general; la alternativa política había de corresponder al partido obrero, un principio que no se recogía en los estatutos pero que estaba implícito en las funciones que se atribuían a la UGT y en las relaciones históricas que de hecho se establecieron entre ésta y el PSOE. Es evidente el papel jugado por Pablo Iglesias en el mismo congreso fundacional de la UGT; aunque en el primer decenio de existencia de la UGT hubo una cierta diferenciación de cuadros dirigentes entre una y otra organización, que se modificó cuando Pablo Iglesias pasó a encabezar la presidencia del Comité Nacional de la UGT, a raíz de su traslado a Madrid, en 1899 (como se verá más adelante). La presencia de militantes que complementaban las dos afiliaciones era también frecuente en Cataluña; algunos ejemplos destacados: Rafael Orriols, de las Tres Clases del Vapor y la UGT y fundador de la agrupación socialista de Mataró; Josep Comaposada, que fue presidente del Comité Nacional de UGT y uno de los referentes históricos del PSOE en Barcelona; José Batllori, obrero carrecero, vicepresidente del Comité Nacional de UGT y fundador de la agrupación socialista de Sant Andreu del Palomar; Juan Durán, campesino, fundador de la agrupación socialista de Sitges y promotor del sindicalismo campesino ugetista en Cataluña. A pesar de ello, formalmente la UGT no se identificó con ninguna opción «política, religiosa o económica», e incluso rechazó la obligatoriedad de voto a favor del PSOE por parte de sus afiliados. Otra cosa fue la práctica real y el hecho de que sí se produjera, al revés, una obligación práctica de afiliación sindical en la UGT por parte de la militancia del partido socialista. Su función primordial, la mejora de las condiciones de trabajo habría desarrollarlo a través de dos vías: el de la presión sobre la patronal, hasta llegar a la utilización de la huelga como último recurso, y el de la presión sobre el Estado, por medio de peticiones a los poderes públicos llegando a la participación en instituciones estatales específicas –lo que se concretaría más adelante– e incluso a la propuesta de nuevas figuras institucionales (inspectores de trabajo; comisiones paritarias o mixtas, etc). Se descartó así una configuración de la UGT como una organización revolucionaria en sí misma, ni por sus objetivos ni por sus medios de acción. Ejemplo significativo de ello fue la consideración de la «huelga bien organizada» como la que habría de tener la consideración de huelga reglamentaria por parte de la UGT, aceptada por el Comité Nacional y que, por tanto, planteada por cualquier sociedad de oficio obligaba a todos los miembros de la Unión a apoyarla, incluso económicamente, cuando la caja de resistencia de la sociedad que la hubiera declarado estuviera ya en su punto de agotamiento. A pesar de todo, los miembros de la Unión y las sociedades eran libres de apoyar, por sí mismos, huelgas no reglamentarias y, en la práctica, éstas serían las más numerosas. Las huelgas reglamentarias lo eran por haber aprobadas previamente por el Comité Nacional o por la mayoría de los miembros de la Unión, en caso de discrepancia entre el Comité Nacional y la sociedad que quería declarar la huelga; sólo las que se producían de manera urgente «por dignidad o causa repentina» podían ser convocadas y aceptadas si tener previamente las aceptaciones estatutarias indicadas. Era un sindicalismo de concepción moderada que no obstante, tuvo que enfrentarse a una patronal y un poder público abiertamente hostil, la primera absolutamente contraria al reconocimiento de la acción colectiva de los trabajadores, lo que explica que, a pesar de la intención general de los fundadores de la UGT, las huelgas no reglamentarias fueran la mayoría y las que mayoritariamente acabaron teniendo el apoyo de la propia UGT.

