Alizia Stürtze
(GARA)
Desde su construcción, en 1961, en plena Guerra Fría, el Muro de Berlín fue noticia diaria. Día tras día, año tras año, los medios occidentales de comunicación nos «informaron» sobre el mismo: el muro de la vergüenza, el muro de la infamia, el telón de acero, los muertos al intentar huir, la maldad intrínseca del comunismo… Cuando se inició su caída, el 9 de noviembre de 1989, el acontecimiento fue retransmitido hasta el hastío y celebrado en directo como la victoria del «mundo libre», y, de paso, como el triunfo definitivo del capitalismo. Marxismo, socialismo, lucha de clases, imperialismo, explotación… todo eso eran antiguallas ante el famoso «fin de la historia» de Francis Fukuyama, que proclamaba que un pensamiento único, el «pensamiento de mercado», se mantendría hasta el final de los tiempos: la historia, entendida como conflicto, había llegado a su fin.
Veinte años después, la Unión Europea conmemora el evento con multitud de festividades y hasta subastas de trozos de hormigón de la pared en cuestión, cuyo derrumbe nos trajo, al parecer, la «libertad». Pero ocurre que el aniversario coincide con la gravísima crisis acarreada por ese «fundamentalismo de mercado», como lo llama Hobsbawn, vencedor tras la caída del muro berlinés, que ha traído consigo la liberalización financiera y el desplazamiento de la voracidad capitalista al mundo entero. Y que, además, concuerda con la ratificación del Tratado de Lisboa que, en plena supuesta crisis del modelo, refuerza la Europa neoliberal, aumenta la militarización y la exclusión, subordina el bienestar y la justicia social a la tiranía del Producto Interior Bruto, endurece las políticas represivas y, ya que de muros hablamos, acelera la construcción de la «Europa Fortaleza», es decir, crea infranqueables muros, reales o virtuales, que cierran fronteras, violan el derecho de asilo, criminalizan a los inmigrantes y los encierran hasta su expulsión en centros de internamiento, verdaderos agujeros negros del Estado llamado de derecho que impulsa la directiva europea conocida como la «Directiva de la Vergüenza».
Pero de esos muros no se habla, o se habla poco: son muros silenciosos. Son muros mucho más largos, altos, dañinos y mortíferos que el de Berlín; pero son muros silenciosos y, a menudo, son muros admitidos e incluso aplaudidos.
En los 27 años que se mantuvo el muro berlinés, hubo 79 muertes, de las que se nos informó una tras otra, hasta la saciedad: eran víctimas del comunismo. Entre 1989 y 2007 han fallecido, que se sepa, 15.000 inmigrantes frente a las fronteras europeas; 15.000 muertes ejemplarizantes, al parecer, de las que, según el tono que de los informativos se extrae, son culpables los propios fallecidos; no víctimas. No olvidemos que en la Unión Europea la libre circulación es para capitales, empresas y mercancías; no para personas que huyen de la miseria y las guerras, de las que Europa es, sin duda, responsable. Y que para ocultar esa realidad ahí está esa otra forma de muro, el muro mediático e ideológico, que invisibiliza la tragedia, separa y justifica, y convierte en meros números estadísticos a todos esos representantes de los «condenados de la tierra» como los llamaba Franz Fanon; incluidas mujeres embarazadas y niños.
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