El sindicato recién nacido tuvo una primera ocasión de presentación pública extraordinaria con ocasión de la celebración del primer 1º de mayo en Barcelona. La UGT había participado en la conferencia internacional de Paris de 1889, que dio origen a la Segunda Internacional y que acordó celebrar en todo el mundo actos de homenaje a los Mártires de Chicago y de expresión de reivindicaciones obreras entre las que destacaba la petición de la jornada de trabajo de ocho horas, correspondiente a una concepción equilibrada de la vida humana dividida en ocho horas de trabajo, ocho de ocio y actividades propias y ocho de sueño. En consecuencia, en la primavera de 1890 promovió en Barcelona dicha celebración, para la que propuso un mitin obrero y una manifestación posterior para entregar a la autoridad gubernamental un documento de peticiones sobre jornada laboral, trabajo de las mujeres y los niños, trabajo nocturno y otros aspectos; una propuesta diferente a la de los anarquistas, que defendieron la declaración de una huelga general indefinida hasta conseguir que las peticiones fuesen aceptadas. El mitin celebrado por la mañana del 1º de mayo, en el Teatro Tívoli de la capital catalana, estuvo presidido por García Quejido y contó con una activa participación de Basilio Martín Rodríguez; a su conclusión se formó una manifestación de unas quince mil personas, que bajaron por las Ramblas hasta llegar a la sede del gobierno civil en la Plaça de Palau, en donde se llegaron a reunir ya unos veinticinco mil; entregado el documento de peticiones, García Quejido dio el acto por acabado. No obstante, los anarquistas que por la tarde organizaron su propia manifestación, mucho menos nutrida –unos dos mil– y que se dispersó al encontrar el acceso al final de las Ramblas, en Colón, bloqueado por la guardia civil, consiguieron que la huelga se extendiera por la mayor parte de los centros obreros y se prolongara hasta el 8 de mayo. Las dos estrategias sindicales quedaron plenamente representadas, pero mientras que la de la UGT iba a entrar en un callejón de difícil avance, por el rechazo del estado a impulsar una legislación laboral, que los patronos no aceptaban, la de los anarquistas obtenía el éxito de la compensación que la movilización de protesta daba a la hostilidad a que había de hacer frente el movimiento obrero.

3

El crecimiento de la UGT en sus primeros diez años habría de ser extraordinariamente lento. El primer contingente representado en el congreso fundacional no se adhirió por completo al sindicato; de manera que éste vio reducida su afiliación efectiva a algo más de 3.500 trabajadores. La cifra creció poco a poco en los años siguientes hasta llegar a cerca de 8.900 en 1893, pero no pudo mantener esa tónica y en 1896 conservaba apenas poco más de 6.100. Se frustraron las expectativas de ingreso en el sindicato de la Unión de Sociedades Obreras del Hierro y otros Metales y la de la Federación de Toneleros; y también un intento de acercamiento con el sindicato de las Tres Clases del Vapor, motivada entre otras cosas por la rivalidad común con los anarquistas, fracasó definitivamente en 1892. Con las secciones locales del histórico sindicato textil que sí participaron en la fundación de la UGT y se adhirieron a ella, se impulsó en 1894 una federación española propia, la Unión Fabril Algodonera, que fuera de Cataluña solo contaba con la sección de la fábrica textil de Larios en Málaga; pero aquel mismo año la sociedad obrera malagueña se deshizo, derrotada por un duro lock-out patronal y la Unión Fabril Algodonera se limitó en la práctica a sus sociedades de San Martí de Provensals-Barcelona, Mataró, Vilassar de Mar, Manresa, Roda y Manlleu, sin conseguir crecer en afiliación e influencia. En el invierno de 1897-1898 la Unión Fabril Algodonera intentó reactivarse con una campaña de mítines, en Mataró, Manresa, Roda y Manlleu; no obtuvo gran resultado y de ello fue prueba la información de La República Social, el periódico socialista de la época en Cataluña, que recogía una de las intervenciones, en el mitin de la capital del Maresme, añorando tiempos pasados y lamentando «la poca energía que tienen los obreros fabriles de Mataró, causando con su desunión la desgracia de los trabajadores de las fábricas».

La causa fundamental de ese lento crecimiento fue el cambio de coyuntura social que se operó a partir de 1os primeros años de la década del noventa. La fundación de la UGT y el PSOE se había beneficiado del clima de tolerancia que había abierto el acceso del Partido Liberal al poder y las reformas de Sagasta; ese clima de tolerancia hizo posible, asimismo, los actos del Primero de mayo de 1890. Pero los de 1891 fueron ya prohibidos. El conservador Antonio Cánovas del Castillo sucedió a Sagasta al frente del gobierno en julio de 1890, organizó las primeras elecciones con sufragio masculino universal a su conveniencia y se acabó la tolerancia. La reacción de la «propaganda por el hecho», es decir de la práctica del terrorismo individual de una parte del anarquismo, que tuvo sus hitos propios en el atentando al general Martínez Campos y la bomba del Liceo de Barcelona, en 1893, y en la bomba al paso de la procesión de Corpus, en 1896, dificultó aún más la supervivencia de las organizaciones obreras. La represión se desencadenó sobre todo contra los anarquistas, pero alcanzó también a socialistas y republicanos y tuvo su propio símbolo de terror de estado con el Proceso de Montjuic, con 8 condenas a muerte, de ellas 5 ejecutadas, y una ochenta condenas de cárcel superiores a ocho años –de 20 en cuatro casos–. El republicano Pere Corominas estuvo entre las víctimas de cárcel y el presidente del Comité Nacional de la UGT, en 1896, Luis Zurdo Olivares, se vio obligado a huir y esconderse para evitar ser detenido. La hostilidad contra el movimiento obrero organizado se incrementó con la oleada de patrioterismo que se desencadenó a raíz de la guerra de Cuba y que tuvo entre sus principales protagonistas a la burguesía y la clase media catalana, que no quería resignarse a perder una colonia vital para sus intereses económicos. La UGT y el PSOE reaccionaron contra las consecuencias sociales de la guerra con una campaña en la que se insistía en denunciar la discriminación social del sistema de quintas, que permitía a quien tenía dinero librarse del servicio militar, también en tiempos de guerra; ello facilitaría luego su primera expansión, pero por el momento fue una de las escasa voces discrepantes con la guerra, junto con las de Pi y Margall y el republicanismo federal.

En ese contexto adverso, la UGT catalana se vio reducida a mínimos; por debajo incluso, en algún momento, de los mil federados al corriente de pago, aunque la cifra promedio estuvo en el decenio en torno a los dos mil quinientos. Su implantación o simplemente su influencia no pudo superar tampoco una difusión geográfica limitada: Barcelona y su extrarradio, con San Martí de Provensals y Sant Andreu del Palomar; Mataró y otras poblaciones del Maresme, como Vilassar de Mar, Cabrils, Caldes d’Estrac, Arenys de Mar; el histórico «distrito Cuarto», con Roda de Ter y Manlleu; y presencias dispersas, en Sitges, en Manresa, y poca cosa más. La presencia ugetista en Cataluña se concentró en la provincia de Barcelona, que en conjunto tuvo una afiliación promedio de algo más de dos mil federados y alcanzó en 1903 un máximo de casi 3.600; en las de Girona y Tarragona hubo una afiliación menor e irregular, que sumaban algunas decenas y en la de Lleida prácticamente no existía. En cualquier caso, hasta mediados de la década del noventa ese limitado contingente continuó representando una parte importante del total de la UGT en España, en una época en la que también su organización más emblemática, la Federación Tipográfica conocía asimismo su reflujo, al pasar de unos 1350 federados en 1892 a 866 en 1899. El momento peor se había situado en 1896-1897; a partir de entonces la UGT empezó en España un ciclo de crecimiento, moderado a pesar de todo, centrado inicialmente en Madrid y con el protagonismo particular del sindicato de la construcción, de manera que en 1901 la UGT sumó en toda España unos 26.000 afiliados, de los que más de 11.000 correspondían a las sociedades obreras madrileñas y entre éstas la mayoritaria era la de los albañiles; el total de obreros de la construcción afiliados a la UGT eran entonces la mitad de todos los del sindicato. A ese incremento en la capital se sumó el arranque de la UGT en otras dos zonas que habrían de constituir sus escenarios históricos, la minería del hierro de Vizcaya y la minería del carbón en Asturias; en Vizcaya había en 1901 1.700 ugetistas y en Asturias se había llegado a 6.700. La UGT catalana no participó de esa dinámica de crecimiento y no hay para ello una sola explicación. Desde luego, estaba la competencia anarquista y republicana, pero también había que contar con el rechazo de la patronal catalana al modelo de relaciones laborales que planteaba la UGT –a cualquier modelo de relaciones laborales basado en la interlocución colectiva– y, en última instancia, la pérdida del dinamismo del Comité Nacional, instalado en Barcelona, sobre todo después de que Antonio García Quejido abandonó Barcelona para regresar a Madrid y fue sustituido en la secretaría del Comité por Toribio Reoyo, en la primavera de 1897. Desde 1894 el principal cargo de responsabilidad de la UGT había pasado a ser el de secretario del Comité Nacional, que sería elegido por el Congreso, aunque el resto del Comité lo continuó siendo por las sociedades obreras locales y todo él sustentado por las mismas. Antonio García Quejido desarrolló con suficiente autoridad, a pesar de todas las restricciones, el cargo, pero no parece haber ocurrido lo mismo con Toribio Reoyo; sin que esta sea, con todo, la razón del declive de la organización ni de las decisiones que tomó el congreso de 1899. En marzo de 1898 una nota del Comité Nacional publicada en La República Social reflejaba la precariedad en la que éste se veía obligado a actuar: «Tengan en cuenta las Secciones que el Comité celebra sus sesiones los sábados por la noche, y que no pudiendo tener una oficina permanente para los despachos de los asuntos de la Unión, no es posible acudir a los mismos con la premura conveniente, y menos cuando en su gestión la hacen doblemente laboriosa las sociedades que descuidan el cumplimiento s de los artículos 10 y 24 de los Estatutos». Uno y otro artículo hacían referencia a las cuotas que habían de pagar las secciones al Comité para sufragar la propaganda oral y la publicación de la Unión Obrera (art. 10) y las que tenían que aportar en ayuda de la sección o federación en huelga que hubiera agotado sus recursos (art. 24).

En el congreso de la UGT de septiembre de 1899, después de constatar diferencias de criterio sobre la actuación del Comité entre Basilio Martín Rodríguez, su vicepresidente entonces, y Toribio Reoyo, se acordó, a propuesta de delegados de Madrid, que la residencia del Comité Nacional pasara de Barcelona a Madrid. Las razones públicas argumentadas eran la debilidad en que se encontraba la UGT barcelonesa y las dudas, por ello, de que pudiera dar el soporte adecuado al máximo órgano del sindicato entre congresos. No obstante, no es posible dejar de considerar que la reacción ante esa debilidad –que hasta hacía poco había afectado a todo el sindicato en todas sus secciones, y no solo a las catalanas– no era la única respuesta y quizás tampoco la más acertada; ya que suponía resignarse a esa debilidad y ceder todo el territorio obrero catalán a las influencias anarquista y republicana. Las razones pudieron ser societarias, pero no por ello la decisión tuvo que ser la más acertada. Fue una decisión con trascendencia política. Tomada, además, en un momento en que la política general española se vio sacudida, después de la derrota del 98, por la eclosión del regionalismo; un regionalismo contra el cual enseguida se posicionó la dirección socialista, empezando por Pablo Iglesias que editorializó en El Socialista identificando al regionalismo como una doctrina de odio que dividía a las clases trabajadoras, impulsada y al servicio siempre de la burguesía. Sea por las razones que fuere, al traslado del Comité Nacional de Barcelona a Madrid correspondió una mayor pérdida de presencia de las sociedades obreras catalanas en la UGT y de ésta, en su conjunto, en Cataluña y su movimiento obrero.

4 comentarios en «Historia de la UGT en Cataluña. 1, Fundación»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *